Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

viernes, 28 de septiembre de 2012

El arcángel del Cáucaso. Prometeo según Kafka




Franz Kafka es capaz de relatar los sucesos más aterradores con una sensación de tedio inquietante. Logra plasmar literariamente el horror abstracto con los trazos de la cotidianeidad, como si la idea-en-sí fuera el enigma que las formas pudieran llegar a adoptar.

Prometeo es un relato breve escrito en torno a 1917. Publicado póstumamente dentro de la colección La muralla china (1931), se han alabado su concisión y lo compacto de su escritura. Györgi C. Kálman, un crítico húngaro, ha expuesto con notable precisión las posibles interpretaciones que pueden derivarse de las cuatro versiones que Kafka presenta del mito griego. Su conclusión, sin embargo, decepciona: la realidad o la verdad, en su estado bruto, es un hecho inexplicable. Sigue en pie el tener que habérselas con lo “inaclarable” [Unerkläriche] que procura resolver, necesariamente sin éxito, esta “leyenda” [Sage].


PROMETEO 
De Prometeo nos hablan cuatro leyendas.
Según la primera, por haber revelado a los hombres secretos de los dioses, fue encadenado en el Cáucaso, y los dioses enviaban águilas que le devoraban el hígado, que siempre volvía a crecer.
De acuerdo con la segunda, por el dolor que le producían los demoledores picotazos, se fue apretando contra la roca y penetrándola cada vez más, hasta hacerse uno con ella.
Según la tercera, en el transcurso de los milenios su traición fue olvidada; los dioses olvidaron, olvidaron las águilas y hasta él mismo olvidó.
Según la cuarta, todos se cansaron de esa sinrazón. Los dioses se cansaron; se cansaron las águilas; la herida, cansada, se cerró.
Quedó la inexplicable cadena de montañas rocosas... La leyenda trata de explicar lo inexplicable. Dado que proviene de un fundamento de verdad, tiene necesariamente que terminar en lo inexplicable.


Arriesgo una lectura esquemática y, naturalmente, insuficiente. Kafka partiría de la imagen de “Prometeo encadenado” para proceder a la demolición de la imagen mítica romántica, en su doble vertiente rebelde y crística: la del justo doliente enfrentado a los poderes cósmicos. En la cuarta versión, hasta el mismo Prometeo, ya cansado, desaparece y sólo queda su herida a punto de desvanecerse. Las ráfagas del tiempo borran hasta las sombras.




Prometheus bound, de William Blake (1757-1827)


Más compleja resulta la identidad del Prometeo kafkiano. Sólo su primera versión coincide aproximadamente con la versión más divulgada del mito. Habiendo robado el fuego al Padre Zeus para dárselo a los hombres, el hijo de Jápeto recibió el castigo relatado. Kafka, cuyas relaciones con su padre fueron especialmente contradictorias, habla, sin embargo, de los dioses y de las águilas. ¿Un esfuerzo por liberarse de una sola autoridad, multiplicándola, difuminándola? Lo cierto es que todos se cansan de “esa sinrazón”. ¿La del castigo? Quizás la de la existencia cuyo dolor se repite monótonamente.

Pero también a Prometeo, que había ayudado a Zeus a derrotar a Cronos, se le atribuyó haber formado con arcilla a los hombres. Mediante una de esas equivalencias suyas tan atrevidas y sin ninguna referencia textual, Robert Graves afirma eLos mitos griegos que el arcángel Miguel equivale a Prometeo “en la versión talmúdica de la creación”. Sea como sea, el arcángel Prometeo protege al pueblo de los hombres revelándoles “secretos de los dioses”.

¿Qué secretos? Está dicho que uno fue el fuego, con el cual los hombres aprendieron a dominar todas las artes. En Prometeo encadenado, tragedia atribuida con dudas a Esquilo, el protagonista advierte que, habiendo deseado previamente Zeus destruir la raza humana, lo encolerizó al impedir su plan. El corifeo le pregunta: “Contra ese mal, ¿qué antídoto encontraste?”. Prometeo responde lo que dio a la humanidad: “En su alma insuflé ciega esperanza”.

