Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.
Mostrando entradas con la etiqueta Papas. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Papas. Mostrar todas las entradas

viernes, 3 de mayo de 2019

La última lección de San Bernardo de Claraval.


Milagro de San Bernardo,
Alejandro de Loarte (h. 1620)

La publicación prepascual de los apuntes de Benedicto XVI sobre La Iglesia y el escándalo del abuso sexual ha suscitado, como era esperable, una amplia reacción, sobre todo por la atribución de los orígenes de ese fenómeno a los acontecimientos en torno al 68 francés. 

viernes, 14 de septiembre de 2018

Eclesiolatría.



Bonifacio VIII proclama el Jubileo de 1300,
Giotto (1300)

En las conversaciones esporádicas que mi heterónimo mantiene con Daniel Capó se consuelan mutuamente de la velocidad desencadenada de los acontecimientos actuales. Melancólico, Capó observa que el orden liberal de la posguerra mundial se ha colapsado y que su sistema de equilibrios, incluidos los culturales, está en derribo por la acción confluente de fuerzas revolucionarias que podrían entenderse casi en un sentido apocalíptico.

martes, 6 de marzo de 2018

En provincias con Pascal.



Moïse présentant les tables de la Loi,
Philippe de Champaigne (1649)


En una de las últimas conversaciones que mi heterónimo, con espaciada regularidad, suele mantener con Daniel Capó, le exponía su calmada indignación por el ataque que la “opción Benito” de Rod Dreher había recibido desde La Civiltà Cattolica por parte de un padre jesuita belga, Andreas Gonçalves Lind. Se la acusaba de “donatismo”. Nada más insinuarle que este tipo de reacciones constituía la réplica cíclica, a escala casi imperceptible, de la crisis eclesial del catolicismo desde los orígenes de la modernidad, su interlocutor le animó vivamente a que escribiese una entrada sobre la consumación de esta Caída que advertimos en sus estertores.

viernes, 17 de noviembre de 2017

Preámbulo del Anticristo, con ecos de Vladimir Soloviev.



Retablo de todos los Santos,
Albrecht Dürer (1511)

En XXI Güelfos mi heterónimo seleccionaba la entrada “El Papado y el katéjon” como pórtico de su Purgatorio. En ella releía, todavía con una cierta ingenuidad, la seriedad escatológica con que el beato John Henry Newman comentaba, en su periodo anglicano, las profecías sobre el Anticristo. De los cuatro sermones que dedicaba a esta figura en 1835 escogió, no casualmente, el de “La ciudad del Anticristo”. En el fondo sostenía que Roma, entendida en el sentido a la vez metonímico y anagógico, político y místico, que había representado el Papado en la historia de occidente, ha encarnado una figura del katéjon, es decir lo que retenía la llegada del Anticristo.

martes, 20 de diciembre de 2016

La melancolía religiosa de Robert Burton.



Melancolia,
Giovanni Bellini (1489)

Es de buen tono entre los anglófilos citar la Anatomía de la melancolía (1ª ed. 1621) de Robert Burton (1577-1640) como uno de esos exquisitos volúmenes que nos consuelan de la derrota permanente en que parece consistir la vida. Germánico, Walter Benjamin observaba que, “donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, el ángel de la historia ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies”. Empirista como buen inglés, del vendaval del progreso Burton se protegió con serena dignidad oponiendo a un mundo, en que las jerarquías del orden cósmico medieval se iban derrumbando, una escritura férreamente desatada, inacabable, que sigue retrasando -y prolongando- la espera inevitable. Como sentencia con brevedad estoica Ignacio Peyró, toda la riqueza anatómica de la obra de Burton “sabe que hablar de la melancolía es hablar -irremediablemente- de los adentros del hombre”.

martes, 23 de diciembre de 2014

Mis Papas (V). Francisco, en invierno.



Aprobación de la regla de san Francisco,
Giotto (1300)


No dejo de escuchar aquí y allí que ha llegado un periodo primaveral a la Iglesia con la elección del papa Francisco. Me he asomado al balcón y me parece que estamos al final de un otoño extraño: hay días calurosos, otros son días de lluvias y el frío poco a poco se apodera de nuestros huesos. Tampoco tiene por qué ser mala señal. Por estas fechas, la duración de la luz aumenta a la vez que las capas de hielo. La obsesión primaveral me parece la metáfora infantil de una sociedad incapaz de asumir la vejez y la muerte que, los cristianos bien lo sabemos, no es el fin.

martes, 26 de agosto de 2014

La refutación "güelfa" de Guiu de Terrena.



