Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 29 de julio de 2014

La despedida de Mr. Newman.



Duccio di Buoninsegna ,
Commiato di Cristo dai discepoli (1308-1311)

Tengo ante mí la dedicatoria que mi amigo ateo estampó en una edición de segunda mano, de amplio margen y páginas doradas, de la King James’ Version con que me obsequió después de un largo viaje: “It stood still, but I could not discern the form thereof: an image before mine eyes, there was silence, and I heard a voice, saying” (Job 4, 15-16). Guardo ese ejemplar como otro de esos tesoros que aguzan mi oído a una musicalidad apenas perceptible sino al espíritu. El don extraño de la amistad resplandece con un fulgor cálido en la hora del páramo.

He estado leyendo la traducción del séptimo volumen de los Sermones parroquiales (Madrid, 2014) del beato John Henry Newman (1801-1890). El más famoso converso inglés reunió en él sermones dispersos a petición de un amigo suyo que quería publicarlos por su cuenta. La edición española añade el último sermón que, como anglicano, Newman predicó el 25 de septiembre de 1843. Después se retiró a su pequeña casa de Littlemore donde estudió y escribió pero sobre todo oró y ayunó, junto a algunos pocos discípulos, antes de dar el paso de “regresar” a la Iglesia Santa, Católica, Apostólica y Romana. Al tercer año, en 1845.

Es un sermón de una perfección técnica y de una belleza extraordinarias. Traducido como “Separarse de los amigos”, el original se titulaba “The Parting of Friends”. Como dijo Edward Pusey (1800-1882), que había presidido la celebración del servicio entre lágrimas, “it implied, rather than said, Farewell”. Los dos amigos se partieron, pero quién sabe hasta dónde se separaron.

Newman se despide de sus amigos haciendo vibrar los acordes más íntimos de su identificación cristológica con la liturgia de la última cena eucarística. Desde la primera frase refulge tan contenidamente esta unión que los oyentes, que asistieron al oficio como si fueran a un funeral, quedaron traspasados de emoción: “Cuando el Hijo del Hombre, el Primogénito de la Creación de Dios, llegó al anochecer de su vida mortal, se despidió de sus discípulos en un banquete”. Como Cristo, el predicador se reúne con los suyos en la hora sazonada, cumplida, triste, del adiós para celebrar la fiesta.

Newman supo entrelazar, con precisión exquisita, su situación personal y el motivo litúrgico de la ceremonia: el séptimo aniversario de la dedicación de la capilla de Littlemore. Cerca de las Témporas, el clérigo tractariano puntea la alegría de la cosecha con los temblores de un otoño que ya se anuncia. Construido sobre el modelo joánico del discurso de despedida, este sermón intenta reproducir, imitar, la identificación del pan de la Palabra con el pan partido que es memorial de la Pasión y Muerte de Jesucristo. 

Lector incansable de los Padres de la Iglesia, Newman acumula citas de las Sagradas Escrituras, tejiéndolas en un crescendo a la vez emocional e intelectual. Logra así crear una atmósfera de expectación, de angustiada esperanza. Siguiendo los ejemplos de Jacob, de Ismael, de Noemí, de David y de Pablo, de acuerdo con la exégesis patrística ve prefigurados en ellos al Redentor que también llora sobre la Casa de Sión, la Jerusalén-Iglesia de Inglaterra que desprecia a los hijos que más la estiman.

La cita del salmo 104 que encabeza el sermón, en la version de King James', sirve de declaración de un rigor cortante: “Man goes forth to his work and to his labour until the evening” (v. 23). Como el salmista, Newman sabe que, al llegar esa noche, “rondan las fieras de la selva; los cachorros del león rugen por la presa, reclamando a Dios su comida”. Sin embargo, no desespera, no se asusta, se encamina sobriamente a su Getsemaní. Como su amigo Pusey advirtió, la profundidad del estilo de todo el sermón se debe a que “self was altogether repressed, yet it showed the more how deeply he felt all the misconceptions of himself”.

