Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 28 de mayo de 2013

Soeiro y Bartleby escriben sus silencios.



Bartleby, the Scrivener (2009),
Helena Pérez García


Concluía hace unos meses que la amistad es otra forma de escritura. Podría decirse que en lo dicho se esconde lo que queda por decir. La tarea del amigo es quedar a la escucha, incierta, de lo que pudiera no llegar. Así, en tan breve lapso de tiempo, tras Da vida das marionetas, Ricardo Gil Soeiro publicará en breve Bartlebys reunidos (Oporto, 2013), la segunda parte de lo que su autor califica como la tetralogía de una poética palimpséstica, con la que ahora pretende explorar una “ética de la impotencia”.

Si en el primer libro refulgían imágenes teatrales, cinematográficas o plásticas de esa inquietante figura, semihumana y semidivina, casi inerte, que es la marioneta, en esta nueva entrega se perfila, sobre todo a través de escritores y filósofos, un retrato, casi cubista, de Bartleby (1856), el protagonista del relato homónimo de Herman Melville.

Si la modernidad había asistido fascinada al nacimiento de Don Juan –el de Tirso de Molina y el de Lorenzo da Ponte−, que, abrasado, se disemina entre tantas conquistas, Soeiro parece proponer como modelo mítico de nuestro mundo crepuscular la abstención de los Bartlebys –I would prefer not to− que pueblan y que atormentan, explícitamente o no, los escritorios de Kafka y Blanchot, de Walser y Deleuze o de Hofmannsthal y Rimbaud. El crepúsculo del ser proyecta un teatro de sombras que el poeta persigue ante la mirada interrogante de sus –hipócritas- lectores, sus semejantes.

Si alguna figura encarna, con aterradora precisión, los rasgos de Bartleby a lo largo de los intrigantes e intensos poemas de Soeiro es Fernando Pessoa. Presencia fantasmal, acechante, como la del padre de Hamlet, el poeta se enfrenta a ella con una serie de inteligentes dispositivos que, al tiempo que bucean en las posibilidades de sus magmáticas personalidades poéticas, intentan disiparlas en la niebla atlántica de los encabalgamientos y de los versos «erróneamente» escandidos.

Según Lacan, el padre no muere nunca, aunque el deseo sólo pueda operar sobre su ausencia. El poeta sabe que, tras cada Bartleby, asoma, extinto, la sonrisa desvanecida de los heterónimos pessoanos. Como uno más de ellos, reconoce en el espejo de la escritura su imagen de Telémaco, funámbulo sobre el vacío en erupción. Viaja, por ello, sin desmayo entre los márgenes de la cultura europea en busca de las preguntas más tersas, a fin de conjurar el peso latente de una paternidad imposible. Angustia y cansancio apenas velan la vigilia alucinada, que no desiste de reconocer en la letra impotente el espíritu eclipsado de cada acto de lectura.

Soeiro es consciente de que el nihilismo posmoderno, si quiere evitar la impostura y la banalidad del chisporroteo elegante, no tiene otra salida que tantear los oscuros pasadizos subterráneos que lo unen con el modernismo centroeuropeo. Bajo la advocación anglosajona de Melville, visita los pasajes de un lenguaje que remiten a la explosiva iluminación de lo que desaparece en él. Los ejemplos de la literatura más corrosivamente alemana y de la filosofía francesa más perversa dejan sus rastros en los silencios dialogados de estos poemas, sin que extrañe que, entre los escritores en lengua española, el homenaje contundente a Vila-Matas se recueste sobre el recuerdo de Borges.

Intento explicarme. Si los clásicos acogían la palabra como el don que creaba el espacio compartido de la memoria, a nosotros posmodernos nos sorprende y nos deslumbra el olvido en los intersticios de sus ecos. En Ovidio, Leandro puede arrojarse al mar de las palabras como gesto supremo de desesperación amorosa. Para Hermann Broch, en cambio, el éxtasis de la muerte salvará del fuego los versos de Virgilio. Derrida, forense de Ítaca, clasificaría unos y otras en el reflujo de un océano vacío. En el bucle metapoético que refleja su propio libro (“Uma noite com Bartleby, 2010”), Soeiro constata desesperado esta ausencia constitutiva -¿tal vez bíblica?- de sus versos: “Naufragios son todo lo que tengo: / indicios rumbo a lo desconocido. / Las palabras son palabras, / yo soy casi yo”.