Santa Catalina ante el Papa en Aviñón,
Giovanni di Paolo (1460-1463)


De modo imprevisto me topo con una edición trilingüe –en latín, catalán e inglés− de la refutación inédita de los errores contenidos en el Defensor pacis (1324) de Marsilio de Padua. Está redactada por un carmelita catalán llamado Guiu de Terrena (1270-1342), que fue, además de prior general de su Orden, obispo de Mallorca y de Elna –la actual Perpiñán− y consejero del primer papa aviñonés Juan XXII. Un volumen en apariencia tan filológico, tan académico (Santa Coloma de Queralt, 2014), guarda un tesoro de inteligencia que, en su fragmentariedad y en su latín eclesiástico y canonista tan moliente, admite lecturas extrañamente contemporáneas.

El coordinador de la edición, Alexander Fidora, presenta con sucinta claridad la trayectoria intelectual de este fraile cuyo consejo fue muy apreciado en los primeros compases, tortuosos como todos aquellos tristes años, del papado aviñonés. Fidora expone también la estructura y fuentes de la refutación de fray Guido en un triple nivel teológico: histórico, lógico y exegético. Analiza finalmente su huella en la bula papal Licet iuxta doctrinam (1327) en que se condenaban expresamente los errores de Marsilio y de su colega Juan de Jandun, comparando su informe con los que también solicitó el papa Juan al agustino Guillermo de Cremona y al carmelita Sibert de Beeck. 

Parece que los tres informantes no habían tenido acceso directo a la obra del ex-rector parisino Marsilio, sino que elaboraron su dictamen sobre un elenco de proposiciones presentadas en sus rasgos generales. Aun así, resulta evidente que supieron enmarcar el debate en sus justos términos, sin deformar el pensamiento marsiliano al que, por otra parte, como es lógico se oponían. ¡La oscura integridad medieval…!

Siete siglos después produce cansancio advertir que el laicismo posrevolucionario, y el cristianismo liberal, actualizan exasperadamente las mismas discusiones, con un prurito de modernidad que debería de empezar a resultar ridículo, si no fuera por su implícita violencia. Oyendo hablar de colegialidad, de conciliarismo, de democracia interna, de derechos humanos en la Iglesia, como si las luces ilustradas aún hubieran de despejar las sombras oscurantistas de una institución anacrónica, regresan con fuerza los enunciados de la bula de Juan XXII.

Cada paso que parece ganarse para la libertad y la igualdad pasa a ser ocupado y garantizado –yo diría invadido− por la figura del “imperium”. Si Pedro no pudiera atribuirse más autoridad que ningún otro apóstol, pues Cristo no lo habría designado como vicario suyo, entonces al emperador correspondería de pleno derecho instituir, deponer o castigar al Papa, como hizo Luis IV de Baviera con el propio Juan XXII. Si todos los sacerdotes, incluido el Papa, tuvieran la misma autoridad y jurisdicción, sólo el emperador, de acuerdo con sus leyes y sus intereses, podría castigar o permitir que se castigase en la Iglesia. Dad al César lo que es suyo, es decir, todo lo vuestro.

En el manuscrito de la confutatio de nuestro Guiu, doctor breviloquus, sólo se conserva su respuesta al primer error: que los bienes temporales de la Iglesia están sometidos al emperador, que puede considerarlos suyos. En Mt. 17, 24-27, Cristo pagó el impuesto del dracma haciendo que Pedro fuese al lago a pescar un pez de cuya boca pudiera sacar la moneda. Marsilio de Padua concluía que Jesús cumplió por obligación y no por condescendencia o por libre disponibilidad.

Tras leer al obispo Guido, uno echa en falta el rigor y la precisión intelectual, además de la valentía eclesial, de aquellos pastores. Cuando escucho los argumentos de la discusión en torno a la propiedad de la Catedral-Mezquita de Córdoba, o sobre el pago del impuesto del IBI, o sobre la asignatura de religión, y a continuación atiendo la defensa de nuestros obispos echando mano de la Constitución, de los Acuerdos con la Santa Sede, de los enormes beneficios sociales de su labor asistencial, etc., a mí se me cae el alma a los pies.