Es tal la identificación mística entre Cristo y el propio Newman, que el predicador al final se asusta de su enormidad hasta el punto de dar un paso atrás. Entre líneas, se ha estado presentando como víctima sacrificial. Como un nuevo Cristo, su reducción al estado laical por propia voluntad es una ofrenda (en conciencia) por la salvación de sus hermanos; es participar íntimamente del misterio de la comunión en su dimensión eclesial y mística. Pero concluye Newman: “La Escritura es el gran refugio en las tribulaciones, siempre que nos guardemos de extralimitarnos en su uso, o de ir más allá de ponernos a su sombra”. En el tiempo posterior de su “sepultura” antes de convertirse al catolicismo, vivirá con intensidad taL que, siendo sagrada y celestial, el lenguaje de la Escritura, expresando nuestros sentimientos, “los purifica y refrena, al tiempo que los sanciona”.

Edward Bellasis recordaba en una carta a su esposa que en el famoso párrafo final de su último sermón anglicano Newman hizo una pausa emocionadísima tras llamar a los congregados “amigos míos”. Al bajar del púlpito dejó la estola de Master of Arts sobre la barandilla del comulgatorio. Con este gesto no sólo quiso simbolizar que su ministerio había acabado, sino que creo también que se desnudaba –se desceñía- de la toalla con que había “lavado los pies” de su comunidad. Todo lo había dado y ahora se entregaba a la voluntad del Padre.

"Oh hermanos míos, oh corazones afectuosos y generosos, oh amigos queridos, si sabéis de alguien cuya suerte ha sido, por escrito o de palabra, ayudaros a obrar así en alguna medida; si alguna vez os dijo lo que sabíais sobre vosotros mismos, o lo que no sabíais; si ha sido capaz de discernir vuestras necesidades, o vuestros sentimientos, y os ha consolado con ese discernimiento; si os ha hecho sentir que había una vida más alta que esta vida de todos los días, y un mundo más brillante que este que veis; si os ha animado, si os ha tranquilizado, si ha abierto una vía al que buscaba, o aliviado al que estaba confuso; si lo que ha dicho o hecho os llevó a interesaros por él, y sentiros bien inclinados hacia él; a ese, recordadle en los tiempos que han de venir, aunque ya no le oigáis más, y rezad por él para que sepa reconocer en todo la voluntad de Dios y para que en todo momento esté dispuesto a cumplirla".
(John Henry Newman, Sermón "La despedida de los amigos").  
Mi antiguo amigo sigue siendo ateo. En el 150 aniversario de la Apologia de Newman vuelvo los ojos a aquellos tiempos y oigo la voz repitiéndome: “Shall mortal man be more just than God? Shall a man be more pure than his maker?”. Esa es mi oración.

martes, 22 de julio de 2014

Mis hermanos los locos.




Hombre viejo de duelo,
Vincent van Gogh (1890)

Guardo entre mis tesoros el retrato que me hizo un interno de la planta psiquiátrica del Hospital Clínico de la MoncloaMientras relataba con naturalidad y pudoroso dolor el cúmulo de desgracias afectivas y morales de su vida, le miraba y miraba a través de la ventana para tratar de entender por qué cada tarde de domingo un grupo de voluntarios solíamos acudir a acompañar y charlar con nuestros amigos “los locos”. 

En mi caso, quizás la respuesta sea superficial. Me duele ver cómo se les evita o, peor, cómo se les mira. Más que compasión y/o temor, merecen amor y respeto, que no condescendencia. He conocido bellísimas personas que estaban –que están− completamente trastornadas, como también desequilibrados psicológicos que eran –que son− pésimas personas, capaces incluso de emboscar su enfermedad con las artimañas de su perversa inteligencia. Tratar con ellos pone a prueba a menudo la santidad a que puede aspirar nuestra naturaleza caída.

El sufrimiento que provoca la enfermedad mental abruma. No tiene ni principio ni fin. Transcurre. El cansancio de las familias, todavía demasiado aisladas e incomprendidas, apabulla. En los psiquiátricos públicos tropiezas con pacientes que no sólo vagan perdidos o se sientan solos, lloran o gritan, sino que se encuentran al borde sino ya dentro de la marginación y de la exclusión social. Una cosa es verlos por las calles; otra, verlos derrumbados. 

Lo que más les preocupa es volver a su vida, amenazadoramente irreversible, cuando les den de alta. Su inserción laboral no es fácil. Su vulnerabilidad y su miedo, cada vez más una oscura boca gigante. Por eso son tan admirables las asociaciones que luchan por darles un horizonte económico y social dignos, además de defender sus derechos y sus deberes. Es cierto que son agotadores, pero estar al lado de ellos, y de sus familias, es también una exigencia moral para una sociedad que no debería estar tan satisfecha de su bienestar. 

