Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.
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jueves, 29 de agosto de 2019

El duelo de la Ascensión.



Ascensión de Cristo,
Giotto (1304-1306)

En sus Diarios Léon Bloy dejó anotadas dos reflexiones que se han grabado a fuego en este escritorio a punto de cerrarse definitivamente dentro de unas cuantas líneas. En El invendible, Bloy expresaba a Raïssa Maritain su convicción de que “no hay más que un dolor, haber perdido el Jardín de las Delicias, y no hay otra esperanza ni otro deseo que recobrarlo”. En El mendigo ingrato había observado que en la fiesta de la Ascensión “siempre he visto el motivo de un duelo infinito”.

Nunca he considerado la infancia el modelo de ese delicioso jardín de la Humanidad. He peregrinado durante estos años a la búsqueda de un paraíso modelado con los retales anamnéticos de una esperanza absoluta. ¡Qué alegría poder llegar a alcanzar algún día la posesión entera de una fe herida, traspasada por el símbolo tan punzante de su ausencia! 

Entretanto, en cada una de estas últimas letras apuraré espiritual el sentido de un duelo sólo en apariencia inacabable. Cavalcanti profesa que quien cree en la Palabra bajada del Jardín no morirá para siempre. Aunque muera, confía en que vivirá. Su heteronimia asiente, a tientas, con precaria firmeza, el glorioso cuerpo literario de su prometida Resurrección. 


Este dogma central, fieramente contrarrevolucionario, ha ido nutriendo secretamente la peregrinación de este blog en una revelación progresiva. En la teología paulina la fe en la Resurrección fundamenta la esperanza que consuela la comunión de los santos. Sólo inspirado por esta certeza, Cavalcanti ha podido alimentar la consistencia imaginaria de su monasterio. 

Habiéndose inspirado libremente en la Regla de San Benito y, tras haber orado los libros que han ido llegando cabe sus puertas, se ha sentado cada semana a leer a cada uno la ley de la crítica, mientras los obsequiaba con todos los signos de la más humana hospitalidad, tanto en los elogios como en las amonestaciones. De no haber logrado su propósito, no ha renunciado nunca a saludarlos con humildad antes de que siguiesen su camino.


Como no se ha cansado de repetir, Cavalcanti no ha huido del mundo ni se ha decidido a practicar su desprecio. Al contrario, en su soledad a veces ermitaña y, a su pesar, a ratos arisca, ha procurado compartir su pobreza. Aunque con el molde de la balada habrá trabajado la forma de cada una de sus entradas, vistas en retrospectiva, amontonadas, superpuestas, sumadas y seguidas, podría producirse la sensación de que el cancionero prosístico que hubiera deseado crear ha adquirido también rasgos híbridos que lo acercan tanto al diario litúrgico como al ensayo de una novela frustrada. Fechados, estos comentarios no han podido sustraerse tampoco al efecto de una recreación -también, ¿por qué no?, ociosa-, que ha requerido la compañía nacida al calor de conversaciones literarias.

Por una delicada ley de la discreción, Cavalcanti ha optado por amparar con nombres de religión la comunidad de sus íntimos y sus más cercanos: su «donna tolosana», «Calvin» y el «vailet», la «pubilla» y la «petitona»; como también el protagonismo de «mi amigo germanófilo» y el paso puntual de «mi discípulo blanchotiano».  

No puede olvidar tampoco a unos cuantos visitantes cuyas obras han sido acogidas con frecuencia. José Mateos, Gregorio Luri, Ignacio Peyró y, sobre todo, Enrique García-Máiquez han proporcionado momentos de intensa felicidad a este escritorio cuyo autor ha querido pagarles, con mayor o menor acierto, con el entusiasmo auténtico que esquiva la complacencia.