La Iglesia no quiere entender que los tiempos del trono y del altar se han acabado en cualquiera de sus formas. Si la Iglesia quiere ser libre, debe asumir que en su misma constitución divina se opone irremediablemente a los poderes de este mundo. Si Roma –y difícilmente Aviñón− significa algo es precisamente la resistencia, el residuo de legitimidad teocrática, que impide que el mismo Estado se despeñe por formas, a cual históricamente más monstruosa, de despotismo y de tiranía enloquecidos. Comprendo que estas palabras suenen cavernícolas, pero sin Dios y bajo Moloch, limitada a tareas meramente asistenciales en el ámbito social y educativo, ¿no le bastaría al Estado desarrollar una ley de libertad religiosa para garantizar realmente la irrelevancia profética de la Iglesia Católica en España?

“Así pues es erróneo y herético y va contra la Escritura decir que el emperador podría tomar como suyos todos los bienes de la Iglesia. Además, si el emperador puede tomar, según el deseo de su voluntad, todos los bienes temporales de la Iglesia, entonces, sin objetos temporales, los sacerdotes de la Iglesia no podrían oficiar, razón por la cual el Señor ordenó que “quien sirva al alta, viva del altar”. Por tanto, si el emperador puede tomar lícitamente los bienes temporales de la Iglesia como suyos, también podría eliminar lícitamente el culto divino y el oficio divino. Decir esto es completamente blasfemo y del todo herético, ya que equivale a decir que el hombre podría legislar contra el precepto divino, por ejemplo, ordenando que no se honre a Dios ni se le sirva con el debido obsequio sino que se obedezca al hombre más que a Dios, el cual ordenó por medio del profeta: «Aclamad a Dios todos los pueblos de la tierra, servid al Señor con alegría»”.

Sin el culto y el oficio divinos, ¿qué último refugio encontrarían los nonatos y los enfermos irreversibles?


martes, 1 de octubre de 2013

El Papado y el katéjon.



 Il Giudizio Universale (c. 1431),
Beato Angelico.


Leonardo Castellani (1899-1981) dedicó páginas apasionadas advirtiendo contra el poder del Anticristo en El Apocalipsis de San Juan (1963). Castellani describe con viveza y, quizás, con aterrorizada admiración el poder del Príncipe de este mundo que habría sido creado “probablemente” para gobernar la tierra. Al pecar no habría perdido este don, ya que, según explica el singular jesuita argentino, los ángeles están en su naturaleza íntima calcados al fin para el que han sido destinados. 

¿Se habrá reservado Satanás, el dios del mundo, Sumo Sacerdote de la iniquidad, en un reverso tan infernal como inmanente, usurpar la triple función sacerdotal, profética y real? Lo cierto es que sólo Nuestro Señor Jesucristo logrará vencerlo definitivamente por el poder de su Nombre. Sobre la destrucción apocalíptica se instaurará la Jerusalén celeste.

Vivimos en una época milenarista. Entre no pocos católicos se ha extendido la idea de que estamos ya viviendo el fin de los tiempos. Si se me permite el esquematismo, distinguiría entre una relectura (anti)metafísica y una perspectiva político-teológica. En un caso se teologiza de nuevo la reconciliación hegeliana del Espíritu que coincidiría con el colapso de la historia. En el otro, se analiza con desazón la acelerada descomposición del sistema de principios que han caracterizado la tradición judeocristiana de Europa, como, por ejemplo, la monogamia, la sacralidad de la vida, la procreación natural o la soberanía y la jerarquía religiosa.

Proliferan profecías -en forma de mensajes y revelaciones privadas- sobre la realización actual de los acontecimientos que anunciaron el Antiguo y el Nuevo Testamento. En efecto, desde la época de los primeros cristianos, se ha solido leer en los sucesos contemporáneos una  advertencia de que la Segunda Venida está muy próxima. No extraña, por ello, que se atribuyan actualmente a los zarpazos del Anticristo los escándalos sexuales y económicos en que se ha visto envuelta la Iglesia. Aún así, no debe olvidarse tampoco que, como ha advertido el Papa Francisco, la Iglesia no es simplemente una ONG. Según el beato John Henry Newman (1801-1890), el Anticristo bien podría ser también un filántropo, cuyo humanitarismo podría convertirse en el enemigo más peligroso de la religión.

