Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.
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jueves, 29 de agosto de 2019

El duelo de la Ascensión.



Ascensión de Cristo,
Giotto (1304-1306)

En sus Diarios Léon Bloy dejó anotadas dos reflexiones que se han grabado a fuego en este escritorio a punto de cerrarse definitivamente dentro de unas cuantas líneas. En El invendible, Bloy expresaba a Raïssa Maritain su convicción de que “no hay más que un dolor, haber perdido el Jardín de las Delicias, y no hay otra esperanza ni otro deseo que recobrarlo”. En El mendigo ingrato había observado que en la fiesta de la Ascensión “siempre he visto el motivo de un duelo infinito”.

Nunca he considerado la infancia el modelo de ese delicioso jardín de la Humanidad. He peregrinado durante estos años a la búsqueda de un paraíso modelado con los retales anamnéticos de una esperanza absoluta. ¡Qué alegría poder llegar a alcanzar algún día la posesión entera de una fe herida, traspasada por el símbolo tan punzante de su ausencia! 

Entretanto, en cada una de estas últimas letras apuraré espiritual el sentido de un duelo sólo en apariencia inacabable. Cavalcanti profesa que quien cree en la Palabra bajada del Jardín no morirá para siempre. Aunque muera, confía en que vivirá. Su heteronimia asiente, a tientas, con precaria firmeza, el glorioso cuerpo literario de su prometida Resurrección. 


Este dogma central, fieramente contrarrevolucionario, ha ido nutriendo secretamente la peregrinación de este blog en una revelación progresiva. En la teología paulina la fe en la Resurrección fundamenta la esperanza que consuela la comunión de los santos. Sólo inspirado por esta certeza, Cavalcanti ha podido alimentar la consistencia imaginaria de su monasterio. 

Habiéndose inspirado libremente en la Regla de San Benito y, tras haber orado los libros que han ido llegando cabe sus puertas, se ha sentado cada semana a leer a cada uno la ley de la crítica, mientras los obsequiaba con todos los signos de la más humana hospitalidad, tanto en los elogios como en las amonestaciones. De no haber logrado su propósito, no ha renunciado nunca a saludarlos con humildad antes de que siguiesen su camino.


Como no se ha cansado de repetir, Cavalcanti no ha huido del mundo ni se ha decidido a practicar su desprecio. Al contrario, en su soledad a veces ermitaña y, a su pesar, a ratos arisca, ha procurado compartir su pobreza. Aunque con el molde de la balada habrá trabajado la forma de cada una de sus entradas, vistas en retrospectiva, amontonadas, superpuestas, sumadas y seguidas, podría producirse la sensación de que el cancionero prosístico que hubiera deseado crear ha adquirido también rasgos híbridos que lo acercan tanto al diario litúrgico como al ensayo de una novela frustrada. Fechados, estos comentarios no han podido sustraerse tampoco al efecto de una recreación -también, ¿por qué no?, ociosa-, que ha requerido la compañía nacida al calor de conversaciones literarias.

Por una delicada ley de la discreción, Cavalcanti ha optado por amparar con nombres de religión la comunidad de sus íntimos y sus más cercanos: su «donna tolosana», «Calvin» y el «vailet», la «pubilla» y la «petitona»; como también el protagonismo de «mi amigo germanófilo» y el paso puntual de «mi discípulo blanchotiano».  

No puede olvidar tampoco a unos cuantos visitantes cuyas obras han sido acogidas con frecuencia. José Mateos, Gregorio Luri, Ignacio Peyró y, sobre todo, Enrique García-Máiquez han proporcionado momentos de intensa felicidad a este escritorio cuyo autor ha querido pagarles, con mayor o menor acierto, con el entusiasmo auténtico que esquiva la complacencia.

Este monasterio también ha recibido el don providente de los lectores atentos. Ignacio Trujillo ha sido una de esas amistades impensadas que sólo pueden surgir para testimoniar el milagro de la palabra compartida en unas eternas vísperas güelfas. Y allá al fondo del coro, callado y discreto, lacónico y cálido, imperturbable, en los confines de un comentario o de un mensaje, en su Compostela digital y real, se recorta el perfil de Ángel Ruiz


A la Ascensión


           “¿Y dejas, Pastor santo,
            tu grey en este valle hondo, escuro,
            con soledad y llanto,
            y tú, rompiendo el puro
            aire, te vas al inmortal seguro? 


            Los antes bienhadados
            y los agora tristes y afligidos,
            a tus pechos criados,
            de Ti desposeídos,
            ¿a dó convertirán ya sus sentidos?


            ¿Qué mirarán los ojos
            que vieron de tu rostro la hermosura,
            que no les sea enojos?
            Quien oyó tu dulzura
            ¿qué no tendrá por sordo y desventura?


            Aqueste mar turbado
            ¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto
            al viento fiero, airado?
            Estando tú encubierto,
            ¿qué norte guiará la nave al puerto?


            ¡Ay!, nube envidiosa
            aun deste breve gozo, ¿qué te aquejas?
            ¿Dó vuelas presurosa?
            ¡Cuán rica tú te alejas! 
            ¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!


            (Fray Luis de León, Poesías)

Tras trescientas entradas, con voz potente exclamo: «Está cumplido».

sábado, 3 de agosto de 2019

El sepulcro vacío.



El entierro,
Fra Angelico (1438-1440)

Al asomarse al sepulcro vacío de una obra acabada, el lector percibe intensamente que el sentido que ha ido tramando mientras la vivía abre una diferencia y un vacío. Puesto que la comunicación se ha esfumado, parecería que no queda nada por comunicar. Nota que no es posible ya restaurar el lenguaje que le era común. Su manera de hacer, súbitamente, se ha deshecho. Sin embargo, oscuramente, suspendida, se ilumina una nueva manera de ver, que permanece en espíritu, literalmente, de una fidelidad absoluta. La palabra ha grabado en la piel de sus textos una llamada a la fe. Sólo entonces, al creer -al abandonarse a su finitud trascendida- se empieza a entender la escritura que su autor, a tientas, ha modelado casi sin saber a ciencia incierta.