Este monasterio también ha recibido el don providente de los lectores atentos. Ignacio Trujillo ha sido una de esas amistades impensadas que sólo pueden surgir para testimoniar el milagro de la palabra compartida en unas eternas vísperas güelfas. Y allá al fondo del coro, callado y discreto, lacónico y cálido, imperturbable, en los confines de un comentario o de un mensaje, en su Compostela digital y real, se recorta el perfil de Ángel Ruiz


A la Ascensión


           “¿Y dejas, Pastor santo,
            tu grey en este valle hondo, escuro,
            con soledad y llanto,
            y tú, rompiendo el puro
            aire, te vas al inmortal seguro? 


            Los antes bienhadados
            y los agora tristes y afligidos,
            a tus pechos criados,
            de Ti desposeídos,
            ¿a dó convertirán ya sus sentidos?


            ¿Qué mirarán los ojos
            que vieron de tu rostro la hermosura,
            que no les sea enojos?
            Quien oyó tu dulzura
            ¿qué no tendrá por sordo y desventura?


            Aqueste mar turbado
            ¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto
            al viento fiero, airado?
            Estando tú encubierto,
            ¿qué norte guiará la nave al puerto?


            ¡Ay!, nube envidiosa
            aun deste breve gozo, ¿qué te aquejas?
            ¿Dó vuelas presurosa?
            ¡Cuán rica tú te alejas! 
            ¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!


            (Fray Luis de León, Poesías)

Tras trescientas entradas, con voz potente exclamo: «Está cumplido».

viernes, 16 de agosto de 2019

Mi paz os dejo.



Cristo resucitado,
Diego de la Cruz (finales del S. XV)

No he dejado de fatigar, una y otra vez, la identidad que consume a Cavalcanti y a quien, anónimo, exprime las últimas gotas literarias de la primera persona. Con agudo acierto Enrique García-Máiquez ha singularizado nuestro linaje bajo el sobrenombre de “el Nuevo”. Al fin y al cabo, si me es lícito alimentar una mínima vanidad, me gustaría creer que, si no es infrecuente entre artistas renacentistas la distinción entre el Viejo y el Joven (los Berruguete, Holbein, Brueghel, Teniers…), el stilnovismo poético que hemos profesado a la sombra mayor del amigo de Dante habrá trazado una genealogía horizontal propia de una alta cultura fragmentada y dispersa. ¿Ha sido posible, todavía, soñar con formar una estética de sus retazos? En nuestra filiación brillaría ante todo una oscura fraternidad. 


¿Quién es Cavalcanti? ¿Es necesario asignarle una referencia que no pasaría de funcionar como otro nombre más? Como si fuera el resultado de una clave secreta, ¿explica realmente algo que pueda establecerse una equivalencia entre este Cavalcanti y aquel Armando Pego? ¿Es posible buscar alguna verdad mediante la escritura sin que parezca que esté contaminada de raíz ad hominem

Cavalcanti no ha buscado ni el aplauso ni la gloria que jamás ha tenido a su alcance. Pobre de toda ambición, no ha renunciado a decir su última palabra. Ni el temor ni la adulación han alentado su crítica, ni el rencor o la envidia su sátira. La identidad de Cavalcanti se encuentra en el tamiz donde se entrecruzan la psicología, la lógica y la escatología.

Sus fieles lectores saben de su afición por cierta metodología del psicoanálisis. Cavalcanti no ha buceado en sus imágenes a la busca de una interpretación que explique nuestro malestar letraherido. Su personalidad se ha ido construyendo en una dialéctica de relaciones que ha cristalizado en nuestra heteronimia. Su estado psíquico se ha formado en la interacción de sus fantasías inconscientes -poéticas, pedagógicas y religiosas- con la realidad que le rodeaba. ¿Hemos logrado acaso alcanzar un reparador conocimiento de sí?