Bajo la presión de un mesianismo desolado, Kafka comentó en una ocasión a su amigo Max Brod sobre la posibilidad de esperar algo más allá de la apariencia de este mundo: “Oh abundante esperanza, infinita cantidad de esperanza, pero ninguna para nosotros”. Podría decirse que su Prometeo es víctima de una venganza interpuesta de Tiempo-Cronos. Todo pasará, todo se olvidará y todo volverá a su comienzo. Como dice el Eclesiastés, “todas las cosas cansan, nadie es capaz de explicarlas”. Es preciso esperar sabiendo que nada llegará.

Lo que resiste es “la inexplicable cadena de montañas”, capaz incluso de absorber en su perfil un dolor demoledor. Pero el fundamento de verdad [Warheitsgrund] de la leyenda no sería tanto lo inexplicable –la realidad- cuanto la opaca materialidad de nuestros sueños, de nuestra esperanza, que se sostiene, necesariamente, en lo inexplicable.

Sería demasiado fácil concluir que no hay verdad. La postura de Kafka es más radical y no por ello menos terrible. Dios no está ya, pero su gloria permanece. Su ausencia es su gloria. Lo que no puede ser aclarado se convierte así en la condición de posibilidad de la verdad. Ante este suelo abismal, la pureza breve del escritor checo nos deja exhaustos.

¿Y no es la Palabra la manifestación de Dios? Puesto que el texto es su comentario, Prometeo resulta también inexplicable. Como en tantos otros lugares de su obra, Kafka parece decirnos que, de un modo desconcertante, la zarza ardiente se ha consumido.

lunes, 24 de septiembre de 2012

La pedagogía según Bolonia: "un objet trouvé"





En 1917 Marcel Duchamp envió a un salón artístico en Nueva York, en que participaba como responsable del comité de selección, una obra llamada Fuente, que era (no representaba) un urinario girado 90º, con la firma de R. Mutt y la fecha del evento. El escándalo fue tan mayúsculo que se prohibió exponerla. Fue conocida a través de la fotografía y de la reseña de la exposición que aparecieron –oh, ironía- en una revista titulada The Blind Man. Extraviada poco tiempo después, se ha convertido en una referencia teórica del arte del siglo XX.

Resumo muy brevemente qué singularidad se ha atribuido a este ready-made u objet trouvé. Según Duchamp, lo que en él se alteró fue el valor de uso. Su autor “lo eligió” para que desempeñara una función distinta de la prevista. “Creó un pensamiento nuevo para ese objeto”, sostuvo Duchamp sobre su heterónimo Mutt. Sobre la acusación de plagio, se defendió con una boutade: “Las únicas obras de arte que Norteamérica ha producido son la fontanería y los puentes”.

De la onda expansiva de bombas como esta, el concepto de cultura humanista ha quedado hecho trizas. Si, materialmente, la Fuente hubiese perdurado y algún gracioso hubiera querido jugar a iconoclasta, lo único que habría conseguido es que el urinario le hubiese devuelto pantalones abajo su meada, con perdón (fíjense los lectores en la posición del tubo). El rigor humorístico de Duchamp es implacable.


Pedagogía ready-made


Los pedagogos postmodernos, que brotaron como hongos del 68, comprendieron que las esperanzas de un “hombre nuevo” habían resultado aterradoras. Considerando que la cultura humanista era una estafa piramidal (promete beneficios que sólo han visto los dueños de las reglas del juego), debieron de pensar –marxistas cansados de serlo- que ya era hora de usufructuar las plusvalías de unos valores en quiebra. Es cierto que, en la consecución de sus objetivos, no habrían tenido el éxito que han tenido si tantos y tantos filósofos, filólogos, historiadores, etc, no les hubieran confiado con mucho entusiasmo sus ahorros. De estas inversiones ha surgido esa megacorporación llamada Bolonia. Colegas, el futuro en nuestras manos al son de dos palabras mágicas: innovación y excelencia.

Si en el siglo XIII la Universidad de Bolonia plantó las bases de la modernidad occidental, parecía que en el siglo XXI el Plan de Bolonia nos iba a abrir las puertas de la postmodernidad postoccidental. Aunque al proyecto boloñés se le ha hecho sobre todo una crítica económica por la mercantilización de la Universidad, nos hemos olvidado de la parte estética. Bolonia es al conocimiento lo que el urinario de Duchamp al arte clásico. Azotados por las crisis derivadas de la burbuja tecnológica y de la burbuja inmobiliaria, falta todavía que nos estalle la burbuja educativa.

