Pentecostés, Giotto (1304-1306) |
Últimamente no ceso de releer el capítulo “La Iglesia en
medio del mundo” de Meditaciones sobre la
Iglesia (1953), escritas por el jesuita francés Henri de Lubac (1896-1991).
Algunas frases del último párrafo, extraordinario y aterrador, se me han
convertido casi en breves jaculatorias: “La Iglesia asiste a la perpetua
derrota del bien… Aunque nunca se desanima, no por eso se entrega a la
utopía…”.
Los análisis que se dedican en ese libro a la doble fidelidad del
cristiano así como a los fundamentos teológicos de las relaciones históricas
entre la Iglesia y el Estado siguen conservando un vigor insospechado. Lubac
resume con precisión las razones por las que los poderes temporales no dejarán
nunca de considerar una provocación y hasta una agresión la resistencia de la
Iglesia a dejarse absorber por el Estado, sin que por esto aquella deje de promover e
implorar la unidad de toda la raza humana bajo el Reinado de Cristo.
¿No cabe asentir a las palabras de Lubac cuando constata
lúcidamente que “por el solo hecho de su presencia, la Iglesia pone en el mundo
una inquietud incurable”? A riesgo de exagerar, ¿no podría llegar a sostenerse que la
espada y el fuego que Cristo dijo haber traído al mundo, distinguiendo entre
los planos de Dios y del César, habrían arraigado definitivamente en la
conciencia de Occidente, a la manera de Carl Schmitt, el concepto de lo
político en términos de la relación amigo-enemigo y de la guerra como su
posibilidad definitiva?
¿No es acaso cierto que nada más lejos del mensaje cristiano
que una neutralidad que el mismo laicismo sabe utilizar como espléndida arma de
combate? ¿No es el mensaje evangélico la paradójica refutación del ideal
kantiano de una paz perpetua y universal? ¿No es la Iglesia, fundada sobre piedra
de escándalo, el enemigo público que hay
que domesticar para que se rinda a la inacabable relación polémica que hace
posible la propia política?
Leyendo a Lubac, cabe preguntarse por último de dónde brota la
razón de su esperanza. Él sostiene que la fidelidad a su misión puede hacer a
la Iglesia más amada y más escuchada, pero a la vez la hace, como a su Señor, más
despreciada y perseguida. Hasta el orden social cristiano, tan precario y tan
derrotado, está amenazado en su interior y en el interior de sus miembros por
el misterio de la iniquidad. Las idolatrías y los combates renacen sin cesar,
incluso en el seno de la Iglesia, mientras
subsista el tiempo.
He aquí una clave decisiva de la escritura de Henri de Lubac.
Su pensamiento, y su fe, son radicalmente escatológicos. En Meditaciones sobre la Iglesia se insiste
que la Resurrección ha inaugurado la nueva creación, aunque ésta se inserte en la
antigua. El hombre, que pertenece todavía a la ciudad
terrena, ha sido introducido en la ciudad nueva donde desenvuelve una existencia renovada: “En la Iglesia es donde Dios recrea y reforma el género humano”.
La perspectiva escatológica de Lubac no se reduce a
una lectura inmanente de la trascendencia. En la dialéctica que teje entre una
y otra, el cristianismo provoca un corte tal que, recapitulando toda la historia
humana, marca en ella una discontinuidad radical, ontológica, que encuentro
delicadamente apuntada en el capítulo “La inteligencia espiritual”. Habiendo sido la conclusión de Histoire
et Esprit (1950), fue retomado para encabezar un volumen posterior publicado en 1966, nada más acabar el Concilio Vaticano II, con el significativo título de La Escritura en la Tradición (Madrid,
2014).
Entre ideas deslumbrantes y sencillas destaco solamente dos.
Al tratar de bosquejar el núcleo del método alegórico, Lubac viene a
decirnos que el sentido espiritual no viene a superponerse sobre el sentido
literal. En realidad, sólo puede captarse la literalidad de las Escrituras en
su espíritu. Es así como a su juicio enlazan el Antiguo y el Nuevo Testamento: “La
ley antigua llega a ser ley espiritual”.
Entre ambas no se produce una simple evolución a la manera de
una filosofía de la historia, en que lo prefigurado llega lógicamente a su fin. Conjurando la tentación milenarista en cualquiera de sus manifestaciones, el cristocentrismo de De Lubac, exigente y exclusivo, resalta la novedad absoluta,
la transfiguración, de la Revelación bíblica: “Todas las Escrituras antiguas «conducen
al misterio de la Cruz», pero son a su vez desveladas por él, únicamente por
él. Es la única clave que permite penetrar su sentido […]. El Antiguo
Testamento es citado, releído, reinterpretado de una manera definitiva en el espíritu del Nuevo. No es que no
haya también, de uno y otro lado, una continuidad. Pero ella está en Dios, no
en el hombre”. Sólo en Cristo toda la economía de la salvación, dogmática e históricamente, alcanza con su cumplimiento toda su realidad.
Lubac subraya además que los métodos patrísticos de
la exégesis espiritual entran en crisis a partir del proceso de interiorización
que fomenta el monasticismo medieval. Oscurecida la perspectiva social y
escatológica de las Escrituras, que se refugia precariamente en la liturgia, y potenciados el refinamiento y la gratuidad literarias de
sus comentaristas, el pragmatismo materialista moderno ha podido descalificar con éxito los sentidos espirituales aplicados a las Escrituras. Pero, como contrapartida, Lubac advierte que el antisimbolismo de
nuestra época conspira para imponer una visión exclusivamente terrena de las
Escrituras. ¿Quiénes podrán salvarla?
“Pero se acerca quizás la hora en que este diagnóstico quede compensado por una opinión menos pesimista. La Biblia será de nuevo gustada y comprendida porque, sobre el fundamento de una ciencia probada, volverá a extenderse una exégesis bíblica sanamente espiritual. Hay que estar agradecidos a aquellos que han sido sus precursores: ayer un Léon Bloy, un Péguy, hoy sobre todo un Claudel. No tendríamos razón en menospreciar su mensaje por el hecho de tratarse de poetas, o porque quizás desconocen a veces demasiado la historia, o incluso porque han sido injustos con la crítica. No han dejado de dar un impulso saludable. Han ayudado a enlazar con la tradición más auténtica. No resultaba lógico esperar que hablaran como especialistas de la exégesis, como tampoco de la teología o de la espiritualidad. Pero, con independencia de sus debilidades o excesos, esta clase de testimonios recuerda oportunamente a los especialistas que nunca será la Biblia su bien propio como lo podrían ser tantos otros documentos antiguos…” (H. de Lubac, La Escritura en la Tradición).
Asisto a la perpetua derrota del bien… Aunque no me
desanimo, no soy utópico… Escatológico, Lubac me conforta citando a san Bernardo: “Son palabras del Señor: no está permitido dejar de tener fe. Crean
los que no experimentan, para que con el mérito de la fe alguna vez alcancen el
fruto de la experiencia”. Fe, experiencia de la letra desnuda.
Buscando unos datos sobre Henri de Lubac me he encontrado tu blog, me ha encantado! He visto algunos artículos muy interesantes y muchos autores en común... Trabajo en la Fundación Maior y creo que muchas de las cosas que proponemos (sobre todo textos) podrían gustarte. Si un día te apetece echar un vistazo y conocernos, quedo a tu disposición.
ResponderEliminarEnhorabuena por esta labor!
¡Muchas gracias por tus ánimos! El libro aquí reseñado de H. de Lubac, ¿ha sido publicado por vosotros en colaboración con la BAC? Es estupendo. Os tengo presentes.
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