Escindido, en Cavalcanti habré proyectado no pocas de las ansiedades que devoran mi alma. Inconscientemente, habré querido identificarme con su condición de objeto ideal esperando que me devolviese la seguridad de algunas respuestas consoladoras. A medida que ha ido cumpliendo su papel, cada vez más liberado de mis reclamaciones, he podido llegar al final de este trayecto a reconocer en él el objeto total que mantiene, con su absoluta alteridad, mi mismidad a salvo. Ha integrado las fuentes de una creatividad secundaria, siempre pendiente de las obras de nuestras lecturas.

Es fácil reconocer en el trasfondo de esta interpretación de nuestra constitución anímica algunos motivos básicos de la psicología relacional desarrollados en la obra de Melanie Klein. Pero no bastan. La sublimación buscada con disciplina constante, semana tras semana durante siete años, no es fundamentalmente psicológica, sino, sobre todo, poética. No ha pretendido purificar pasiones ni reprimir impulsos, sino adentrarse en la significación de sus símbolos como manifestaciones de su ser-en-ese-mundo. Cavalcanti no es un fruto moral que compensa la desdicha de existir, sino la expresión ontológica de la felicidad elemental que redescubre la maravilla de poder balbucear la palabra originaria: Fiat lux.

Nada mejor muestra que Cavalcanti es un escatólogo que su profesión monacal. Es su intuición más profunda que ha hecho de cada una de estas entradas las piezas con que ha construido un claustro virtual en medio de un océano digital indiferente: un desierto en el tráfago de las redes sociales. Adentrándonos en su celda, como dice Gaston Bachelard, “la cabaña del ermitaño es una gloria de la pobreza. De despojo en despojo, nos da acceso a lo absoluto del refugio”. Es su paraíso, una imagen olvidada de su acorde celeste, futuro. Cavalcanti, peregrino absoluto.

Entre su alma y su espíritu, su cuerpo debe seguir arrastrando el peso de su existencia bajo aquellas equivalencias referenciales que ha empezado a trascender a su modo. Concluía Gottlob Frege que la identidad no es una relación entre objetos. ¿Puede acaso presentar Cavalcanti alguna otra referencia que su solo nombre? Pudiera ser que su sentido no encuentre otro descanso que su propia referencia. Aunque entre el autor de sus libros y él pudiera asignarse un mismo referente, ambos no dejarían de tener distinto sentido.

 Pues según esto, considera primeramente qué tan grande sería la alegría de aquellos santos padres del Limbo en este día con la visitación y presencia de su libertador, y qué gracias y alabanza le darían por esta salud tan deseada y esperada. Dicen los que vuelven de las Indias Orientales en España que tienen por bien empleado todo el trabajo de la navegación pasada por la alegría que reciben el día que entran en su tierra. Pues si esto hace la navegación y destierro de un año o de dos años, ¿qué haría el destierro de tres o cuatro mil años el día que recibiesen tan grande salud, y viniesen a tomar puerto en la tierra de los vivientes?”.
(Fray Luis de Granada, Guía de maravillas)

Expectante, Cavalcanti se anticipa a vivir en otro reino, de tan real imaginario.

sábado, 3 de agosto de 2019

El sepulcro vacío.



El entierro,
Fra Angelico (1438-1440)

Al asomarse al sepulcro vacío de una obra acabada, el lector percibe intensamente que el sentido que ha ido tramando mientras la vivía abre una diferencia y un vacío. Puesto que la comunicación se ha esfumado, parecería que no queda nada por comunicar. Nota que no es posible ya restaurar el lenguaje que le era común. Su manera de hacer, súbitamente, se ha deshecho. Sin embargo, oscuramente, suspendida, se ilumina una nueva manera de ver, que permanece en espíritu, literalmente, de una fidelidad absoluta. La palabra ha grabado en la piel de sus textos una llamada a la fe. Sólo entonces, al creer -al abandonarse a su finitud trascendida- se empieza a entender la escritura que su autor, a tientas, ha modelado casi sin saber a ciencia incierta.

