Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 30 de abril de 2013

El tigre y la perra manriqueña de Eduardo Lizalde.



Estudio del pintor (1954),
Diego Rivera


Ha caído en mis manos una reedición de El tigre en la casa del poeta mexicano Eduardo Lizalde (1929) que devoro con una mezcla de asco y de exaltación que son reflejo de uno y el mismo placer. Publicado por primera vez en 1970, hoy en día un libro así -no digamos si recibiese un premio como el Xavier Villaurrutia- levantaría protestas de cualquier Observatorio por la Igualdad de Género o Contra la Violencia Machista.

Supongo que para suavizar el impacto de su lectura, para positivar la carga de dinamita que contiene en su interior, el colaje de la nueva portada, brillante e inquietante, enmascara hábilmente la metralla subversiva de este borrascoso poemario. La fotografía clásica de Charles Baudelaire, bellamente enmarcada, descansa sobre una chimenea en claroscuro, ante un centro de azucenas y begonias que acostumbran a simbolizar la pureza y la cordialidad, domésticas, de la novia.  

Ocurre, sin embargo, que los novios en Lizalde son tigres y perras. Los tigres que asaltan las noches de insomnio y las pesadillas vigilantes del poeta no pueden ser encerrados en la cautividad de un zoológico poético, ni las perras que excavan sus entrañas llevar un delicado bozal. Estos poemas terribles, que huelen a flor excremental, se resisten a vagar por el mausoleo de las blasfemias santificadas.

Lizalde, fascinado y horrorizado por el amor de la mujer, perra, ramera, bajo la sombra del ángel siniestro, le escupe toda su ternura con la romántica violencia desaforada de un surrealismo que sólo los mexicanos supieron captar, en toda su profundidad, para la lengua española. Revolucionario autofragmentado en multitud de escisiones, Lizalde vibra inútilmente con Trotsky tanto como con la hierba manchada de sangre de Breton (“Sólo siento esta vez / unas ganas dulcísimas, / ganas empalagosas / de matar un hombre / −pudiera ser yo mismo− / o una mujer, / por nada, sin motivo, / como un supremo lujo irrealizable”).

El odio, el resentimiento, la fiesta tejen un canto nocturno en que palabra y amor se desgarran la piel como amantes sadomasoquistas. Con dientes y con uñas copulan la perra y el tigre hasta dejar exhausta la voz poética que, exasperada, aúlla enroscada, como un doble, con el lector (“De pronto, se quiere escribir versos / que arranquen trozos de piel / al que los lea”).

El poema, lugar terrible, no libera, no exorciza. Al contrario, en un intercambio de roles autodestructivo, causa un dolor físico tan imparable “como el can caduco y ciego, / que desconoce al dueño por la noche, / o bien, el amo alcohólico / que muele a palos a su perra / mientras ella (¡oh tristes!) / lame / la dura sombra que la aplasta”. La palabra poética rasga la noche como el chasquido de un látigo que encuentra en la mutua degradación del amante y de la amada su pureza más íntegramente devastada.

En el prólogo Mario Bojórquez apunta los nombres de Ramón López Velarde o Antonio Plaza como sombras tutelares de la poesía de Lizalde. La contraportada cita el linaje francés de la poesía maldita, de Baudelaire a Antonin Artaud, mientras que en la solapa se mencionan a Borges, Horacio Quiroga, Rilke o Blake. ¿Qué nombres puedo añadir?

En la violencia a que a veces Lizalde somete la sintaxis creo percibir el eco de César Vallejo, como también en las imágenes y adjetivaciones alucinadas o en las enumeraciones hiperbólicas, como la del poema “Que tanto y tanto amor se pudra, oh dioses” que culmina en el desolado reconocimiento, en carne viva, de que de tanta pérdida “es esto, dioses, poderosos amigos, perros, / niños, animales domésticos, señores, / lo que duele”.

No puedo tampoco evitar percibir oscuros sonidos medievales en las intimaciones de Lizalde sobre la muerte, Dios y el amor. Observo en ellas una tendencia irrefrenable al “planto” que alcanza su cima en la última parte, de título dantesco, “La ciudad ha perdido su Beatriz”. El propio poeta parece querer anunciarlo al principio cuando se lamenta de “que nada quede, amigos, / de esos mares de amor, / de estas verduras pobres de las eras” que despiertan de inmediato en mi recuerdo dormido el verso 190 de las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique. 

