Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.
Mostrando entradas con la etiqueta Siglo XVII. Mostrar todas las entradas
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viernes, 16 de noviembre de 2018

La filosofía epilogal de Cavalcanti.



Filosofía,
Raffaello Sanzio (1509-1511)

Es costumbre otoñal de este blog dedicar una entrada que compendie o resuma las preferencias y los gustos que han ido dando autoridad a su escritura virtual. Por cada una de ellas su amanuense ha paseado con pausa, deteniéndose en ese rincón de su pinacoteca, en aquella página de sus partituras o entre los versos de este escritorio. Con los matices de su paleta ha ejecutado así las notas que modulan la melodía de su voz poética. En suma, con ellas ha forjado el breviario de su stilnovismo claravalense.

viernes, 4 de mayo de 2018

Amadís lo Blanc.



The Love Song,
Edward Burn-Jones (1868-1877)

Hace veinticinco años bajaba a media tarde entre puestos de libros por una feria todavía sin globos ni carpas de partidos políticos, sin hileras de colegiales trotando entre una compacta romería cultural. Me preguntaba si mi futuro inmediato habría de desembocar en aquel puerto de mar al que la ciudad no ha dejado nunca del todo de dar la espalda. Me equivocaba.

martes, 6 de marzo de 2018

En provincias con Pascal.



Moïse présentant les tables de la Loi,
Philippe de Champaigne (1649)


En una de las últimas conversaciones que mi heterónimo, con espaciada regularidad, suele mantener con Daniel Capó, le exponía su calmada indignación por el ataque que la “opción Benito” de Rod Dreher había recibido desde La Civiltà Cattolica por parte de un padre jesuita belga, Andreas Gonçalves Lind. Se la acusaba de “donatismo”. Nada más insinuarle que este tipo de reacciones constituía la réplica cíclica, a escala casi imperceptible, de la crisis eclesial del catolicismo desde los orígenes de la modernidad, su interlocutor le animó vivamente a que escribiese una entrada sobre la consumación de esta Caída que advertimos en sus estertores.

viernes, 8 de diciembre de 2017

La religión de Thomas Browne.



El alquimista,
David Teniers el Viejo (1640)

Hace unos meses Ander Mayora me sugería la lectura de Religio medici (1642) del médico inglés Thomas Browne (1605-1682). He ido retrasándola -mejor dicho, sincopándola- por diversas razones íntimas. Como hemos acabado la octava en la memoria de los mártires ingleses, ha llegado el momento de que me enfrente a una obra rara, en toda la amplitud del término. De algún modo secreto, como si sus páginas presumiesen las consecuencias de su alquímica melancolía, percibo en ellas un pórtico flemático a las tensiones revolucionarias de las guerras de religión de la época. ¿Son capaces, todavía, de atraer la acusación de papistas como de ser incluidas en el Índice?

martes, 10 de enero de 2017

Los sueños de san José.



El sueño de san José,
Georges de La Tour (1640)

Haec autem eo cogitante, ecce angelus Domini in somnis apparuit ei dicens…(Mt. 1, 20)

Con el P. Manuel Matos, S. J., comencé a aprender a leer la Biblia durante aquellos cortos retiros cuaresmales de fin de semana universitario. Posconciliar, el suyo seguía siendo el método ignaciano en un grado de pureza del que sensatamente debería haberme protegido. Con tres charlas de media hora tenía tiempo para lanzarme solo al pinar a meditar cuatro horas durante las que daba rienda suelta ante las Escrituras a mis fantasías, deseos y pánicos juveniles. Después el P. Matos intentaba sujetarlos con los tres binarios y los tres tiempos para hacer elección

A trompicones se forjó así, a contracorriente y en el fuego abrasador de la realidad, mi vocación de peregrino. Tan carente de maestros como buena parte de mi generación (a cambio de haber sufrido innumerables tutores, directores, jefes…), uno empieza a perdonar los olvidos de las figuras paternas cuando descubre lo difícil que será que tus hijos te perdonen, con sus errores, los que uno, dolorosos, suele perdonarse a la ligera. Estas líneas no son, pues, el recuerdo de un olvido, sino, liberador, su olvido.

martes, 20 de diciembre de 2016

La melancolía religiosa de Robert Burton.



Melancolia,
Giovanni Bellini (1489)

Es de buen tono entre los anglófilos citar la Anatomía de la melancolía (1ª ed. 1621) de Robert Burton (1577-1640) como uno de esos exquisitos volúmenes que nos consuelan de la derrota permanente en que parece consistir la vida. Germánico, Walter Benjamin observaba que, “donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, el ángel de la historia ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies”. Empirista como buen inglés, del vendaval del progreso Burton se protegió con serena dignidad oponiendo a un mundo, en que las jerarquías del orden cósmico medieval se iban derrumbando, una escritura férreamente desatada, inacabable, que sigue retrasando -y prolongando- la espera inevitable. Como sentencia con brevedad estoica Ignacio Peyró, toda la riqueza anatómica de la obra de Burton “sabe que hablar de la melancolía es hablar -irremediablemente- de los adentros del hombre”.

martes, 22 de marzo de 2016

La apuesta de Pascal.



