Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.
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martes, 29 de enero de 2019

La apotegmática urbana de los Padres del Desierto.



La Tebaida,
Paolo Uccello (c. 1460)


A medida que han transcurrido las etapas de este camino bloguero que recorro desde hace casi siete años, he venido tomando conciencia de que a su evolución le caracteriza un proceso cada vez más paradójicamente «reaccionario». Al principio, “a su pesar”, se fue proponiendo dar testimonio de esa legitimidad histórica y cultural cuya extinción no deja de exasperar a los arteros defensores del progreso, incapaces de crear la nada si no es mediante la negación de todo límite. En el fondo oponía, tímidamente, a sus desvergonzadas innovaciones la frescura hierática de un orden (anti)moderno que cifraba en el stilnovismo florentino sus desesperanzas. El símbolo de Claraval, fundado un siglo antes, asomó, por necesidad, como el garante escatológico de que la restauración de lo abolido por siempre jamás debe exceder las pretensiones absolutas de este mundo.

martes, 8 de enero de 2019

La Tebaida interior.



La Tebaida,
¿Fra Angelico? (1420)

En medio de la despiadada blandura con que nuestra sociedad cree tenernos seguramente encarcelados, andaba reflexionando estos últimos meses sobre la necesidad de ahondar en mi stilnovismo claravalense. Meditaba sobre la legitimidad de excavar una soledad mayor que venciese la tentación de la melancólica misantropía que me asalta últimamente. Frente al peligro de acabar aislándose tras los muros de un monasterio virtual convertido en ídolo que exige la repetición ritual de sacrificios y penitencias intelectuales y poéticas, ¿no cabría recobrar el impulso eremítico que, atrayendo a un radical abandono de sí en el desierto, mantuviese callada y firme una comunicación de bienes entre su comunidad de moradores? ¿No aspiraba acaso cada entrada en esta celda bloguera a divisar un arco de la bóveda celeste? A la gruta de su Tebaida no correrá Cavalcanti a refugiarse. Ante su umbral se detiene a atisbar el origen de otra luz que, al excederla oscuramente, ilumine nuestros pasos…

viernes, 26 de octubre de 2018

El peregrino absoluto (y II).



Cristo y los peregrinos camino de Emaús,
Duccio di Buoninsegna (1308)


Al final de la Vita nova Dante advertía que peregrino es tanto quien se encuentra fuera de su patria como quien camina a Santiago de Compostela para servir al Altísimo. También así soy un peregrino absoluto. Léon Bloy insistía en que no padecemos otra nostalgia que la del Paraíso, la única patria que hemos conocido. Como bacantes enardecidas, nuestras sociedades del bienestar han profanado, por si acaso, hasta los confines de cualquier Jardín que pudiera conservar un recuerdo que todavía testimonie, entrelíneas, nuestra Caída. De Santiago a Jerusalén, pasando por Roma, con una palma, unas hojas de romero y una vieira, emborrono un cuaderno de exilio, donde no ceso de anotar los espantosos lugares comunes que nos cierran, con las simas de su estupidez, los abismos de Luz que, desesperado, invoco.
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martes, 20 de marzo de 2018

La vanidad de Qohélet.



Vanitas,
Pieter Claesz (1630)

Entre las discrepancias que mantengo con mi amigo germanófilo es recurrente que nos mortifiquemos con un distendido y serio reproche mutuo. Le suelo afear que todavía crea en la verdad y en el diálogo para dirimir las disputas académicas y laborales. Con su alma de «griego», casi socrático, contra toda evidencia actual, se empeña en sostener que es posible, a través de la palabra, alcanzar un acuerdo sobre el principio de realidad. 

martes, 15 de agosto de 2017

Stilnovismo claravalense.



