Natividad,
Guido da Siena (1270)
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De mi infancia, secreta, casi hermética, conservo la
afición del santoral. En plena época posconciliar jamás advirtió nadie en ella
un signo de vocación religiosa. Acertaban. He leído con fruición, por puro
gusto literario, las más variopintas
hagiografías, por sus protagonistas o por sus autores, de una o mil páginas,
ilustradas o tiradas en ciclostil, del siglo IV o del siglo XX, polémicas o
anónimas, medievales o barrocas o posmodernas, ay. Aun siendo tal vez una
preferencia excéntrica, en su fondo brotaba de una fascinación todavía más
radical: el catálogo desnudo de los nombres que han forjado martirios,
confesiones o fundaciones.
Como un extraño mago, en posesión de
un saber incomprensible, solía acertar de adolescente las preguntas, entre
burlonas y perplejas, sobre el santo de un día cualquiera. ¿15 de febrero?
Faustino y Jovita. En las abreviaturas que añadía para aumentar su estupor, mis
interlocutores parecían intuir que, más allá de una monstruosa y malgastada
memoria, con su paladeada pronunciación invocaba una precisa y desconocida intimidad.
Hoy en día practico sólo de tanto en tanto su ejercicio con la única discípula
que ha empezado a atisbar el sentido de este depósito de conocimiento: mi petitona. ¿No seré acaso un cabalista
del dogma de la comunión de los santos?
Con esta confesión quizás se aclare un poco más la
cultivada inclinación litúrgica de Cavalcanti. En la repetición de jaculatorias
y antífonas, en la recitación de himnos y salmos, en el aprendizaje de perícopas
bíblicas, se alza también una resistencia a la gélida álgebra de los algoritmos
digitales. Exploro, tímido y grave, los acordes que conducen al corazón humano
como el centro, metafórico y real, de la inteligencia espiritual. Huyo así lo
más lejos posible del estruendo emocional que disloca la cabeza como el eje de la
lujuria religiosa.
La Virgen del Parto Siglo XV |
Las antífonas mayores de la semana previa a la
Navidad, que comienzan con la sorprendente e inagotable O antes del canto del Magnificat durante las vísperas, han
conmovido de manera especial las líneas que esbozo de esta última Navidad. En
cada una de sus invocaciones resuenan los títulos veterotestamentarios del Hijo
en cuyo nombre la Creación entera aspira a leer, pleno, su Significado último.
Engendrado, no creado, escatológico, vuelve a nacer, bajo el materno e
inesperado manto virginal, en cada relectura.
¿No es ésta, epilogal, una época que, bajo la amenaza criogénica, obliga a
amparar en el silencio la fecundidad de la Palabra?
En cada atardecer de la semana, allí donde me
encontrase, he intentado escuchar recogido el canto plano de su correspondiente
antífona
gregoriana, porque no cesa de asaltarme la certeza arraigada de que ningún
otro desierto más temible y necesitado afronta hoy la llamada monástica que la
ciudad. Por ello, no obstante, oh sabiduría, pastor, raíz y llave, amanecer y rey; en suma, Emmanuel, he ido sintiendo la necesidad del contrapunto de otras
lecturas musicales que acompañen la soledad radical de nuestra condición anti(pos)moderna. Ha acudido al rescate, stilnovista y
claravalense, mi tintineante anglofilia.
De la profunda búsqueda anglocatólica y de su
inevitable y consecuente tristeza dio cuenta de manera definitiva e insuperable
el Beato cardenal Newman en su Apología (1864).
La pérdida irremediable de su tradición medieval, por causa de la Reforma, ha presionado
de una manera intolerablemente elegante el esfuerzo de todos los británicos
equilibrios imperiales. Un sector del progresismo católico no acaba de
comprender que el ecumenismo anglicano, delineado en el yunque de la Vía Media,
asiste a la repetición inacabable, plenamente consciente, del duelo que él
mismo había querido conjurar. No he leído a este respecto, en forma tan sintética, su
abismal grandeza si no en el prólogo que Ralph Vaughan Williams antepuso, como
editor musical, a The English Hymnal
(1906), allá en los albores de la renovación litúrgica del siglo XX: “En la
canción cristiana las Iglesias han olvidado sus peleas y los hombres sus
limitaciones, porque han alcanzado el más alto suelo en que el alma está
contenta de afirmar y de adorar. Los himnos de la Cristiandad muestran de
manera más clara que ninguna otra cosa que no hay nada como la unidad del
Espíritu”. La música de las estrellas, la “himnodia”, según Vaughan Williams, “testimonia
que en el culto divino los cristianos tanto más son acercados los unos a los
otros cuanto más se acercan a Dios”. Por descontado, el Himnario inglés adapta, entre las antífonas, el profético y adventicio himno “Rorate caeli desuper”.
Mientras leía el prólogo británico, no he parado de
escuchar en bucle las Sieben Magnificat-Antiphonen (1988) de Arvo Pärt. En su solemnidad austeramente extendida,
como si fuera el eco de las campanas que el músico estonio investiga, advierto de
nuevo la melancolía de una derrota. El canto gregoriano asciende a través de
los arcos ojivales, como si fueran los peldaños de una escala celeste, en forma
de volutas que congregan las voces mismas de quienes oran en ellas. Ante las
antífonas de Pärt es preciso una sala de conciertos en que Dios no es sino un
interlocutor ausente. Las divinas palabras latinas se intercambian entre los cantantes y la audiencia a la espera incierta y maravillada de que su clave se
fugue, trascendente, por los intersticios de una nota maravillada.
“O Clavis David, et sceptrum domus Israel;
qui aperis, et nemo claudit,
claudis, et nemo aperit;
veni, et educ vinctum de domo carceris,
sedentem in tenebris, et umbra mortis”
« O Key of David and sceptre of the House of Israel,
you open and no one can shut ;
you shut and no one can open:
Come and lead the prisoners from the prison house,
those who dwell in darkness and the shadow of death »;
« O Schlüssel Davids, Zepter des Hauses Israel
– du öffnest, und niemand kann schilieẞst,
und Keine Macht vermag zu öffnen:
o komm und öffne den Kerker der Finsternis
und die Fessel des Todes! »
(Antífona Mayor del 20 de diciembre)
Su nombre es santo, sí, y su misericordia llega a sus
fieles de generación en generación. En cada una de sus letras, como en el acróstico inverso de las antífonas de Adviento, a punto de ser alumbrada una nueva
creación, ero cras.
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