Pensemos en la alteración que sufrieron todos los elementos del proceso comunicativo a raíz del ready-made de Duchamp y comparémoslos con Bolonia. En primer lugar, un objeto en serie reemplaza a un objeto artesanal: el urinario de cerámica a una escultura de mármol. Bien, en Bolonia, los conocimientos son sustituidos por competencias; es decir, un power-point en lugar de una clase magistral. 

Si el urinario de Duchamp desaparece y sólo queda la fotografía, analógicamente el power-point se convierte en una actividad colgada en Moodle dentro de la carpeta “aprender a aprender”.  Por tanto, al igual que en el caso de Duchamp el autor es R. Mutt, para la nueva Bolonia el profesor, el maestro, debe ser llamado agente docente, el cual, entre otros posibles, desempeña su papel dentro de la acción educativa.

De todos modos, si nuestro acceso al urinario no es a través del autor Duchamp sino del fotógrafo y de la reseñadora, ahora el filósofo, el filólogo o el geógrafo deben dejar el paso al “metodólogo” que es quien conoce el modo de aplicar las nuevas técnicas que pongan al alcance de los clientes (uy, quiero decir del alumnado) las competencias de los otros. 

Por último, el espectador de la exposición de Duchamp no accede a la obra sino a través del hombre ciego que documenta su existencia. Igualmente, el alumnado cliente accederá, mediante los sistemas de garantía interna de la calidad de cada centro universitario, al simulacro fantasmal de conocimiento que cabría denominar tecnohumanismo en serie.

Hagan la prueba de ser iconoclastas. Unas tuberías transversales generarán las suficientes sinergias entre el ready-made de los estudios humanísticos y las lagunas que se pueden formar a sus pies.  Después de haber pagado un buen pico por la entrada, puede que usted exclame: “¡Esto es una tomadura de pelo!”.  Pero será porque no entiende la complejidad del mensaje artístico postmoderno. A diferencia de ciertos pedagogos, Duchamp sí sabría reírse: “las únicas obras de arte que la Pedagogía ha producido son la metodología y los aplicativos”. 


sábado, 22 de septiembre de 2012

El criado de Petepré. El delicioso jardín de Thomas Mann.






Tengo un amigo que durante años, sordo a mis consejos, me ha elogiado sin parar Los Buddenbrok de Thomas Mann como si fuese su gran obra. Comparando esta novela con La montaña mágica, y en menor medida con Félix Krull o con Doktor Faustus, y aun viendo expresada en estas dos últimas el mefistofélico desafío de suplantar a Goethe, se veía deslumbrado por la perfección formal que desplegaba en ella un orfebre del pensamiento. Comprendo su fascinación por la convencional historia de tres generaciones de burgueses alemanes en la medida que descompone el modelo realista hasta convertirlo en una miniatura de precisión germánica. En Los Buddenbrok su autor, taxidermista de la palabra, jibarizó a Balzac.

Thomas Mann es uno de esos autores que me repelen pero cuya lectura me resulta indispensable. Pertenece, sin duda, a la estirpe de los druidas, capaz de los hechizos más portentosos bajo el porte atildado de un gentleman centroeuropeo de la belle époque. Aunque uno se resista, su estilo hipnotiza, potentísimo psicotrópico que su fantasía literaria no cesa de destilar.

Su fascinación por los efebos resulta extrañamente puritana. Es como un Sócrates que retozase haciendo examen de conciencia, mediante una intensificación del placer hasta el delirio de la abstención. Si Aschenbach, el protagonista de La muerte en Venecia, es el alter ego de su autor, su novelita es una refinada y educada fantasía masoquista. Ligeramente estucado, Aschenbach se encamina a su muerte con la levedad de un germano que se abstrae contemplando, a falta del Egeo, el mar Adriático recortado por la figura de Tadzio, ese adolescente hermafrodita.

Más que el voyeur Dirk Bogarde descolorándose en una tumbona al son de Mahler, como en la versión cinematográfica de Visconti, Aschenbach me parece la imagen de un Platón cristiano que hubiera, frívola pero profundamente, apostatado. La paideia manniana, alentada por una locura de amor que, inspirada en el Fedro, está lista para alzarse hacia la Belleza en sí, identifica eros con thanatos. De manera inhabitual, no se trata tanto del carácter destructivo del amor sino del tálamo abrasado que sería la muerte. ¿Cómo no se iba a desplomar Aschenbach ante tal condensación de liviandad evaporada hacia el horizonte?