Me viene el recuerdo de un chaval de veintipocos años, con perilla poética y cuidada dicción, que nos explicaba con melancolía inabarcable que estaba como una cabra pero que nadie quería darse cuenta de cómo sufría por ser Ulises. Después de haber recorrido los mares, Penélope, la muy zorra, lo había engañado con todos los pretendientes. Una nube de tristeza le cubría la cara y se retiraba casi con lágrimas a hacer su duelo durante unos minutos. Cuando alguien le aconsejaba que la olvidase y que buscase otra, miraba con pena. Él, Ulises, aunque hubiese gozado de Circe y de Nausícaa, estaba destinado a Penélope y no podía amar a ninguna otra mujer más que a ella. Y la muy zorra... Sus argumentos eran tan convincentes como implacable la trama de la ficción homérica. La vuelta al hogar, una prisión al mismo tiempo inextinguible e inalcanzable.

Cuando salíamos a la calle, después de que se cerrase tras nosotros esa enorme puerta blanca con mirilla enrejada, llegaba uno a casa desolado y a veces hasta culposamente feliz. Tras varias semanas sin decir ni una palabra, algún paciente se acercaba a preguntarte si habías venido a verlo a él. ¿Cómo le podías mentir y decirle que no? Habías venido a verlo a él y sólo a él esos pocos minutos azarosos que estaba dispuesto a hablar con un desconocido antes de sumirse de nuevo en su laberinto interior.

Como soy anglófilo y clásico, no he leído obra alguna -a excepción de la inconclusa Woyzech (1836), de George Büchner- que se aproxime a esta desolación de la locura con más intensidad que King Lear (1605), de Shakespeare. Cada uno de sus versos, de un patetismo retórico sin concesiones, rezuma la brutalidad del poder y el sinsentido del amor en un universo moral de símbolos derruidos. El rey Lear afronta la atroz culpabilidad de su propio destino. La familia es la guerra; la lealtad, bufonería; la piedad, asesinato. 

En la historia de Don Quijote, risueña y digna, publicada también por primera vez en 1605, ningún personaje podría exclamar como Edgar: "Mejor así, saberse despreciado / y no ser despreciado y halagado. Ser lo peor, / lo más bajo y lo más desprovisto de fortuna, / da todavía esperanza: se vive sin temor". Don Quijote recupera la cordura en la playa de Barcelona: la derrota es la esperanza de la muerte. Lear se adentra en la lucidez poética allí donde la palabra es ya ceguera, resistencia vana a las fuerzas indeterminadas del caos primigenio, disolución de cualquier orden humano y divino. Podría decirse que el canto de don Quijote es órfico; el de Lear, plutónico: "Si yo tuviera vuestros ojos y lenguas los usaría en tal forma / que la bóveda del cielo estallaría".

Esperando cierto consuelo a estas meditaciones, me he entretenido con mi hija mayor recitando uno de los primeros capítulos de Platero y yo (1914), titulado “El loco”. Siempre me ha causado una profunda impresión la figura quijotesca que autorretrata Juan Ramón, cuando todavía el confín de las ciudades y, más, de los pueblos era el campo. Saliendo a su aventura interior, escapando de los prejuicios, entre el tráfago de los gritos infantiles, la naturaleza lo recibe con esa calma inmensa, lentísima, del silencio que los niños urbanitas de hoy apenas comprenden. Un silencio de puro color.

Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero.
Cuando yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas, corren detrás de nosotros, chillando largamente:
−¡El loco! ¡El loco! ¡El loco!
… Delante está el campo, ya verde. Frente al cielo inmenso y puro, de un incendiado añil, mis ojos −¡tan lejos de mis oídos!- se abren noblemente, recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y divina que vive en el sinfín del horizonte…
Y quedan, allá lejos, por las altas eras, unos agudos gritos, velados finalmente, entrecortados, jadeantes, aburridos:
−¡El lo… co! ¡El lo… co!” (Juan Ramón Jiménez, Platero y yo)


Mi hija me pregunta por qué lo llamaban loco. Y yo respondo, ululando apagadamente, ¡loooocooooo!, ¡loooocoooo!


martes, 15 de julio de 2014

Nicolás Gómez Dávila, inmemoralista.