En cualquier caso, no se crea que esta percepción de la inminencia del juicio se observa en determinados grupos sólo con espanto. Ellos cuentan con la esperanza de que, siendo fieles, formarán parte del resto escogido que no padecerá la crueldad exterminadora de la que avisa el Apocalipsis. Personalmente, no acabo de entender su contento ante los horrores y las persecuciones que habremos de soportar contemplando cómo la apostasía se adueña del mundo. 

En un periodo cósmicamente penitencial, el Cuerpo Místico de Cristo volverá a ser crucificado. La oración de Getsemaní y el Salmo 22 deberían ser meditados sin cesar. Más si cabe, si algunos no descartan que hasta la Abominación de la Desolación podría surgir de la misma entraña de la Iglesia. Usurpando la Sede de Pedro, el Anticristo se vería libre para cumplir así el signo apocalíptico de la supresión de cualquier culto religioso, incluso el más excelso: el Sacrificio Eucarístico. Al margen de gestos, palabras y gustos de uno u otro Papa, a mí esta posibilidad me parece una monstruosa herejía que confunde el lugar con el ministerio apostólico.

Por su admirable prudencia y por el rigor de su inteligencia y de su fe, aconsejo la lectura de los Cuatro Sermones (Madrid, 2010) de Newman que, siendo anglicano, dedicó al Anticristo en el Adviento de 1835. Me inspiro en él para atreverme, quizás excesivamente, a formular una intuición güelfa de quien ya ha vivido suficiente como para recordar que hace ahora seiscientos años hubo no dos sino hasta tres Papas, durante la etapa del Cisma de Occidente. ¿Hace falta que estetice y que diga dos de sus nombres? Benedicto XIII y Juan XXIII. 

Para evitar paralelismos históricos, que no son sino un modo de tejer la ficción de la verdad (cien años separan la resolución del Concilio de Constanza de las tesis de Wittemberg), creo que sigue siendo clave el texto de san Pablo en 2 Te 3-7: “Porque el misterio de la iniquidad está ya en acción; sólo falta que el que lo detiene ahora, desaparezca de en medio”. La apostasía general que permitirá manifestarse a su tiempo (kairós) al hijo de la perdición (amartía) es un misterio de iniquidad (anomía, falta de ley) que está retenida (katéjon, lo que retiene). 

San Agustín, como san Ambrosio y san Jerónimo, identificaron el katéjon con el Imperio Romano. Ante su imponente realidad los sentimientos de todos ellos eran ambiguos. Por un lado, era el cuarto monstruo, el más terrible y destructor, de la visión del profeta Daniel. Las terribles persecuciones contra los cristianos daban testimonio de su ferocidad. Por otra parte, con su ordenamiento social y jurídico, sobre todo a partir de la adopción del Cristianismo como la religión oficial en el siglo IV, era también una garantía de paz ante las fuerzas caóticas (anómicas) que extendían las invasiones bárbaras. Como asume el cardenal Newman, quizás el Imperio Romano, como su lengua, no haya muerto nunca del todo, perviviendo hasta la actualidad en su dimensión jurídico-política.

El katéjon, pues, sería en sentido negativo un obstáculo para el advenimiento del Reinado de Dios, pero también, positivamente, el principio que impide momentáneamente la terrible victoria definitiva, aunque parcial, del Anticristo, durante el periodo simbólico de tres años y medio.

Lo que detiene su llegada, el katéjon, era, según san Justino, la Iglesia. Aquí es donde entra mi intuición güelfa, pues la existencia de ella se funda sobre la roca del Papado. Sin el reconocimiento del primado, su santidad es incompleta, por más que no deje de ser a la vez compleja, asediada por la iniquidad. Su autoridad es de origen divino y, por ello, indestructible: “Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella” (Mt 16, 18). Infierno e Imperio mantienen una inquietante semejanza fónica. 