En el pasaje post-apocalíptico de un Paraíso maldito veo reunirse los tópicos del memento mori (“Oh muerte, ¿qué ha de morir de ti, / qué carne dañarás de muerte, / qué has de matar si ella está muerta?), de la fama (“Ella murió, Dios mío, / ¿De qué manera han de vivir los otros?) y hasta del ubi sunt? (“¡Grandes hetairas, / qué pequeñas sois junto a ella!”). Todos ellos están atravesados por un nihilismo ultramoderno que, asumiendo una inversión de los valores, continúa haciendo del análisis amoroso una reflexión moral sobre la finitud. Sin poder sobrepasarla, el grito del poeta es su condenada redención.


“¡Murió la perra, oh Dios!
Su muerte ha sido la más sucia trampa;
late en redor, atmósfera de púas,
se cierra sobre mí.
Su muerte ajena,
su muerte a propias garras y colmillos,
frustró mi mano,
congeló estos odios hambrientos para siempre,
condenó esta daga a la inocencia.  


Murió la perra impune y nadie
la habrá de rescatar del césped blanco,
en que hoy retoza, 
y no despertará del sueño sin raíces
que ata su fronda infame al cuerpo.”  


Lizalde, incómodo, perro, ladra desesperado a la soledad lunar la pérdida de su sombra, de su amada.


martes, 23 de abril de 2013

La Trapa del Hermano Rafael.







El 26 de abril es una fecha especial de mi calendario emocional. En ella se celebra la memoria de San Isidoro, patrono de filólogos, geógrafos e historiadores, la cual, durante mis años universitarios, era una fiesta de primavera antes de los exámenes finales. Adelantándose casi dos semanas, nació también ese día un hijo mío, mientras mi padre agonizaba a más de quinientos kilómetros. Al chico y a mi esposa sólo pude abrazarlos con retraso, con alegría traspasada de dolor; junto a mi padre sólo pude volver para darle sepultura. Habiéndolo elevado a los altares algunos años después, se celebra el 26 de abril la memoria de san Rafael Arnáiz (1911-1938), joven trapense que murió diabético y olvidado, ni seglar ni religioso, en la Trapa de San Isidro de Dueñas (Palencia).

Con ojos de hoy en día su itinerario vital y espiritual resulta incomprensible. Joven, rico, brillante, con un futuro prometedor, deja todo para ingresar en la Trapa, donde al poco tiempo se dejan sentir los primeros efectos de una enfermedad que le conducirá a una temprana muerte. Comienzan para él un ir y venir de entradas en el monasterio, sintiéndose cada vez más débil y encontrando cada vez más incomprensiones y dificultades. En tierra de nadie, persevera en una vocación que lo va purificando y consumiendo como una débil llama que alumbra, sin embargo, una radical aventura contemplativa.

En sus textos finales se expresa con una libertad que deja pasmado a sus biógrafos. Con lágrimas en los ojos refiere a su hermano que la Trapa a la que vuelve para morir es una “sucursal del infierno”. Escribe: “La Trapa sin Dios…, no es más que una reunión de hombres”; o “Vine engañado al monasterio”. Cualquier psicólogo posconciliar, el sucesor “científico” de los directores espirituales, podría analizar profusamente la vocación al sufrimiento del Hno. Rafael que reconoce que “yo no me entiendo a veces. Soy absolutamente feliz en la Trapa, porque en ella soy absolutamente desgraciado”. Cualquier psicoanalista diagnosticará en estos escritos neurosis.