Perseo liberando a Andrómeda,
Peter Paul Rubens (1622)

Un error frecuente que se suele cometer es asociar al reaccionario con la defensa de una suerte de mojigatería bien pensante que es más propia del conservador con pátina de liberal, es decir, del burgués contra quien Baudelaire y los simbolistas lanzaron el anatema de “filisteo”.

Nicolás Gómez Dávila (1913-1994), rico y deslumbrante, aristócrata criollo de la inteligencia, es un ejemplo peregrino de cómo la fiereza reaccionaria es un antídoto necesario y paradójico contra la exasperada necrofilia con que la Modernidad se ha inventado el deseo ilusorio de sumar vivencias –y valores−.

Quien abra el volumen de los Escolios a un texto implícito, la obra aforística reunida del colombiano, se sorprenderá de encontrar un cuadro de mujer en pose de Andrómeda presidiendo su magnífica y rancia biblioteca. El reaccionarismo de Gómez Dávila entronca con el pensamiento antimoderno de Joseph de Maistre, pero también, a contrapelo, con la precisión quirúrgica de las sentencias de Lichtenberg tan aceradamente como con la enloquecida álgebra del cuerpo que formuló el Marqués de Sade o la tersura inmoralista de Nietzsche.

Reconozco que los aforismos son un género que no pocas veces me provoca angustia. Cada aforismo logrado encierra un universo. Leer unos pocos aforismos suele dejar desorientado; leer muchos es jugar a la ruleta, a lo ruso, en una montaña. Como las grandes ciudades –Londres, París, Roma− están ya hechas para ser visitadas y no vividas, el lector de aforismos está siempre a un paso de ser el turista ocasional que, con bambas y en shorts, mira la Pietà de Miguel Ángel a través de su tablet.

La suerte de Gómez Dávila es su estilo tan tajante que corta como una catana la tontería, contra la que tanto arremete. Si Nietzsche filosofaba a martillazos, Gómez Dávila escribió a kenjutsu. Sus aforismos son movimientos marciales de un arte extinguido, a veces un tanto hieráticos, a veces divertimentos estilizados; siempre certeros e implacables.

En el prólogo antepuesto a los Escolios Franco Volpi desgrana en trece apartados, como el primer colegio apostólico, las trayectorias −estrellas surcando el ocaso− que forjan los aforismos de Gómez Dávila. En “Biblioterapia”, apenas un par de páginas, esboza las bases de una teoría de la lectura gomezdavilina. Me he quedado con ganas de saber más sobre su teoría de la crítica que ejercemos, tan a menudo, los resentidos de la literatura.

Si Gómez Dávila se dedicó, voluptuoso, a multiplicar los universos del aforismo, tal vez se debiera a que es un género que conjura la poesía abjurando de la prosa. Los críticos suelen apostatar de la poesía vengándose con la prosa. “El gran crítico es un moralista que se pasea entre libros”. No un huésped ni un inquilino, sino un invitado de buenos modales que conoce las distancias de un mundo heraciliteo, cuyo fuego es un logos único en perpetuo movimiento: “El crítico literario que no se contradice con frecuencia se equivoca”.

A Gómez Dávila es imposible seguirle el ritmo de ascensión a su Alta Eng(andina) particular. Apenas se divisan nuevas cotas, la circularidad de sus ataques en avance o en retroceso rompe la respiración del lector. En vena clásica Gómez Dávila puede anotar que “el crítico es el procurador del orden” y añadir, como una genealogista heráldico, que “el reaccionario tiene admiraciones, no modelos”. L’homme hônnete y la fronda legitimista: procurar el orden de las admiraciones es contradecirse con frecuencia.

Quizás en esta entrada, tan esquiva como hechizada, estoy tratando de depurar, de “enranciar”, las enseñanzas del maestro reaccionario a las que me resisto a asentir. Como un imperativo estético recibo que “hay que aprender a ser parcial sin ser injusto” esperando curarme de esa alucinación ilustrada que sostiene que la imparcialidad es justa. Así entiendo ese otro delicado consejo de que, como la venganza, “el escritor no debe olvidar que todo texto se come frío”. 