Ese paganismo poscristiano alcanza su cima literaria, a mi juicio a contracorriente, en la tetralogía de José y sus hermanos. Publicada en el exilio suizo a lo largo de diez años (1933-1943), en pleno nazismo, su traducción completa al castellano ha tardado otra década en completarse (2000-2011), en Ediciones B, a cargo de diferentes traductores. En sus cerca de 1500 páginas Mann arrolla a sus lectores con una reflexión sobre el poder del mito en la fundación de Occidente, a la luz de la historia relatada en la segunda mitad del Génesis (capítulos 25-50).

El narrador de las aventuras de Jaacob, una especie de Ulises hebreo que ha sustituido el mar por el desierto, y de José, el Cristo interior de una gnosis milenaria, plantea los grandes problemas de la conciencia moderna –la providencia, el destino, la circularidad del tiempo…- como si fuera, simultáneamente, un exégeta liberal y literal. Escéptico, acepta cualquier interpretación simbólica. Está allí y aquí, desdoblándose, multiplicándose, como sus personajes. Dentro y fuera, pasado y futuro, se disuelven en el presente convocado por la escritura que incita a los lectores a adoptar disfraces con los que, a diferencia de los dioses griegos, puedan ocultar su mortalidad. Ya digo que para Mann la historia de José es una Odisea judía -una paradójica Anábasis de los hermanos de José-, cuya peculiaridad consiste en la conciencia histórica de que los otros dioses tienen sus días contados, mientras que el suyo es tan incierto como para no estar a la expectativa de su voluntad.

La suerte de José, como la de su padre, siempre se juega en el ámbito nocturno: la luna, los pozos, las mazmorras del inframundo. José es un efebo violentado por sus hermanos y acechado por la mujer del castrado Petepré, el nombre que adopta aquí Putifar. Su castidad no es una virtud, sino el élan existencial que traza y orienta la parábola narrativa de su vida:


Deseaba dejarse arrastrar hacia la perdición, llegar al límite y después resistirse triunfal en el último momento a la tentación; quería superar esa dura prueba y que su virtud se irguiese victoriosa, como homenaje al  espíritu paterno, algo que no hubiera podido hacer si la prueba hubiese sido leve… Por otra parte, también podría haberse debido a que vislumbrara el camino que debía recorrer, incluido su recodo, al intuir que para seguir su destino debía cerrar otro capítulo de su vida y volver a caer necesariamente en el pozo”.


En manos de un alemán del siglo XX, la luz cenital de la trascendencia bíblica asoma sus rayos como un sol de medianoche. Mi amigo es quizás demasiado germanófilo como para confesarlo.

viernes, 21 de septiembre de 2012

La legitimidad del perro holandés. Mi Chateaubriand.






La imagen más conocida de Chateaubriand nos lo presenta ya adulto, con el pelo revuelto y la mirada romántica, no perdida en el infinito, sino fija en la distancia, con melancolía espantada. Es un retrato académico que se puede ver en Saint-Maló, su tierra natal, fechado en 1808. En la plenitud de su gloria, otro retrato lo presenta vestido de gala, con todas las medallas de su honor. Hierático y acartonado, en su rostro se trasluce todavía la misma melancolía que se ha hecho, no cínica, sino desengañada y, por qué no decirlo, aburrida de tanta iniquidad como había visto.




No soy un experto en Chateaubriand, pero la lectura de sus Memorias de ultratumba, tan justamente elogiada ciento cincuenta años después de su publicación, depara momentos felices que sólo cabe explicar porque en la cadencia de su voz se pueden encontrar ecos de un ritmo interior al alcance (raro) todavía de algunos hombres (raros) de hoy. Más allá de los elogios de su estilo o de su capacidad imaginativa, la grandeza de un artista se mide cuando es capaz de remover y hasta de descubrir los perfiles de la vida del lector al contraluz de sus propias palabras. No es que Chateaubriand diga las cosas que a uno le gustaría decir (sería un terrible defecto de anacronismo), ni que las diga de la mejor manera posible (en las tres mil páginas de sus memorias, hay partes francamente pesadas), sino que si no fuera porque ha dicho las “suyas” su lector desconocería rincones de su sensibilidad vital (para quienes son menos raros, siempre hay la posibilidad de acercarse a sus memorias a través de versiones adaptadas). Este tipo de escritores merecen seguir llamándose clásicos. 