Y, sin embargo, el Hno. Rafael, como han destacado sus estudiosos, es un modelo de fe que posee el secreto de la Cruz de Cristo, que nadie quiere por sí, pero a través de la que se descubre la esperanza cierta de una gloria incomprensible a la sabiduría del mundo: “Dios está en el corazón del hombre… yo lo sé. Pero mirad, Dios vive en el corazón del hombre, cuando este corazón vive desprendido de todo lo que no es Él”. En su última Cuaresma, a través de las notas tituladas Dios y mi alma, profundiza para superar, desde dentro, el movimiento de la paradoja, del adynaton: todo-nada, ver-no ver, felicidad-infelicidad, salud-enfermedad…

El Hno. Rafael acompaña al Calvario a Cristo solo. Aprende que su gloria se manifiesta cuando está completamente despojado de sí. Cristo sella su evangelio con el costado traspasado, brotando sangre y agua al instante. El Hno. Rafael, testigo de su Corazón, escondido en él, comprendió que, compartiendo su muerte, lo ganó todo perdiéndose a sí. Como dice, “la locura de Cristo… no se comprende, es natural, y hay que ocultarla…, ocultarla dentro, muy dentro; que sólo Él la vea, y que nadie, y si fuera posible ni aun uno mismo, se enterara de que se está dominado por ella…”. ¡Qué paz, si todos aquellos que nos quieren convencer de que están inflamados de amor divino, simplemente se conformasen con hacer crepitar el fuego de Cristo en sus vidas!

“Sólo Dios… Cuánto cuesta llegar a comprender y a vivir esas palabras, pero una vez, aunque sólo sea un instante; una vez que el alma se ha percatado de que es de Dios, posesión de Dios; de que Jesús vive en ella, a pesar de sus miserias y flaquezas… Una vez abiertos los ojos a la luz de la fe y de la esperanza. Una vez comprendida la razón de vivir y que vivir es para Dios y sólo para Él, nada hay en el mundo capaz de turbar el alma, y aun la ansiosa espera del que no poseyendo nada lo espera todo, se hace serena. Una paz inmensa llena el corazón del que sólo es para Dios, y paz sólo la posee el que sólo a Dios desea…”

La caridad, como dijo Bernanos, es amarse uno a sí mismo como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo. Empeñados en ser de los más o de los menos, ¿a cuántos no gustaría tener la humildad para ser ese cualquiera que ni tan siquiera tiene nombre?


martes, 16 de abril de 2013

En los umbrales de Eloy Sánchez Rosillo.



Atardecer en Santiago de la Rivera (1994-1996),
Eduardo Naranjo


Eloy Sánchez Rosillo (1948) es uno de esos poetas que dan el tono de la tradición poética en una lengua. No sobresaldrá en las antologías ni en los grandes estudios, pero sin nombres como el suyo las unas y los otros serían páramos interrumpidos por extraños oasis. Sin incurrir en el tópico, puede decirse de verdad que Sánchez Rosillo ha ido formando con cada libro suyo una obra de un rigor que, más que acrecentar, ha consolidado su voz, calladamente imprescindible, en el panorama actual de la poesía española.

Antes del nombre (Barcelona, 2013), su último y extenso libro de poemas, me confirma en esta impresión. En la solapa de la edición se advierte que en él “el poeta indaga en la conciencia de lo que está vivo, en el misterio de lo que late incluso antes de nombrarse y precede al lenguaje”. No seré yo quien lo discuta, pero esa exploración, desde y por el lenguaje, arraiga en un diálogo intenso, aunque sabiamente difuminado, con el núcleo central de la concepción poética moderna, cuyos ecos, a bote pronto, se dejan notar a través de Claudio Rodríguez, de Juan Ramón Jiménez, o también de John Keats, como en el espléndido “Hueco de luz, de música y olvido”.

Mediante la poesía, ¿comunicamos?, ¿conocemos?, ¿vivimos? El viejo dilema que ocupó discusiones interminables de la poesía española de medio siglo se afronta ahora desprendido de toda ganga. Sánchez Rosillo se reafirma, no sin melancolía, en que la poesía es una experiencia indirecta de emoción y de representación. La inmediatez de la que carece la palabra sólo puede llegar a  resonar en el tejido con que ella debe traicionar la mirada exacta de las cosas. No por ello el poeta renuncia a remontarse a ese origen magmático que no es palabra, pero que la anticipa desprendiéndola de sí, radical aliento creador que, como el espíritu sobre la nada original, está a punto de ser luz y todo. Haber vivido alguna de estas experiencias fundantes, dice el poeta, “no lo podré pagar con nada nunca, / y desde luego no con las palabras / que para dar fe de ella, de esta tarde, / como testigo absorto, / anoto ahora, impreciso, mientras llega la noche”.