El hipócrita lector, mi semejante, se sirve su derrota, la inapropiable alteridad del texto verdadero, su incólume y críptica seriedad, con el caldo de sus emociones. En cambio, la frialdad sería una exigencia de selectos paladares ascéticos, capaces de sobrevivir a la mirada de Gorgona. Frente a frente, comulgan la distancia gélida, alpina, pura, de la esperanza.

Los críticos solemos tener un estómago tan estragado que “se pasean como perros fisgones entre las garras de los grandes escritores muertos”. ¿Acaso puedo aspirar a que “la crítica literaria incluye todo lo que al hombre inteligente le ocurre decir sobre un libro”? ¿No es empresa perdida de antemano con ese género tan escurridizo, tan proteico, tan taimado como el aforismo? Me consuela saber que “a lo más alto a lo que llega el hombre, no es a lo que hace. Es a lo que la imaginación estética lo ve hacer”.

Al final, el crítico, exhausto, debe abandonarse y confiar en ser llevado al paraíso de la imaginación. Allí le será dado sonreír ante la gloria de Dios, tan trascendente como inmediata.

El viaje por el texto claro de una inteligencia lúcida es el único placer perfecto.
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La literatura plantea los problemas del hombre en el idioma de la inteligencia y no en uno de los esperantos del intelecto.
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La literatura moderna: esa colosal empresa reaccionaria.
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No confundamos el pensamiento de la época moderna con el pensamiento en la época moderna. Ni la literatura, ni el arte.
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Cuando un pasado no perdura como inextinguible pasión de ciertas almas más vale incendiar pronto sus restos”.



Aquejado ahora de mal de altura, peregrino felizmente desorientado.


martes, 8 de julio de 2014

La melancolía de John Dowland.



Melencolias I (1514),
Alberto Durero


Tres veces he visitado Roma. Tres veces he llorado en la Ciudad. Cabe los muros del Vaticano, entre una horda de turistas, su luz otoñal hirió, más puras, mis lágrimas. Aprender a llorar es una de las tareas más arduas que he conocido. Recibir el don de lágrimas, uno de los regalos más sutiles, y dolorosos, de la gracia; tanto que quién no lo devolvería, si pudiera. Siempre me he resistido a él, pero a Roma venía ya llorado de una mañana guilleniana de mayo, bajo un álamo, en Hampstead.

Digo todo esto, rozando la cursilería, para recordar la obviedad de que la distancia más tortuosamente directa entre dos puntos es la línea que une Inglaterra con Roma. El cardenal Newman sentenció, con orgullosa humildad, que Oxford le había hecho católico. En el siglo VIII san Beda el Venerable había ya recordado a sus compatriotas que la catolicidad y la tradición británicas eran indisociables de su apostolicidad romana. Los recusantes del siglo XVI asistieron, impávidos, a su brutal extinción. Por usar la definición de Pessoa, podría ser que la melancolía católica inglesa hubiese brotado de esa “nada que duele”.

En todo ello me ha estado haciendo pensar John Dowland (1563-1626) (semper Dowland, semper dolens) a cuya antipática figura he asociado, inconscientemente, de modo inmediato la lectura de Melancolía, de Marek Bieńczyk, un autor polaco desconocido en España, cuyo libro se ha traducido ahora, tras quince años, no sé bien por qué razón, espléndida en cualquier caso.

De Dowland, uno de los mayores laudistas europeos de su época, me gustaría recordar dos aspectos -uno poético, otro biográfico- tal vez extrañamente vinculados a través de la melancolía. Aunque atrapado por el entusiasmo elisabetiano por los madrigales, uno de los géneros literarios musicales más en boga durante la etapa del manierismo, a diferencia de Monteverdi, que se inspiraba en los textos de Tasso, Petrarca o Guarini, Dowland primero componía, luego añadía la letra, imitando, claro está, los modelos de la época tanto en uno como en otro arte. Por esta razón, sus estudiosos destacan que el ritmo y la rima de sus textos eran “imperfectos”, pues la letra se adaptaba a la melodía y no al revés.