Apparizione della Vergine a San Bernardo,
Filippino Lippi (1482-1486)

Entre esos detalles que azuzan la curiosidad intelectual de cada cual, hasta ahora parecía no haber encontrado la ocasión de aclararme por qué Rémi Brague, antes de emprender sus grandes ciclos de obras filosóficas, había organizado en 1990 un seminario sobre San Bernardo y la filosofía. En su contribución el autor de La sabiduría del mundo advertía que el debelador de Pedro Abelardo y de Gilberto de La Porrée, en apariencia tan poco amigo de la dialéctica, había afrontado el imperativo socrático de conocerse a sí mismo, aunque con un matiz singular: desvió su atención del verbo a su sujeto. El abad de Claraval habría cuestionado el “sí mismo” de los filósofos. Al orgullo de la divinización filosófica habría opuesto la humildad de la verdad en que uno se mueve. Concluía así Brague refiriéndose a la postura de san Bernardo: “El modelo de «sí» subyacente es el de una pura situación en la urgencia de una acción, de un puro límite del mundo, esencialmente frágil porque está constantemente amenazado hasta en su estatus de ser”.

martes, 2 de mayo de 2017

El hijo pródigo y el buen samaritano.



El buen samaritano (tras Delacroix),
Vincent van Gogh (1890)

Vine leyendo en un tren Escritos corsarios (1975) de Pier Paolo Pasolini (1922-1975), una recopilación de artículos de prensa que salió publicada apenas dos semanas después de su asesinato. A cualquier lector que se atreva a introducirse en unos debates cuyas referencias, históricas e italianas, se han desdibujado inevitablemente cuarenta años después, le seguirá resultando en su fondo más radical, pese a todo, un libro bronco, provocativo, a contracorriente, sin concesiones ni en los acuerdos ni en los desacuerdos.

viernes, 7 de abril de 2017

Viernes de Dolores.



El Calvario de El Escorial,
Roger van der Weyden (c. 1460)

El sentido asturbritánico de las costumbres obligaba en mi familia paterna a celebrar el santo de mi abuela el Viernes de Dolores y el de mí tía el Sábado de Gloria. En nuestro sano juicio nadie ponía en cuestión que la Iglesia pudiese mover las celebraciones litúrgicas a una fecha fija del calendario. A la pulsión jurídica y racional de los experimentos romanos mi familia no oponía ningún sentimentalismo piadoso, del que siempre desconfiaba, sino el decoro de la buena educación que requiere, con la facilidad que proporciona la práctica continua, renovar cada acto a su debido tiempo. Como era el uno día de abstinencia y el otro de silencio litúrgico, bastaba una felicitación que aplazase a cualquier otro encuentro la excusa de celebrar ambas onomásticas.

martes, 21 de marzo de 2017

Las sandalias del Bautista.



San Juan Bautista,
Jacopo del Sellaio (1485)

“… qui autem post me venturus est fortior me est, cuius non sum dignus calceamenta portare…” (Mt. 3, 11).

A N. P., en Poblet

Durante años me apliqué, con pasión, a la meditación discursiva y con imágenes. He creído siempre que en el principio no hubo silencio. Tengo la paradójica certeza de que el silencio fue creado por la Palabra que ordenó el caos de ruidos en que se extendía la nada primordial, haciendo posible aquella escucha que, en el intervalo que formó la primera respiración, llama a Ser. Con la ayuda de los Padres del Desierto, jamás he acabado de comprender esa serena ansiedad que confunde combatir las distracciones que suelen atormentar las imaginaciones inquietas y reflexivas con vaciar la mente de pensamientos. La contemplación dichosa, que opera íntimamente fuera de nuestras fuerzas, trasciende toda quietud.

martes, 10 de enero de 2017

Los sueños de san José.



El sueño de san José,
Georges de La Tour (1640)

Haec autem eo cogitante, ecce angelus Domini in somnis apparuit ei dicens…(Mt. 1, 20)

Con el P. Manuel Matos, S. J., comencé a aprender a leer la Biblia durante aquellos cortos retiros cuaresmales de fin de semana universitario. Posconciliar, el suyo seguía siendo el método ignaciano en un grado de pureza del que sensatamente debería haberme protegido. Con tres charlas de media hora tenía tiempo para lanzarme solo al pinar a meditar cuatro horas durante las que daba rienda suelta ante las Escrituras a mis fantasías, deseos y pánicos juveniles. Después el P. Matos intentaba sujetarlos con los tres binarios y los tres tiempos para hacer elección

A trompicones se forjó así, a contracorriente y en el fuego abrasador de la realidad, mi vocación de peregrino. Tan carente de maestros como buena parte de mi generación (a cambio de haber sufrido innumerables tutores, directores, jefes…), uno empieza a perdonar los olvidos de las figuras paternas cuando descubre lo difícil que será que tus hijos te perdonen, con sus errores, los que uno, dolorosos, suele perdonarse a la ligera. Estas líneas no son, pues, el recuerdo de un olvido, sino, liberador, su olvido.

martes, 1 de noviembre de 2016

Amós, bajo el sicomoro.