Libro meditativo e intensamente meditado en su elaboración, estos poemas presentan una reflexión sobre el tiempo, en torno al que la palabra poética traza los símbolos que adivinan, con fragilidad maravillada, la continuidad hiriente del instante y la eternidad. Desaparecido aquel mundo suyo de la infancia en que la provincia y el campo estaban unidos umbilicalmente, Sánchez Rosillo ha ido depurando así hasta la médula, en un proceso de síntesis esencial, los grandes símbolos naturales que han marcado su forma de acceder y sentir líricamente el mundo: la luz, el mar, las estaciones, los interiores domésticos…

Estos poemas reflejan la percepción de una madurez que se está dejando atrás. Los finales de agosto, los septiembres, la luz deslumbrante que anuncia el atardecer se combinan con el detalle de los objetos que pueblan la melancolía de una vida en que dolor y dicha se transforman en una alegría superior, que todo lo excede, y que es el canto afirmativo de la existencia: “un secreto sentir casi indecible / de que las cosas sean como son, / de que pueda yo verlas y entenderlas / y acercarme a su ser, / y oír sus voces”.

La noche, el alba, la acacia, el jilguero, el granero se extienden a la vista del poeta con una intensidad que vislumbra el conocimiento último de la muerte. Poemas hay en que el yo del poeta contempla, fantasmal, el mundo familiar que se le ha vuelto extraño (“Digo cómo ocurrió”), pero, aun en ellos, la mirada transfigura en el decir del poema el símbolo de una plenitud que es ya para siempre: la rosa (“Todo”, “Ante ti”).

El Eloy que abre los primeros versos del poema que da título al libro y el que reaparece al final (“Como el viento en la noche”) se esfuerza, como digo, en preparar el tránsito de la iluminación poética final que será la muerte. Recorriendo los pasajes de su memoria y contemplando, una vez más, las cosas aprendidas cada vez más profundamente, Sánchez Rosillo la prevé como el sello que abre, definitivo, el acceso a la vida que la palabra, entre nosotros, sólo previene.

Aun con matices cristianos esparcidos por unos pocos poemas, la esperanza de Sánchez Rosillo es, finalmente, cósmica. A la vez universal y singular, el Eloy que está en todo y el todo que está en Eloy encuentra sanada la herida de la luz en el dolor y en la alegría de morir y nacer para “un volver a vivir desde el principio, y esta vez para siempre”. La experiencia del poema anticipa, en su fracaso, este horizonte que las cosas, en su ser, revelan.

Playa en invierno 

Para mí solamente tanto sol,
el cielo entero, el ancho mar. No hay
nadie ahora –mañana azul de enero−
en los lugares propicios del verano.
Insiste el agua plácida en la arena
y su rumor agranda este silencio.
Únicamente yo
miro hoy desde aquí la realidad,
con la conciencia plena
de estar vivo y mirándola.
Respiro, escucho, veo y no me muevo.
Y poco a poco ocurre
que este todo me toma y va borrándome,
anula las palabras que en mi ser
acaso surgirían,
me hace también mar, cielo, luz, silencio,
y a sí mismo se dice”.

En la fuga del silencio y de la luz, el canto del poeta se afana en recordar las notas olvidadas de la melodía del ser. Sánchez Rosillo contempla atento su partitura.


martes, 9 de abril de 2013

Eduardo Chirinos, biólogo de la poesía.



Ritratto di un Rinocerotto (1751),
Pietro Longhi

Picoteando entre las novedades poéticas de mi librería, he topado con 35 lecciones de biología (y tres crónicas didácticas) (Granada, 2013) del poeta peruano Eduardo Chirinos (1960). Debo confesar que nunca la poesía didáctica, y mucho menos el naturalismo, bajo cualquiera de sus múltiples formas, me ha atraído. De hecho, hasta sufrí leyendo hace bastantes años las Geórgicas de Virgilio, cuyo último libro dedicado a la apicultura está grabado en el subconsciente de mis pesadillas poéticas.