De hecho, estos treinta poemas, “en forma de nota a pie de un texto invisible”, son el relato de un viaje circular cuyas jornadas no yacen sino que se evaporan bajo los signos trazados en cada una de sus páginas. El poeta interroga su identidad a través de la angustia perpleja –diría «neutra», en un sentido blanchotiano− por la realidad de lo otro.

Los pronombres “yo” y “tú” se entrelazan a la búsqueda de un reflejo que, de un modo inquietante, va emergiendo en los blancos –en las cursivas- que el poema intenta condensar. Trazando las huellas de lo invisible, las formas se desdoblan recortando las esquirlas del sentido. El poema se convierte así en un espacio impotente donde indagar el residuo creador de una negatividad que late en las sílabas que organizan constelaciones, apenas entrevistas, de sombras significativas.

Leyendo estos poemas, repito, he tenido la sensación de estar a punto de atisbar, por las esquinas de Lisboa, al oficinista Bartleby (tú, yo, el otro) brillando en los ojos sebastianistas de Pessoa, la persona que habrá de volver, perdida, de la batalla de una escritura ausente, por venir. ¿Acaso, todavía, en el juego de hacer versos?

Todavía, no me rindo:
sé bien de quién es la culpa
y, así, apunto el dedo acusador.
A mis plegarias hace oídos sordos
el triste arte de las palabras e injusto
se me figura este castigo.
Lo que yo quería era mares de terciopelo,
susurrando desamores perfectos;
no estas sobras desmedidas,
incesantemente repitiendo
acordes desiguales –trampa de rima pobre.
Mas no hay manera de mitigar
este mal que padezco.
¿Sufrir? Sufra quien lee”. 

Escribiendo tras los versos silencios susurrados, Soeiro testimonia, sin esperanza, la certeza de unas palabras oscurecidas. Quien sepa leerlas, permanecerá a la escucha de lo que no puede llegar.

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Post Scriptum:


Recibo unas generosas líneas de Ricardo G. Soeiro que, habiendo leído esta pequeña reseña, con elegancia me hace notar que “trata-se, creio, de uma negatividade que, paradoxalmente, pode ser terreno fértil para a afirmação da criação, para o triunfo do gesto; enfim, para a plenitude da palavra”. Me doy cuenta de que mi lectura ha sido demasiado nietzscheana, destacando sobre todo el momento reactivo de la creación en lugar de la plenitud creativa que la palabra guarda incluso en la negación. 

Me siento así responsable de matizar mi argumento. No creo descubrir en los poemas individuales de estos Bartlebys tanto heterónimos “del” poeta como la conciencia de que éste se “heteronomiza” al tomar la palabra poética¿Qué más puedo añadir? Que el poeta siempre tiene razón ante el crítico felizmente impotente.


martes, 21 de mayo de 2013

La decisión de Ulises. Dante más allá de Tennyson.



Il naufragio della nave di Ulisse
(ca. 1390-1400) 


Bajo el signo de la astucia y del engaño, Odiseo se enfrenta constantemente a la muerte. Leyendo a Homero, se tiene la sensación de que, combatiendo el olvido, su protagonista, arquetipo del viajero, bebe el cáliz de su destino sin concesiones, con dureza. No me refiero a los múltiples peligros que le acechan en sus inacabables aventuras y que no son más que síntomas del odio más profundo de Poseidón, divinidad de los abismos. Odiseo vive con una intensidad desbordante la conciencia de su muerte, fiel reflejo de su poderosísima inteligencia.

No veo en Ítaca sólo una meta, el objeto del retorno, sino, de un modo más punzante, la decisiva asunción de su destino. Dilatando su consumación, llega a adquirir esa angustiosa magnitud mítica de inminencia irresuelta que hierve bajo la impaciencia de Telémaco, el hijo que necesita la vuelta del padre para poder sucederlo.

Siempre me ha parecido contradictorio el deseo de Constantin Cavafis: un viaje largo, lleno de experiencias, que dure muchos años. El valor de Ítaca, que sería ausencia, sombra, nada –la πενία platónica- consistiría en abrir la posibilidad de la multiplicidad y la diferencia de la vida –πόρος-. Cavafis sabía muy bien que, para conjurar el fin, cabe sorber el presente con un melancólico apasionamiento que otorgue sentido al límite de la vida, aunque todo se juegue realmente en ese límite imposible de posponer continuamente.