La ironía de Chateaubriand, en tono menor, es prodigiosa. Espectador y actor de una época convulsa que borró literalmente del mapa, en veinte años, una forma de vida y una visión del mundo que habían pervivido, de una manera u otra, durante ocho siglos, el autor de El genio del cristianismo es una personalidad arrolladoramente contradictoria. Enemigo de Napoleón, admira su genio. Defensor de la legitimidad borbónica, desprecia el arribismo y la mediocridad de su entorno. Convencido de la libertad y de su ineluctable avance, cree todavía en la necesidad de un orden que debe apoyarse en los símbolos de la tradición. Angustiadamente escéptico, dobla su razón ante la belleza de la religión. El tañido de las campanas de una iglesia deshabitada contiene más verdad que el tráfago de la gran ciudad.

Leyendo a Chateaubriand, uno “ve” plásticamente que la historia se repite, pero no al modo como Marx la había analizado en El 18 de brumario (aquello de que la historia se repite, la primera vez como tragedia y la segunda como farsa), sino como había atormentado a Kierkegaard: la repetición es esperar contra toda esperanza que la nada se llene de una riqueza trascendente hasta los bordes. Para Marx, el modelo es Napoleón; para Kierkegaard, Job. Para Chateaubriand, posiblemente, Luis XVI, el “rey mártir”, como lo llama, desvanecido sin más en el pasado.

Si en la ultratumba hubiera que explicarle el siglo XX a Chateaubriand, entendería que Napoleón es a la Revolución francesa lo que Stalin a la Revolución rusa: la culminación y la traición, a la vez e indisociablemente, de una orgía de sangre. Las purgas de Moscú aunarían el Terror jacobino con las masacres napoleónicas. Hitler vendría a ser el Napoleón más brutalmente degenerado. Ingenuo, Chateaubriand creía que, después del desastre de la expedición a Rusia, el mundo no volvería a ver un espectáculo tan horrible.

Ante el  horror que le tocó vivir, ya digo que nuestro autor busca abrigo en la tradición política y religiosa, sin hacerse, por el contrario, ninguna ilusión al respecto. Se siente una conmoción desolada al leer párrafos como este:

“Me acuerdo de haberle dicho a mi camarada, durante estas conversaciones, que Francia quería imitar a Inglaterra, que el rey moriría en el cadalso y que, probablemente, nuestra expedición contra Thionville sería uno de los principales cargos de acusación contra Luis XVI. Desde entonces he hecho muchos otros no menos certeros, y tan poco atendidos como aquél; ¿y qué ocurría cuando se producía el desastre? Pues que la gente se ponía a salvo del peligro, y me dejaban a mí luchando con la desventura que había previsto. Cuando los holandeses sufren una racha de viento atemporalado en alta mar, se retiran al interior del barco, cierran las escotillas y se ponen a tomar ponche, dejando un perro en cubierta para que le ladre a la tempestad; una vez pasado el peligro, se manda de nuevo al amigo fiel a su perrera en el fondo de la bodega, y el capitán vuelve a disfrutar del buen tiempo en el alcázar de popa. Yo he sido el perro holandés de la nave de la legitimidad”.

¿Quiénes pueden haberse, en algún momento, sentido como un perro holandés? No como un grumete, ni como un marinero, sino como un can abandonado a la intemperie. Aquellos que, alérgicos a la fantasía de un tradicionalismo estéril, aman un orden y una jerarquía que quizás jamás existieron, pero cuyo deslumbrante, e ilusorio, recuerdo funda una autoexigencia incapaz de ser cumplida y, por ello, más perentoria. Palabras todas ellas insignificantes en estos momentos, como también lo eran ya en el siglo XIX. Incomprensibles, por supuesto, para el espíritu cuartelario español, redivivo en en la estructura partitocrática que nos aprieta pero que parece que no nos ahoga.

Sobreviviendo a su bulimia literaria, cabría hacer justicia poética a Chateaubriand y reconocer, como era su deseo, que “algún rayo escapado de los Campos Elíseos derramará sobre mis últimos cuadros una luz protectora: la vida me sienta mal; tal vez me vaya mejor la muerte”.  Desde la ultratumba, sus memorias dan fe de ello.



domingo, 16 de septiembre de 2012

El testamento filosófico de George Steiner









Desde hacía diez años, George Steiner no había publicado un libro tan unitario como La poesía del pensamiento (Del helenismo a Celan). En él vuelve a sus temas de siempre, como si sirvieran para construir un ¿último? posfacio a Gramáticas de la creación (2001). La relación entre la música, las matemáticas y la poesía, que vertebraban aquel fallido intento de una estética teológica, dan paso ahora a una paráfrasis sobre las relaciones entre los dos frutos de la imaginación que han marcado toda su trayectoria: poesía y filosofía.