Hete aquí, sin embargo, que el libro de Chirinos, en apariencia sencillo y en el fondo muy inteligente, me ha atrapado desde la cita de Jakob von Uexküll que lo encabeza, sin poder dejar ya de leerlo hasta el fin (después, claro está, de haber pasado por caja, para tranquilidad del librero, del editor y del poeta).

Chirinos rinde tributo a su apasionada afición adolescente por la zoología, consciente al mismo tiempo de que, por más que emplee un estilo directo y próximo que busca captar la atención de su lector, debe facilitarle la visita museística de unos referentes que pueden ser tan enigmáticos como puros signos de un alfabeto para iniciados.

Para conjurar ese riesgo, el poeta incorpora un prólogo y unas notas finales. En el primero explica su fascinación por los animales desde su infancia, mantenida a lo largo de su vida con la lectura de obras como El cuento del antepasado (2004), que su autor, el ilustre etólogo Richard Dawkins, organizó inspirándose en los Cuentos de Canterbury. En el apéndice, por su parte, describe brevemente el origen y el significado cultural de los animales que, con sus nombres técnicos latinos, titulan cada una de estas 35 lecciones.

Al lector se le proporciona de entrada una primera clave, indirecta, para sumergirse en estos poemas. Chirinos advierte que cualquier volumen de divulgación científica no debe “ser leído como ficción poética sino, más bien, con el oído atento a la música que da forma a las fábulas más sorprendentes e imprevistas que nos regala el reino animal”. Las lecciones a las que asistimos son precisamente eso: una suerte de lecturas musicales atentas, en su ejecución, a las líneas que trazan el fabulario animal.

A Chirinos, a fin de cuentas, la zoología se le muestra con el rostro del mito y el arte como la intuición secreta de la ciencia. Semiología, etología, poética son así disciplinas entregadas a clasificar los fulgores de la imaginación: átomos indeterminados cuyos movimientos, condenados a la extinción, organizan invisiblemente el espacio de la existencia. No por casualidad resuenan entre sus versos alusiones explícitas o implícitas a Aristóteles, Plinio, Linneo o Kant.

Es la maravilla de su impotencia explicativa la que incita una y otra vez al poeta y al naturalista (¿no bastaría decir poeta, naturalista?) a pronunciar, embriagados, las tentativas de los nombres. El celacanto o la cigarra, en un caso por la casualidad de una conservadora de museo que descubre una especie creída en extinción y en otro la mala fama que le atribuyen las fábulas clásicas, ejemplifican la soledad cósmica, apenas rota por la palabra, de todo ser vivo. 

Chirinos vuelve a indagar los restos fósiles hoy de una epistemología clásica, pues, como había diagnosticado Michel Foucault, “la historia natural está situada, a la vez, antes y después del lenguaje; deshace el lenguaje cotidiano, pero con el fin de rehacerlo y descubrir que lo ha hecho posible a través de las semejanzas ciegas de la imaginación; lo critica, pero para descubrir en él el fundamento”. De manera paradójica, estos poemas bajo la sombra de Uexküll construyen, matizadamente antropomórficos, el Umwelt –el mundo perceptivo− de sus protagonistas, reflejado siempre por breves monólogos dramáticos, entre 15 y 23 versos principalmente endecasílabos, caracterizados por toda clase de encabalgamientos que se disponen con una naturalidad entrecortada a través de la que se trasluce levemente una desolada angustia. En ellos, el poeta se entrega al dinamismo significante de una ironía que suaviza la autoclausura –la incomprensión teleológica y simbólica− de cada especie animal, en relación ya no jerárquica entre ellas sino horizontalmente devastada.

En los primeros poemas, sobre todo, se revisan los dispositivos de cierre estructural que había caracterizado a la poesía postsimbolista y modernista. Pero, a medida que avanza el poemario, es una ironía semántica la que marca el destino ciego de cada especie: allí donde, bajo una óptica darwiniana, acostumbramos a ver crueldad y rivalidad, la especie misma descubre una oscura ley fatalista que la consume inexorablemente, como al tiburón de Groenlandia, lento y ciego (“Suena terrible, pero no / lo es tanto […] ./ Así atraigo mis presas: pececillos, pulpos, / calamares. Si tengo suerte alguna morsa, / alguna foca”). Comer, ser comidos, todos estos animales están, en suma, a merced de los humanos, que los estudian, los clasifican, los extinguen, como al moa, al tanuki o al tigre de Tasmania.

