Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 29 de octubre de 2013

Resido en las estrellas.



Autorretrato (1843-1845),
Gustave Courbet

Recuerdo de niño ver a mi madre leyendo, y releyendo, Fortunata y Jacinta (1887), de Benito Pérez Galdós, en una edición de la Editorial Hernando en cuya portada una pareja paseaba bajo los soportales de la Plaza Mayor de Madrid. Aunque como tantas familias en la España de dos canales vi con mis padres la serie protagonizada por Ana Belén y Maribel Martín, a mi madre le seguía fascinando por encima de cualquier imagen visual el sabor madrileño de los diálogos galdosianos. En la letra, el espíritu.

En los eternos veranos de mi niñez caminábamos a menudo por el Madrid de los Austria. Cuando atravesábamos la calle de Pontejos, me indicaba que en aquellas mercerías había comenzado el negocio de los Santa Cruz. Pasando por el Arco de Cuchilleros traía a la memoria las idas y venidas del correveidile de Estupiñá. En la Cava Baja se lamentaba de la estupidez de Juanito Santa Cruz y compadecía, a la par, a Fortunata y a Jacinta. Y siempre reía con las conversaciones entre Doña Lupe la de los pavos y su criada Papitos, cuya frase “Si no blinco, me divide” era la forma humorística de enfrentar los sinsabores de enajenados como Maxi Rubín que nunca faltan en nuestras vidas cotidianas. Parada obligatoria de nuestras caminatas era el Palacio de Santa Cruz –“el Ministerio” en argot familiar-. En aquel momento, literatura y memoria personal fundían en un instante la intimidad compartida de secretos que no se necesitan ni comunicar ni guardar. Simplemente, eran, son.

Aquel Madrid galdosiano que, como un submundo imaginario, emergía del empedrado real de nuestro Madrid setentero, no era la ilusión de ingenuos lectores realistas: un “efecto de realidad”, como, con inquieta condescendencia, lo definía Roland Barthes. Los signos no suplantaban ni imponían una identificación mayor o menor con aquellas callejas o con aquellos seres imaginarios que parecían resucitar en un tabernero o en un dependiente atisbado tras unos cristales. Aquellos signos eran nuestra vida. Más que inscripciones de nuestro deseo, tejían el cuerpo de nuestra conciencia. Pronuncio –paladeo− “Calle Nuncio” y se me agolpa, al instante, en la memoria un universo simultáneo de personas reales y ficticias que forman un escorzo de mi identidad. Posiblemente proustianos, somos lo que imaginamos. El recuerdo, en cambio, imagina nuestra carencia.

Hasta los veintipocos años no me atreví a enfrentarme directamente con Fortunata y Jacinta. De aquella lectura brilla, opaco, el personaje de Maximiliano Rubín. Tanto ha dicho la crítica de él -que si un Quijote en escorzo farsesco (“Yo sé quién soy”), que si un anticipo crístico de Nazarín- que se me ha quedado grabado a fuego en la memoria el último párrafo de la novela. Mientras los amigos se lo llevan engañado al psiquiátrico de Leganés, alcanzan a oírle hablar consigo mismo haciendo muecas y visajes:

“¡Si se creerán estos tontos que me engañan! Esto es Leganés. Lo acepto, lo acepto y me callo, en prueba de la absoluta sumisión de mi voluntad a lo que el mundo quiera hacer de mí. No encerrarán entre murallas mi pensamiento. Resido en las estrellas. Pongan al llamado Maximiliano Rubín en un palacio o en un muladar… ¡lo mismo da!”.

No sabes cómo te entiendo, Maxi. Aunque quisiera hacerte compañía, sin embargo no podría residir en las estrellas. Entre el Leganés castizo y el añorado Claraval, que las ironías del laicismo revolucionario convirtieron en una prisión, la Grande Chartreuse permanecerá siempre -¿en mi imaginación?- más cerca del cielo que las murallas con que se podría rodear el pensamiento de un güelfo peninsular. Más allá de los Pirineos.


martes, 22 de octubre de 2013

Kierkegaard reloaded.





De adolescente me explicaron los tres estadios kierkegaardianos de la existencia a propósito de la que entonces seguía llamándose Generación del 98. La obra de Sören Kierkegaard (1813-1854), y también la de Arthur Schopenhauer, servían de introducción al sentimiento trágico de la vida unamuniana y a las tentaciones suicidas de Baroja ante el árbol de la vida. Mi profesor de literatura, de mote apocopado Jaba -de Jabalí y supongo que también de Jabba-the-Hut-, alzaba la mano y resoplaba con sonrisa espeluznante si alguien se atrevía a preguntar. Capaz de arrancar un brazo de cuajo, en aquellas demenciales clases se deleitaba de tanto en tanto recitando poemas de León Felipe, “el hebreo aullante” como lo definió tan certero JRJ. El autor de La enfermedad mortal era, en todo aquel embrollo, el camillero de un psiquiátrico literario desvencijado.