Profeta Amós,
Juan de Borgoña
(principios siglo XVI)

Con mi monacal amigo jesuítico mantengo conversaciones tasadas sobre qué tipo de actualidad puede tener una vida comunitaria, de oración y trabajo, en medio de una sociedad acelerada, cuyos vínculos familiares y laborales se dispersan y se recombinan a la velocidad centrífuga de una conexión en redes. Hay cada vez más riqueza y, sin embargo, la pobreza se apodera con constancia aterradora de hasta el último rincón de un mundo puesto en almoneda. Seguir hablando de redistribución es necesario, pero puede que ciegue una constatación evidente: no hay hoy más mundo que el que pueda ser sustraído e, incluso, sustraerse.

martes, 2 de febrero de 2016

Meditación de la memoria.



Cristo, Varón de Dolores,
Luis de Morales (1566)

Hace un par de meses regresé, como un relámpago, a Madrid. Compruebo que la ciudad de mi infancia y de mi juventud se va alejando cada vez más a medida que comparo sus huellas con las de mi memoria. Estoy cierto que la maravilla urbana es su constitución proteica que replica las metamorfosis del recuerdo. Como en un plano, la arqueología del olvido, física y emocional, excava en una tierra perpetuamente removida.

martes, 29 de diciembre de 2015

Elías, profeta y maestro.



El profeta Elías alimentado por un ángel,
Dieric Bouts el Viejo (1464-1466)

Quienes siguen están líneas saben bien cuánto detesto la neopedagogía triunfante, arrogante y mediocre. No sólo ha destruido mi profesión –la de lector−, sino que pretende que sus detractores quedemos paralizados ante sus ultimatos que, como ha enumerado Gregorio Luri con precisión algebraica, son fruto de una “memez engolada” y de un “narcisismo ridículo”. Cualquier réplica es descalificada con una mueca de conmiseración autoritaria que, en el caso de tantos profesores dignos, encierra una amenaza no tan velada a su estabilidad laboral.

martes, 7 de julio de 2015

Rogier van der Weyden, cartujo.



Tríptico de los Siete Sacramentos,
Rogier Van der Weyden (1445-1450)

Hace unos meses acudí a ver la fantástica exposición sobre Rogier van der Weyden (1400-1464) en el Museo del Prado. Me planté a primera hora para poder ver los cuadros sin tropezarme con esos grupos que, como galeones a la deriva, cruzan los museos de un extremo a otro para detenerse a oír las explicaciones divulgativas de sus guías delante sólo de determinadas obras. Por suerte, antes de que comenzaran a navegar por las salas, pude demorarme en la contemplación de El Calvario (1454), la joya de la exposición situada estratégicamente al final del itinerario. Llegué allí, sin embargo, con la mirada atrapada por el Tríptico de los Siete Sacramentos (1445-1450).

martes, 31 de marzo de 2015

Oficios de tinieblas y de esperanza.



El entierro de Cristo,
Dirk Bouts (1450)

Como preparación cuaresmal, he estado escuchando piezas polifónicas que rememoran la casi completamente perdida liturgia del Oficio de Tinieblas que debería celebrarse desde el Jueves Santo hasta el Sábado Santo. Además de salmos y responsorios, desempeñan en él un papel fundamental las lectiones de las Lamentaciones de Jeremías, cuyas primera, segunda y cuarta elegías son, en realidad, oraciones fúnebres.

martes, 17 de febrero de 2015

Meditación de la mirada.



La tentación de santo Tomás,
Diego de Velázquez (1631)

Recomendada por Ángel Ruiz, acudí hace un par de meses a la exposición “a Su imagen” en el Centro Cultural de la Plaza Colón de Madrid. Entre cuadros excelentes de Rubens, Juan de Juanes (que he redescubierto) o El Greco, una de las joyas más valiosas que se exponían era “La tentación de santo Tomás de Aquino” de Diego de Velázquez (1599-1660). Hasta el siglo XX este cuadro se atribuyó a un discípulo del maestro sevillano, Nicolás de Villacis, e incluso a Alonso Cano. Pintado en 1631, a la vuelta de su viaje a Italia, Velázquez trata en él un tema muy poco frecuente en su obra: la vida de santos.

martes, 4 de junio de 2013

Sangre y agua. El Corazón de Cristo.



