Marco Aurelio (121-180) fue emperador a su pesar. El poder
fue su destino, no su vocación. La ansiedad de una vida tranquila, dedicada a
la reflexión, se enreda con los golpes de la fortuna y de una serenidad imperturbable
que, aunque definida como estoica, apenas esconde una conciencia moral
desesperada. Digna e íntegra en su desesperación.
En las Meditaciones, escritas en griego durante sus campañas militares, se
advierte una melancolía que no es tan sólo filosófica sino también lingüística
y cultural. Se reconoce que su estilo es plano y su contenido no demasiado
original. Sin embargo, el rigor de su autoexamen ha merecido siempre la
aprobación hasta de sus críticos más intransigentes. El sentido moral del romano
se afana en una lengua y en un universo intelectual que no son del todo suyos.
Los adapta, los fuerza, los encauza con el hastío de quien sólo es capaz de
pedirle a la muerte esperarla con la máxima serenidad y lucidez posibles.
Me sorprende, mejor dicho,
comprendo sorprendido la fascinación que la figura de aquel emperador filósofo suscitó
en el Humanismo de los siglos XVI y XVII. La dura persecución que desató contra
los cristianos, especialmente cruenta en Lyon (177d. C), cuyos horrores
todavía espantaban a Tertuliano, no logró atemperar la admiración que los
renacentistas sintieron por el político que compartía mesa y conversación con
sus maestros de filosofía. Parece como si el dominio ético de su existencia
hubiese sido ajeno a las consecuencias de sus actos de gobierno. A los
intelectuales siempre les ha gustado sentarse a la mesa de los poderosos y
ejercer sobre ellos un magisterio adulador en su justo punto.
Es
cierto que resulta improbable juzgar que Marco Aurelio creyese las calumnias y
las fantasías que el pueblo esgrimía contra los cristianos y que les causaban
torturas y muertes de una crueldad espeluznante, a juzgar por los cronistas
eclesiásticos. Pero, a diferencia de sus inmediatos antecesores, nuestro emperador
no tenía tantos miramientos en el castigo de quienes consideraba un grupo de
fanáticos sectarios.
Puede ser que, en determinados ambientes elevados, la
creciente brillantez literaria y filosófica de los apologetas cristianos, desde San Justino, hubiese suscitado no sólo
preocupación sino hasta animadversión. Con todo, las acusaciones habituales de
inmoralidad y ateísmo contra los cristianos, si bien mantuvieron su efectividad
represiva a lo largo de las diez persecuciones que padecieron bajo el Imperio,
debieron de acabar convirtiéndose en tópicos que, en diferentes niveles,
recubrían inquietudes y rechazos no sólo sociales sino también morales.
Que los cristianos no diesen culto a los dioses planteaba,
sin duda, un problema grave de orden público. Que celebrasen al anochecer sus
ritos podía inducir a confusiones con otros misterios orientales e incluso a generar
todo tipo de fabulaciones. Pero el hecho de que Trajano hubiese dado orden de
que se castigase a los cristianos respetando los principios generales del
Derecho lleva a pensar que, aunque, en términos generales, el peligro cristiano
no debía ser desestimado, no constituía de por sí un desafío subversivo
excepcional.
¿Qué molestaba, pues, a Marco Aurelio en los cristianos? Se
dice que su doctrina de la inmortalidad del alma. Pero no se le ocurrió
perseguir a los seguidores de doctrinas eleusinas ni platónicas. Obviamente,
Marco Aurelio no habría descendido a los detalles teológicos de las creencias
cristianas, pero es evidente que percibía en la actitud ante la muerte de
aquellas algo que repugnaba su modo de garantizar un entendimiento del orden
cósmico y social.
“¡Cómo es el alma que se halla dispuesta, tanto si es preciso ya a separarse del cuerpo, o a extinguirse, o a dispersarse, o a permanecer unida! Mas esta disposición, que proceda de una decisión personal, no de una simple obstinación, como en los cristianos, sino que sea fruto de una reflexión, de un modo serio, y para que pueda convencer a otro, que esté exenta de teatralidad”.
Los cristianos, entregados a la teatralidad de sus cánticos
esperando la vida eterna, no podían ser serios ni reflexivos a los ojos del
emperador. Para complacer a hombres como él, ¡cuánto daño ha hecho en el
cristianismo intentar cumplir los parámetros de la seriedad estoica! Según la
carta a los Hebreos, Jesús, a gritos y con lágrimas, suplicó al Padre que le
librase de la muerte, pero que, sufriendo, aprendió a obedecer. A su lado,
muchas hagiografías nos han presentado a mártires despedazados, ahogados, cocidos,
a la parrilla, con una sonrisa en la boca y con una férrea determinación
santamente temeraria. ¿Han dejado de ser por ello teatrales?
Si para Marco Aurelio este cosmos es uno y eterno y nos
hemos de dejar conducir por el guía interior de la razón que garantiza el
mantenimiento del orden social en la justa ecuanimidad de un aislamiento
amistoso, para los cristianos este mundo es provisional y por ello resulta tanto
más urgente acelerar su transformación escatológica. No es lo mismo la seguridad de estar destinados a la disolución que caminar hacia la plenitud que culminará en la resurrección. Marco Aurelio apenas tenía
amigos, ni los necesitaba; los cristianos se esforzaban en ser hermanos.
La apariencia de este mundo es un gran teatro. Y, contra lo
que él mismo temía y anhelaba, Marco Aurelio no es una figura desvanecida.
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