Me hicieron falta veinte años para poder reponerme de aquellas grotescas herramientas metodológicas aplicadas a Kierkegaard. No he podido evitar nunca asociar emocionalmente su nombre con cárdenos roquedos y con hombres de acción enboinados. Sólo la lectura repetida del prólogo de Temor y temblor (1843) logra todavía vencer mis aprensiones ante su filosofía "existencialista".

Quizás George Steiner lleve el agua a su molino cuando defina la genialidad kierkegaardiana como la de “ese curioso judío danés que no era judío”. Su imperturbable independencia o su inquisitiva desesperación, a contracorriente no sólo del mundo sino de sí mismo, son, aún así, una lección de abstracto apasionamiento particular, en la mejor línea stilnovista.

Último soldado de un ejército inexistente, tengo para mí que Kierkegaard desamó a Regina Olsen con la misma furiosa fijación con que Dante había modelado la figura de Beatriz. El tejido puro de la imaginación puntuaba el viaje dantesco en su búsqueda celeste de la amada. Kierkegaard deconstruyó la imagen del amante, en cambio, en la proliferación de los pseudónimos que hacían de Regina el punto de fuga de su identidad.

Hechizado por el dramatismo de la existencia, Ortega y Gasset se complacía moroso en los exfuturos. Cada decisión del hombre dejaba atrás múltiples posibilidades. A Kierkegaard, sin la coquetería del madrileño, le bastaba la psicología de sus expresentes. Recobrarse uno a sí mismo es tan angustioso como para dar el salto de la fe: la angustia como posibilidad de la libertad.

Por más que Léon Chestov le reprochase que no se atreviera a dar el salto definitivo a esa libertad gratuita, Kierkegaard sintió por la ética un desprecio que volvió contra sí. Al no poder hacer de su estética una existencia religiosa, hubo de conformarse con moverse en el ámbito que le repugnaba de los compromisos existenciales. Aunque fuese para zafarse de ellos. Sus pseudónimos multiplican sin cesar, como digo, las objeciones de su identidad. Johannes de Silentio, Víctor Eremita o Constantino Constantius le echaban en cara la impotente perversión de su dignidad ética. Las diferentes versiones de la historia de Abraham que ensaya Silentio en el proemio de Temor y temblor bastan para calibrar la desesperación de su autor.

Las últimas páginas de La repetición (1843) son, en su aparente sencillez, más demoledoras que las del seductor que galantea en escorzo a lo largo del famoso diario incluido en O lo uno o lo otro (1843). Las posibilidades heridas de Kierkegaard, sus pseudónimos, saben con ferocidad que la seducción no es esto ni aquello sino un fulgor de palabras que se desvanecen al tacto. Un tacto psicológico y un vacío moral.

Como poeta sabe bien que, al escribir, repite los signos de su rostro en forma de interrogación. Y apenas se reconoce. La culpa de que el poema exista desfigura la posibilidad misma de su libertad de ser poema. Y es que asedia, angustiado, el silencio con deseo de plenitud, aun sospechando que la verdad religiosa es árido desierto que abrasa purificando, como el simún, cuanto toca.

“El autor del presente libro no es de ningún modo un filósofo. No ha comprendido el Sistema. Aunque se lograse reducir a una fórmula todo el contenido de la fe, no se seguiría de ello que nos hubiésemos apoderado adecuadamente de la fe de un modo tal que nos permitiese ingresar en ella o bien ella en nosotros. El autor del presente libro no es en modo alguno un filósofo: es poeticer et eleganter un escritor supernumerario que no escribe Sistemas ni promesas de Sistemas, que no proviene del Sistema ni se encamina hacia el Sistema. El escribir es para él un lujo en la medida que es menor el número de quienes compran y leen lo que escribe. El autor prevé su destino: pasar completamente inadvertido”.


En manos de oportunistas, Kierkegaard es caricatura agónica de un cristianismo que apuntala paradójicamente, aunque con no pocos beneficios personales, un edificio eclesiástico en ruinas. En sus propias manos, ser cristiano es un suicidio reparador. El arma del crimen: su escritura.


martes, 15 de octubre de 2013

El limbo de Ada Salas.



Annunciazione (1333),
Simone Martini


Fiel a mis costumbres, me he topado al azar sobre la mesa de novedades poéticas de mi librería con Limbo y otros poemas (Valencia, 2013), último poemario de Ada Salas (Cáceres, 1965) que, por lo que había oído aquí y allá, es una de las voces más recomendables de mi generación. Al leer el primer poema, titulado (Epílogo), sin embargo me quedé  petrificado. No es habitual darse de bruces con un primer verso como éste: “Lo que añurga y atora”.

Me fue difícil no añurgarme y poder seguir adelante, no pensando en el mal que ha hecho la teoría literaria adoptando el estilo de Heidegger para ver si podía verterlo en moldes métricos. Temí enfrentarme a uno de esos cócteles en que si se agita un poco de Valente, con aromas finales entre Celan y Jabès, puedes salir con una resaca deconstructiva durante unas semanas.