Siete años después de haber comenzado este blog Donna mi prega se acerca la prueba más exigente: aceptar su muerte. No es el fruto del cansancio ni del miedo, ni tan siquiera de la vejez de Cavalcanti. En su plenitud la asume libremente. Comprende de forma aguda que no podrá alcanzar la meta de su peregrinación si no acepta renunciar incluso a sí mismo. Quien quiere ganar su vida, debe perderla. Ha atisbado la inmediatez física de su profesión escatológica que nuestro mundo niega con sarcásticos aullidos: la esperanza de una resurrección sólo visible a los lectores que sean capaces de comulgar con él. Para el resto, sus entradas serán sólo una muesca de silencio y olvido. La imitación del Maestro reclama el seguimiento más radical.

Decía Gaston Bachelard que “en el reino de la imaginación absoluta se es joven demasiado tarde”. Es cierto que la celda, el claustro, el monasterio que poco a poco ha ido alzando Cavalcanti en este desierto virtual tiene un fondo onírico insondable sobre el que el pasado personal ensaya sus colores peculiares. Rememoro así al hospedero jerónimo de El Parral proponerme en mi lejana juventud que me quedase entre aquellos muros. Sonreí y seguí camino.

Durante el kairós que ha atravesado la existencia moral y anagógica de este periodo digital he acabado formulando una estética y una teología. Ni siquiera podía imaginar el fondo (anti)posmoderno cuando lo comencé sin aparente orden ni concierto en el último cuarto de 2012. Compruebo al final de la jornada que poseía bien definido, entre brumas, las líneas de su código genealógico por (re)descubrir en sus futuras y pasadas lecturas.

Apenas leídas sus primeras entradas, aunque siempre con idéntica vocación minoritaria, Cavalcanti no desfalleció e inició una fase disciplinada durante la que desplegaría, con un ritmo semanal, los temas principales que han caracterizado este blog. De base religiosa y poética, cada vez más partía de la memoria personal y familiar como eje de la crítica literaria que no se ha cansado de ejercer. 

Por la tensión inherente de su mirada y sus objetos empezó a cobrar fuerza también aquella mencionada línea (anti)moderna que quedó sintetizada en el símbolo de un partido güelfo. En vez de acentuar su dimensión civil, se retiró desde el principio -no huyó- al desierto, donde fue brotando su stilnovismo claravalense. Cavalcanti siempre se ha sentido más próximo a Ezra Pound y los prerrafaelitas que a T. S. Eliot y a los elisabetianos. Ha vencido, no obstante, las peligrosas tentaciones barrocas de sus ascendientes acogiéndose, estilizado y gótico, al hábito blanco de San Bernardo. Tradición, teología y política fundaron así la base de la Trilogía güelfa que entre 2014 y 2016 reunió en volúmenes de papel.

La propia estructura de estas entradas, tan seriadas, responden no a una decisión de lograr un cómodo molde de repetición, sino a una voluntad a la vez rígida y flexible de organizar un cancionero prosístico bajo la forma interpuesta y recreada de la balada y el villancico. A partir de una cabeza que incluía toda una serie de reflexiones autobiográficas, se han desarrollado los pies de una argumentación literaria y teológica que, tras la vuelta de un fragmento citado que rima, ecfrásticamente, con la obra plástica inicial, culmina, como un comiato, en una síntesis pseudoaforística.

Como su consecuencia natural, durante la etapa de madurez se han organizado leves series de las que se hacía eco, a su vez, la entrada final de cada curso académico bajo la sombra de una cita poética de Guido Cavalcanti o de Dante Alighieri. Como miniaturas bizantinas engastadas ligeramente las unas en las otras, autoantologadas, guardo especial inclinación por mi reivindicación entrecruzada de las artes liberales y los studia humanitatis con las tres vías espirituales representadas por la ascesis, la contemplación y la unión: pintura, música, poesía y, por último, filosofía.

Un güelfo stilnovista y claravalense no ha podido resistir tampoco la obligación de practicar una anglofilia particular, de fundamentos también memorialísticos. No puede ser otro el suyo que el de los restos martiriales del mundo recusante. No es la Inglaterra imperial la que lo deslumbra, sino la extinción troyana de su medievalismo en sus orígenes modernos. De William Byrd y Robert Burton a John Henry Newman, de John Dowland y Edmund Champion a G. K. Chesterton o Evelyn Waugh ha querido indagar en la pulsión insular, eremítica, de su propia sensibilidad.

De toda su trayectoria sólo ha lamentado que un momento de despegue vertiginoso de sus visitas coincidiese con una serie de entradas polémicas. Arrastrado por el celo de una santidad imposible pero imprescindible, debió sufrir justamente en silencio la airada y mínima reacción de la secular ejemplaridad. Por ello, decidió no volver a entrar en disputas escolásticas como las que pudiera haber mantenido Bernardo de Claraval con Abelardo. Sabiéndose derrotado de antemano, en un tiempo que le es ajeno, ha acotado su análisis a la época cismática que ha creído descubrir que nos toca vivir y que ya no refleja sino los siglos XIV y XV. En medio de Aviñón, estoico y contemplativo, ha acabado de fundar su Petit Clairvaux, escondido y heterónimo.

En su última fase, Cavalcanti ha pretendido adoptar un tono más meditativo, más sereno, ¿acaso más melancólico? De hecho, en estos últimos dos años ha abandonado la regularidad semanal y ha optado por un ritmo alterno entre la quincena y el decenario, entre los misterios dolorosos del martes y del viernes. Aun reteniendo sus excesos gnósticos, no ha podido ni querido evitar, como un rasgo decisivo de su estilo hermético, las correspondencias numéricas. Cada uno de los años previos contenía un número primo de entradas, la suma de cuyas unidades, con una sola excepción, resultaba Once, como el número de los Apóstoles que se dispersaron y que volvieron a reunirse a la espera de una nueva Venida.