Niños jugando a los dados,
Bartolomé Esteban Murillo (1675-1680)

En una entrada reciente de su blog Enrique García-Máiquez se alegraba evangélicamente de esas nada anecdóticas zancadillas profesionales que se sufren cada vez más habitualmente, más silenciosamente, por profesar el Nombre que tantos quieren doblegar. Traigo a estas líneas su reflexión porque El lejano, visitante amigo de este monasterio, escribía allí un comentario que me ha dejado adolorido. “A mí la apuesta de Pascal me ha parecido siempre indecente”.

martes, 15 de marzo de 2016

Sainte-Colombe, ¿jansenista posmoderno?



El Concierto,
Johannes Vermeer (1665-1666)

Hace unos meses mi discípulo blanchotiano me prestó el dvd de la película Tous les matins du mode (1991). No sé si, en su simpática y sistemática desobediencia a algunas de mis sugerencias, me quería indicar que se encontraba a gusto con el personaje de Marin Marais (1656-1728). ¡Qué importa si verla de nuevo me ha hecho retroceder veinticinco años atrás cuando mi amigo ateo y yo acudimos a su estreno! Durante todo este tiempo él ha seguido escuchando entusiasmado la música de Marais, tal como no ha cesado de ejecutarla Jordi Savall. Como entonces, sigo prendido de los tonos de Monsieur de Sainte-Colombe (¿1640-1700?).

martes, 23 de febrero de 2016

William Shakespeare, filósofo.



¿William Shakespeare?,
Grafton Portrait (1588)

Mi heterónimo, desvergonzado, se ha propuesto impartir una asignatura sobre William Shakespeare, aprovechando la excusa, que tanto detesta, de la efeméride de su muerte (1564-1616). No se atrevería a “enseñar” Cervantes, pero, puesto que no domina ni la lengua ni la cultura inglesa, se siente más cómodo para ejercer, ¿irresponsablemente?, esa vocación transversal que hace girar los ojos de satisfacción a los pedagogos, quizás con el único fin de que queden atrapados en el revés de su retina.

martes, 13 de octubre de 2015

La polifonía ascética de Cavalcanti.



L'Angélus,
Jean-François Millet (1859-1860)

En este blog no abundan las referencias musicales. De tan evidente el intenso diálogo que cada entrada entabla con el lienzo que la encabeza ha oscurecido la función central, callada, que la música cumple en la formación de su poética. No por esporádicas, sin embargo, sus motivos han intentado dejar de marcar –aéreamente− el ritmo litúrgico de su reflexión.

martes, 17 de febrero de 2015

Meditación de la mirada.



La tentación de santo Tomás,
Diego de Velázquez (1631)

Recomendada por Ángel Ruiz, acudí hace un par de meses a la exposición “a Su imagen” en el Centro Cultural de la Plaza Colón de Madrid. Entre cuadros excelentes de Rubens, Juan de Juanes (que he redescubierto) o El Greco, una de las joyas más valiosas que se exponían era “La tentación de santo Tomás de Aquino” de Diego de Velázquez (1599-1660). Hasta el siglo XX este cuadro se atribuyó a un discípulo del maestro sevillano, Nicolás de Villacis, e incluso a Alonso Cano. Pintado en 1631, a la vuelta de su viaje a Italia, Velázquez trata en él un tema muy poco frecuente en su obra: la vida de santos.

martes, 30 de diciembre de 2014

La muerte de Don Quijote.



Los últimos momentos de Cervantes,
Víctor Manzano (1856)


Antes de que acabe el año 2014 no dejaré escapar la ocasión de recordar la efeméride –¡qué palabra más campanuda!- de la publicación de las Meditaciones del Quijote (1914) de José Ortega y Gasset (1881-1956). Es cierto que su estilo sigue atrapando con tanta facilidad por su naturalidad, no exenta de las filigranas ampulosas que han caracterizado siempre la oratoria española. Ortega fue consciente de que, aunque prestidigitador de la palabra europea, estaba obligado a ejercer su oficio en un casino de provincias con la sonrisa ladeada y con el sombrero franco.

martes, 16 de septiembre de 2014

La galería mística de Cavalcanti.




Las Meninas,
Diego de Velázquez (1656)


Suelo detestar, porque me fascinan, los recursos autorreferenciales que la literatura contemporánea ha explotado hasta el paroxismo, copiando una y otra vez, y degradando platónicamente, la época barroca. Después de Las Meninas cualquier intento de evidenciar el proceso de creación está abocado al plagio. Amar la tradición, en cambio, es lo único digno que la bancarrota humanista aún no ha puesto en concurso de acreedores, aunque ya vayan apretando las tuercas los metapedagogos. Entre gozarla y prostituirla a la (pos)modernidad siempre le ha atraído más la pose canalla del proxeneta. Admito que sólo una honestidad estética como la de Toulouse Lautrec, o de Baudelaire, redimió momentáneamente al uno y a la otra. Aún así, no me rindo a su extinción.