Siete años después de haber comenzado este blog Donna mi prega se acerca la prueba más exigente: aceptar su muerte. No es el fruto del cansancio ni del miedo, ni tan siquiera de la vejez de Cavalcanti. En su plenitud la asume libremente. Comprende de forma aguda que no podrá alcanzar la meta de su peregrinación si no acepta renunciar incluso a sí mismo. Quien quiere ganar su vida, debe perderla. Ha atisbado la inmediatez física de su profesión escatológica que nuestro mundo niega con sarcásticos aullidos: la esperanza de una resurrección sólo visible a los lectores que sean capaces de comulgar con él. Para el resto, sus entradas serán sólo una muesca de silencio y olvido. La imitación del Maestro reclama el seguimiento más radical.

Decía Gaston Bachelard que “en el reino de la imaginación absoluta se es joven demasiado tarde”. Es cierto que la celda, el claustro, el monasterio que poco a poco ha ido alzando Cavalcanti en este desierto virtual tiene un fondo onírico insondable sobre el que el pasado personal ensaya sus colores peculiares. Rememoro así al hospedero jerónimo de El Parral proponerme en mi lejana juventud que me quedase entre aquellos muros. Sonreí y seguí camino.

Durante el kairós que ha atravesado la existencia moral y anagógica de este periodo digital he acabado formulando una estética y una teología. Ni siquiera podía imaginar el fondo (anti)posmoderno cuando lo comencé sin aparente orden ni concierto en el último cuarto de 2012. Compruebo al final de la jornada que poseía bien definido, entre brumas, las líneas de su código genealógico por (re)descubrir en sus futuras y pasadas lecturas.

Apenas leídas sus primeras entradas, aunque siempre con idéntica vocación minoritaria, Cavalcanti no desfalleció e inició una fase disciplinada durante la que desplegaría, con un ritmo semanal, los temas principales que han caracterizado este blog. De base religiosa y poética, cada vez más partía de la memoria personal y familiar como eje de la crítica literaria que no se ha cansado de ejercer. 

Por la tensión inherente de su mirada y sus objetos empezó a cobrar fuerza también aquella mencionada línea (anti)moderna que quedó sintetizada en el símbolo de un partido güelfo. En vez de acentuar su dimensión civil, se retiró desde el principio -no huyó- al desierto, donde fue brotando su stilnovismo claravalense. Cavalcanti siempre se ha sentido más próximo a Ezra Pound y los prerrafaelitas que a T. S. Eliot y a los elisabetianos. Ha vencido, no obstante, las peligrosas tentaciones barrocas de sus ascendientes acogiéndose, estilizado y gótico, al hábito blanco de San Bernardo. Tradición, teología y política fundaron así la base de la Trilogía güelfa que entre 2014 y 2016 reunió en volúmenes de papel.

La propia estructura de estas entradas, tan seriadas, responden no a una decisión de lograr un cómodo molde de repetición, sino a una voluntad a la vez rígida y flexible de organizar un cancionero prosístico bajo la forma interpuesta y recreada de la balada y el villancico. A partir de una cabeza que incluía toda una serie de reflexiones autobiográficas, se han desarrollado los pies de una argumentación literaria y teológica que, tras la vuelta de un fragmento citado que rima, ecfrásticamente, con la obra plástica inicial, culmina, como un comiato, en una síntesis pseudoaforística.

Como su consecuencia natural, durante la etapa de madurez se han organizado leves series de las que se hacía eco, a su vez, la entrada final de cada curso académico bajo la sombra de una cita poética de Guido Cavalcanti o de Dante Alighieri. Como miniaturas bizantinas engastadas ligeramente las unas en las otras, autoantologadas, guardo especial inclinación por mi reivindicación entrecruzada de las artes liberales y los studia humanitatis con las tres vías espirituales representadas por la ascesis, la contemplación y la unión: pintura, música, poesía y, por último, filosofía.