Luego sepa el cristiano que nunca alega el diablo autoridad en el verdadero sentido, que trae arrastrado de los cabellos para que con diligencia aparente venga a encararla contra el paciente; y todo lo que falta de las palabras suple él de unos colocados embaucos. Como albañil remendón que quiere atapar agujero cuadrado con piedra de tres esquinas, y lo que le falta hinche de barro. Luego el verdadero cristiano al temor de la muerte socorrerá con la virtud de la fe. Por lo cual firme y verdaderamente tendrá que, aunque el cuerpo se muera, el ánima es inmortal. Lo cual firmemente creído basta para consolar la muerte del cuerpo. Más será buen consejo que no gaste el paciente todo el tiempo del tránsito con aquellos temores del infierno; que, con una santa y humilde osadía, después que hubiere invocado la misericordia divina, volverá su imaginación a la gloria del cielo. Y contemplará lo mejor que pudiere aquella bienaventuranza en que reposan los siervos de Dios”.
(Alejo de Venegas, Agonía del tránsito de la muerte)


En camino indesmayable de su Reino, permaneceré sentado allí enfrente del sepulcro, celda monástica mía, donde se concentra una certidumbre de ser.

viernes, 18 de enero de 2019

El Carmelo cisterciense de José Jiménez Lozano.



Ermita de San Baudelio de Berlanga,
Siglos XI-XII

Aunque debiera reseñar Cavilaciones y melancolías (2018), el reciente cuaderno de apuntes de José Jiménez Lozano (1930), por la intemporal actualidad a la que parece llamada cada obra nueva suya, los caminos de mi stilnovismo claravalense, al azar providente, han guiado sus pasos hasta la Guía espiritual de Castilla (1984). Su lectura atenta y salmodiada ha elevado el clamor por su reedición en nombre de las piedras silenciosas y anónimas de este -y tantos otros- monasterios. Cerrada ya la última página, como meditación última, no cesaré de acariciar las tapas del ejemplar paterno (Valladolid, 2003) que sigue yaciendo sobre este escritorio, en edición ilustrada con fotografías íntimas y graves de Miguel Martín.

martes, 25 de diciembre de 2018

Ero cras.



Natividad,
Guido da Siena (1270)

De mi infancia, secreta, casi hermética, conservo la afición del santoral. En plena época posconciliar jamás advirtió nadie en ella un signo de vocación religiosa. Acertaban. He leído con fruición, por puro gusto literario, las más variopintas hagiografías, por sus protagonistas o por sus autores, de una o mil páginas, ilustradas o tiradas en ciclostil, del siglo IV o del siglo XX, polémicas o anónimas, medievales o barrocas o posmodernas, ay. Aun siendo tal vez una preferencia excéntrica, en su fondo brotaba de una fascinación todavía más radical: el catálogo desnudo de los nombres que han forjado martirios, confesiones o fundaciones. 

viernes, 16 de noviembre de 2018

La filosofía epilogal de Cavalcanti.



Filosofía,
Raffaello Sanzio (1509-1511)

Es costumbre otoñal de este blog dedicar una entrada que compendie o resuma las preferencias y los gustos que han ido dando autoridad a su escritura virtual. Por cada una de ellas su amanuense ha paseado con pausa, deteniéndose en ese rincón de su pinacoteca, en aquella página de sus partituras o entre los versos de este escritorio. Con los matices de su paleta ha ejecutado así las notas que modulan la melodía de su voz poética. En suma, con ellas ha forjado el breviario de su stilnovismo claravalense.

martes, 6 de noviembre de 2018

Ignacio Peyró, goliardo.



Concierto en el huevo,
Seguidor de El Bosco (¿1561?)

Mientras envolvía mi ejemplar, el librero se afanaba en aclarar su decisión de incluir en la sección de antropología Comimos y bebimos (Barcelona, 2018), el reciente libro de Ignacio Peyró (1980). Consideraba que, como “novela de su vida”, estaba demasiado bien escrito para dejarlo depositado sin más entre las mesas de literatura y gastronomía. Atrabiliarios, quisiera creer que sus juicios no resultan tan gratuitos como a simple vista podrían dar la impresión.

martes, 15 de agosto de 2017

Stilnovismo claravalense.



Apparizione della Vergine a San Bernardo,
Filippino Lippi (1482-1486)

Entre esos detalles que azuzan la curiosidad intelectual de cada cual, hasta ahora parecía no haber encontrado la ocasión de aclararme por qué Rémi Brague, antes de emprender sus grandes ciclos de obras filosóficas, había organizado en 1990 un seminario sobre San Bernardo y la filosofía. En su contribución el autor de La sabiduría del mundo advertía que el debelador de Pedro Abelardo y de Gilberto de La Porrée, en apariencia tan poco amigo de la dialéctica, había afrontado el imperativo socrático de conocerse a sí mismo, aunque con un matiz singular: desvió su atención del verbo a su sujeto. El abad de Claraval habría cuestionado el “sí mismo” de los filósofos. Al orgullo de la divinización filosófica habría opuesto la humildad de la verdad en que uno se mueve. Concluía así Brague refiriéndose a la postura de san Bernardo: “El modelo de «sí» subyacente es el de una pura situación en la urgencia de una acción, de un puro límite del mundo, esencialmente frágil porque está constantemente amenazado hasta en su estatus de ser”.

martes, 7 de abril de 2015

Pobreza y liturgia.



San Benito da la Regla a los fundadores de Monte Oliveto,
Il Sodoma (1505-1508)

Con su lapidaria sentencia “Monachatus non est pietas” Erasmo contribuyó decisivamente al crepúsculo de la sabiduría monástica medieval en los albores de la modernidad. Asociada a partir del Humanismo renacentista con monjes gordos, lascivos, perezosos, codiciosos e inútiles, su destrucción sistemática, desde la Reforma a las desamortizaciones del siglo XIX, obligaría a reescribir aquellas palabras del Enchiridion militis christiani en estos otros términos: “In monachato non est pietas”.

martes, 30 de septiembre de 2014

Güelfos blancos, negros...



The Yates Thompson Ms 36 (British Library),
Dante, Inferno, VIII, 43-60,
Primo della Quercia (1442-1450)

Quienes siguen este blog saben que Cavalcanti se define como güelfo. Bajo la bandera del Papado, no ha sostenido un determinado orden para la ciudad terrestre, basado en diversas formas de la tradición, sino que para bien de aquella, con discutible acierto, con poca repercusión y antes de su previsible extinción, intenta colaborar oponiendo los residuos de una legitimidad teocrática en que apenas ya nadie cree. Es consciente de que el mal menor no se puede identificar con el bien posible, pero no descarta el mal posible que deriva de un bien menor. Es la suya una fe escatológica, no exactamente apocalíptica ni mesiánica. Pedro, el Vicario de Cristo, es la garantía contra las puertas del infierno siempre abiertas. A Dios solo el honor, el poder y la gloria. 