Las tres crónicas finales funcionan como sendas elegías sobre las periódicas destrucciones de nuestro planeta. De la desaparición de los dinosaurios, pasando por la glaciación, hasta la catástrofe de Chernobyl, la mirada de Chirinos observa fascinada la capacidad de la vida para ser siempre, de múltiples modos, siempre abiertamente. Formando parte de un proceso cuyas medidas no son humanas, su acción, por fortuna, es menos irresolublemente descontrolada de lo que terriblemente pudiera llegar a provocar.

Por ello, a lo largo de la lectura de todo este libro, he oído como en sordina la lección de Rilke que ve en el niño y en el animal la relación pura del acontecer. Vuelto éste a la creación –canta el poeta en la Elegía VIII−, su vista, tranquila, atravesándonos, enseña que “a esto se llama destino: estar en frente / y nada más que esto y siempre en frente”. Donde el hombre deja destrucción, el animal regresa para continuar, feliz, su vida, una vida que aquel parece empeñado en desmantelar una y otra vez.

Chirinos, escéptico, mantiene oblicuamente la mirada en la única creación que es accesible al hombre. Vuelto de espaldas, humanizado, la écfrasis permite entonces al rinoceronte (Rhinoceros unicornis) comprenderse en su radical separación poética del mundo, un espacio intermedio en que el significado contempla el misterio de su ausencia: 


“[…] Años después, Longhi pintó
en Venecia el llamado “Vero Ritratto di
un Rinocerotto”. ¿Alguien recuerda esa
pintura? Un rinoceronte devora su ración
de heno mientras los curiosos apenas se
fijan en el espectáculo. Uno lleva un cuerno
y un látigo, otro fuma distraído una pipa,
un tercero se cubre ostentosamente la
nariz. Un ojo adiestrado notará detrás
del rinoceronte un montículo de estiércol.
Lo que queda del arte, las sobras del mito”.

Fascinado en su infancia por la mirada del animal, Chirinos interroga en sus lecciones de biología las sobras del mito y atisba, maravillado, que queda el arte.



martes, 2 de abril de 2013

Palabra de Dreyer.






De Ordet (1955) poco puedo decir que no sea una paráfrasis menor de algunos de los tópicos hiperbólicos que sobre esta extraordinaria película de Carl Th. Dreyer (1889-1968) se repiten una y otra vez. Simplemente, quisiera glosar la tesis que Enrique Castaños ha planteado en su artículo “Lenguaje, significado y heterodoxia. Consideraciones sobre Ordet (La palabra) de Carl Theodor Dreyer”. Sus palabras son suficientemente elocuentes: “Hemos defendido la tesis de que la resurrección de Inger no es una fantasía, una alucinación o una ilusión de los sentidos, sino un milagro auténtico en el plano de la realidad estética”.

Dando clases a universitarios, solía pasarles esta escena de la resurrección. Dejemos a un lado el obstáculo que para un espectador joven supone interpretar el blanco y negro, algo así como, para la generación de sus padres, leer letra gótica en un volumen de cuarto encuadernado en pergamino. En cualquier caso, las respuestas variaban. En los “agnósticos”, que tal vez ni se habían planteado ni les habían ofrecido plantearse la posibilidad de Dios, la perplejidad era completa. Asistían atónitos a ella como a un enigma indescifrable. Los “ateos”, es decir, los que profesan el mito cientifista, despachaban su interpretación acudiendo a la imposibilidad material del hecho, lo que les daba pie a menospreciar el logro estético y moral de Dreyer que consideraban un fácil recurso apologético. Lo más sorprendente era la actitud de los creyentes: sostenían también que no podía ser más que una fantasía, aunque reconocían que era difícil explicar entonces la coherencia interna de la película.