Más escéptico, más trágico, más conservador, Jorge Luis Borges se pregunta si el Odiseo que recupera el trono y el tálamo y, por tanto, su nombre, puede olvidar la identidad huidiza de su destierro que es la de Nadie viviendo diseminado, descentrado, en un pasado que es pura ilusión del recuerdo convertido en escritura. Tampoco en Ítaca parece encontrar el hijo de Laertes la meta de su misión.

Alfred Tennyson, en sus bruñidos versos, descubre algunas de las claves que han configurado la imagen moderna de Ulises. “I cannot rest from travel”, porque “I am become a name”. Siempre más allá, el viejo cede el paso a su hijo para ser más él mismo, el nombre en el que se ha convertido adherido a cada sombra de sus viajes. Recupera a sus compañeros ancianos para cantar, para conquistar cada respiración arrebatada a la muerte: “Death closes all: but something ere the end, / some work of noble note, may yet be done”. El tiempo y el destino pueden debilitar el coraje de sus corazones pero no pueden impedir la afirmación de la lucha, de la búsqueda, del no aceptar rendirse: “that which we are, we are”.

El entusiasmo rejuvenecido de Tennyson, que no teme a los confines del mundo, es un lujo por el que Dante, desengañado, no se deja seducir. La sed de aventura de su Ulises es tanta como la del otro, pero es más áspera, más desesperada, más realista. En el inglés la voluntad se afirma como un acto a punto de zarpar. En el italiano es –prometeica− el álgebra poética de una furia desmesurada. La arenga del Ulises dantesco a sus compañeros, a punto de cruzar el Estrecho, es de una precisión crepuscular casi diabólica:

“O fratri”, dissi, “che per cento milia
perigli siete giunti a l’Occidente,
a questa tanto piccola vigilia
de’ nostri sensi ch’é del rimanente
non vogliate negar l’esperïenza,
di retro al sol, del mondo sanza gente.
Considerate la vostra semenza
fatti non foste a viver come bruti,
ma per seguir virtute e canoscenza.”


La sabiduría de los clásicos radica también en la inmediatez de su trato con el ultramundo. En Dante Ulises habla desde el infierno, desde la condena de haber seguido, sin concesiones, su “virtud y conocimiento” y no, como en Tennyson, desde la alegre perspectiva de un nuevo viaje otoñal.

En la Odisea Homero también había intuido que el fin del Laertíada no podía decirse en este mundo sino desde el otro. En el conocido pasaje del canto XI (vv. 126-137), el profeta Tiresias le predice en el Hades su muerte: una muerte “dulce” y “lejos del mar”. Algunos críticos recientes –como Alain Ballabriga−, señalando alusiones paródicas e intertextuales con otros poemas odiseicos, amén de analizando el pasaje gramaticalmente, corrigen que se trataría, al contrario, de una muerte violenta que acaecería en el mar.

Dante, como Homero, percibe que Ulises es un hombre de sombras, envuelto por la muerte. A Ulises le caracteriza una soledad moral que Ítaca pone a prueba. Sus compañeros han ido desapareciendo en el viaje de regreso –Tennyson lo omite piadosamente- hasta que sólo él llega, como un náufrago, a las puertas de Ítaca. Debe enfrentarse a los pretendientes y exterminarlos, antes de poder emprender esa “otra empresa muy grande y difícil” que también de noche ha tenido que comunicar a su esposa.

Tengo la certeza de que en la vida hay un momento en que, como Ulises, solo y desguazado, uno recapitula todos los compañeros que han ido quedándose atrás y sabe que no tiene opción: debe decidir que su destino se cumpla. La única recompensa será afrontar la empresa más difícil. Tras regresar al origen de la misión, cabrá afrontar el último paso: la propia muerte.

Dante, terrible y genial, le concedió a Ulises la palabra última ante el abismo: “infin che’l mar fu sovra noi richiuso”. Modesto, en cambio, espero tan sólo una definitiva palabra de luz.


martes, 14 de mayo de 2013

El cerezo y la playa de Kirmen Uribe.



Sare Konpontzaileak,
Felix Beristain


Hace años decidí que no asistiría a más seminarios, cursos o recitales que tuvieran que ver con la poesía. Casi hasta abandoné su lectura. La observación del comportamiento de los poetas en aquellas actividades solía deprimirme. Sólo puedo respetar a los que profesan su oficio con decencia, no con suficiencia, sean médicos, albañiles o poetas. Tanto me da lo alejados ideológicamente que se encuentren de mis convicciones. A Jorge Riechmann, por ejemplo, lo he leído siempre con interés, aunque nunca haya logrado convencerme del todo su poesía.