Tras la entrada anunciando mi peregrinación, vuelvo a incurrir en ese vicio solitario y a la vez público de seguir la trama de mi identidad poética. En la galería artística con que he ido encabezando las reflexiones de este blog cavalcantesco he deseado explorar no tanto la ilustración –término temible- de un tema, sino la fuerza seminal que contiene y que apenas sé desarrollar sino reflejándolas en las imágenes que genera la escritura. A posteriori, me esfuerzo en remontarlas, mediante una anamnesis irónica y (relativamente) azarosa, a reproducciones pixeladas de una calidad decente. Como parodia junguiana, en ellas cristalizan arquetipos de mi inconsciente.

Como no puedo a mi pesar dejar de leer a Platón –Sócrates me parece el más peligroso de los sofistas: busca la verdad en el silencio de su daimon interior−, debo acordar con Gregrorio Luri, en un libro hermoso y discutible, El proceso de Sócrates (1998), que la tensión erótica de la mirada “imposibilita el nihilismo hermenéutico, es decir, la disgregación del alma en una pluralidad subjetiva de vivencias”. El otro –el cuadro, la sonata, el poema: el ser humano−, al ser amado, centra el yo y lo abre a la pregunta sobre la verdad.

Por ello, la mayoría de mis entradas están encabezadas por una pintura famosa y se cierran con una cita larga. En el fondo, la glosa final procura sin apenas éxito superar el hierático vagabundeo de mi estilo. Reconoce, exhausta, su impotencia ante las palabras fijadas en el orden de su maravilla entrecomillada. Como un monje que caligrafía, inclinado sobre un scriptorium digital, ante la gramática entrevista del ser, dejo en sus bordes las interjecciones de la admiración y del amor. No basta con escuchar en el silencio del corazón la forma que dibuja la alteridad. Hay que atender la cesura del silencio, la voz más allá de todo eco. ¿Acaso mirada agápica?

Supongo que tendrá lecturas psicoanalíticas el hecho de que, recorriendo las imágenes de mis entradas, he seleccionado diez mediante el método de la asociación azarosa. Obviamente el resultado no ha sido, en absoluto, casual. Se unen desdoblándose los estilos. Los siglos clásicos, el XVI y el XVIII, no me representan ya. Apenas el barroquismo. Advierto la añoranza de la liturgia en el desierto de los sentidos: lo fantástico del realismo que rebosa en la lírica seriedad de la esperanza escatológica. Una pizca de pesimismo antropológico –la economía de la salvación dinamiza la naturaleza caída− me recuerda que, más que la Jerusalén celestial, añoro el tiempo todavía incumplido de la Segunda Venida.

Contemplo así el atardecer en la playa de Santiago de la Rivera desde la distancia luminosa del mar. Como una amenaza latente, en plena luz revolotean, a mis espaldas, sobre el campo de trigo los cuervos de la sospecha. Febrero, en cambio, es el mes de la soledad, de la muerte. Su realismo, si no es metafísico, acaba ocultando entre los castillos de la memoria los cadáveres de mis maniquíes. Es preciso deshacer las formas, regresar a la mañana después del diluvio, para encaminarse al exilio de la única patria imaginaria de un güelfo: Roma. Si Cavalcanti no quiere perderse por el bosque de sus baladas debe seguir la senda ojival de Claraval. ¿Qué otra misión puede calmar su sed que no sea el abrazo de la oración? Contemplar la resurrección de la carne: nacimiento y juicio de la nueva tierra.

Por tanto, en este camino el entrar en camino es dejar su camino, o por mejor decir, es pasar el término; y dejar su modo es entrar en lo que no tiene modo, que es Dios; porque el alma que a este estado llega, ya no tiene modos ni maneras, ni menos se ase ni puede asir a ellos. Digo modos de entender, ni de gustar, ni de sentir, aunque en sí encierra todos los modos, al modo del que no tiene nada, que lo tiene todo; porque, teniendo ánimo para pasar de su limitado natural interior y exteriormente, entra en límite sobrenatural que no tiene modo alguno, teniendo en sustancia todos los modos. De donde el venir de aquí es el salir de allí, y de aquí y de allí saliendo de sí muy lejos, de eso bajo para esto sobre todo alto”
(San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo).

Contradiciéndome, oxímoron de la fe, busco ser mirado en la palabra del Otro, verdad mía.


martes, 22 de julio de 2014

Mis hermanos los locos.




Hombre viejo de duelo,
Vincent van Gogh (1890)

Guardo entre mis tesoros el retrato que me hizo un interno de la planta psiquiátrica del Hospital Clínico de la MoncloaMientras relataba con naturalidad y pudoroso dolor el cúmulo de desgracias afectivas y morales de su vida, le miraba y miraba a través de la ventana para tratar de entender por qué cada tarde de domingo un grupo de voluntarios solíamos acudir a acompañar y charlar con nuestros amigos “los locos”. 