Como soy consciente de mi obsesión exegética antiliberal, me atrevo a sostener que en esta incapacidad estética para alcanzar el significado religioso del film corresponde una gran culpa a las enseñanzas de teólogos supuestamente católicos. Porque son incapaces de captar la verdad dogmática sus interpretaciones poéticas son tan poco consistentes.

Paradójicamente, pues todos ellos suelen sentirse profetas perseguidos, no puedo dejar de ver en estos teólogos la postura que defiende el pastor de la película de Dreyer cuando habla sobre los milagros de Jesús con el médico positivista. Queriéndole demostrar que la fe no es incompatible con la ciencia y que, por tanto, es un hombre tan moderno como él, le comenta: “Los milagros de Jesús fueron posibles en circunstancias extraordinarias. [...] Los milagros son posibles porque Dios es el dueño de todo lo creado, pero, de otra parte, aunque Dios tiene poder de hacer milagros, no los hace, porque el hacer milagros sería menoscabar las leyes naturales y Dios eso no lo hace”.

Como este pastor, tales teólogos mantienen un discurso que reconoce que para Dios todo es posible, pero que el milagro auténtico es interior, el que transforma nuestro corazón y alienta la utopía que los cristianos llamaríamos el espíritu de Jesús. Así que, aunque Dios pueda, a la gente no le cabe otra que aceptar morirse, como Jesús se murió, pero, eso sí, con la confianza de que participa ya con él de esa semilla nueva del Reino que nos mantendría a todos unidos en la construcción de no se sabe muy bien qué, pues lo importante no sería exactamente el Reino, sino el ir construyéndolo todos juntos.

El recurso al expediente literario –cabría entender el mensaje en la clave del género literario, convenientemente despojado de su fundamento epistemológico- revela, contradictoriamente, su poca fe en la palabra, cuyo poder reducen a una manera metafórica de hablar, a una compensación imaginaria de los límites implacables de una realidad que quieren reconciliar con su deseo. Que Jesús ha resucitado vendría a significar no que Jesús ha vencido a la muerte, sino que la muerte tampoco es un drama tan grande, porque en ella se manifiesta la verdad de la dignidad humana que no renuncia a la esperanza. Es decir, si no puedes vencer a tu enemigo, alíate con él. La metáfora, felizmente impotente, acuñaría las monedas del pacto teológico.

Y entonces llega Johannes, el hijo “loco” de Ordet, y pretende hacer el milagro de resucitar a una muerta que, como todo el mundo en sus cabales sabe, no necesita que nadie la “resucite”, porque ya “vive” con Dios en la memoria de los que la amaron. Johannes se da cuenta de que no hay fe y que por ello su cuñada Inger se pudrirá en la tumba. Sólo la fe de la niña Maren, su sobrina, podrá hacer evidente algo que nuestra posmodernidad no sólo ha olvidado sino que parece empeñada en enterrar en un hoyo con cal viva. Johannes lo expresa de una manera soberbia: “Dame la palabra, la palabra que pueda hacer que la muerta viva”.

Palabra y vida son la expresión de la Sabiduría divina desde el fiat original. Johannes, transfigurado, resucitado, vuelve con una cordura que se manifiesta en este mundo pero está más allá de él. Castaños se pregunta: “¿No será, aunque una vez más pueda resultar paradójico, que Cristo resucitado y Cristo-Hombre se han encarnado en Johannes, mejor dicho, que ambos, en el fondo Uno, viven en él, están en él?”. Si es así, es porque Johannes ha dado el salto último de la fe: al dejar de creerse Jesús, abre espacio a la alteridad radical del Salvador, Palabra y Vida, para que se encarne en su palabra y en su vida. Por eso, en nombre de Jesucristo, del Otro que vive, puede ordenarle a Inger que se levante.





Podrán objetarme: ¿No sería Ordet otra metáfora de la esperanza de la imaginación humana? ¿No sería una metáfora gastada de una época cuyo reloj no puede echar a andar de nuevo? ¿Es posible creer todavía en el poder de la palabra sobre el tiempo? Responderé: Como un Kierkegaard abrahámico, Johannes simboliza, a través de la oscuridad de la fe, la realidad del arte en que resplandece, frente a toda esperanza, la gloria de Dios. Otra cuestión es que podamos recuperar la inocencia para acceder a ella.