La Tebaida, ¿Fra Angelico? (1420) |
En medio de la despiadada blandura con que nuestra
sociedad cree tenernos seguramente encarcelados, andaba reflexionando estos
últimos meses sobre la necesidad de ahondar en mi stilnovismo claravalense. Meditaba sobre la legitimidad de excavar
una soledad mayor que venciese la tentación de la melancólica misantropía que
me asalta últimamente. Frente al peligro de acabar aislándose tras los muros de
un monasterio virtual convertido en ídolo que exige la repetición ritual de
sacrificios y penitencias intelectuales y poéticas, ¿no cabría recobrar el
impulso eremítico que, atrayendo a un radical abandono de sí en el desierto, mantuviese
callada y firme una comunicación de bienes entre su comunidad de moradores? ¿No
aspiraba acaso cada entrada en esta celda
bloguera a divisar un arco de la bóveda celeste? A la gruta de su Tebaida
no correrá Cavalcanti a refugiarse. Ante su umbral se detiene a atisbar el
origen de otra luz que, al excederla
oscuramente, ilumine nuestros pasos…
Entretenido en principio con estas cavilaciones, topé
con el ensayo La penúltima bondat (Barcelona,
2018), de Josep Maria Esquirol (1963). La lectura de su primera página habría bastado en
otro tiempo para que me sintiese forzado a emprender un libelo aclaratorio
contra una tesis honradamente expuesta: “No ens han expulsat de cap paradís.
Sempre n’hem estat fora. En veritat, i per sort, aquí el paradís és impossible”. ¿Aquí, allí?
Soy consciente de que, si me lanzase a una apologética del Paraíso, saldrían derrotados mis argumentos frente a los pliegues y requiebros de Michel Foucault y de Giorgio Agamben que despliega Esquirol por toda su obra. Astutamente, enfrenta el mítico mundo supuestamente clausurado, disciplinario e insoportablemente perfecto de un patológico Edén a unas tiernas, mesocráticas y precarias afueras, intencionadamente desenfatizadas, capaces de lograr que las inclemencias de la vida se mantengan razonablemente a raya. ¿Quién podría desear un cielo inmutable, uniforme, congelado? ¿Quién, sub angelo lucis, no suspiraría por un inacabable nomadismo que puede encontrar en su perpetuo movimiento, éxtasis y éxodo, un cálido albergue?
Soy consciente de que, si me lanzase a una apologética del Paraíso, saldrían derrotados mis argumentos frente a los pliegues y requiebros de Michel Foucault y de Giorgio Agamben que despliega Esquirol por toda su obra. Astutamente, enfrenta el mítico mundo supuestamente clausurado, disciplinario e insoportablemente perfecto de un patológico Edén a unas tiernas, mesocráticas y precarias afueras, intencionadamente desenfatizadas, capaces de lograr que las inclemencias de la vida se mantengan razonablemente a raya. ¿Quién podría desear un cielo inmutable, uniforme, congelado? ¿Quién, sub angelo lucis, no suspiraría por un inacabable nomadismo que puede encontrar en su perpetuo movimiento, éxtasis y éxodo, un cálido albergue?
Quizás mi desacuerdo esencial con el planteamiento de
Esquirol consista en que no comprendo el Paraíso en sus términos espaciales.
Parece como si a Esquirol lo que le molestase no fuese tanto que hubiese habido
un centro que nos sirviese de orientación sino la idea de culpa asociada al
motivo de su expulsión. En su negativa está en juego una idea de moralidad que
reivindica una finitud desontologizada. En lugar de culpabilizarnos por el pecado, deberíamos mantener alerta una
satisfactoria mala conciencia de la
que podríamos irnos desprendiendo poco a poco y sensatamente sin renunciar del
todo a ella, como garante social y personal de un equilibrio ético.
Miltoniano, mi esperanza escatológica, en cambio, no
se dibuja sobre el trauma de la expulsión, sino sobre el duelo de la pérdida.