La tesis de esta obra es clara: poetas y filósofos utilizan el mismo instrumento, el lenguaje, y, por tanto, están sometidos a su poder y a sus límites. Parafraseando a Buffon, el uno y el otro son su estilo. Por ello, en todo gran  poeta, como en Hölderlin o en Celan, hay un filósofo, pero, en todo filósofo, aletea la sombra de un poeta, así en Heráclito, así, paradójicamente, en el mismo Hegel, ejemplo tortuoso de un lenguaje que se quiere autofundante.

En el primer Steiner se ha señalado la influencia de la Escuela de Francfurt. En Presencias reales (1988) se ha dicho que culminaba el hechizo que ha ejercido sobre su obra la figura de Heidegger. En sus siguientes libros, cuanto más reticentes al magisterio heideggeriano, más se ha ido haciendo presente la sombra de Wittgenstein. No sólo el del Tractatus, que acababa con la tesis de que “sobre lo que no se puede hablar, es mejor callar”, sino, sobre todo, el de las Investigaciones filosóficas. La poesía del pensamiento lo atestigua a cada paso.

Bajo tonalidades nietzscheanas, Steiner viene a sostener que todo esfuerzo teológico ha de entenderse como una gramática. La posibilidad de sentido es una cuestión de sintaxis. A Dios no se le podría dar otro culto que conjugándolo. Sin embargo, tras Auschwitz, el futuro, el tiempo de la esperanza mesiánica, pero también del progreso ilimitado y triunfante, se habría colapsado. “El que es” difícilmente “podrá venir”. El espíritu que sabe a ceniza ha dejado a Occidente sin Dios, desvanecido en un autismo ausente.

Aceptemos –parece decirnos Steiner- que sólo puede haber auténtico arte cuando se logra articular los trascendentales de verdad, bien y belleza. ¿Permite siquiera pensarlo la experiencia histórica del siglo XX? El agnóstico Steiner, maravillado lector de Dante, se siente incapaz de pregonar una restauración metafísica. Su visión es, más bien, elegíaca. No anuncia el nuevo día, que está convencido de que llegará pero cuyo horizonte es todavía desconocido, sino que contempla, en el crepúsculo, con melancolía, el paisaje que se difumina. Como en Gramáticas de la creación, como en Lecciones de los maestros, Steiner entona un kaddish (pulse aquí también) por la cultura occidental que, enferma de alzheimer, no recuerda ya a sus progenitores: Atenas y Jerusalén.

La poesía del pensamiento es un libro desigual, pero es sobre todo un libro invernal, casi testamentario, en que su autor parece presentir la proximidad de la muerte. Con una conciencia casi física de que el tiempo se le acaba, Steiner se apresura a recorrer con avidez los rincones amados de su biblioteca, imagen borgeana de su patria. Su nostalgia característica le espolea, inquieto, a repasar, más que con la vista, con el oído y hasta con el tacto las lecturas que le han acompañado a lo largo de su vida. Con todo, su apasionada serenidad no esconde cierta angustia. Al lado de las páginas donde brilla el mejor estilo sincopado de su autor, cuando se recrea en Heráclito, en Marx o en Valéry, otras acumulan esa erudición steineriana que no puede ocultar su agotamiento, su cansancio, su impotencia: “Siempre provisionales, mis preguntas se han vuelto imposibles de responder”, acaba reconociendo.

Solos, frente a frente, hablando quizás de botánica durante su encuentro en Todtnauberg, Celan y Heidegger alegorizarían, al final de esta obra, el silencio infinitamente significativo e inexplicable entre la poesía y la filosofía en esta época nuestra del epílogo. Siempre desafiada y siempre vencedora, Steiner opone a la muerte el consuelo, que es también conjuro, de la inmensa posibilidad que contiene el “no”, la negativa a rendirse. Un conjuro creativo. Un consuelo desesperado.

sábado, 15 de septiembre de 2012

Mis Papas (IV). Benedicto XVI






Tras un “hombre de acción” como Juan Pablo II, Benedicto XVI encarna el modelo de hombre de reflexión. No es un contemplativo, sino un intelectual.  En el fondo, como teólogo, es un explorador de la fe. Y, claro, dice lo que piensa; por ello, ha levantado polémicas como la derivada de su Discurso de Ratisbona (2006) o de sus opiniones en el libro de conversaciones con el periodista alemán Peter Seewald titulado Luz del mundo (2010). 