Con Kirmen Uribe (1970), en otra onda, me pasa algo similar. Tampoco comparto muchas cosas con el poeta vasco, pero cuando leí su novela Bilbao-Nueva York-Bilbao (2009), me pareció que su estilo se dirigía a comunicar con sencillez y efectividad una forma de ver el mundo estéticamente honesta. Aunque acaba de salir la traducción de su última novela, Lo que mueve el mundo (2013), habiéndome entrado el gusanillo de volver a leer poesía, me ha alegrado encontrarme con la traducción catalana de Bitartean heldu eskutik (2001), su primer libro de poesía (Mentrestant agafa’m la mà, Barcelona, 2010; Mientras tanto, cógeme la mano, Madrid, 2002).

Uribe tradujo sus propios poemas al castellano, que es mi lengua materna. Sin embargo, he preferido leerlos ahora en catalán, mi lengua adoptiva, provocándome una extraña sensación de extrañamiento, de alejamiento, que me ha retrotraído a la infancia. Recuerdo que en la escuela pretendían hacernos leer en bilingüe cada año, hacia final de curso, un poema de Espriu, otro de Ferreiro y uno de Aresti. Debía de ser el único de mis compañeros al que fascinaba intentar cumplir con el ritual. Con el gallego y el catalán sus palabras eran como arena que se me escapaba entre los dedos. Las del vasco, tan pétreas, eran asir un puñado de agua marina: tan fresca, tan lejana. Presencia indispensable, reencuentro en el poemario de Uribe a Aresti protagonizando una partida de ajedrez con Marcel Duchamp en el trasmundo de los artistas.

De Uribe me gusta que su sensibilidad brilla en los poemas elegíacos (“Visita”, “El cerezo”, “Hay un miedo”), amorosos (“Isla”, “Beso”, “No se puede decir”) o de infancia (de una precisión lacónica y dolorosa en “Amor secreto”), tanto como en los políticos y sociales (“Soldados mongoles”, “Cuadernos de viaje: Asilah”, “Pedro”). Pero, sobre todo, encuentro en él una intimidad con la lengua que conmueve porque, de alguna manera, guarda el idioma de la niñez que significa en sus silencios. Uribe no busca expresar sentimientos, ni comunicar ideas, aunque lo logre, sino que simplemente emociona nombrando las cosas que su mirada encuentra. Las acaricia, las acuna y las acuña como pechinas lavadas en la orilla de la playa, allí donde muere, blanca, arenosa, la espuma última del mar.

Decidiendo qué poema escoger para ilustrar esta entrada, había pensado primero en El cerezo. El crescendo emocional, del árbol al animal, del animal al tú familiar, intensifica el dolor aterido, telúrico, contenido, de la pérdida. Y, sin embargo, me quedo con Isla, quizás por una sola razón, por un solo verso. En el original vasco el poeta describe lo que ven su chica y él al entrar, desnudos, en el mar: “Anemonak, trihuak, barbarinak ikusi ditugu hondoan”. La traducción catalana invierte el orden, casi como un palíndromo sintáctico si no recombinase los términos de la enumeración: “Al fons hem vist rogers, anemones, eriçons”. En la versión castellana, en cambio, hay una inmediatez física, natural, en la supresión de cualquier elemento que no sean los nombres puros: “Anémonas, salmonetes, erizos”. El endecasílabo podría haber sido perfecto sólo con no desplazar la enumeración en vasco. En ese desvío, que hace que la estrofa entera sea una lucha entre el sentido del verso original y la musicalidad del verso castellano, encuentro sintetizado todo el esfuerzo de la traducción que toca también, de manera muy personal, algunos hilos de mi memoria cantábrica.


Isla
La felicidad.

Ese trabajador por horas.

Anne Sexton

Es domingo en la playa para la gente de buena voluntad.
Desde la isla se oye un rumor lejano.

Vamos al agua desnudos.
Anémonas, salmonetes, erizos.
Mira, el mar mueve la arena
como el viento mueve el trigo.
Bajo el agua te veo.
Me gusta el lento movimiento de brazos y piernas.
Me gusta tu pubis convertido en alga.