En mi caso, quizás la respuesta sea superficial. Me duele ver cómo se les evita o, peor, cómo se les mira. Más que compasión y/o temor, merecen amor y respeto, que no condescendencia. He conocido bellísimas personas que estaban –que están− completamente trastornadas, como también desequilibrados psicológicos que eran –que son− pésimas personas, capaces incluso de emboscar su enfermedad con las artimañas de su perversa inteligencia. Tratar con ellos pone a prueba a menudo la santidad a que puede aspirar nuestra naturaleza caída.

El sufrimiento que provoca la enfermedad mental abruma. No tiene ni principio ni fin. Transcurre. El cansancio de las familias, todavía demasiado aisladas e incomprendidas, apabulla. En los psiquiátricos públicos tropiezas con pacientes que no sólo vagan perdidos o se sientan solos, lloran o gritan, sino que se encuentran al borde sino ya dentro de la marginación y de la exclusión social. Una cosa es verlos por las calles; otra, verlos derrumbados. 

Lo que más les preocupa es volver a su vida, amenazadoramente irreversible, cuando les den de alta. Su inserción laboral no es fácil. Su vulnerabilidad y su miedo, cada vez más una oscura boca gigante. Por eso son tan admirables las asociaciones que luchan por darles un horizonte económico y social dignos, además de defender sus derechos y sus deberes. Es cierto que son agotadores, pero estar al lado de ellos, y de sus familias, es también una exigencia moral para una sociedad que no debería estar tan satisfecha de su bienestar. 

Me viene el recuerdo de un chaval de veintipocos años, con perilla poética y cuidada dicción, que nos explicaba con melancolía inabarcable que estaba como una cabra pero que nadie quería darse cuenta de cómo sufría por ser Ulises. Después de haber recorrido los mares, Penélope, la muy zorra, lo había engañado con todos los pretendientes. Una nube de tristeza le cubría la cara y se retiraba casi con lágrimas a hacer su duelo durante unos minutos. Cuando alguien le aconsejaba que la olvidase y que buscase otra, miraba con pena. Él, Ulises, aunque hubiese gozado de Circe y de Nausícaa, estaba destinado a Penélope y no podía amar a ninguna otra mujer más que a ella. Y la muy zorra... Sus argumentos eran tan convincentes como implacable la trama de la ficción homérica. La vuelta al hogar, una prisión al mismo tiempo inextinguible e inalcanzable.

Cuando salíamos a la calle, después de que se cerrase tras nosotros esa enorme puerta blanca con mirilla enrejada, llegaba uno a casa desolado y a veces hasta culposamente feliz. Tras varias semanas sin decir ni una palabra, algún paciente se acercaba a preguntarte si habías venido a verlo a él. ¿Cómo le podías mentir y decirle que no? Habías venido a verlo a él y sólo a él esos pocos minutos azarosos que estaba dispuesto a hablar con un desconocido antes de sumirse de nuevo en su laberinto interior.

Como soy anglófilo y clásico, no he leído obra alguna -a excepción de la inconclusa Woyzech (1836), de George Büchner- que se aproxime a esta desolación de la locura con más intensidad que King Lear (1605), de Shakespeare. Cada uno de sus versos, de un patetismo retórico sin concesiones, rezuma la brutalidad del poder y el sinsentido del amor en un universo moral de símbolos derruidos. El rey Lear afronta la atroz culpabilidad de su propio destino. La familia es la guerra; la lealtad, bufonería; la piedad, asesinato. 

En la historia de Don Quijote, risueña y digna, publicada también por primera vez en 1605, ningún personaje podría exclamar como Edgar: "Mejor así, saberse despreciado / y no ser despreciado y halagado. Ser lo peor, / lo más bajo y lo más desprovisto de fortuna, / da todavía esperanza: se vive sin temor". Don Quijote recupera la cordura en la playa de Barcelona: la derrota es la esperanza de la muerte. Lear se adentra en la lucidez poética allí donde la palabra es ya ceguera, resistencia vana a las fuerzas indeterminadas del caos primigenio, disolución de cualquier orden humano y divino. Podría decirse que el canto de don Quijote es órfico; el de Lear, plutónico: "Si yo tuviera vuestros ojos y lenguas los usaría en tal forma / que la bóveda del cielo estallaría".

Esperando cierto consuelo a estas meditaciones, me he entretenido con mi hija mayor recitando uno de los primeros capítulos de Platero y yo (1914), titulado “El loco”. Siempre me ha causado una profunda impresión la figura quijotesca que autorretrata Juan Ramón, cuando todavía el confín de las ciudades y, más, de los pueblos era el campo. Saliendo a su aventura interior, escapando de los prejuicios, entre el tráfago de los gritos infantiles, la naturaleza lo recibe con esa calma inmensa, lentísima, del silencio que los niños urbanitas de hoy apenas comprenden. Un silencio de puro color.

Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero.
Cuando yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas, corren detrás de nosotros, chillando largamente:
−¡El loco! ¡El loco! ¡El loco!
… Delante está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado añil, mis ojos −¡tan lejos de mis oídos!- se abren noblemente, recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sinfín del horizonte…
Y quedan, allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos, velados finalmente, entrecortados, jadeantes, aburridos:
−¡El lo… co! ¡El lo… co!” (Juan Ramón Jiménez, Platero y yo)


Mi hija me pregunta por qué lo llamaban loco. Y yo respondo, ululando apagadamente, ¡loooocooooo!, ¡loooocoooo!


martes, 8 de julio de 2014

La melancolía de John Dowland.



Melencolias I (1514),
Alberto Durero


Tres veces he visitado Roma. Tres veces he llorado en la Ciudad. Cabe los muros del Vaticano, entre una horda de turistas, su luz otoñal hirió, más puras, mis lágrimas. Aprender a llorar es una de las tareas más arduas que he conocido. Recibir el don de lágrimas, uno de los regalos más sutiles, y dolorosos, de la gracia; tanto que quién no lo devolvería, si pudiera. Siempre me he resistido a él, pero a Roma venía ya llorado de una mañana guilleniana de mayo, bajo un álamo, en Hampstead.

Digo todo esto, rozando la cursilería, para recordar la obviedad de que la distancia más tortuosamente directa entre dos puntos es la línea que une Inglaterra con Roma. El cardenal Newman sentenció, con orgullosa humildad, que Oxford le había hecho católico. En el siglo VIII san Beda el Venerable había ya recordado a sus compatriotas que la catolicidad y la tradición británicas eran indisociables de su apostolicidad romana. Los recusantes del siglo XVI asistieron, impávidos, a su brutal extinción. Por usar la definición de Pessoa, podría ser que la melancolía católica inglesa hubiese brotado de esa “nada que duele”.

En todo ello me ha estado haciendo pensar John Dowland (1563-1626) (semper Dowland, semper dolens) a cuya antipática figura he asociado, inconscientemente, de modo inmediato la lectura de Melancolía, de Marek Bieńczyk, un autor polaco desconocido en España, cuyo libro se ha traducido ahora, tras quince años, no sé bien por qué razón, espléndida en cualquier caso.

De Dowland, uno de los mayores laudistas europeos de su época, me gustaría recordar dos aspectos -uno poético, otro biográfico- tal vez extrañamente vinculados a través de la melancolía. Aunque atrapado por el entusiasmo elisabetiano por los madrigales, uno de los géneros literarios musicales más en boga durante la etapa del manierismo, a diferencia de Monteverdi, que se inspiraba en los textos de Tasso, Petrarca o Guarini, Dowland primero componía, luego añadía la letra, imitando, claro está, los modelos de la época tanto en uno como en otro arte. Por esta razón, sus estudiosos destacan que el ritmo y la rima de sus textos eran “imperfectos”, pues la letra se adaptaba a la melodía y no al revés.

Dowland no dejó de achacar los obstáculos profesionales que padeció a su fama de católico. Durante algunos de sus viajes de juventud por el Continente, se había visto envuelto en intrigas políticas de exiliados contra la Reina Isabel. Se excusó como pudo en una carta dirigida a sir Robert Cecil en 1595, pero la Reina, aunque admiró su talento, desconfiaba de aquel “obstinate Papist”. Ha habido, pues, quienes atribuían la tristeza de Dowland a estas dificultades personales. En realidad éstas no habían alcanzado ni tan siquiera la categoría de desengaños, a tenor de la destreza comercial y de la constante astucia social de nuestro músico.

En una entrada divulgativa merecedora de ser enmarcada por su claridad y rigor, Pablo Rodríguez Canfranc ha enumerado cuatro explicaciones sobre esta melancolía atribuida a Dowland. Dejando de lado el carácter del artista, podría deberse bien a una búsqueda esotérica de tipo neoplatónico; bien a un ejercicio retórico, pues, como demostraría el inmenso The Anatomy of Melancholy (1621) de Robert Burton, aquella enfermedad del alma que los medievales llamaban acedia había llegado a convertirse en una epidemia en las Islas entre los siglos XVI y XVII; o bien, por último, a frustraciones personales fruto de las equivocaciones “políticas” que mencionábamos en el párrafo anterior.

Inspirándome libremente en Bieńczyk que, a rebufo de Walter Benjamin, defiende que “la imaginación melancólica no es otra cosa que una imaginación alegórica”, me atrevo a proponer una interpretación -¿también melancólica?, ¿acaso alegórica?-  de la creativa tristeza de Dowland.

Tras plantear la pertinencia de las huellas, entre otras, de los salmos penitenciales de Orlando di Lasso o de los madrigales de Luca Marenzio en las Lachrimae or Seven Teares figured in Seaven Passionate Pavans… (1604) de Dowland, Peter Holman ha resaltado que, en el estilo italiano, el elemento más importante era “el uso de figuras retóricas para crear un lenguaje musical de intensidad musical extrema y concentrada”. Citando a contemporáneos de Dowland, ha remachado la idea de que la técnica de la imitación exigía combinar una apropiada figura musical a cada frase de un texto. Dowland habría sobresalido en aplicar rigurosa e innovadoramente esta regla habitual en la música polifónica a la de sus danzas.