Le han llamado de todo. La etiqueta más conocida es la de inquisidor. Pero, de serlo,  es un inquisidor muy raro: actúa tras escuchar y dialogar. Si no fuese por la tirria que le tienen los sectores más progres, con todo el escándalo del Vatileaks le presentarían como un Papa asediado por los oscuros manejos de monseñores de sonrisa meliflua y de mirada aguileña acostumbrados a los más turbios manejos (pulse aquí). Hasta Paoletto, el empleado traidor, reúne las condiciones mentales y morales de un eclesiástico deforme de Víctor Hugo o de un rapaz envejecido de Valle Inclán.  

Pero no. Han corridos ríos de tinta sobre la incompetencia del cardenal Bertone, Secretario de Estado; sobre los resentimientos de Vigatò, antiguo gobernador del Estado del vaticano; sobre las finanzas del IOR, la banca vaticana; sobre… Pero sobre el papel de Benedicto XVI se pasa más bien de puntillas. A mí me da la impresión que ese silencio significa que, como todo buen hombre de gobierno, sabe que mandar consiste en que te obedezcan, con o sin gusto, pero sin levantar la voz.

Por nuestros lares, algun@s han querido minusvalorar la talla intelectual de Benedicto XVI comparándolo con Hans Küng, que había sido colega suyo en los fabulous 60. Pero a Küng siempre le han gustado demasiado los porsches y la vida exquisita, lo que contradice la estética arrastrada de las comunidades de base. Tan necesitado de la aclamación de sus corifeos y de sus corifeas, Küng, ocupado siempre en releerse, no habrá tenido además seguramente mucho tiempo para hojear las homilías de Pagola y los tratados de Torres Queiruga, teólogos locales del bombo mutuo (pulse aquí). Quien podría haber sido el mirlo blanco, o rosso, el cardenal Martini, lo han redescubierto tarde, anciano y enfermo, y, sólo después de su recientísima muerte, lo han querido volver a sacar en procesión.

A mí, que soy libresco, no me encontrarán en los actos multitudinarios. Tampoco en los de Benedicto XVI. Pero me gusta releer con frecuencia las páginas de la Introducción al cristianismo. Y le agradezco su Jesús de Nazaret. Como él decía, no era un acto magisterial sino su personal búsqueda del “rostro del Señor”. Su aventura de librarnos de la prisión de una exclusivista hermenéutica histórica (el Jesús de la historia que sirve para los congresos teológicos nuestros de cada año) para abrirnos a una hermenéutica de la fe es un regalo para los católicos.

Reconozco que el Papa actual me robó el corazón con su encíclica La caridad en la verdad. Su capítulo primero se titula “El mensaje de la Populorum progressio”. Ratzinger, el azote de los herejes, el látigo que blandía Wojtyla contra los díscolos, ¿montiniano converso? En absoluto. Tengo para mí que, al entroncar con la enseñanza de Pablo VI y no con la de su inmediato predecesor, Benedicto XVI lanzaba un claro mensaje a quienes clamaban contra la continuidad en la reforma de la Iglesia, del lado progresista o del tradicionalista. Recogiendo el testigo de Pablo VI, el autor de la Dominus Iesus y del Motu Proprio Summorum Pontificorum garantizaba la fidelidad de la Iglesia al Concilio Vaticano II.