Salimos del agua. Hace calor. Hay sombra entre pinos.
Tus brazos están salados, tu pecho salado, tu vientre.
La misma fuerza que une mar y luna nos ha unido.
Los segundos se confunden con los siglos
y los siglos con los segundos.
Nuestros cuerpos son peras recién peladas.

Anémonas, salmonetes, erizos.
Es domingo en la playa para la gente de buena voluntad.


Gracias a Uribe, desplazándome entre significantes, he vivido el instante de la maravilla que sólo los poetas son capaces de entregar. Amar la propia lengua es compartir con ella un día incandescente en la playa del poema.


martes, 7 de mayo de 2013

Los amores de Juan de Valdés, el rebelde enigmático.




Ritratto di Giulia Gonzaga (1535),
Sebastiano del Piombo
Juan de Valdés (1509?-1541) es un personaje enigmático. Cuando lo estudié en la Universidad, parecía que su figura impetuosa, un palmo por encima de la de su hermano Alfonso, secretario del emperador Carlos y a quien, no obstante, se ha atribuido la paternidad del Lazarillo de Tormes (1554), se debía únicamente al Diálogo de la lengua (1535). Mis profesores, laicos todos ellos, no acababan de aceptar que esta obra no era sino una variación del tema central valdesiano: la Escritura sagrada. A fin de cuentas, entre el Diálogo de doctrina cristiana (1529) y sus finales Ziento y diez divinas consideraciones (1550) el pensamiento de Valdés no dejó de girar en torno a la fe que justifica por la Escritura sola.
La lengua castellana y la italiana que al final de su vida usó indistintamente, en una tensión de ida y vuelta, no eran más que los márgenes por los que circulaba un estilo que hizo las delicias de Menéndez Pelayo, el cual no podía evitar sentirse aterrorizado por la capacidad de persuasión del conquense, como dejó entrever, a su modo montaraz, en el capítulo que le dedicó en la Historia de los heterodoxos españoles.
José Constantino Nieto tiene un libro clásico, insuperable, sobre nuestro personaje: Juan de Valdés y los orígenes de la Reforma en España e Italia, que fue publicado en inglés en 1970 y que, revisado, se tradujo al castellano en 1979. Aprendí muchísimo de él y todavía hoy lo hojeo de vez en cuando para confirmarme en lo que denominaba el "evangelismo católico" de un Francisco de Osuna o, mejor, de un San Juan de Ávila.
A Nieto, supongo, esta cerrazón le habría parecido una contumacia supersticiosa en el error babilónico, pero debería saber que para un cavalcanti tan ínfimo como quien suscribe estas líneas su estudio, modélico, ofrece la visión más matizada y certera de la originalidad valdesiana en la Reforma hispánica.
Claro que en el Diálogo de la lengua –en castellano retraducido del italiano− brilla el humanista Valdés, pero la profundidad de su humanismo resulta incomprensible sin la lectura –en italiano traducido del castellano− del Alfabeto cristiano. Cerrar los oídos a esta verdad que proclama sin desfallecer Nieto es un pecado contra el espíritu de la lengua valdesiana y, más aún, contra el Espíritu de su predicación.
En Nápoles, hacia 1535, Valdés asoció a su círculo a Giulia Gonzaga (1509-1566). A mí, personalmente, la relación entre ambos, tan educadamente velada, siempre me ha parecido inquietante. En el Alfabeto entre el conquense y la napolitana saltan chispas espirituales y sólo chispas espirituales. A Teresa de Ávila se le atribuye la frase “entre santa y santo, pared de cal y canto”. Valdés y Gonzaga, que no lo eran, no la necesitaron para fugarse juntos, cada uno por su lado, entre los vericuetos de su diálogo. Iniciaron la fuga de su deseo hacia Dios a través de las palabras que se intercambiaban in absentia.
Hace más de una década escribí un pequeño texto en que intentaba explicarme esta fascinación mía –moderadamente menendezpelayista, lo reconozco-. La transcribo, por errónea seguramente, por laica aparentemente, por religiosa en el fondo, tal como Valdés la habría podido recibir con la ironía y hasta con el sarcasmo de su extraordinaria conciencia lingüística.