Un güelfo stilnovista y claravalense no ha podido resistir tampoco la obligación de practicar una anglofilia particular, de fundamentos también memorialísticos. No puede ser otro el suyo que el de los restos martiriales del mundo recusante. No es la Inglaterra imperial la que lo deslumbra, sino la extinción troyana de su medievalismo en sus orígenes modernos. De William Byrd y Robert Burton a John Henry Newman, de John Dowland y Edmund Champion a G. K. Chesterton o Evelyn Waugh ha querido indagar en la pulsión insular, eremítica, de su propia sensibilidad.

De toda su trayectoria sólo ha lamentado que un momento de despegue vertiginoso de sus visitas coincidiese con una serie de entradas polémicas. Arrastrado por el celo de una santidad imposible pero imprescindible, debió sufrir justamente en silencio la airada y mínima reacción de la secular ejemplaridad. Por ello, decidió no volver a entrar en disputas escolásticas como las que pudiera haber mantenido Bernardo de Claraval con Abelardo. Sabiéndose derrotado de antemano, en un tiempo que le es ajeno, ha acotado su análisis a la época cismática que ha creído descubrir que nos toca vivir y que ya no refleja sino los siglos XIV y XV. En medio de Aviñón, estoico y contemplativo, ha acabado de fundar su Petit Clairvaux, escondido y heterónimo.

En su última fase, Cavalcanti ha pretendido adoptar un tono más meditativo, más sereno, ¿acaso más melancólico? De hecho, en estos últimos dos años ha abandonado la regularidad semanal y ha optado por un ritmo alterno entre la quincena y el decenario, entre los misterios dolorosos del martes y del viernes. Aun reteniendo sus excesos gnósticos, no ha podido ni querido evitar, como un rasgo decisivo de su estilo hermético, las correspondencias numéricas. Cada uno de los años previos contenía un número primo de entradas, la suma de cuyas unidades, con una sola excepción, resultaba Once, como el número de los Apóstoles que se dispersaron y que volvieron a reunirse a la espera de una nueva Venida.

Luego sepa el cristiano que nunca alega el diablo autoridad en el verdadero sentido, que trae arrastrado de los cabellos para que con diligencia aparente venga a encararla contra el paciente; y todo lo que falta de las palabras suple él de unos colocados embaucos. Como albañil remendón que quiere atapar agujero cuadrado con piedra de tres esquinas, y lo que le falta hinche de barro. Luego el verdadero cristiano al temor de la muerte socorrerá con la virtud de la fe. Por lo cual firme y verdaderamente tendrá que, aunque el cuerpo se muera, el ánima es inmortal. Lo cual firmemente creído basta para consolar la muerte del cuerpo. Más será buen consejo que no gaste el paciente todo el tiempo del tránsito con aquellos temores del infierno; que, con una santa y humilde osadía, después que hubiere invocado la misericordia divina, volverá su imaginación a la gloria del cielo. Y contemplará lo mejor que pudiere aquella bienaventuranza en que reposan los siervos de Dios”.
(Alejo de Venegas, Agonía del tránsito de la muerte)


En camino indesmayable de su Reino, permaneceré sentado allí enfrente del sepulcro, celda monástica mía, donde se concentra una certidumbre de ser.

martes, 25 de junio de 2019

Frank Kermode, el lector último.



Le liseur blanc,
Ernest Messonier (1857)

Hubo también un tiempo de mi formación académica en que me entregué al estudio de las más variopintas teorías sobre los relatos, fuesen lingüísticas, pragmáticas o fenomenológicas. Entre todas ellas, sobre las páginas de Paul Ricœur se confirmó el aliento filosófico que, desde entonces cada vez más perentoriamente, ha ido empujando mi búsqueda de un sentido teológico, por estético, de la existencia humana. He ahí, pues, una de las causas que pudieran explicar la matriz reaccionaria de mi poética claravalense.

martes, 14 de mayo de 2019

La transpolítica de Nicolás Maquiavelo.



