Il naufragio della nave di Ulisse (ca. 1390-1400) |
Bajo el signo de la astucia y del engaño, Odiseo se enfrenta
constantemente a la muerte. Leyendo a Homero, se tiene la sensación de
que, combatiendo el olvido, su protagonista, arquetipo del viajero, bebe el
cáliz de su destino sin concesiones, con dureza. No me refiero a los múltiples
peligros que le acechan en sus inacabables aventuras y que no son más que
síntomas del odio más profundo de Poseidón, divinidad de los abismos. Odiseo vive
con una intensidad desbordante la conciencia de su muerte, fiel reflejo de su
poderosísima inteligencia.
No veo en Ítaca sólo una meta, el objeto del retorno, sino,
de un modo más punzante, la decisiva asunción de su destino. Dilatando su
consumación, llega a adquirir esa angustiosa magnitud mítica de inminencia irresuelta
que hierve bajo la impaciencia de Telémaco, el hijo que necesita la vuelta del
padre para poder sucederlo.
Siempre me ha parecido contradictorio el deseo de Constantin Cavafis:
un viaje largo, lleno de experiencias, que dure muchos años. El valor de Ítaca,
que sería ausencia, sombra, nada –la πενία
platónica- consistiría en abrir la posibilidad de la multiplicidad y la
diferencia de la vida –πόρος-. Cavafis sabía muy bien que, para conjurar el fin, cabe sorber
el presente con un melancólico apasionamiento que otorgue sentido al límite de
la vida, aunque todo se juegue realmente en ese límite imposible de posponer
continuamente.
Más escéptico, más trágico, más conservador, Jorge Luis Borges se
pregunta si el Odiseo que recupera el trono y el tálamo y, por tanto, su
nombre, puede olvidar la identidad huidiza de su destierro que es la de Nadie
viviendo diseminado, descentrado, en un pasado que es pura ilusión del recuerdo
convertido en escritura. Tampoco en Ítaca parece encontrar el hijo de Laertes la
meta de su misión.
Alfred Tennyson, en sus bruñidos versos, descubre algunas de
las claves que han configurado la imagen moderna de Ulises. “I cannot rest from travel”, porque “I am become a name”. Siempre más allá, el viejo cede
el paso a su hijo para ser más él mismo, el nombre en el que se ha convertido
adherido a cada sombra de sus viajes. Recupera a sus compañeros ancianos para
cantar, para conquistar cada respiración arrebatada a la muerte: “Death closes
all: but something ere the end, / some work of noble note, may yet be done”. El
tiempo y el destino pueden debilitar el coraje de sus corazones pero no pueden
impedir la afirmación de la lucha, de la búsqueda, del no aceptar rendirse: “that
which we are, we are”.
El entusiasmo rejuvenecido de Tennyson, que no teme a los
confines del mundo, es un lujo por el que Dante, desengañado, no se deja
seducir. La sed de aventura de su Ulises es tanta como la del otro, pero es más
áspera, más desesperada, más realista. En el inglés la voluntad se afirma como
un acto a punto de zarpar. En el italiano es –prometeica− el álgebra poética de
una furia desmesurada. La arenga del Ulises dantesco a sus compañeros, a punto
de cruzar el Estrecho, es de una precisión crepuscular casi diabólica:
“O fratri”, dissi, “che per cento milia
perigli siete giunti a l’Occidente,
a questa tanto piccola vigilia
de’ nostri sensi ch’é del rimanente
non vogliate negar l’esperïenza,
di retro al sol, del mondo sanza gente.
Considerate la vostra semenza
fatti non foste a viver come bruti,
ma per seguir virtute e canoscenza.”
La sabiduría de los clásicos radica también en la inmediatez
de su trato con el ultramundo. En Dante Ulises habla desde el infierno, desde
la condena de haber seguido, sin concesiones, su “virtud y conocimiento” y no,
como en Tennyson, desde la alegre perspectiva de un nuevo viaje otoñal.
En la Odisea Homero
también había intuido que el fin del Laertíada no podía decirse en este mundo sino desde el otro. En el conocido pasaje del canto XI (vv. 126-137), el
profeta Tiresias le predice en el Hades su muerte: una muerte “dulce” y “lejos
del mar”. Algunos críticos recientes –como Alain Ballabriga−, señalando
alusiones paródicas e intertextuales con otros poemas odiseicos, amén de
analizando el pasaje gramaticalmente, corrigen que se trataría, al contrario, de una muerte
violenta que acaecería en el mar.
Dante, como Homero, percibe que Ulises es un hombre de
sombras, envuelto por la muerte. A Ulises le caracteriza una soledad moral que Ítaca
pone a prueba. Sus compañeros han ido desapareciendo en el viaje de regreso –Tennyson
lo omite piadosamente- hasta que sólo él llega, como un náufrago, a las puertas
de Ítaca. Debe enfrentarse a los pretendientes y exterminarlos, antes de poder
emprender esa “otra empresa muy grande y difícil” que también de noche ha
tenido que comunicar a su esposa.
Tengo la certeza de que en la vida hay un momento en que,
como Ulises, solo y desguazado, uno recapitula todos los compañeros que han ido
quedándose atrás y sabe que no tiene opción: debe decidir que su destino se
cumpla. La única recompensa será afrontar la empresa más difícil. Tras regresar
al origen de la misión, cabrá afrontar el último paso: la propia muerte.
Dante, terrible y genial, le concedió a Ulises la palabra
última ante el abismo: “infin che’l mar fu sovra noi richiuso”. Modesto, en cambio, espero tan sólo una definitiva palabra de luz.
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