“De Valdés me parece que irrita que no polemizase, que huyese y no criticase a nadie, que formase una secta sin más culto a su personalidad que lo que una vanidad elegante exigía. Que, a la postre, amase a una de las mujeres más hermosas de su época, Giulia Gonzaga, y esta le correspondiese con una delicadeza que en nada le turbaba. Por si fuera poco, murió relativamente joven y a tiempo.
Valdés borra las huellas de sus pasos. Valdés no se cambió jamás el nombre. Sencillamente, no lo pronunciaba. De alguna manera, intuía que sólo en la escritura cobraba carnalidad. Charla con sus amigos, mientras un copista, apostado, registra sus conversaciones. No se enfada. Pide poder revisar la copia, porque escribe como habla. Su nobleza de espíritu no le impulsa a ocultarse. Se desvanece. Habla lo que escribe. Su Doctrina Christiana levanta suspicacias. No polemiza; se evade. Hace de sí un diálogo. Con la lengua. Transmite delicadamente las corrientes verbales que descarga su mente sobre la pluma. Le instan a que vuelva para aclarar algunos puntos que él fácilmente podría embrollar. Sus amigos, como Juan de Vergara, saben de la brutalidad en germen de las nuevas élites inquisidoras, pero no la toman en serio. Juan de Valdés sí. Valdés recibirá las ternezas espirituales de Gonzaga. A sus amigos, en cambio, los inquisidores les darán la vuelta como a un calcetín.
Nadie podrá objetarle cobardía a Valdés, mas sus sutiles silencios y su tenue vanidad le hacen esquivo.
Valdés se toma muy en serio su oficio. Y su oficio no es el de reformador, sino el de escritor. Un escritor espiritual, reformador, pero un escritor. Es un escritor que busca fundirse con su propia escritura. Con sus silencios, se adentra en su escritura, la adensa. No le preocupa proyectar una imagen de sí, cuanto disolverse en el fluido de sus palabras. Escribe como habla. Se retrata hablando. Descansa hablando a sus amigos. Antes, ha escrito. Después, reescribirá lo hablado. Su talento le lanza como un dardo hacia las nubes: el término exacto, el giro elegante, el uso sorprendente. Sentía la urgencia del pensamiento, pero no estaba preso ni de las ideas ni de la acción. No pensaba escribiendo. Escribía pensando.
Formó un círculo, influyó en el pensamiento reformado y su movimiento acabó despedazado por la Inquisición.
El precio de su rebeldía enigmática. Sus seguidores, independientes, tuvieron que pactar con las ideas calvinistas o, en sentido amplio y difuso, luteranas. No tenían otro remedio, pues querían actuar. En cambio, Valdés jamás se enredó en la dialéctica del pensamiento al que ha de seguir una acción o la de la acción nutrida por una teoría. Fundó un grupo, una "iglesia", el “reino de Dios”, decía, con quienes compartía el banquete de su escritura, de su enseñanza hablada. Ni siquiera les garantizaba a ellos y sólo a ellos la salvación. A él le bastaba con la justicia de los suyos. No se lanzó a la conquista de ningún derecho. En su escritura, en la Escritura, gozaba de todos. Ahora bien, vivir en el diálogo tiene un precio... para quienes quieren ponerlo por obra. Con su temprana muerte, entraba en el sueño de los justos. Dormiría mientras llegaba el juicio.
¿De qué se murió Valdés? Se murió de alguna de las variadas causas naturales que acechan a los hombres. Que su vida carezca de suficientes documentos -incluso porque se esforzase en borrar pistas-, no le convierte en documento. Le da un perfil borroso, pero le refleja. Sus escritos no le alegorizan.

“De V. S. quiero sólo dos cosas en remuneración del trabajo que he tomado estos días en escribir esto. La una es que no dé más fe y más crédito a esto que aquí leerá de cuanto le parezca y juzgue que está fundado en la sagrada escritura y va dirigido y enderezado a la perfecta caridad cristiana, que es la señal por la cual Cristo quiere que sus cristianos, entre todas las personas del mundo, sean conocidos y diferenciados. La otra es que de este diálogo se sirva como se sirven de la gramática los niños que aprenden la lengua latina, de manera que lo tome como un alfabeto cristiano en el cual se aprenden los principios de la perfección cristiana, haciendo estima de que, aprendidos éstos, ha de dejar el alfabeto y aplicar su ánimo a cosas mayores, más excelentes y más divinas”.

Valdés se esforzó en adelgazar su presencia a su enseñanza. Y su enseñanza, hablada, le exigía escribir. La concisión final de sus consideraciones coincidió con su muerte”.