Milagro de San Bernardo,
Alejandro de Loarte (h. 1620)
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La publicación prepascual de los apuntes de Benedicto XVI sobre La Iglesia y el escándalo del abuso sexual ha suscitado, como era esperable, una amplia reacción, sobre
todo por la atribución de los orígenes de ese fenómeno a los acontecimientos en
torno al 68 francés.
Los adversarios del Papa emérito, tan inclinados a la
ruptura, han llegado casi a acusarle de azuzar un cisma. Sus partidarios han
oscilado entre el entusiasmo y una cierta reserva sobre un texto que ha
planteado hasta dudas sobre el alcance de su autoría. No puede negarse que su
dinámica interna posee un inquietante fulgor crepuscular. Sin renunciar incluso
a la apología pro vita sua, Benedicto
XVI ha decidido asomarse a ciertos temas radicales de su obra para trazar una última reflexión sobre su pensamiento y
su acción.
No encuentro mejor forma para seguirla que utilizar
como guía el último libro de Bernardo de Claraval, De consideratione, que fue redactado entre 1149 y 1152 como un manual de
gobierno, diríase que escatológico, dirigido a su antiguo discípulo, el Papa
Eugenio III. El interés de Benedicto XVI por esta obra no debiera caer en saco
roto. En la catequesis
que dedicó al abad de Claraval en 2009 subrayó que “en este libro, que sigue siendo una lectura
conveniente para los Papas de todos los tiempos, san Bernardo no sólo indica
cómo ser buen Papa, sino que también expresa una profunda visión del misterio
de la Iglesia y del misterio de Cristo, que desemboca, al final, en la
contemplación del misterio de Dios trino y uno”. Un Papa monje y un Papa
teólogo quedaban hermanados, entre el desastre de la II Cruzada y el discurso de Ratisbona, bajo la mirada (bi)milenaria de la espiritualidad monacal de
Occidente.
Para san Bernardo, la consideración debía definirse
de dos modos: como piedad es
condición previa para rendir el debido culto a Dios; como contemplación se alza a la búsqueda de lo desconocido. No es
posible llevar a cabo una auténtica consideración que no se articule en un
doble plano, litúrgico-moral y escatológico: Lex
orandi lex credendi en espera de la parusía.
El reformador cisterciense animaba entonces a Eugenio a reflexionar sobre sí, sobre lo que
cae debajo de él, sobre lo que le rodea y, por fin, sobre lo que está por
encima. ¿No esbozan los apuntes de Benedicto XVI una respuesta a tal
invitación?
A esta luz me gustaría introducir unas glosas
interlineales, indirectas, casi abstractas, sobre dos puntos básicos del
documento del actual Papa emérito: su caracterización del 68 y su invocación a
la Iglesia de los mártires en un contexto eucarístico.
Benedicto XVI se ha referido directamente a los
hechos de los sesenta utilizando la mayúsucula de “la Revolución del 68” como
el rasgo definidor de toda una época. El uso del término y su contextualización
histórica entre los avatares de la doctrina moral posconciliar adquiere hondas
resonancias personales y colectivas, como si estuviera siguiendo la advertencia
de San Bernardo en el Libro II de empezar considerando quién es y de qué ha
sido hecho.
Una reseña de la Fraternidad de San Pío X
no ha desaprovechado la ocasión para presentar como prueba de cargo contra
Benedicto XVI la inutilidad de su distinción entre la hermenéutica de la
continuidad y la hermenéutica de la ruptura a la hora de aplicar los documentos
del Concilio Vaticano II. Newmaniano, su agustinismo no deja de suscitar
recelo. En este punto, no cabe sino admirar la paradójica coincidencia en el
diagnóstico de “lefevbristas” y “progresistas”. Para ambos grupos, el concepto
de “historia” y, en consecuencia, el de “hermenéutica” se entiende, en sentido
negativo o positivo, como el responsable de la quiebra de una metafísica del ser sobre la que sólo podría sostenerse
-o hundirse- la Tradición y, por extensión, la Autoridad.
Tal vez Benedicto XVI haya llevado a cabo una
autocrítica mucho más sutil en este aspecto. No se trata, por un lado, de que
el Concilio Vaticano II hubiese desencadenado un proceso cuyo necesario corolario
fuese la ruptura con la Tradición. Más bien, parece que la Tradición misma se ha
convertido en piedra de escándalo que pone a prueba la fidelidad de la Iglesia.
Como aconsejara San Bernardo en el Libro III de De consideratione, la tarea urgente de
corregir herejías, convertir a los gentiles y reprimir a los ambiciosos,
pasa no solamente por reformar las “apelaciones” garantistas mediante la observancia en la Iglesia universal de “sus
propias constituciones apostólicas”. Es necesaria también una conversión a fondo
del espíritu de fe con que se obedece a Dios en el temor y en el amor. El drama
de Occidente es la ausencia de Dios, sí; lo espantoso es verla emerger en el
corazón jerárquico de la Iglesia.
Entretanto, según una lógica intramundana, no quedaría
más que una alternativa: o cisma “contrarrevolucionario” o autodisolución más o
menos ordenada. Frente a ambas posibilidades la mirada de Benedicto XVI es
“apocalíptica”, en sus cuatro sentidos exegéticos. La Iglesia de los mártires, que
proclama con fuerza, es indisociable de sus citas joánicas. Frente a la acción
del “acusador”, uniendo al sentido moral de la denuncia del papa Francisco su
sentido anagógico, brillará la Esposa bañada en la Sangre del Cordero. Con
humildad y pureza renovada preparará el santo sacrificio de la Eucaristía, como
anticipo de la liturgia eterna (Ap. 11,12).
Comoquiera que la fidelidad de Dios perdura por siempre, Benedicto XVI no duda en proclamar finalmente su
confianza en que la Iglesia santa, católica y apostólica permanece
indestructible. La Iglesia de Cristo, que es la de los mártires que dan testimonio de Él, “subsiste”
en la Iglesia Católica pese a sus pecados: ni consiste, ni resiste, ni persiste en ella -ni
tampoco desiste (Lumen Gentium, 8). Atravesada por
las sombras de la Muerte, espera su Pascua definitiva transfigurada ya en el memorial perpetuo eucarístico.
“Pienso que ya está clara la correspondencia entre estas cuatro clases de contemplación y las cuatro expresiones del Apóstol. La meditación de las promesas corresponde a la largura, el recuerdo de los beneficios a la anchura, la contemplación de la majestad divina a la altura y la observación de sus juicios a la profundidad. Pero deberíamos buscar todavía más al que aún no hemos hallado del todo, ni jamás puede ser buscado suficientemente. Lo haremos mejor mediante la oración que con la indagación intelectual [at orando forte quam disputando dignius quaeritur et invenitur facilius]. Y sea ya este el final del libro, pero no el de nuestra búsqueda”.
(San Bernardo de Claraval, "Libro V", Sobre la consideración).
Más dignamente se busca orando que disputando.
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