Sin disimular sus desacuerdos, Cavalcanti ha dejado por escrito su admiración por güelfos blancos y negros, y por gibelinos. Se ha mostrado indiferente a remarcar las líneas divisorias entre unos y otros. Ha asumido el riesgo de equivocarse, no el de juzgarse. Toma partido; no adopta un partido. Da lo que tiene, no espera nada a cambio, no oculta deudas. Quien le busca, lo encuentra. Tiene por norma no avergonzar jamás a sus enemigos. A sus amigos procura cuidarlos, jamás adularlos. Sus derrotas son sus victorias. Sus éxitos, desengaños.

De utilizar adjetivos ha preferido aquellos que provocarían efectos «desautomatizadores». No es un güelfo meridional, ciudadano, que se mueva a gusto entre Florencia y Siena. Por el contrario, se ha calificado de monacal y claravalense. No se siente solo, sino que busca la soledad. Sin títulos, sin honores, sin riquezas, desea escapar del mundo de las escuelas y de los bandos para perseguir la escala del cielo. Claraval, lugar de tránsito en un mundo caído. 

Escindido entre realismo y nominalismo, el mundo escolástico se ve abocado a los dualismos: esencia y existencia, potencia y acto, naturaleza y gracia... Luego llegará el barroco que, ingenioso, empieza condescendiente con el coro, proclama luego que el mundo es nuestra casa, y acaba dando lecciones a los monjes sobre su carisma. Que a Cavalcanti el tomismo le resulte insatisfactorio no quiere decir que sea escotista. Es bernardiano: "Árido es todo alimento del alma si no se lo rocía con este aceite; insípido, si no se lo sazona con esta sal. Lo que escribes no tiene sabor para mí, si no leo allí a Jesús". Desprendiéndose de la lógica escolar, abraza la retórica monástica. La piedad, su semántica, no es la llave de un orden sobrenatural, sino el efecto que éste graba en su gramática. Meditarla sin descanso, en compañía de hermanos, es obra de Dios.

Por ello en este blog se trata a Dante con admirada y rendida distancia. Personalmente, su sequedad con Farinata duele, aunque se entienda. Pero confirma la profesión cavalcantesca en su monasterio, con estabilidad y en obediencia, el desolador pasaje del Infierno en que Dante, güelfo blanco, ajusta cuentas con su airado y prepotente enemigo Filippo Argenti, güelfo negro, entre insultos y desprecios. Dante recibe la aprobación de Virgilio que, nuevo Bautista, le saluda con un beso en el vientre infernal de su viaje al ultramundo. 


"E io: «Maestro, molto sarei vago
di vederlo atuffare in questa broda
prima che noi uscissimo del lago».
Ed elli a me: «Avante che la proda
ci si lasci ver, tu sarai sazio;
di tal disïo convien che tu goda»".

(Inferno, VIII, 52-57) 


Deseoso de escuchar los acordes de una poética celeste, Cavalcanti, solo, seguirá remontando el curso del siglo XII. Mirando hacia atrás, quizás pueda ver lejos...


martes, 2 de septiembre de 2014

Anacoreta ácrata.




Interior de la Catedral de Amiens,
Foto de Donna di Cavalcanti (2014)



En una reunión de voluntariado cristiano hace muchos años, la responsable, completamente fanatizada por un discurso prefabricado de amor y revolución, a sueldo de ICADE, mirándome con furia seca, me espetó en público como un anatema, como una orden de expulsión: “¡Eres un anarquista!”.

Desde que tengo uso de razón he creído que la autoridad tiene origen divino. Debe de ser por ello que jamás he podido sujetarme por mucho tiempo a las autoridades de este mundo. Mi reino no debe de ser suyo. Desde mis tiempos escolares a los de mis hijos, me he visto obligado a enfrentarme con toda suerte de maestros, sacerdotes, catedráticos y monjas. He procurado no devolver jamás mal por mal, sin ni siquiera desobedecer intencionadamente. Me he limitado a constatar y a defender como principio sagrado que el efecto no es la causa: que alguien tenga autoridad no quiere decir que sea necesariamente la autoridad. A consecuencia de mi inhabilidad, he experimentado la proliferación del silencio a mi alrededor, de los murmullos (¿o murmuraciones?) en las periferias de mis relaciones sociales.

Y ahora que tengo hijos el autoritarismo escolar me pilla viejo y cansado, pero igual de guerrero. Frente a padres histéricos y maleducados, muchos responsables pedagógicos, maleducados e histéricos, han desarrollado, para contenerlos junto a a sus (reducidas) proles, grotescas y perversas técnicas de manipulación. Tienen como fin lograr que se comporten como ellos han decidido (bueno, prefiere que se diga "investigado"). Antes era por sus "santos cojones" -actualmente la palabra es de género epiceno-; ahora porque sus interlocutores no se dan cuenta de qué les conviene. Ante ese paisaje de bárbara tecnología, un monje güelfo debe acabar ejerciendo de samurai pobre y proscrito, contra su propia voluntad.

Durante los últimos tres años hemos intentado proteger a mi hijo mayor –todo una pieza, por otra parte− de la cacería pedagógica de una maestra lunática y del sinuoso director que sonríe tanto y que dialoga tanto que está encantado de tener siempre la razón. Mi hijo al final desquiciadamente –y sus padres, al borde del frenesí- nos hemos obcecado en no dársela.

¿En nombre de qué valor esa pedagogía actual, arbitraria, liberalmente represiva y técnicamente descabellada, fracasada sin paliativos, que sólo sabe de protocolos y de competencias, puede pedir a unos padres que participen en el despiece emocional e intelectual de su hijo? ¿Es necesario reconstruirlo en función de unos vomitivos criterios que garantizan a un grupo de mediocres vividores tener un sueldo decente y aplanar cualquier atisbo de individualidad moral y estética?  ¿Es transtorno no entender la fantasía chamánica de que las palabras "diálogo" y "paz" no suprimen los conflictos por el mero hecho enunciarlas campanudamente? 