En nada posmoderno, la melancolía no se reduciría entonces a un mero ejercicio de estilo sino a la indagación intelectual de una verdad huidiza, que se refleja en el espacio de los fragmentos y de las ruinas del sentimiento; casi, al modo freudiano, en la posesión dolorida, interior, de un objeto cristalizado en el horizonte inalcanzable del deseo. ¿Una figura femenina? Tal vez la fe católica.

David Pinto ha interpretado alegóricamente las Lachrymae en un nivel musical y autobiográfico como el itinerario agustiniano de un Dowland penitente que, a través de lágrimas “gementes” et “tristes”, incurre en las apóstatas “coactae”, para luego derramarlas “amantes” y, por divina compasión, alcanzar las “verae” de la redención.

Mi interpretación religiosa no presupone que Dowland fuese católico, sino al contrario. Quiso serlo, pero renunció apropiándose alegóricamente de su objeto rechazado, hasta pagar por él psíquica y materialmente. No atreviéndose a abrazar, por la razones que fuera, el catolicismo, Dowland encontró en la música la imago mundi de su sufrimiento -y también su consuelo-. Ella le permitió organizar un teatro lleno de dispositivos retóricos e imaginarios que compensaban la angustia de una ausencia diferida. Como señala Bieńczyk, “la melancolía abre un espacio irreal en que podemos –movidos por el amor o por la aversión− entrar en contacto con ese objeto y donde el hecho de que nos apoderemos de él no puede verse amenazado por ninguna pérdida real”.

Entre lo irreal y la tristeza material se funda un vínculo indisoluble que Dowland caracterizó prodigiosamente en la música y el texto antitéticos de su extraordinaria pavana “Flow my tears” (1600): “Felices, felices aquellos que en el infierno / no sienten el desprecio del mundo”. Dowland se afanó, pues, por buscar hasta en la desesperación el único consuelo de la música. Dante, lúcido, lo dio por descontado nada más alcanzar la ciudad de Dite: "Pensa, lettor, se io mi sconfortai / nel suon de le parole maladette, / che non credetti ritornarci mai" (Inf. VIII, vv. 94-96)






¿Acaso hace falta añadir que obtuve el «Millenium Jubilee» peregrinando a Roma desde Londres?


martes, 28 de enero de 2014

Consistency is all I ask!



Hamlet recibiendo a los Actores,
Wladimyr Czachórski (1875)


El grito de angustia de los dos personajes de la inteligentísima obra teatral de Tom Stoppard (1937), Rosencrantz and Guildenstern Are Dead (1967), define de un modo certero mi pasión por la evanescente figura de Hamlet. “¡Consistencia es todo lo que pido!”, claman uno y otro amigo en sendos momentos del Acto I.

Se ha señalado con acierto que Ros y Guil, como se les llama humorísticamente, son un trasunto de los beckettianos Vladimir y Estragón. En lugar de esperar a Godot, asisten aterrados a la fuerza de un destino que les hace aparecer en el momento preciso dentro de la fábula hamletiana. Como en la “mousetrap” del Acto III de Hamlet, el espectador asiste sin parar, especularmente, a representaciones dentro de la representación, y al revés.

El existencialismo de Stoppard es barroco. No se trata sólo de los precisos dispositivos de metateatralidad que ensaya a lo largo de toda su pieza. Es también barroco por su concepción, irónicamente pirandelliana, de que la vida es teatro y de que el teatro sueño es. Los personajes no buscan a su autor, sino que, en un diálogo posmoderno con la tradición, intentan descubrir su identidad buscando una respuesta al sentido de su vaciedad. La ansiedad de la influencia que dominaba a los románticos –Blake luchando a brazo partido con la sombra paterna de Milton, como imaginaba Harold Bloom- deviene el spleen, el hastío, de la influencia que agobia a los postmodernos –Stoppard driblando, así, la imaginación verbal del Bardo-.

Ros y Guil, el ciudadano común, se resisten al papel que se les ha asignado en la trágica comedia de su cotidianeidad. La vulgaridad de sus conversaciones o la preparación de sus tácticas chapuceras para oponerse a Hamlet, queriendo escapar de las trampas sociales de los poderosos, son arrasadas literalmente cada vez que la trama shakespereana irrumpe. Como se quejan a toro pasado, hasta su propio idiolecto les es arrebatado por el vendaval lingüístico de la contraobra shakespereana que, en ausencia, no deja de garantizar la precaria consistencia de la "otra" función.

Me gustaría detenerme en el discutido monólogo de Hamlet en IV. 4. que empieza “How all occasions do inform against me!”. Antes de salir al destierro Hamlet conversa con un capitán que le informa sobre el movimiento de las tropas de Fortimbrás, dispuesto a luchar por un pedazo de tierra que “hath in it no profit but the name”. Hamlet, admirado, alejándose de Rosencrantz y Guildenstern, pronuncia el monólogo en que se acusa a sí mismo de cobardía, de permitirse dormir ante una madre deshonrada y ante un padre asesinado, mientras que aquellos soldados mueren por un pedazo de tierra sin otro valor que el del honor. “O, from this time forth, / My thoughts be bloody, or be nothing worth!” concluye, impotente.