Podrá morar el Anticristo en el lugar santo, pero jamás podrá penetrar en el misterio íntimo de la Iglesia que es el del Cuerpo de Cristo Resucitado. Pedro traicionó a su Señor, dudó ante los judaizantes, pero jamás le ha sido retirada la promesa. Una y otra vez ha sido confirmada a lo largo de la historia. El obispo de Roma custodia las llaves del Reino que, en el Espíritu, le ha confiado la Iglesia universal. Siervo de los siervos, la potestad del Papado -real, activa, operante- es pneumática.

Podrá –ha podido, puede- la Iglesia prostituirse, pero la fidelidad petrina está íntimamente ligada a la economía de la salvación. El Hijo del Hombre reinará congregando a sus elegidos de los cuatro vientos desde un extremo del cielo hasta el otro extremo. Este es el ministerio de Pedro: mantener a los elegidos atentos a la parusía.

La asamblea santa, a quienes Jesús ha prometido su compañía hasta la consumación de los siglos (Mt 28, 20) y a la que, por tanto, ni siquiera el Anticristo podrá exterminar, seguirá fundada sobre la piedra de una autoridad mística que la pérdida de cualquier forma de poder cuestionará de manera terrible sin lograr, empero, vencerla. Como su Salvador, la Iglesia será crucificada al final de los tiempos. Sin embargo, vaciada, será exaltada por la manifestación plena de la Resurrección de su Señor que vendrá con poder para juzgar el mundo.

En primer lugar, ¿por qué Roma no ha sido destruida todavía? ¿Por qué razón los bárbaros no la aniquilaron? Babilonia sucumbió bajo la mano del vengador enviado contra ella; Roma, no. ¿Por qué razón? Puesto que si ha habido algo que difiriese la venganza destinada a Roma, podría ser que dicho obstáculo actuase todavía y retuviese la mano levantada de la cólera divina hasta que venga el fin. La causa de esta inesperada prórroga parece ser simplemente la siguiente: cuando los bárbaros cayeron sobre Roma, Dios tenía un pueblo en esa ciudad. Babilonia era una mera prisión de la Iglesia; Roma la había recibido como huésped. La Iglesia moraba en Roma, y mientras sus hijos sufrían en la ciudad pagana a manos de los bárbaros, al mismo tiempo ellos fueron la vida y la sal de la ciudad de sus padecimientos” (J. H. Newman, Sermón “La ciudad del Anticristo”).


Creo firmemente que la santidad de la Iglesia, pura gracia, se sustraerá a la apostasía. En el tiempo que permanezca en el sepulcro, las palabras del Redentor mantendrán el sentido auténtico de su esperanza: “Apacienta mis ovejas”.



sábado, 15 de septiembre de 2012

Mis Papas (IV). Benedicto XVI






Tras un “hombre de acción” como Juan Pablo II, Benedicto XVI encarna el modelo de hombre de reflexión. No es un contemplativo, sino un intelectual.  En el fondo, como teólogo, es un explorador de la fe. Y, claro, dice lo que piensa; por ello, ha levantado polémicas como la derivada de su Discurso de Ratisbona (2006) o de sus opiniones en el libro de conversaciones con el periodista alemán Peter Seewald titulado Luz del mundo (2010). 

Le han llamado de todo. La etiqueta más conocida es la de inquisidor. Pero, de serlo,  es un inquisidor muy raro: actúa tras escuchar y dialogar. Si no fuese por la tirria que le tienen los sectores más progres, con todo el escándalo del Vatileaks le presentarían como un Papa asediado por los oscuros manejos de monseñores de sonrisa meliflua y de mirada aguileña acostumbrados a los más turbios manejos (pulse aquí). Hasta Paoletto, el empleado traidor, reúne las condiciones mentales y morales de un eclesiástico deforme de Víctor Hugo o de un rapaz envejecido de Valle Inclán.  

Pero no. Han corridos ríos de tinta sobre la incompetencia del cardenal Bertone, Secretario de Estado; sobre los resentimientos de Vigatò, antiguo gobernador del Estado del vaticano; sobre las finanzas del IOR, la banca vaticana; sobre… Pero sobre el papel de Benedicto XVI se pasa más bien de puntillas. A mí me da la impresión que ese silencio significa que, como todo buen hombre de gobierno, sabe que mandar consiste en que te obedezcan, con o sin gusto, pero sin levantar la voz.