Han destruido a conciencia el concepto de autoridad en los últimos cuarenta años y quieren restituirlo a los únicos efectos de poder controlar las consecuencias de su propia ineptitud. Reclaman la adhesión a una jerga que les permite mantener sus equilibrios laborales. Mientras, los buenos profesionales han sido desplazados y descolocados. Sobreviven como pueden a esa inmundicia moral que, manteniéndolos en un estado de tensión continuo, impide cuestionar un sistema aberrante que combate el fracaso escolar con tasas de eficiencia y no con alfabetización.

Tras visitar a psicopedagogos y a psiquiatras hemos sacado en claro que somos muy tradicionales (forma sutil de llamarnos autoritarios) y de que nuestro hijo, cuando está angustiado, puede llegar a mostrarse agresivo. Ningún diagnóstico ha concluido la necesidad de tratamiento. Cuando pedimos explicaciones sobre la política de castigos o sobre la equidad y la proporcionalidad de las prácticas disciplinares, nos dicen que siguen los valores -¡puajjj!- del Evangelio y que los desafíos del niño se deben a que nos resistimos a colaborar y que somos nosotros quienes nos debemos confesar abiertamente -sin esas reticencias que manifestamos- delante de esas siniestras agencias para las que la normalidad consiste en la anulación de cualquier atisbo de actitud reactiva, es decir, crítica.

El director de la escuela, un pelele con pretensiones, me ha llegado amenazar con hacer uso de informes particulares que le habrían hecho llegar instituciones oficiales. Cuando le he exigido que me los enseñase, ha gritado que estaba desacreditando a todo el mundo y que no podía aceptar que le llamase mentiroso. Sus putrefactas paridas consistían en unas supuestas notas personales de unas presuntas conversaciones telefónicas. No me extraña que ese sujeto, tan simpático y tan posmoderno, dude de la verdad o de la falsedad; sólo hay interpretaciones. Nunca tiene problemas con nadie; son los demás los que, incomprensiblemente, tienen problemas con él. ¿Por eso acostumbras a ir con la camisa por fuera de los pantalones? Quédate, macho, con tu prosa de alcantarilla y con la prepotencia servil de quienes dirigen tu patronal, al servicio de los intereses convergentes de los democristianos. ¿Dónde vivirías mejor? Cuídate, ya apenas quedan monjas ni frailes... Tal vez te estés entrenando para nuevos retos, ¿para cuando la propiedad pase a manos de la Fundación por extinción de la Congregación...?

Mis hijos no volverán a pisar una escuela cristiana en Cataluña. Las familias numerosas somos nada. Una minoría marginada hasta en la pastoral familiar. Una reliquia fanática y conservadora de la época premoderna. ¿En qué nos ayudan, si no descubrimos vocación alguna a ningún movimiento? Con condescendencia a la que no sabemos corresponder con una adhesión de “serena germanor”. 

Pienso ahora de nuevo en la santa indignación de san Bernardo en 1140 ante la ética y la teología de las intenciones del sórdido Pedro Abelardo. Lo siento, Bernardo: Abelardo ha ganado la partida de revancha, aunque tan irascible y soberbio como entonces. Queda retirarse entretanto a un eremitorio, al amparo de las periferias, públicas y laicas, que tanto le gustan al papa Francisco. Es paradójicamente defensa fidei.

Los ritos que, siguiendo el ciclo del año, se realizan en el oficio divino, son signos de las más altas realidades, contienen los más grandes sacramentos y toda la majestad de los celestiales ministerios. Han sido instituidos para gloria del jefe de la Iglesia, el Señor Jesucristo, por unos hombres que han comprendido toda la sublimidad de los misterios de su Encarnación, Nacimiento, Pasión, Resurrección y Ascensión, y que han sabido proclamarla con la palabra, las letras y los ritos… Pero celebrarlos y no comprenderlos es como hablar sin saber lo que se dice. Ahora bien, el apóstol san Pablo aconseja a quien tenga el don de hablar, que ore para que obtenga la interpretación de lo que dice. Entre los carismas espirituales con que el Espíritu Santo enriquece a su Iglesia, debemos cultivar con amor el de comprender lo que decimos en la oración y en la salmodia: no es nada menos que una manera de profetizar” (Ruperto de Deutz, De divinis officiis).


Levantamos los ojos al cielo, en el interior de la catedral de Amiens. Espacio puro de la eternidad, el crucifijo emerge lateralmente. Yo quisiera ser, con mi mujer, arco ojival.


martes, 4 de marzo de 2014

Eloísa en Claraval.






En el Infierno, ante tantos sufrimientos como se le presentan, Dante sólo se desmaya una vez, tras oír la historia de Francesca y Paolo: “io venni men cosí com’io morisse. / E caddi come corpo morto cade” (Inf. V, 141-142). Como se ha solido repetir, el genio de Dante es capaz de convertir una sórdida historia de adulterio en una filigrana metaliteraria que fascinó a los prerrafaelitas. Los dos cuñados ejecutan, en un instante, la lectura perfecta del pasaje de Lanzarote que están compartiendo en soledad. El amor cortés rara vez ha alcanzado tanta intensidad en la realidad del arte.

En sentido opuesto, en el arte de la vida, los amores desgraciados de Eloísa (1101-1164) y Abelardo (1079-1142), ausentes en la Divina Comedia, contribuyeron poderosamente a forjar la poesía trovadoresca y el ciclo caballeresco de Chrétien de Troyes. Paradojas de la literatura, al narrador francés también le influyó la espiritualidad cisterciense de S. Bernardo, el adversario más temible del maestro de lógica, cuya condena logró en el Concilio de Sens (1141). En defensa de su antiguo amante, Eloísa, abadesa de Paráclito, tuvo el arrojo de tildar al abad de Claraval, que la admiraba por su saber y por su piedad, de "falso apóstol".