Todas las ediciones modernas de Hamlet ponen de relieve que casi la escena entera no se incluye ni en la edición del Folio ni en Q1. En el volumen de la colección The Oxford Shakespeare se anota que la supresión “no puede ser accidental”, pues ni hace avanzar la acción ni revela nada nuevo sobre el estado de Hamlet; más bien, su determinación final “inspira poca confianza”. Frank Kermode, empirista, resalta la inconsistencia de un Hamlet que, en el instante en que afirma que tiene el motivo y la fuerza y la voluntad para hacer lo que cree su deber, es enviado a Inglaterra bajo custodia.

Sin embargo, otras ediciones consideran este soliloquio, “extrañamente situado” según el mismo Kermode, uno de los más sobresalientes de la obra y de los más “razonables” de Hamlet. En la versión cinematográfica completa, Kenneth Branagh lo sitúa en un momento climático, antes del intermedio. Los pensamientos sangrientos de Hamlet se cobrarán, indirectamente a continuación, una nueva víctima: Ofelia. A mí me interesan esos versos porque, como dice Harold Bloom, “la tragedia de Hamlet es finalmente la tragedia de la personalidad”. Mientras Hamlet no deja de hablar, nada ocurre realmente. Cuando actúa, todo acaba. 




Ros y Guil asisten al final de su Acto II a este monólogo desde lejos, intuyendo que su destino se juega en aquellas palabras que les resultan inaudibles. Impotentes también ante un final que se les viene encima arbitrariamente, observan la precisión incontrolable del absurdo que motivos literarios como la carta redescriben en términos de fuga verbal, de afasia ontológica.

Guil. ¿Está ahí?
Ros. Sí.
Guil. ¿Qué está haciendo?
Ros echa un vistazo por encima de su hombro.
Ros. Hablando.
Guil. ¿Consigo mismo?
Ros. Sí.
Pausa. Ros se prepara para salir.
Ros. Dijo que podemos irnos. Lo juro.
Guil. Quiero saber dónde estoy. Aunque no sepa dónde estoy, quiero saber eso. Si nos vamos, no lo sabremos.
Ros. ¿Saber qué?
Guil. Si volveremos.
Ros. No queremos volver.
Guil. Muy bien podría ser, pero ¿queremos ir?
Ros. Seremos libres.
Guil. No lo sé. Es el mismo cielo.
Ros. Hemos llegado lejos.
Se mueve hacia la salida. Guil lo sigue.
Y además, nada podría ocurrir todavía.
Salen.
Telón.


Nada valiosos, los pensamientos sangrientos de Hamlet suceden mágicos todavía en la escena de la vida -y de la muerte- de Rosencrantz y Guildenstern. Representan el poder dramático de la palabra ausente.


martes, 19 de noviembre de 2013

Vanidad clerical.




El sueño del caballero (1650),
de Antonio de Pereda

Hombre abrupto y solitario, en su exquisita cordialidad, mi padre solía reconvenirme: “Hijo, no aprendes. A los curas hazles caso, pero mantenlos a distancia. Sólo van a lo suyo”. Soy incorregible; siempre he carecido de su escéptico conocimiento del alma humana. Conozco sacerdotes –y religiosas− que, con sus defectos, pueden desvivirse por enfermos, jóvenes, marginados o, simplemente, personas. Pero, en cuanto muchos de ellos entran en la vida académica y social, asimilan las reglas del mundo hasta convertirse en auténticos Mr. Hyde. Pueden llegar a ponerse frenéticos si uno se niega a seguir viéndolos como Dr. Jekyll. No son hipócritas ni cínicos, que también los hay, sino que viven la esquizofrenia de creerse sus propias mentiras. Las excepciones, desgraciadamente, parecen confirmar la regla paterna. Así que procuro aferrarme a las excepciones para resistir a la desesperanza.

Una especie inquietante es la del cura adulador. En ciertos lugares, pegas una patada a la puerta de un partido político, de oenegés o de fundaciones privadas y salen curas de debajo de las piedras con la excusa de que son independientes y de que están trabajando por los derechos de la Iglesia y, en algunos casos desvergonzados, por los necesitados. No digo, ni mucho menos, que siempre. Me parece que lo llaman pobreza apostólica: contar con los recursos necesarios para hacer como que evangelizan. Tan aduladores que consideran hasta la mitra una oposición a cátedra al viejo estilo. Si no lo hubiese visto, no lo creería.

Cuanto más sencillo es el hombre y la mujer de Dios, menos hablan de sí mismos y de todo lo que hacen. Podrán tener sueldos miserables, pero saben que entre sus fieles hay quienes ni los tienen. Ni se humillan ante el rico ni se jactan ante el pobre. Por el contrario, cierto cardenal que yo me sé, tan sonriente, tan prepotente, suele fotografiarse, rodeado de sus adláteres, con los poderosos, con la excusa también de poder comprar esas porquerías que comen los pobres, como le gustaba parafrasear al cardenal Bergoglio sobre una viñeta de Mafalda. O, aún más,  como decía san Bernardo, horrorizado: "No les preocupa lo más mínimo la perdición o la salvación de las almas. No pueden sentirse madres. Usan el patrimonio del Crucificado sólo para engrosar, engordar y nadar en la abundancia; no pueden dolerse del desastre de José".