Por nuestros lares, algun@s han querido minusvalorar la talla intelectual de Benedicto XVI comparándolo con Hans Küng, que había sido colega suyo en los fabulous 60. Pero a Küng siempre le han gustado demasiado los porsches y la vida exquisita, lo que contradice la estética arrastrada de las comunidades de base. Tan necesitado de la aclamación de sus corifeos y de sus corifeas, Küng, ocupado siempre en releerse, no habrá tenido además seguramente mucho tiempo para hojear las homilías de Pagola y los tratados de Torres Queiruga, teólogos locales del bombo mutuo (pulse aquí). Quien podría haber sido el mirlo blanco, o rosso, el cardenal Martini, lo han redescubierto tarde, anciano y enfermo, y, sólo después de su recientísima muerte, lo han querido volver a sacar en procesión.

A mí, que soy libresco, no me encontrarán en los actos multitudinarios. Tampoco en los de Benedicto XVI. Pero me gusta releer con frecuencia las páginas de la Introducción al cristianismo. Y le agradezco su Jesús de Nazaret. Como él decía, no era un acto magisterial sino su personal búsqueda del “rostro del Señor”. Su aventura de librarnos de la prisión de una exclusivista hermenéutica histórica (el Jesús de la historia que sirve para los congresos teológicos nuestros de cada año) para abrirnos a una hermenéutica de la fe es un regalo para los católicos.

Reconozco que el Papa actual me robó el corazón con su encíclica La caridad en la verdad. Su capítulo primero se titula “El mensaje de la Populorum progressio”. Ratzinger, el azote de los herejes, el látigo que blandía Wojtyla contra los díscolos, ¿montiniano converso? En absoluto. Tengo para mí que, al entroncar con la enseñanza de Pablo VI y no con la de su inmediato predecesor, Benedicto XVI lanzaba un claro mensaje a quienes clamaban contra la continuidad en la reforma de la Iglesia, del lado progresista o del tradicionalista. Recogiendo el testigo de Pablo VI, el autor de la Dominus Iesus y del Motu Proprio Summorum Pontificorum garantizaba la fidelidad de la Iglesia al Concilio Vaticano II.


miércoles, 5 de septiembre de 2012

Mis Papas (III). Juan Pablo II



Por el carácter instantáneo de los medios de comunicación la imagen de Juan Pablo II que ha quedado grabada en la retina ha sido la de sus últimos años: la de de un anciano que,  según unos, con férrea determinación, y que, según otros, con una entrega completa de fe, continuaba su ministerio público como Vicario de Cristo.
En mi memoria afectiva la que queda, en cambio, es la de un Papa joven, con una sonrisa enigmáticamente eslava. No sólo resultaba cercano, sino que su personalidad, arrolladora, no podía ser confundida con las pasiones, a favor o en contra, que levantaba a su paso. Era “él” y no podía uno permanecer indiferente.
Su primera visita a España marcó la fe de mi adolescencia. Frente a Nunciatura, aguardé su paso. Verlo fue consolador. Retengo su manto rojo, su sonrisa y su mano que no dejaba de bendecir. Pero estuve en la misa del Bernabéu. A lo lejos, en una pantalla, lo vi como alguien que, en realidad, no hablaba para mí. Tenía la sensación de que su interlocutor estaba en otro lugar.
Tengo para mí que la gran desilusión de su pontificado fue ver que aquella reevangelización de Europa que soñaba, cuyos frutos parecía haber anunciado la caída del Muro de Berlín, no acabó de cuajar. Aquellas energías espirituales, que habían estado sofocadas por el comunismo, se agostaron en flor ante el sol tórrido del capitalismo. Quizás no vio que su propuesta de la fe cristiana como una alternativa a los dos sistemas económicos materialistas de la modernidad europea era demasiado hegeliana: una síntesis que necesitaba de su tesis y de su antítesis simultáneamente. Era una gran idea que, aunque no se reconozca, desactivó la teología de la liberación mucho más que las condenas de Boff y compañía; pero cuya marcha topó con el implacable enemigo capitalista, coyuntural (y aprovechado) aliado.