En un libro imprescindible, Heloïse et Abelard (1938), con la atroz precisión quirúrgica que poseen los franceses para el análisis psicológico de los sentimientos amorosos, Étienne Gilson sentenciaba que “en el orden humano, la grandeza de Eloísa es absoluta”. En el orden divino, su monstruosidad podría absolverla de igual manera que debería condenar, a su pesar, al tumefacto Abelardo.

Más que una heroína feminista, Eloísa es una terrorista del amor. Su correspondencia con Abelardo refleja una violenta y disciplinada fidelidad que apabulla a su antiguo amante. Dejando a un lado las dudas suscitadas sobre el grado de autenticidad de estas cartas, la lógica de sus acciones es tan implacable como perturbadora su lucidez intelectual. Que reflejen inexactamente o no a su autora, tanto da. Francesca y Paolo resuelven sus dudas ante Lanzarote y Ginebra. Eloísa convierte el juego de la dialéctica de Abelardo en un arma real de autosacrificio.

Peter Abelard
and His Pupil Eloise

Edmund Blair Leighton
En la Historia Calamitatum Abelardo, que doblaba la edad a Eloísa, apenas una quinceañera cuando la conoció, cuenta cómo, siendo su profesor, la sedujo, incluyendo golpes, la dejó embarazada, la raptó, la obligó a casarse en secreto contra su voluntad, para a continuación despacharla, también contra su voluntad, a un monasterio y así poder seguir desarrollando su vocación filosófica. Todo una enorme y terrible, por no decir criminal, equivocación. Eloísa lo aceptó todo, sin embargo, embargada por un amor que no se extinguió jamás, ni tras la castración de su amante. Le obedeció en todo con una fiereza que rozaba la perfección, hasta en su vida monástica, que la atormentaba con escrúpulos de hipocresía religiosa. El narcisismo sadomasoquista de Abelardo no fue capaz de soportar, pero tampoco de renunciar, a semejante pasión que era puro volcán en actividad.

Sería apresurado considerar a Eloísa una mujer sumisamente enamorada, capaz de transgredir cualquier ley por seguir a su amante. Era él quien jugaba a todas las barajas, haciéndole también trampas a ella. En Piedra de sol (1957), Octavio Paz decía “«déjame ser tu puta», son palabras / de Eloísa, mas él cedió a las leyes, / la tomó por esposa, y como premio / lo castraron después”. Mais non, Eloísa habría preferido ser la “puta” de Abelardo en lugar de haber aceptado su propuesta, cínica, de casarse secretamente con él, para sortear una situación moral, social y familiar que se le escapó de las manos. El condicional compuesto, tan en desuso hoy en día, es fundamental para entender su entrada en el convento. Go to the nunnery!, ordenó este cobarde y despiadado Hamlet bretón.

En Espacio (1954) Juan Ramón Jiménez acertaba más que Paz al hablar de Abelardo, pero no del todo sobre la naturaleza, como siempre juanramoniana, de la pasión de ella: “¿Por qué, Pedro Abelardo vano, la mandaste al convento y tú te fuiste con los monjes plebeyos, si ella era el centro de tu vida, su vida, de la vida, y hubiera sido igual contigo ya capado que antes, si era el ideal?". Eloísa no era el ideal, sino el brillo abrumador de la realidad en su más tersa tensión.

Insisto en que Étienne Gilson da claves tan aterradoras como para tomárselas más en serio que las apelaciones a la inocencia del deseo o del ideal. La pureza de Eloísa es completamente letrada. Según el historiador francés, Eloísa en su vida se arrepintió sólo de haberse casado con Abelardo. ¿Por egoísmo? Al contrario creyó haber pecado contra él. En el oxímoron “era culpable, pero era inocente” se juega su salvación. Desarrollando el magisterio de su amante, se convenció de que había faltado a las exigencias del «amor puro» tal como Cicerón lo exponía en De amicitia y a la doctrina moral de la intención que el propio Abelardo habría expuesto en el Scito te ipsum.

El argumento de Eloísa era claro: si lo hubiese amado con toda pureza, no habría aceptado su proposición de casarse con él. Habría sido su “concubina”, mientras él podría seguir dedicado con plenitud a la filosofía, tal como se concebía esta dedicación en la época para un clérigo. Toda su vida posterior debía ser, pues, un acto de expiación, pues no importaba la bondad del acto sino la rectitud de la intención. El monasterio realizaba performativamente, por su hipocresía religiosa, el castigo de su amor desventurado. Que Abelardo fuese un canalla impotente era, a su juicio enamorado, absolutamente imposible y quizás hasta una brutal injusticia.

“Eres tú, tú, el único objeto de mis sufrimientos, el único que puedes consolarlos. Único objeto de mi tristeza, no eres sino tú quien puede devolverme la alegría o aliviarme. Tú eres el único a quien esto le sea un deber apremiante; pues todos tus deseos los he cumplido ciegamente, hasta el punto que, no pudiendo oponerte la menor resistencia, he tenido el valor, por una sola palabra tuya, de perderme a mí misma. He hecho todavía más: ¡extraña cosa!, mi amor se ha vuelto delirio; lo que era el único objeto de sus ardores lo ha sacrificado sin esperanza de recobrarlo jamás; por una orden tuya he tomado, con otro hábito, otro corazón, a fin de mostrarte que tú eras el solo dueño de mi corazón tanto como de mi cuerpo. Jamás, Dios me es testigo, he buscado en ti sino a ti mismo; solo tú, no tus bienes, he amado. No he pensado ni en los vínculos del matrimonio, ni en la dote, ni en mis placeres o en mis deseos personales. A los tuyos, tú lo sabes, me he entregado para satisfacerlos. Aunque el nombre de esposa parezca más sagrado y más fuerte, habría preferido para mí el de amiga, o incluso, sin intención de escandalizarte, aquel de concubina o de puta; considerando que cuanto más me humillase por ti, más ganaría títulos antes tus hermosas gracias y menos perjudicaría el glorioso esplendor de tu genio”.

Por las ironías del destino literario, las Epistolae duarum amantium que se atribuyen actualmente a Eloísa y Abelardo fueron antologadas, como ejercicios retóricos, por el bibliotecario de Claraval en 1471. Dantesco como soy, aún bernardiano, rindo homenaje, no al vano Abelardo, sino a esa flecha abrasada de amor que firmaba Eloísa.


martes, 11 de febrero de 2014

Mi pequeño monasterio.