Sacro Curore (1740),
Pompeo Batoni


La devoción al Sagrado Corazón de Jesús, cuya festividad se celebra el próximo viernes, entró en crisis en la época posconciliar. Parecía a muchos una indignante reliquia piadosa de otra época, basada en un conjunto de prácticas rituales, como los nueve primeros viernes o la Hora Santa. Por si fuera poco, su formulación moderna, en el siglo XVII, había nacido de una idea que nuestro mundo detesta por completo: expiación y reparación.

Blaise Pascal (1623-1662), látigo de jesuitas, había puesto el acento en una espiritualidad interior, escondida, ante el silencio infinito del universo. Santa Margarita María de Alacoque (1647-1690) respondía con la transfiguración física, apasionada, de un catolicismo que atisbaba la herida que el rechazo secularizador había comenzado a infligir también en el corazón de la cultura europea. Paray-le-Monial frente a Port Royal.

Es cierto que sólo con hacer un repaso a la iconografía que ha inspirado a lo largo de los dos últimos siglos tal devoción se llega a comprender ciertos reproches sobre su sensiblería evasiva. Además su apología había cobrado una ferviente carga de intensidad política en las primeras décadas del siglo XX. Pío XII corrigió con magistral claridad estos peligros en la encíclica Haurietis aquas (1956), resaltando los fundamentos bíblicos y dogmáticos de tal expresión de fe. Visto de cerca, el Sagrado Corazón no sólo simboliza sino que patentiza de manera extraordinaria la Humanidad de Cristo, latiendo con una intensidad tan humana como divina por el sufrimiento de sus hermanos: los que le honran y, sobre todo, los que no cesan de ofenderle.

Aunque hay multitud de sitios que explican y difunden esta devoción, simplemente quiero testimoniar lo que significa en mi vida cotidiana, sin ninguna pretensión teológica ni espiritual. La viví desde niño en mi casa; la aprendí de un jesuita, el P. Gómez Hellín, que seguramente, en mi borroso recuerdo, era un hombre de otra época. Otros jesuitas, otras catequesis, me intentaron convencer de que aquello era un pietismo sin relación alguna con la realidad. Le debo a un libro del P. Pedro Arrupe, En Él solo... la esperanza, haber podido agarrarme a una imagen de ilimitada consolación. También recuerdo que, cuando mencionaba este libro, prologado encima por el sospechoso Karl Rahner, la cara de muchos, zurdos y diestros, era de una perplejidad que rayaba en el temor sobre mi estado mental.

Bajo la devoción al Corazón de Cristo, palpo de un modo vívido a Cristo resucitado que, habiendo sufrido la Pasión, vuelve de nuevo, glorioso, a quedarse con los hombres, en la Eucaristía, en el Sagrario, donde espera con las manos extendidas y el costado abierto la declaración de fe de Santo Tomás: “Señor mío y Dios mío”. Expiar y reparar es conformarse más con Él; pedirle, como decía san Ignacio en la meditación de la Encarnación, conocimiento interno de Él, que por mí se ha hecho hombre, para más amarle y seguirle.

Hace unos años tuve que hacerme unas pruebas hospitalarias. En cierta ocasión, en el box justo enfrente de mí no habían corrido la cortina. Un chaval muy, muy tocado, a duras penas esbozaba una sonrisa. Cuando un tiempo después me alentaron a donar sangre, no lo dudé un instante. Tres o cuatro veces al año me acerco por el hospital, normalmente en torno a señaladas festividades litúrgicas. 

Al principio, mientras estaba tumbado en la camilla, pensaba en gente como aquel chaval. También pensaba en las personas a las que quiero. Cada vez más tengo presente a las que, con razones o sin ellas, me detestan. Ignorada, mi sangre llegará a cualquiera que la necesite para poder conservar el don más preciado, el de la vida. A fin de cuentas, donarla o no tampoco depende de uno, sino del Señor de quien brota toda salud. Por más anónimos que sean nuestros actos, lo que importa es que el Padre tiene grabados con la sangre de su Hijo nuestros nombres en su Corazón:

“En aquel momento tomó la palabra Jesús y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis agobiados y cansados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera».” (Mt 11, 25-30)


Contemplar el Corazón traspasado de Cristo enseña que es imposible amarlo sin al menos intentar, aunque sea a tientas, la imitación de este movimiento de sístole y diástole: “Voici ce Cœur qui a aimé tant les hommes”. 


martes, 26 de marzo de 2013

Robert Bresson, entre Pascal y Teresa de Lisieux.