Quienes lo calificaban de carca, reaccionario, involucionista, eran, al menos en mi entorno, unos progres la mar de interesados (por lo suyo, claro). Quienes lo elogiaban sin medida, daban la impresión de que intentaban usufructuar las plusvalías de su apostolado.

Íntimamente, en Juan Pablo II veo sobre todo al poeta y al dramaturgo, al obrero y al sacerdote. Mis resistencias adolescentes las venció una frase que leí en la biografía de Wengel y que también podría ayudarme a entender sus simpatías por los nuevos movimientos. Recién elegido Papa, concede audiencia a la Unión de Superiores Religiosos. En la antecámara, el P. Arrupe, Presidente a la sazón, junto con otros superiores, se interesan por la opinión del pontífice desconocido (el primer Papa no italiano en cuatrocientos años) hacia la vida religiosa. El interlocutor contesta en latín lo que podía ser el mejor lema para retratarlo: “Non amat ordines, sed personas”.

viernes, 31 de agosto de 2012

Mis Papas (II). Juan Pablo I





De Albino Luciani apenas recuerdo más que su sonrisa. Todo el mundo hablaba de ella. Una imagen valdrá más que mil palabras, pero pulveriza toda la riqueza de lo singular. Pablo VI, Hamlet; Juan Pablo II, Superstar; Benedicto XVI, el Inquisidor. Juan Pablo I, una sonrisa. Una sonrisa congelada por la fugacidad de su pontificado. Creo que a los católicos de a pie la noticia de su muerte, apenas un mes después de ser elegido, nos hizo sentir como huérfanos.

En medio de las tormentas posconciliares, se veía en él un hombre afable pero determinado que sabría guiar con firmeza el timón de la Iglesia que no surcaba ya las aguas de Galilea sino que parecía estar en pleno Atlántico… Necesitábamos un místico como Juan y, a la vez, un misionero como Pablo. Y allí estaba él transmitiendo serenidad y garantizando la continuidad del Concilio Vaticano II, obra de otro Juan y de otro Pablo. Su fallecimiento no podía parecernos más que una nueva prueba de la providencia. Si el Espíritu Santo había guiado su elección en el Cónclave más breve del siglo XX, ¿cómo podíamos perderlo tan pronto?

Claro que entonces ya muchos dentro de la Iglesia no sólo desconfiaban sino que cuestionaban abiertamente la asistencia del Espíritu Santo a un grupo de cardenales, a los que veían movidos por los intereses más sórdidos. Fuese cual fuese el resultado, se daba por descontada la mala intención. Por ello, según algunos, nuestro Papa de la sonrisa no podía haber muerto de muerte natural sino que debía de haber sido envenenado por un complot tramado entre la masonería, la mafia y algunos cardenales, con la Banca Vaticana de motivo de fondo. Suerte que los jesuitas se habían vuelto progres, pues, cien años antes, los habrían involucrado también en el asesinato de un Papa por el que no sentían tampoco demasiadas simpatías.

Quien conoce la historia de la Iglesia, sabe que está repleta de crímenes y de abominaciones. Como lo está el Antiguo Testamento. Cristo no prometió la impecabilidad a Pedro y a sus otros apóstoles. Simplemente que estaría con ellos y con los que creyesen por su palabra hasta el fin de los tiempos. Conociendo un poco las miserias humanas, no me extrañaría que más de uno se alegrase del fin de Juan Pablo I. Y que algunos hasta se hubiesen propuesto asesinarlo. Lo que hicieron con Nuestro Señor, ¿logró algo de lo que sus autores se propusieron? Juan Pablo I, con su cálida sonrisa, testimonió que la imagen de este mundo está llamada a transfigurarse en Cristo.

De sus escasos escritos como Papa, me quedo con dos: la homilía de la misa de comienzo de su ministerio petrino; y el discurso al clero romano. La primera comenzaba en latín, pues “hemos querido iniciar esta homilía en latín, porque —como es bien sabido— es la lengua oficial de la Iglesia, cuya universalidad y unidad expresa de manera patente y eficaz” (pulse aquí).  En el segundo, contra la tentación del activismo, Juan Pablo I recordaba a su clero que “comprobar que su sacerdote está habitualmente unido a Dios es hoy el deseo de muchos fieles buenos” (pulse aquí). Contra lo que algunos pudieran creer, no corrigió sino que quiso impulsar lo que Juan XXIII y Pablo VI habían ya recordado (pulse aquí).