The Spiritual Form of Pitt guiding Behemoth,
William Blake (1805)

En la entrada anterior proponía leer los recientes apuntes de Benedicto XVI a la luz del opúsculo De consideratione de San Bernardo. En esta ocasión me gustaría enfocar el fondo de las aparentes contradicciones y/o ambigüedades del Papa Francisco tanto en cuestiones dogmáticas como en sus apuestas políticas bajo la guía de El príncipe de Nicolás Maquiavelo.

viernes, 22 de marzo de 2019

La imaginación conservadora de Gregorio Luri.



Kermés flamenca,
David Teniers el Joven (1652)

Acaso emprenda el inusual comentario de un libro. ¿Sería presuntuoso desear orientarse más por la enseñanza esotérica de su autor -no por ello menos escrita- que por el contenido de su obra concreta? Ante La imaginación conservadora (Barcelona, 2018) de Gregorio Luri creo que casi es un deber, casi una deuda, acercarse indirectamente

martes, 12 de marzo de 2019

El imperio de Philippe Muray.



La caída de los ángeles rebeldes,
Pieter Brueghel el Viejo (1562)

Hace unos meses mi heterónimo recibió un correo electrónico de un amable lector francoespañol que había procurado con tesón admirable dar con nuestra autoría. Nos confesaba que, mientras navegaba en busca de discípulos peninsulares de Léon Bloy, había descubierto en unas anotaciones del peregrino absoluto acogidas aquí y allí una afinidad de estilo con el pensamiento del escritor francés Philippe Muray (1945-2006).

martes, 19 de febrero de 2019

Julien Gracq, leescribiendo.



Epiphany,
Max Ernst (1940)

En el cénit etílico de la jerga postestructuralista un señor sobrio y surrealista, Julien Gracq (1910-2007), autor de novelas perturbadoras y hieráticas, como En el castillo de Argol (1938) o El mar de las Sirtes (1951), publicó un ensayo de crítica literaria de tan exasperada clasicidad que su título, en un gerundio inacabable, requiere la exacta y dual cursiva para su (in)cierta comprensión: Leyendo escribiendo (1980).

martes, 8 de enero de 2019

La Tebaida interior.



La Tebaida,
¿Fra Angelico? (1420)

En medio de la despiadada blandura con que nuestra sociedad cree tenernos seguramente encarcelados, andaba reflexionando estos últimos meses sobre la necesidad de ahondar en mi stilnovismo claravalense. Meditaba sobre la legitimidad de excavar una soledad mayor que venciese la tentación de la melancólica misantropía que me asalta últimamente. Frente al peligro de acabar aislándose tras los muros de un monasterio virtual convertido en ídolo que exige la repetición ritual de sacrificios y penitencias intelectuales y poéticas, ¿no cabría recobrar el impulso eremítico que, atrayendo a un radical abandono de sí en el desierto, mantuviese callada y firme una comunicación de bienes entre su comunidad de moradores? ¿No aspiraba acaso cada entrada en esta celda bloguera a divisar un arco de la bóveda celeste? A la gruta de su Tebaida no correrá Cavalcanti a refugiarse. Ante su umbral se detiene a atisbar el origen de otra luz que, al excederla oscuramente, ilumine nuestros pasos…

viernes, 26 de octubre de 2018

El peregrino absoluto (y II).



Cristo y los peregrinos camino de Emaús,
Duccio di Buoninsegna (1308)


Al final de la Vita nova Dante advertía que peregrino es tanto quien se encuentra fuera de su patria como quien camina a Santiago de Compostela para servir al Altísimo. También así soy un peregrino absoluto. Léon Bloy insistía en que no padecemos otra nostalgia que la del Paraíso, la única patria que hemos conocido. Como bacantes enardecidas, nuestras sociedades del bienestar han profanado, por si acaso, hasta los confines de cualquier Jardín que pudiera conservar un recuerdo que todavía testimonie, entrelíneas, nuestra Caída. De Santiago a Jerusalén, pasando por Roma, con una palma, unas hojas de romero y una vieira, emborrono un cuaderno de exilio, donde no ceso de anotar los espantosos lugares comunes que nos cierran, con las simas de su estupidez, los abismos de Luz que, desesperado, invoco.
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martes, 25 de septiembre de 2018

Ateocracia.