Una película como Journal d’un curé de campagne (1951), de Robert Bresson (1901-1999), adaptando el título homónimo (1936) de George Bernanos (1888-1948), puede parecer o una pieza arqueológica o el vehículo de una paradójica y honda catequesis. En ella nos enfrentamos, desnudamente, a la cuestión de la fe ante un Dios que se manifiesta, escondidamente, en lo oculto de un hombre vulgar. Sin importar las convicciones religiosas del espectador, verla así puede seguir siendo una experiencia de ascesis cinematográfica imposible de ser igualada por ninguna otra cinta del género de sacerdotes. Imágenes secas, implacables, inconsolables.

Corre por youtube un video de factura preciosista que combina momentos protagonizados por el cura rural de Bresson con el fondo musical de Knockin' on Heaven’s Doors de Bob Dylan. Nos presenta las escenas del cura, cada vez más demacrado, bebiendo vino y cayéndose una y otra vez. Irónicamente, esta lectura, tan posmoderna -el cura, como un antihéroe de western crepuscular al estilo de Billy el Niño-, coincide con la de los personajes más odiosos del film, como el Conde, incapaces de comprender la grandeza que se encierra en una infeliz criatura arrojada a la incomprensión y a la miseria material y espiritual.

En la debilidad del cura de Ambricourt, cuya dimensión sociológica no es sino una metáfora de su realidad teológica, se encarna una iglesia pobre, la iglesia de los creyentes en Jesús, varón de dolores, sin ningún atractivo humano, como proclamaba Isaías en sus cantos del Siervo (Is 52, 13-53,12); una iglesia abierta a todo aquel a quien le falta la única riqueza necesaria, Dios mismo, como le pasa a Séraphita, a la Condesa, o al propio cura rural.

Esta película apabullante en sus primeros planos, en sus silencios, da una lección de terrible humanidad: apabullados por el peso del pecado y del mal cotidiano, insoportables en su cruel vulgaridad, brilla en cada uno el rostro de Cristo, la gloria de su resurrección, en el anonadamiento y en el vaciamiento de sí mismo, abiertos a la gracia que transforma la fragilidad, la finitud, la soledad cósmica.

De esta mirada sobre la naturaleza humana se ha criticado su ascendiente jansenista, aunque habría que decir que se trata más bien de una visión pascaliana. Lo que se olvida añadir es que Bresson captó, con una singular penetración, la intuición poética de Bernanos en su novela, a través de la cual, como ocurre en toda la cultura católica francesa del siglo XX, la herida de Port-Royal se intenta cauterizar con el “caminito” de Teresa de Lisieux (1873-1897).

Tengo grabado a fuego en el corazón dos escenas de la película que sintetizan este desposorio espiritual entre la dialéctica de Blaise Pascal y el camino de Teresa. Tras la muerte de la Condesa, el cura de Ambricourt escribe en su diario que le ha pasado lo peor que puede imaginar: encontrarse careciendo de resignación y de valor. “C’est la tentation m’est venue…” deja escrito, antes de que le veamos dirigirse, junto a su maestro el cura de Torcy, a una pequeña cabaña en un collado. Allí, el de Torcy le reprende por su comportamiento, como a un niño que no discierne bien las situaciones. Le recomienda orar, aunque sea solo mecánicamente, con los labios. Le recuerda que la fe se forja volviendo al lugar en que Jesús se encontraba hace dos mil años. En ese momento a Ambricourt se le caen las lágrimas, mientras se oye su voz en off: “El Señor me había mostrado la gracia, a través de los labios de mi maestro, de que nada podría separarme del lugar que me estaba reservado para la eternidad. Yo era prisionero de la Santa Agonía” (en el video, de 68:15 a 73:41).