Cristo abrazando a San Bernardo,
Francisco Ribalta (1624-1627)

Según Jean Leclercq, el escolástico sería un dialéctico inmerso en la vida ciudadana; el monje, un gramático que anhela la ciudad celeste. Fronteriza, mi dialéctica procura ser escatológica: busca la verdad más allá de la probabilidad en la que, a tientas, humanamente, nos vemos obligados a movernos.

Por indicación de mi amigo germanófilo, me encontraba estos días leyendo El complejo antirromano, de von Balthasar. Como güelfo bernardiano, acostumbrado a las derrotas, me ha impresionado mucho una reflexión que sale al paso en la primera parte, como quien no quiera la cosa: “Al parecer lo bíblica y cristianamente importante es romper la desobediencia irrespetuosa de Adán y Eva con una obediencia intransigente, y lo secundario que el hombre estalle a gritos o se quede afónico y se retuerza como Elías, agotado en el camino; como Jeremías, que se encrespa; como Jesús en el monte de los Olivos. No parece importar mucho que la aquiescencia, en vez de espontánea y natural, arranque de un interior desgarrado, hecho de flaqueza, al cabo de las fuerzas, sin aliento, cuando todo incita a un «no»”. Pondré unos pocos ejemplos cotidianos, adelgazados al esqueleto.

A partir del segundo embarazo, mi mujer y yo nos acostumbramos a que en la primera visita de seguimiento en el sistema público de salud las ginecólogas le preguntasen con naturalidad si era promiscua y/o drogadicta, por el bien de bebé. Como parte del mismo protocolo rutinario, con contenida indignación la amonestaban por nuestras irresponsables prácticas reproductivas. Por defecto, se le preguntaba también si deseaba continuar con el embarazo. Sólo respiraban aliviadas tras la primera ecografía, al comprobar que la evolución del feto era “normal”. He visto a mi mujer descompuesta, insinuar tan sólo una queja, y observar la más absoluta indiferencia. El protocolo. Salíamos mutuamente humillados.


Esa humillación se volvía nada al sentir la emoción de ver nacer hijos de partos naturales decididos por mi mujer y garantizados por una atención sanitaria pública inmejorable. Ha podido recogerlos, temblando, mientras salían de sus entrañas para darles, entre lágrimas de sufrimiento y alegría, la bienvenida al mundo en su regazo. He ido comprendiendo cada vez mejor las palabras del evangelio de Juan: “La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, no se acuerda del apuro por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre” (Jn 16, 22). Niño o niña, cuando los ha depositado en mis brazos, exhausta, he sabido que profesaba ante ella de nuevo un voto escatológico, un sacramento.

Con el cuarto hijo su colegio contempla la posibilidad de subvencionarle la escolaridad, aunque no sus múltiples extras ni otras exacciones solidarias. Entre ochocientas familias, éramos la primera que en años tenía derecho a esta disposición. Insistimos. No ser pobres no quiere decir vivir desahogados. El gerente nos reconvino que, en realidad, no era problema de la escuela que tuviéramos tantos hijos. Soportamos impacientes un discurso implícito sobre la paternidad responsable. De un cristianismo progresista cristalino. El Director Titular −majadero de manual− displicentemente nos instó a rellenar una solicitud. La redacté con placer de retórica administrativa: “Es merced que esperamos recibir de su generosidad”. La concedió, aunque parece que se sintió ofendido. "¡Qué valientes!" es la expresión más animosa que podemos recibir cuando sólo cuidamos de cuatro.

Conocemos la hiel de la calumnia. Para salvar el monasterio, hay que estar dispuesto a decir: “Os he dicho que soy yo. Si me buscáis a mí, dejad marchar a estos” (Jn 18, 8). Mi mujer hasta logró sacarme del Pretorio sin un rasguño físico, mientras que en el Sanedrín -hasta Pilatos y Herodes solos tienen más escrúpulos morales- se pusieron a debatir si les convenía combinar el chantaje con la coacción. En este caso, como cantó Pere Gimferrer, "Si pierdo la memoria, qué pureza".

Afónicos, agotados, encrespados, desgarrados, flacos, sin aliento, aún se nos ha dejado fuerzas para no decir «no». En un monasterio familiar “mientras vivimos, continuamente nos están entregando a la muerte por causa de Jesús; para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De este modo, la muerte actúa en nosotros, y la vida en vosotros” (2 Cor. 4, 11-12). Cada día, levantando los brazos al cielo. ¡Cuántas familias así!

Mi amigo germanófilo, que también tiene su monasterio, anda desanimado últimamente, por razones diversas que comparto y que com-padezco. Entre sus amigos, pedía a Cavalcanti que, intercediendo por él, leyese en espíritu un sermón de san Bernardo sobre el Cantar de los Cantares. Tomándomelo muy a pecho, me he apresurado a cumplir su voluntad, abriendo el sermón 72.

"Aspirará el día y respirará la noche. Noche es el diablo, noche es el ángel de Satanás, aunque se disfrace de mensajero de la luz. Noche es también el Anticristo, a quien el Señor destruirá con el aliento de su boca y lo aniquilará con el esplendor de su venida. ¿Acaso no es el Señor ese día? Día radiante de luz y de brisa; disipa las tinieblas con el soplo de su boca y a la luz de su llegada desbaratará los fantasmas".

Consolémonos obrando, orando, en la espera de aquel día en que "los que están en la noche aún entenebrecerán más, y los que ven verán mejor". Entretanto suframos en el parto de nuestra vocación, monástica e intelectual. Será que algo podremos enseñar, porque algo, aunque sea de noche y a oscuras, hemos logrado aprender alegremente.


martes, 14 de enero de 2014

Liturgia Radical.







“Manners maketh man” fue la divisa del escudo de armas del obispo de Winchester William of Wykeham (1320-1404). Un sacerdote inglés me repetía estas palabras con acento nostálgico. El Imperio se había desvanecido y ni siquiera la deportividad –esa versión secularizada de los modales medievales- podía ya contener la ferocidad británica que tan bien conocemos quienes hemos vivido en las gloriosas Islas.