¿Verdad que sorprende? A mí, como hijo del posconcilio, me alegra.

jueves, 30 de agosto de 2012

Mis Papas (I). Pablo VI





Mis padres admiraban sin límites a Pablo VI, bajo cuyo pontificado nací. Escandalizados, habían oído en algunos círculos aquello de “¡Montini! ¡Qué gran desgracia para España!”, cuando fue elevado a la Cátedra de S. Pedro. La desgracia de Montini había sido solicitar clemencia ante la condena de muerte a Julián Grimau, dirigente comunista detenido en España en 1963.También su desgracia fue sumarse a las peticiones de clemencia por los últimos condenados a muerte en los estertores del franquismo. Pablo VI había pedido también a Franco que renunciase a la prerrogativa del derecho de presentación de obispos. Sin éxito, una vez más, naturalmente.

Parece como si a Pablo VI no lo quisiese recordar ya nadie. Unos insisten hasta la náusea con Juan XXIII, el Papa bueno, y otros se abrazan fanáticamente a la figura de Juan Pablo II, el Magno. Pero esos amores son tanto más apasionados cuanto más abren un foso de silencio sobre quien fue calificado, malintencionadamente, de Hamlet. Y todo eso cuando Pablo VI fue quien pilotó y culminó el Concilio Vaticano II y, después, tuvo que enfrentarse a la marejada del posconcilio, que no fue sólo una crisis eclesial ("el humo de Satanás"), sino un elemento más de la zozobra occidental en el último tercio del siglo XX. Por ello muchos católicos, callados, le seguimos amando tal como era, adheridos a quien nos sostuvo en la fe durante años muy difíciles.

En el fondo los unos y los otros a Pablo VI no le perdonaron ni la Humanae vitae (1968) ni la reforma litúrgica (1970). Se convirtió así, simultáneamente, en un reaccionario al que desmentía cualquier cura, fraile o religioso con afán de notoriedad, y en un hereje al que se permitían tachar de modernista, cuando no de haber protestantizado la Santa Misa. ¿Qué debía haber hecho? ¿Excomulgar a Monseñor Lefebvre? Lo suspendió a divinis. ¿Disolver la Compañía de Jesús? Intervino entre bambalinas en la mitificada XXXII Congregación General. Podría decirse que, en estos dos asuntos, a Juan Pablo II no le tembló el pulso en seguir el camino que la Autoridad de su predecesor había marcado.

Me parece que Pablo VI fue el primer Papa demócrata de la historia. No un demócrata al que hicieron Papa, sino un Papa con profundas convicciones democráticas. Y esto es muy difícil de digerir, sobre todo cuando, digan ahora lo que digan, la democracia era entonces simplemente una palabra talismán con la que se quería arruinar la odiada democracia formal, burguesa, que aseguraba las libertades individuales. Cuarenta años después, con hábiles estrategias de marketing, parece imposible ser demócrata y rechazar el aborto, la eutanasia, las uniones homosexuales llamadas, por ley, matrimonio o la intervención del Estado en la educación de los hijos.  Es evidente que una figura como la de Pablo VI  no puede ser apreciada por quienes consideran que ser cristiano es decirle “sí” al mundo, pero tampoco por quienes, al contrario, sostienen que debe decirle “no”.  Pablo VI, fiel discípulo de su Maestro, supo decir “sí” y “no”, dando testimonio de la verdad.

Veraneaba, siendo un niño, en Sant Felíu de Guíxols cuando Pablo VI murió en agosto de 1978. No olvidaré jamás la portada de La Vanguardia (pulse aquí) y la tristeza de mis padres. Comentaron: “¡Lo que ha tenido que sufrir este Papa!”. Muchos años después, recién incorporado a un nuevo trabajo, se me cedió un pequeño espacio con mesa y ordenador que estaba repleto de cajas y trastos. Allí estaba arrumbado un retrato de Pablo VI. Lo puse en un lugar preferente de aquel cuchitril. Con él abro también la primera entrada de este blog.



________________________________________

P. S. 19/10/2014. ¡Beato Pablo VI!