Resuenan las palabras de Pascal: “Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo”.  Pero Ambricourt no vela solo el destino de Jesús: él mismo ha sido asociado a él. Como alter Christus, el sacerdote tentado contra la fe, en oscuridad permanente, se entrega libremente a ese destino en el Getsemaní de su ministerio, haciendo lo único que nadie le puede arrebatar: amar hasta el extremo de despojarse de sí mismo.

Como en Teresa, es “demasiado pequeño para subir la dura escala de la perfección”, pero se siente llamado a vivir el abandono de Jesús en medio de las tinieblas que le envuelven: la incomprensión, el rechazo, la enfermedad, la muerte. El camino que el cura de Ambricourt recorre hasta la luz final que, en la última escena de la película, va perfilando, entre sombras, la cruz desnuda a la que se abraza, sigue las pisadas de Teresa, cuando meses antes de su muerte, exclamaba como él a punto de expirar: “Todo es gracia”. En tal manera puede decirse que su felicidad consiste en “seguir mirando, fijamente, la luz invisible que se oculta a su fe”, como la definiese la santa carmelitana.

En medio de los sufrimientos, en medio de la niebla de fe, se acrecienta el espíritu de fe de Ambricourt, porque sabe que su Señor no le manda nada imposible. En el trato último con su amigo, con la compañera de éste, permanece más radicalmente fiel a su vocación, entregándose en el abandono sin guardarse nada para sí. Se hace ofrenda de amor a Dios, tratando de identificarse más plenamente con Cristo en su Pasión. Como dice Teresa: “Conoces mejor que yo mi debilidad, mi imperfección, sabes muy bien que jamás podría amar a mis hermanas como tú las amas, si tú mismo, Jesús mío, no las amaras también en mí”.

Este mandamiento nuevo que, según Teresa, le asegurará la voluntad de Cristo de amar en él a todos aquellos a quienes le ha ordenado amar (incluso a quienes le han perseguido) explica mejor el conocido fragmento de la novela, ausente en la película, en que Ambricourt, angustiado como Jesús en el Huerto, descubre la gracia última, más allá incluso del olvido de sí mismo, que es amarse como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo. Siendo todos ante Dios pobres, el gesto último de humildad es perdonarse la propia flaqueza hasta el punto ya no de amar a los otros como a uno mismo sino de amarse uno a sí mismo en los otros:

“En efecto, lamento mi debilidad ante el doctor Laville. Debería avergonzarme de no experimentar ningún remordimiento, pues ¿qué idea de un sacerdote he podido dar a un hombre tan firme, tan resuelto? No importa. Se ha acabado. La especie de desconfianza que he sentido por mí, por mi persona, creo que se ha disipado para siempre. Esta lucha ha llegado a su fin. No la entiendo ya. Me he reconciliado conmigo mismo, con este pobre despojo.
Odiarse a sí mismo es más fácil de lo que parece. La gracia es olvidarse. Pero si todo el orgullo estuviese muerto en nosotros, la gracia de las gracias sería amarse humildemente a uno mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo”.

Entre Pascal y Teresa de Lisieux, las palabras visuales de Bresson dialogan con las imágenes verbales de Bernanos. Como un icono de Cristo, el cura de Ambricourt.


martes, 11 de diciembre de 2012

Las meditaciones del emperador estoico.





Marco Aurelio (121-180) fue emperador a su pesar. El poder fue su destino, no su vocación. La ansiedad de una vida tranquila, dedicada a la reflexión, se enreda con los golpes de la fortuna y de una serenidad imperturbable que, aunque definida como estoica, apenas esconde una conciencia moral desesperada. Digna e íntegra en su desesperación.


En las Meditaciones, escritas en griego durante sus campañas militares, se advierte una melancolía que no es tan sólo filosófica sino también lingüística y cultural. Se reconoce que su estilo es plano y su contenido no demasiado original. Sin embargo, el rigor de su autoexamen ha merecido siempre la aprobación hasta de sus críticos más intransigentes. El sentido moral del romano se afana en una lengua y en un universo intelectual que no son del todo suyos. Los adapta, los fuerza, los encauza con el hastío de quien sólo es capaz de pedirle a la muerte esperarla con la máxima serenidad y lucidez posibles.