Dowland no dejó de achacar los obstáculos profesionales que padeció a su fama de católico. Durante algunos de sus viajes de juventud por el Continente, se había visto envuelto en intrigas políticas de exiliados contra la Reina Isabel. Se excusó como pudo en una carta dirigida a sir Robert Cecil en 1595, pero la Reina, aunque admiró su talento, desconfiaba de aquel “obstinate Papist”. Ha habido, pues, quienes atribuían la tristeza de Dowland a estas dificultades personales. En realidad éstas no habían alcanzado ni tan siquiera la categoría de desengaños, a tenor de la destreza comercial y de la constante astucia social de nuestro músico.

En una entrada divulgativa merecedora de ser enmarcada por su claridad y rigor, Pablo Rodríguez Canfranc ha enumerado cuatro explicaciones sobre esta melancolía atribuida a Dowland. Dejando de lado el carácter del artista, podría deberse bien a una búsqueda esotérica de tipo neoplatónico; bien a un ejercicio retórico, pues, como demostraría el inmenso The Anatomy of Melancholy (1621) de Robert Burton, aquella enfermedad del alma que los medievales llamaban acedia había llegado a convertirse en una epidemia en las Islas entre los siglos XVI y XVII; o bien, por último, a frustraciones personales fruto de las equivocaciones “políticas” que mencionábamos en el párrafo anterior.

Inspirándome libremente en Bieńczyk que, a rebufo de Walter Benjamin, defiende que “la imaginación melancólica no es otra cosa que una imaginación alegórica”, me atrevo a proponer una interpretación -¿también melancólica?, ¿acaso alegórica?-  de la creativa tristeza de Dowland.

Tras plantear la pertinencia de las huellas, entre otras, de los salmos penitenciales de Orlando di Lasso o de los madrigales de Luca Marenzio en las Lachrimae or Seven Teares figured in Seaven Passionate Pavans… (1604) de Dowland, Peter Holman ha resaltado que, en el estilo italiano, el elemento más importante era “el uso de figuras retóricas para crear un lenguaje musical de intensidad musical extrema y concentrada”. Citando a contemporáneos de Dowland, ha remachado la idea de que la técnica de la imitación exigía combinar una apropiada figura musical a cada frase de un texto. Dowland habría sobresalido en aplicar rigurosa e innovadoramente esta regla habitual en la música polifónica a la de sus danzas.

En nada posmoderno, la melancolía no se reduciría entonces a un mero ejercicio de estilo sino a la indagación intelectual de una verdad huidiza, que se refleja en el espacio de los fragmentos y de las ruinas del sentimiento; casi, al modo freudiano, en la posesión dolorida, interior, de un objeto cristalizado en el horizonte inalcanzable del deseo. ¿Una figura femenina? Tal vez la fe católica.

David Pinto ha interpretado alegóricamente las Lachrymae en un nivel musical y autobiográfico como el itinerario agustiniano de un Dowland penitente que, a través de lágrimas “gementes” et “tristes”, incurre en las apóstatas “coactae”, para luego derramarlas “amantes” y, por divina compasión, alcanzar las “verae” de la redención.

Mi interpretación religiosa no presupone que Dowland fuese católico, sino al contrario. Quiso serlo, pero renunció apropiándose alegóricamente de su objeto rechazado, hasta pagar por él psíquica y materialmente. No atreviéndose a abrazar, por la razones que fuera, el catolicismo, Dowland encontró en la música la imago mundi de su sufrimiento -y también su consuelo-. Ella le permitió organizar un teatro lleno de dispositivos retóricos e imaginarios que compensaban la angustia de una ausencia diferida. Como señala Bieńczyk, “la melancolía abre un espacio irreal en que podemos –movidos por el amor o por la aversión− entrar en contacto con ese objeto y donde el hecho de que nos apoderemos de él no puede verse amenazado por ninguna pérdida real”.

Entre lo irreal y la tristeza material se funda un vínculo indisoluble que Dowland caracterizó prodigiosamente en la música y el texto antitéticos de su extraordinaria pavana “Flow my tears” (1600): “Felices, felices aquellos que en el infierno / no sienten el desprecio del mundo”. Dowland se afanó, pues, por buscar hasta en la desesperación el único consuelo de la música. Dante, lúcido, lo dio por descontado nada más alcanzar la ciudad de Dite: "Pensa, lettor, se io mi sconfortai / nel suon de le parole maladette, / che non credetti ritornarci mai" (Inf. VIII, vv. 94-96)






¿Acaso hace falta añadir que obtuve el «Millenium Jubilee» peregrinando a Roma desde Londres?