miércoles, 5 de septiembre de 2012

Mis Papas (III). Juan Pablo II



Por el carácter instantáneo de los medios de comunicación la imagen de Juan Pablo II que ha quedado grabada en la retina ha sido la de sus últimos años: la de de un anciano que,  según unos, con férrea determinación, y que, según otros, con una entrega completa de fe, continuaba su ministerio público como Vicario de Cristo.
En mi memoria afectiva la que queda, en cambio, es la de un Papa joven, con una sonrisa enigmáticamente eslava. No sólo resultaba cercano, sino que su personalidad, arrolladora, no podía ser confundida con las pasiones, a favor o en contra, que levantaba a su paso. Era “él” y no podía uno permanecer indiferente.
Su primera visita a España marcó la fe de mi adolescencia. Frente a Nunciatura, aguardé su paso. Verlo fue consolador. Retengo su manto rojo, su sonrisa y su mano que no dejaba de bendecir. Pero estuve en la misa del Bernabéu. A lo lejos, en una pantalla, lo vi como alguien que, en realidad, no hablaba para mí. Tenía la sensación de que su interlocutor estaba en otro lugar.
Tengo para mí que la gran desilusión de su pontificado fue ver que aquella reevangelización de Europa que soñaba, cuyos frutos parecía haber anunciado la caída del Muro de Berlín, no acabó de cuajar. Aquellas energías espirituales, que habían estado sofocadas por el comunismo, se agostaron en flor ante el sol tórrido del capitalismo. Quizás no vio que su propuesta de la fe cristiana como una alternativa a los dos sistemas económicos materialistas de la modernidad europea era demasiado hegeliana: una síntesis que necesitaba de su tesis y de su antítesis simultáneamente. Era una gran idea que, aunque no se reconozca, desactivó la teología de la liberación mucho más que las condenas de Boff y compañía; pero cuya marcha topó con el implacable enemigo capitalista, coyuntural (y aprovechado) aliado.

Quienes lo calificaban de carca, reaccionario, involucionista, eran, al menos en mi entorno, unos progres la mar de interesados (por lo suyo, claro). Quienes lo elogiaban sin medida, daban la impresión de que intentaban usufructuar las plusvalías de su apostolado.

Íntimamente, en Juan Pablo II veo sobre todo al poeta y al dramaturgo, al obrero y al sacerdote. Mis resistencias adolescentes las venció una frase que leí en la biografía de Wengel y que también podría ayudarme a entender sus simpatías por los nuevos movimientos. Recién elegido Papa, concede audiencia a la Unión de Superiores Religiosos. En la antecámara, el P. Arrupe, Presidente a la sazón, junto con otros superiores, se interesan por la opinión del pontífice desconocido (el primer Papa no italiano en cuatrocientos años) hacia la vida religiosa. El interlocutor contesta en latín lo que podía ser el mejor lema para retratarlo: “Non amat ordines, sed personas”.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Cardenal Martini, en la memoria blanca



Los dos gallos digitales de la información religiosa en España han escrito la necrológica del cardenal Martini con dos estilos más antagónicos incluso que sus propias posturas eclesiales. A mí sigue sonrojándome esa autocomplacencia aduladora que el progresismo (ex)clerical español, como el de José Manuel Vidal (pulse aquí), perpetra sin mesura cada vez que tiene la oportunidad de recordar las viejas batallas perdidas. De la Cigoña, maestro del sarcasmo cañí, se muestra extrañamente contenido, con el rabillo del ojo más puesto en Vidal que en el finado (pulse aquí). Enlaza una serie de páginas que recuerdan muy críticamente las posturas defendidas por el arzobispo emérito de Milán durante los últimos años.

Las opiniones de Martini sobre temas polémicos como investigación genética, parejas homosexuales, relaciones prematrimoniales, celibato opcional o sacerdocio femenino han levantado polvaredas. Tengo para mí que, cuando las expresaba, hablaba más como jesuita que como cardenal, aunque supiera que lo uno y lo otro eran en su vida indisociables. Pero, a fin de cuentas, jesuita lo era por vocación. Para hacer gala de ello, como la anécdota ha transmitido, a la pregunta por qué bebida martini le gustaba más, contestó: “Sono rosso, non bianco”. Los cándidos, es decir, los blancos, nos quedamos a cuadros, porque en estas tierras nuestras la alternativa es el aguardiente.

Le admiré. Cuando era joven, leía sus libros divulgativos sobre el evangelio de Lucas y Juan, o sobre los Ejercicios espirituales, con un entusiasmo que luego se me fue enfriando ante su mayor radicalidad, en una sociedad en que hay que decirlas bien gruesas para atraer la atención. En ellas vislumbraba la manifestación de una elegancia intelectual jesuítica que necesita seguir despertando un halo de admiración. Seguro que soy injusto, pero en el Martini de los últimos años no podía evitar ver un personaje a contrapelo de película de Lucchino Visconti. En su vida beata, tal como Gil de Biedma deseaba en un poema, vivía como un noble arruinado entre las ruinas de su inteligencia. Una inteligencia excepcional, deslumbrante.

Lo suyos fueron grandes maestros. Ellos, en cambio, no han tenido grandes discípulos. Descanse en paz.