La tarea del duelo es creativa. Al
cantar lo que se pierde, el deseo que dibuja su ausencia anticipa las líneas impensadas
de lo Real. El Paraíso no es necesariamente una idea que aprisiona, psicótica, la angustia apolínea de la Unidad. Al
contrario, como imagen, nos recuerda
que estamos decaídos. El Paraíso transfigurado
en la Jerusalén celeste, contra toda lógica individualista, afirma que la
comunidad por venir se basa en la inagotable libertad que introduce en la
Creación la diferencia del Espíritu.
Ejemplificaré con un pasaje muy concreto de La penúltima bondat mi antitética visión paradisiaca. Dice Esquirol:
“L’autèntica autoestima s’allunya tant de l’egoisme com del fet de detestar-se dissimuladament. Així, s’entén molt bé que Ricoeur trobé inspiradíssimes i colpidores les paraules del final d’una novel·la de Georges Bernanos titulada Journal d’un curé de campagne, on el protagonista confessa que odiar-se és més fàcil del que sembla i que la gràcia de les gràcies consisteix a saber-se estimar humilment un mateix”.
En coherencia con el conjunto de la argumentación de Esquirol,
es legítimo considerar todavía la suya una gracia penúltima, no definitiva,
sobre todo porque, indirectamente, escamotea el sentido del párrafo de la novela
de Bernanos: “Il est plus facile que l’on croit de se haïr. La grâce est de s’oublier. Mais si tout orgueil était mort en nous,
la grâce des grâces serait de s’aimer humblement soi-même, comme n’importe
lequel des membres souffrants de Jésus-Christ" (la cursiva es mía). Olvidándose a sí mismo,
según el cura rural de Bernanos, la autoestima se basaría en amarse
uno humildemente como no importa cuál de los miembros sufrientes de Jesucristo. Este triunfo sería un signo paradójico de una humanidad redimida.
Es comprensible que la postura de Esquirol se aparte de esta pretensión excesiva, pues, a su juicio, uno debería amar a los otros para poder humilde y tranquilamente amarse a sí mismo en paz, esperando a la intemperie "alguna mena de tendresa, de calidesa, d'abraçada".
Es comprensible que la postura de Esquirol se aparte de esta pretensión excesiva, pues, a su juicio, uno debería amar a los otros para poder humilde y tranquilamente amarse a sí mismo en paz, esperando a la intemperie "alguna mena de tendresa, de calidesa, d'abraçada".
"Amb la figura de Jesucrist -literalment, amb la revelació cristiana- l’arbre de la vida deixa de ser principalment l’arbre de la immortalitat per esdevenir més pròpiament l’arbre de la vida. Amb l’adveniment de Jesucrist, l’amor substitueix la immortalitat. L’arbre de la vida és l’arbre de l’amor. Aquest és el nucli de la revelació cristiana. No és que l’amor porti a la vida, sinó que la vida és sobretot amor. Això es diu de forma concisa i diàfana a la primera carta de Joan: «Nosaltres sabem que hem passat de la mort a la vida, perquè estimem els germans. Qui no estima continua mort». L’amor al proïsme és la vida mateixa. És a dir, l’amor relleva la immortalitat com a expressió de l’essència de la vida. La immortalitat no desapareix, però passa a un segon pla”.
(Josep Maria Esquirol, La penúltima bondat).
Aunque me atrevería a afirmar que Juan contrapone el amor a la muerte (Jn 1,3) y no a la inmortalidad, pues quien cree en Él posee ya la vida y Él lo resucitará en el último día (Jn 6, 44- 47), me asalta ahora el eco de una de las Siete Palabras de Cristo en la Cruz. Contra toda apariencia, ante el abismo sin fondo, desesperado, de la muerte en primer plano, ante la interrogación inmensa del arrepentimiento, ¿no sigue resonando, como en un desértico murmullo inacabable, una promesa inextinguible, definitiva y última?: “Amen dico tibi: Hodie mecum eris in paradiso” (Lc. 23, 43).
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