“Las maneras hacen al hombre”: la buena educación, la cordialidad, la atención hacia nuestros semejantes nos hacen humanos. Dedicarnos a su cultivo rindiéndoles culto material e intelectualmente nos distingue con la práctica de una quinta virtud cardinal, antaño inglesa: ser decentes nos conviene. La cultura decanta sus frutos más exigentes. Freud lo diría de otra manera, indiscretamente, a lo germánico.

Apoyo la tesis de que la ruptura de Inglaterra con Roma en el siglo XVI, no obstante la paz y la estabilidad proporcionada por la dinastía Tudor, infligió a su conciencia nacional tal herida que sólo la guerra civil y la dictadura de Cromwell fueron capaces de cauterizar en vivo, a costa de una irreparable cicatriz. Tan ariscamente independiente y tan amante de sus tradiciones, Inglaterra nace a la modernidad desangrándose de su pasado medieval.

Casi psicoanalíticamente, los proyectos teológicos anglocatólicos más relevantes desde el siglo XIX hasta la actualidad, de los tractarianos a Radical Orthodoxy, pasando por la peculiar estética teológico-política de T. S. Eliot, han expuesto simbólicamente la añoranza de recobrar aquella unidad en la diferencia –no exactamente in varietate- previa a la Reforma. En ellos se ha querido resolver el conflicto entre la indiscutible lealtad a las libertades propias (en cierto sentido, para los ingleses ser contrarrevolucionario es un pleonasmo) con la indiscutida catolicidad que debería fundamentar el cristianismo.

Para un sincero anglicano, “the way to Rome” nunca ha sido ni mucho menos el retorno del hijo pródigo. Si san Gregorio Magno había enviado en el siglo VI a san Agustín de Canterbury y otros monjes romanos a evangelizar Inglaterra, un par de siglos después los monjes irlandeses e ingleses, como San Columbano o Alcuino de York, contribuyeron decisivamente al renacimiento carolingio. Las conversiones al catolicismo han sido, pues, un punto de llegada tan natural como insospechado y, por consiguiente, no tan frecuente como los católicos latinos siempre hemos deseado. Un inglés, en el fondo, no se convierte; se reencuentra.

En su época tractariana Newman consideró Trento una desgracia dogmática. Describió honesta y espléndidamente aquel estado de ánimo que ya no era el suyo en Apologia pro vita sua (1863): “La Edad Media perteneció a la Iglesia anglicana, y mucho más la Edad Media de Inglaterra. La Iglesia del siglo XII era la del siglo XIX. El Dr. Howley ocupaba la sede de Santo Tomás Mártir y Oxford era una universidad medieval. Debíamos ser indulgentes con todo lo que Roma enseñaba ahora y con lo que enseñaba entonces, manteniendo nuestra protesta”. 

Ciento cincuenta años después, la “ortodoxia radical” de Catherine Pickstock volvía de nuevo al centro nuclear de la fe cristiana: la liturgia alcanza su cumbre en la celebración eucarística. En Más allá de la escritura (La consumación litúrgica de la filosofía) (1998) Pickstock lamentaba la reforma posconciliar por no haber sabido resistir la tentación modernista que no es sino una manera clerical de rendirse ilustradamente. ¿Abogaba por una vuelta a San Pío V? Al contrario, era preciso ir más allá, a la sutil y aparentemente confusa pureza del Misal Romano Medieval que la Contrarreforma (¿un pleonasmo también?) y el Barroco también habrían mancillado.

Frente al liberalismo el Movimiento de Oxford sostuvo la independencia de la Iglesia. La renovación profunda del culto divino estaba unida a la comprensión recta de la doctrina. Por ello, Newman había comenzado estudiando a los Padres de la Iglesia en lucha con los arrianos. Frente al nihilismo posmoderno Radical Ortodoxy ha sostenido la liberación semiótica de la comunidad litúrgica. La resistencia a la deriva necrófila de significantes ha pasado por el intento de reconstruir la síntesis tomista de una verdad helénica suplementada cristianamente, oponiendo a la ausencia derrideana la celebración excesiva, ya prevista por san Agustín, del eros platónico. ¿Involucionismo, conservadurismo? Not at all. La cultura inglesa siempre ha procurado (con y sin éxito) transformar las aporías en tersas paradojas. 

Por ejemplo, Pickstock no ha dudado en declararse a favor del sacerdocio femenino y del socialismo cristiano, al mismo tiempo que ha reivindicado, a partir de la doctrina de santo Tomás, la transustanciación como condición de posibilidad para cualquier significado. Más que anti(pos)moderna, la suya es una rememoración posmedieval, tan ecléctica como para contrapuntear la Nouvelle Théologie de Henri de Lubac con la que su maestro John Milbank o el arzobispo Rowan Williams han desarrollado en la tradición de la Comunión Anglicana. Tan monástico como soy (¿tan paradójicamente continental?), echo en falta (reformada) alusiones a la cultura litúrgica de los monasterios.

“El signo teológico incluye y repite el misterio que recibe y el misterio al que se ofrece, y revela la naturaleza de ese misterio divino como don, relacionalidad y perpetuidad. Este signo no es un producto final que se detiene en su propia significación, sino que su significado es un sacrificio redentor que se ofrece con la esperanza de que se produzcan ofrendas ulteriores; un signo que se ofrece al don y como don de repetición. Este signo disemina la tradición en la que ha nacido, ya que está configurado como una historia, como un ritual, como una liturgia, como una narrativa, como un deseo y como una comunidad. Tal riqueza de significación denota el signo que es también una persona, un pueblo y un cuerpo dispersado a través del tiempo como don, como paz y como la posibilidad de un futuro”.


Siempre me ha parecido que santo Tomás, más acá o más allá de la Summa Theologiae, brilla con más oculta intensidad en sus himnos eucarísticos. “Oro fiat illud quod tam sitio; / Ut te revelata facie cernens, / Visu sim beatus tuae gloriae”. Recuperando la significatividad oral y escrita de los gestos litúrgicos, Pickstone también nos muestra a los hombres y las mujeres del siglo XXI que todavía “manners maketh man”.