Entrada de Cristo en Bruselas en 1889,
James Ensor (1888)

De paso y por curiosidad, con diletantismo culposo, desde hace un par de años he sobrevolado, por su ponderado rigor, las obras medievales de Rémi Brague (1947). La lectura reciente, casi en paralelo, de Moderadamente moderno (Madrid, 2016) y de Sur la religion (París, 2018) me ha impresionado vivamente. Como una nota personal a pie de página, querría dejar anotada algunas de sus causas.

viernes, 3 de agosto de 2018

Las noticias últimas de Fabrice Hadjadj.



For the Love of God,
Damien Hirst (2007)


Hace unas semanas un reciente presbítero volvía a requerir mi consejo sobre su tesina de licenciatura en estudios eclesiásticos. Siempre me ha insistido en su interés por una neoapologética librada de las sonrientes y culposas ataduras posconciliares. Por mi lega tendencia monástica, sospechosa de fideísmo por defecto, le había rogado en vano que me excusara. Como no cejara en su perenne inclinación tomista, acabé sugiriéndole que leyese a Fabrice Hadjadj (1971), uno de los más vibrantes intelectuales católicos en una generación, culturalmente posconciliar, cuya fe se ha extinguido y ha sido definitivamente aventada.

martes, 24 de julio de 2018

Rut y Medea.

Versión de Theotokos de Vladimir,
Andrei Rublov (1405)

Como saben bien mis pacientes lectores, siempre he sentido una juvenil inclinación, como una inacabable tentación hermética, por el psicoanálisis. Dado que he querido excavar insensato, entre las paredes de estas entradas, las celdas de un monasterio familiar, he acogido con hospitalidad y gratitud algunos libros de Massimo Recalcati (1959), sea sobre la relación entre el padre y el hijo, sea sobre la que mantienen el alumno y el maestro. Por ello, en un día de asueto madrileño, ante el escaparate de mi librería adolescente, qué maravilla del azar haberme topado con Las manos de la madre (Barcelona, 2018).

martes, 15 de mayo de 2018

El dáimon meridiano de Mayo del 68.



Cartel de Mayo de 1968

Apenas hace un par de meses ha salido publicado el libro Mayo del 68. Fin de fiesta (Almería, 2018) de Gabriel Albiac (1950). Es la revisión continuada de su Mayo del 68. Una educación sentimental (1993). De oca en oca fetiche y sigue porque siempre les toca. Tras el cuarto de siglo, llega el medio siglo, en que se manifiesta esa versión del demonio meridiano que, si en los Padres del desierto adoptaba la forma de la acedia, ahora cobra la forma voluptuosa de una memoria generacional que no deja de proyectar las estratagemas de un codicioso empeño de destrucción que en sus fantasías de omnipotencia nunca han dejado de practicar celosamente tanto como les ha sido posible. 

martes, 6 de marzo de 2018

En provincias con Pascal.



Moïse présentant les tables de la Loi,
Philippe de Champaigne (1649)


En una de las últimas conversaciones que mi heterónimo, con espaciada regularidad, suele mantener con Daniel Capó, le exponía su calmada indignación por el ataque que la “opción Benito” de Rod Dreher había recibido desde La Civiltà Cattolica por parte de un padre jesuita belga, Andreas Gonçalves Lind. Se la acusaba de “donatismo”. Nada más insinuarle que este tipo de reacciones constituía la réplica cíclica, a escala casi imperceptible, de la crisis eclesial del catolicismo desde los orígenes de la modernidad, su interlocutor le animó vivamente a que escribiese una entrada sobre la consumación de esta Caída que advertimos en sus estertores.

martes, 23 de enero de 2018

El desasosiego gris, entre Fernando Pessoa y Josep Pla.