Me sorprende, mejor dicho, comprendo sorprendido la fascinación que la figura de aquel emperador filósofo suscitó en el Humanismo de los siglos XVI y XVII. La dura persecución que desató contra los cristianos, especialmente cruenta en Lyon (177d. C), cuyos horrores todavía espantaban a Tertuliano, no logró atemperar la admiración que los renacentistas sintieron por el político que compartía mesa y conversación con sus maestros de filosofía. Parece como si el dominio ético de su existencia hubiese sido ajeno a las consecuencias de sus actos de gobierno. A los intelectuales siempre les ha gustado sentarse a la mesa de los poderosos y ejercer sobre ellos un magisterio adulador en su justo punto.

Es cierto que resulta improbable juzgar que Marco Aurelio creyese las calumnias y las fantasías que el pueblo esgrimía contra los cristianos y que les causaban torturas y muertes de una crueldad espeluznante, a juzgar por los cronistas eclesiásticos. Pero, a diferencia de sus inmediatos antecesores, nuestro emperador no tenía tantos miramientos en el castigo de quienes consideraba un grupo de fanáticos sectarios. 

Puede ser que, en determinados ambientes elevados, la creciente brillantez literaria y filosófica de los apologetas cristianos, desde San Justino, hubiese suscitado no sólo preocupación sino hasta animadversión. Con todo, las acusaciones habituales de inmoralidad y ateísmo contra los cristianos, si bien mantuvieron su efectividad represiva a lo largo de las diez persecuciones que padecieron bajo el Imperio, debieron de acabar convirtiéndose en tópicos que, en diferentes niveles, recubrían inquietudes y rechazos no sólo sociales sino también morales.

Que los cristianos no diesen culto a los dioses planteaba, sin duda, un problema grave de orden público. Que celebrasen al anochecer sus ritos podía inducir a confusiones con otros misterios orientales e incluso a generar todo tipo de fabulaciones. Pero el hecho de que Trajano hubiese dado orden de que se castigase a los cristianos respetando los principios generales del Derecho lleva a pensar que, aunque, en términos generales, el peligro cristiano no debía ser desestimado, no constituía de por sí un desafío subversivo excepcional.

¿Qué molestaba, pues, a Marco Aurelio en los cristianos? Se dice que su doctrina de la inmortalidad del alma. Pero no se le ocurrió perseguir a los seguidores de doctrinas eleusinas ni platónicas. Obviamente, Marco Aurelio no habría descendido a los detalles teológicos de las creencias cristianas, pero es evidente que percibía en la actitud ante la muerte de aquellas algo que repugnaba su modo de garantizar un entendimiento del orden cósmico y social.

“¡Cómo es el alma que se halla dispuesta, tanto si es preciso ya a separarse del cuerpo, o a extinguirse, o a dispersarse, o a permanecer unida! Mas esta disposición, que proceda de una decisión personal, no de una simple obstinación, como en los cristianos, sino que sea fruto de una reflexión, de un modo serio, y para que pueda convencer a otro, que esté exenta de teatralidad”.

Los cristianos, entregados a la teatralidad de sus cánticos esperando la vida eterna, no podían ser serios ni reflexivos a los ojos del emperador. Para complacer a hombres como él, ¡cuánto daño ha hecho en el cristianismo intentar cumplir los parámetros de la seriedad estoica! Según la carta a los Hebreos, Jesús, a gritos y con lágrimas, suplicó al Padre que le librase de la muerte, pero que, sufriendo, aprendió a obedecer. A su lado, muchas hagiografías nos han presentado a mártires despedazados, ahogados, cocidos, a la parrilla, con una sonrisa en la boca y con una férrea determinación santamente temeraria. ¿Han dejado de ser por ello teatrales?

Si para Marco Aurelio este cosmos es uno y eterno y nos hemos de dejar conducir por el guía interior de la razón que garantiza el mantenimiento del orden social en la justa ecuanimidad de un aislamiento amistoso, para los cristianos este mundo es provisional y por ello resulta tanto más urgente acelerar su transformación escatológica. No es lo mismo la seguridad de estar destinados a la disolución que caminar hacia la plenitud que culminará en la resurrección. Marco Aurelio apenas tenía amigos, ni los necesitaba; los cristianos se esforzaban en ser hermanos.

La apariencia de este mundo es un gran teatro. Y, contra lo que él mismo temía y anhelaba, Marco Aurelio no es una figura desvanecida.