Desde hacía diez años, George Steiner no había publicado un
libro tan unitario como La poesía del
pensamiento (Del helenismo a Celan). En él vuelve a sus temas de siempre, como si sirvieran para construir un ¿último? posfacio a Gramáticas
de la creación (2001). La relación entre la música, las matemáticas y la poesía,
que vertebraban aquel fallido intento de una estética teológica, dan paso ahora
a una paráfrasis sobre las relaciones entre los dos frutos de la imaginación que han marcado toda su trayectoria: poesía y filosofía.
La tesis de esta obra es clara: poetas y filósofos utilizan
el mismo instrumento, el lenguaje, y, por tanto, están sometidos a su poder y a sus límites. Parafraseando a Buffon, el uno y el otro son su estilo. Por ello, en todo gran poeta, como en Hölderlin o en Celan, hay un
filósofo, pero, en todo filósofo, aletea la sombra de un poeta, así en
Heráclito, así, paradójicamente, en el mismo Hegel, ejemplo tortuoso de un
lenguaje que se quiere autofundante.
En el primer Steiner se ha señalado la influencia de la
Escuela de Francfurt. En Presencias
reales (1988) se ha dicho que culminaba el hechizo que ha ejercido sobre su
obra la figura de Heidegger. En sus siguientes libros, cuanto más reticentes al
magisterio heideggeriano, más se ha ido haciendo presente la sombra de
Wittgenstein. No sólo el del Tractatus,
que acababa con la tesis de que “sobre lo que no se puede hablar, es mejor
callar”, sino, sobre todo, el de las Investigaciones
filosóficas. La poesía del
pensamiento lo atestigua a cada paso.
Bajo tonalidades nietzscheanas, Steiner viene a sostener que todo esfuerzo
teológico ha de entenderse como una gramática. La posibilidad de sentido es una
cuestión de sintaxis. A Dios no se le podría dar otro culto que conjugándolo. Sin embargo, tras Auschwitz, el futuro, el tiempo de la esperanza mesiánica, pero también del progreso ilimitado y triunfante, se habría colapsado. “El que es” difícilmente “podrá venir”. El espíritu que sabe a
ceniza ha dejado a Occidente sin Dios, desvanecido en un autismo ausente.
Aceptemos –parece decirnos Steiner- que sólo puede haber
auténtico arte cuando se logra articular los trascendentales de verdad, bien y
belleza. ¿Permite siquiera pensarlo la experiencia histórica del siglo XX? El agnóstico
Steiner, maravillado lector de Dante, se siente incapaz de pregonar una restauración
metafísica. Su visión es, más bien,
elegíaca. No anuncia el nuevo día, que está convencido de que llegará pero cuyo
horizonte es todavía desconocido, sino que contempla, en el crepúsculo, con
melancolía, el paisaje que se difumina. Como en Gramáticas de la creación, como en Lecciones de los maestros, Steiner entona un kaddish (pulse aquí también) por la cultura occidental que, enferma de alzheimer, no recuerda ya a sus progenitores: Atenas y Jerusalén.
La poesía del
pensamiento es un libro desigual,
pero es sobre todo un libro invernal, casi testamentario, en que su autor parece presentir la proximidad de
la muerte. Con una conciencia casi física de que el tiempo se le acaba, Steiner
se apresura a recorrer con avidez los rincones amados de su biblioteca, imagen
borgeana de su patria. Su nostalgia característica le espolea, inquieto, a
repasar, más que con la vista, con el oído y hasta con el tacto las lecturas
que le han acompañado a lo largo de su vida. Con todo, su apasionada serenidad no
esconde cierta angustia. Al lado de las páginas donde brilla el mejor estilo
sincopado de su autor, cuando se recrea en Heráclito, en Marx o en Valéry,
otras acumulan esa erudición steineriana que no puede ocultar su agotamiento,
su cansancio, su impotencia: “Siempre provisionales, mis preguntas se han
vuelto imposibles de responder”, acaba reconociendo.
Solos, frente a frente, hablando quizás de botánica durante
su encuentro en Todtnauberg, Celan y Heidegger alegorizarían, al final de esta obra, el silencio
infinitamente significativo e inexplicable entre la poesía y la filosofía en
esta época nuestra del epílogo. Siempre desafiada y siempre vencedora, Steiner opone a
la muerte el consuelo, que es también conjuro, de la inmensa posibilidad que
contiene el “no”, la negativa a rendirse. Un conjuro creativo. Un consuelo
desesperado.
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