Hablemos de las Facultades eclesiásticas. Tengo razonables dudas de que la Iglesia, en general, esté realmente interesada en formar intelectualmente a sus futuros sacerdotes. Otra cosa es un barniz de cultura (que en catalán rima con confitura, es decir, con mermelada), cuatro cositas de metafísica y de antropología y un montón de exégesis. 

Cierto que los seminaristas se forman para ser pastores, pero esto no significa dar por descontado que los fieles sean ovejas que balan sin más. Un problema muy grave se está planteando ya: a menor exigencia académica mayores dificultades humanas y espirituales arrastran los jóvenes seminaristas y sacerdotes que se tienen que enfrentar con realidades pastorales en que el analfabetismo religioso está haciendo ahora mismo estragos.

A la formación universitaria de nuestro clero le falta la dimensión del magisterio pedagógico. Son necesarios, es una perogrullada, buenos maestros. Ante la sequía vocacional de las órdenes tradicionales y las múltiples necesidades pastorales del clero diocesano, es fácil y, sobre todo, más barato contar con la colaboración del sacerdote o del religioso que dedica unas horas a la docencia, o con la de laicos que, teniendo un trabajo dignamente remunerado en el mundo civil, hacen el esfuerzo de impartir clases sobre su tema de investigación en horas robadas al ocio. 

Admirables y dignos de reconocimiento, estos profesores carecen de los medios para dedicarse a fondo a esa tarea que no es un hueco que hay que rellenar: es, por encima de todo, una vocación -la de formar acompañando el itinerario espiritual del discípulo- cuyo celo debería consumir a quien la ha recibido. Desde luego que hay maestros, pero ¿es necesaria además la heroicidad? No debería confundirse la práctica de las virtudes con las condiciones para ejercer dignamente la profesión.

Claro que hay sacerdotes en universidades eclesiásticas que se dedican en exclusiva a su tarea académica, así como muy pocos laicos que, renunciando a trabajos mejor remunerados en la enseñanza secundaria, por ejemplo, asumen compartir tales responsabilidades poniendo no sólo la buena voluntad sino también toda su inteligencia. ¿Puede asegurarse que el conjunto de los claustros participa activa y coordinadamente de la tarea común de formar a quienes se confiará la predicación, la enseñanza y la celebración del Evangelio? 

Lo confieso: no puedo evitar sostener una certeza negativa. No quita que la calidad intelectual de profesorado y alumnado sea muy alta en casos puntuales, pero ¿se puede garantizar, en líneas generales, que el primero vive su vocación docente con el ascetismo que requiere entregarse a un alumnado que tampoco es para echar campanas al vuelo? No entro ahora si esta Congregación, aquella realidad o ese movimiento ya lo practica, en grado sumo, con lo suyos. Me refiero a los centros diocesanos y/o pontificios, que deberían ser de todos.

No irrita tanto la precariedad de medios, sino verla convertida en otra excusa -y van...- que justifica el oportunismo intelectual de los más y de los menos dotados. Tanto narcisismo clerical, fiel reflejo posconciliar de una sociedad autosatisfecha en medio de sus crisis, ha acabado convirtiendo la vida intelectual en la Iglesia en pequeños reinos de taifas que pagan sus gabelas, en formas de simposios y congresillos, para pretender que continúan siendo lugares de reflexión. Como la institución universitaria en su conjunto, la vida de la inteligencia espiritual ha acabado midiéndose por la cantidad de libros vendidos, por la de asistentes a actividades de múltiples fundaciones subvencionadas o por el número de apariciones en los medios de comunicación.

Se vive un sueño en que, como en el cuadro de Antonio de Pereda, puede leerse la leyenda: "Aeterne pungit. Cito volat et occidit”. El reloj, la máscara, la calavera, los naipes o la tiara siguen allí arrojados, como símbolos de vanidad y, ahora, como andrajos de glorias pasadas. ¿Puede el caballero seguir durmiendo? ¿Sólo queda conservar y proteger los restos menguantes de lo que había sido una grande, y problemática, herencia?


"Miré los muros de la patria mía
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
por la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
Salime al campo: vi que el sol bebía
los arroyos del yelo desatados,
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurta su luz al día.
Entré en mi casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte;
vencida de la edad sentí mi espada.
Y no hallé cosa en que poner mis ojos
que no fuera recuerdo de la muerte".



Cavalcanti nunca ha sido clérigo. Tal vez sea esa la distancia entre el siglo XIII y el siglo XXI: entonces le acusaban a uno de ateo; hoy dan por descontado que sea eclesiástico. Pero el gran Guido, más corvo y menos fuerte, es sólo la sombra del poeta. Poeta güelfo, al fin y al cabo, con una esperanza desesperada.