Nostalgia del infinito,
Giorgio di Chirico (1917)


Hace unos meses mi heterónimo callejeó sin descanso entre las cuestas de Lisboa. Bajo el cielo deslumbrado del Tajo, recién estrenado el otoño, alcanzó ese estado de semiconciencia alerta que permite abstraerse de las ráfagas turísticas. De perfil, casi pudo notar la ingravidez del aire, a la deriva por Terreiro do Paço. Asomado al río, soñaba que se cansaba del cansancio de leer, de pagar arruinado las cuentas de su escritura.

viernes, 29 de diciembre de 2017

En la cripta de Barbazul con Primo Levi (y II).



L'incendie de Rome,
Hubert Robert (1785)


Mientras descendía los peldaños minúsculos de la cripta de su Barbazul universitario en la entrada anterior, mi heterónimo se iba preguntando por qué George Steiner, que tantas páginas ha dedicado a la poesía de Paul Celan como situada “al norte del futuro”, apenas ha mencionado sino muy puntualmente los relatos de los sobrevivientes de los campos de exterminio.

viernes, 8 de diciembre de 2017

La religión de Thomas Browne.



El alquimista,
David Teniers el Viejo (1640)

Hace unos meses Ander Mayora me sugería la lectura de Religio medici (1642) del médico inglés Thomas Browne (1605-1682). He ido retrasándola -mejor dicho, sincopándola- por diversas razones íntimas. Como hemos acabado la octava en la memoria de los mártires ingleses, ha llegado el momento de que me enfrente a una obra rara, en toda la amplitud del término. De algún modo secreto, como si sus páginas presumiesen las consecuencias de su alquímica melancolía, percibo en ellas un pórtico flemático a las tensiones revolucionarias de las guerras de religión de la época. ¿Son capaces, todavía, de atraer la acusación de papistas como de ser incluidas en el Índice?

viernes, 17 de noviembre de 2017

Preámbulo del Anticristo, con ecos de Vladimir Soloviev.



Retablo de todos los Santos,
Albrecht Dürer (1511)

En XXI Güelfos mi heterónimo seleccionaba la entrada “El Papado y el katéjon” como pórtico de su Purgatorio. En ella releía, todavía con una cierta ingenuidad, la seriedad escatológica con que el beato John Henry Newman comentaba, en su periodo anglicano, las profecías sobre el Anticristo. De los cuatro sermones que dedicaba a esta figura en 1835 escogió, no casualmente, el de “La ciudad del Anticristo”. En el fondo sostenía que Roma, entendida en el sentido a la vez metonímico y anagógico, político y místico, que había representado el Papado en la historia de occidente, ha encarnado una figura del katéjon, es decir lo que retenía la llegada del Anticristo.

martes, 7 de noviembre de 2017

El monasterio interior y el Jardín del Edén.



Lavatorio de pies,
Duccio di Buoninsegna (1308-1311)

Andaba cabizbajo hace unas semanas. Había visto anunciada una conferencia del abad de Montserrat en el Hotel Palace de Barcelona. Con la excusa social para un cóctel-almuerzo de ciertas élites sociales y empresariales, sus representantes acudieron, en el fondo, para plantear la pregunta que el abad deseaba oír sobre el papel político que le gustaría desempeñar en las actuales circunstancias de Cataluña. A mí, sin embargo, me dejó descorazonado el título de su conferencia: “Los monasterios hoy. ¿Parásitos o artífices de un nuevo humanismo?”. A una pregunta así, la respuesta, por más que se pretenda propositiva, no resulta obvia. ¿No será que el «nuevo humanismo» no basta como justificación de un ritmo y de un modo de vida que se consideran «parasitarios»?