Pero Salas es lo suficientemente ecléctica como para conjurar este riesgo combinando la vía vanguardista con la de una experimentación que entronca con la reflexión lingüística modernista. Así que entre sus citas, además de Hölderlin-Rilke-Trakl-Valente, con su oscura propensión nocturna, la sombra eréctil de Apollinaire cobija ecos tan dispares como la de Marina Tsvetáieva y Fernando Pessoa, o tan disonantemente próximos como los de Ted Hughes y Sylvia Plath, sin olvidar la clasicidad de Safo, Lope, Camôes y Garcilaso. 

En el libro de Salas se encuentran intuiciones con los que estoy en completo desacuerdo, teológicamente, pero que poéticamente requieren atención. Hay que reconocer que la poeta domina, sin ninguna duda, los registros de su voz más personal. De estos poemas puede resaltarse, con más o menos razón, la indagación del sentido en el borde del silencio, el asomarse abisal a las dudas sobre las cosas sencillas e inmediatas o el balbucir la verdad que en revelación la poeta acoge para sobrevivir en un tiempo empobrecido –parafraseo a Viktor Gómez−.

Pese a ello, no puedo evitar la impresión de que su singularidad expresiva adopta el tono de una maniera, más que el de una búsqueda fragmentada en su deseo de exactitud lírica. No acabo de ver hasta dónde la emoción decantada de unos versos tejidos al hilo metafísico de unos pocos símbolos (el mar, el perro, el cuerpo, la palabra, la luz, la muerte…) no sean sino ecos de una forma de escritura que, en su aparente densidad, esconde un tintineo vacío. El limbo, etimológicamente borde o umbral, corre entonces el riesgo de convertirse en un lugar teológico de y en pena lírica.

Quizás esta sensación mía se deba a mi convencimiento de que en este tipo de poesía más importante que la anécdota vital que pueda desencadenarla es la experiencia material que la crea –no re-crea− poéticamente. Cuando en el primer poema la poeta reconoce impotente que el dolor no se puede contar por más que se lo proponga: “Recoge / los añicos y construye / con ellos / una historia –una / sucesión ordenada y discreta / por fin / reconocible”, uno no puede estar de acuerdo con su conclusión: “el dolor es la forma / más / acabada del caos”. No: el dolor es la forma inacabada de la iluminación.

Para Salas, sí, la luz es una herida en la oscuridad genesíaca que ha de protegerse en el hueco-olvido que los amantes intentan suturar, obstinadamente consumidos en una lucha que se agota en su derrota mutua. Los árboles, la intimidad, alimentan el animal indeterminado de la palabra otoño, el declinar de la existencia hasta “desprenderse / de sí / hacia una estampa que / -dejaste de creer en la / resurrección− dibuja la figura de la muerte”. No extraña que la voz poética cuestione la deuda de amor de Antígona con su hermano Polinices. En lucha con las fuerzas primordiales, caóticas, su esterilidad no puede ser entendida como un acto erótico de afirmación fraterna que escapa a las leyes de la inmanencia política.

La negación -¿antipatriarcal?- de la voluntad purificadora de la luz se advierte de una manera precisa en las recreaciones ecfrásticas de Otros poemas, la última sección del libro, donde se ensaya una alquimia alusiva entre modernidad y tradición literario-visual a juzgar por sus referencias de cabecera. Me detengo en el ciclo de siete breves poemas que forman Anunciación. Poemas blasfemos, adaptan dramáticamente la voz de una Virgen sorprendida por el ángel, inspirada en el recelo de la mirada de María Reina en el retablo de Simone Martini.

La irrupción inesperada de la Palabra –esa tira apenas visible que sale de la boca de Gabriel en la pintura gótica- es vista como una violación que deja abierta una llaga de odio allí donde el otro –el hijo− reclama la presencia. “Y ahora yo / te escupo / oh ángel-mensajero-del-cobarde” es la réplica –no angustiada, sino a-tea- a otros versos de Limbo: “Vinimos hasta aquí para beber la luz / pero la luz / nos escupió su desprecio”. No se niega tan sólo la salvación. Su sola posibilidad resulta escandalosa, una victoria sobre la muerte que, pudiéndola sólo ofrecer una libertad heterónoma, se niega con sorda ira, en asonancia posmoderna. No queda lugar para un espacio en profundidad, como el que proclama el dorado de Martini. El fiat evangélico, la nueva creación inaugurada por María, incita la venganza femenina de un “cuerpo / mancillado / por la sed del Altísimo” que ha de dar a luz al hombre de dolores muerto en cruz.

“Y tú
a quien hasta las piedras llaman
Padre

qué secreto placer en este escándalo 
la que ha sido mi carne ofrecida
en subasta
para eterno alimento de los perros”.


Salas insiste en la imagen del muro, la trampa del lenguaje. La negación de la vida. Frente al dios de este mundo, habrá que protegerse -me protejo- invocando luminosamente “Non serviam”.


martes, 8 de octubre de 2013

Futurismo pedagógico.





Comienzo con una anécdota lejana. En una reunión diocesana presidida por el Arzobispo toma la palabra el Director General de una reconocida institución pedagógica de estudios superiores de la Iglesia. Nos explica que, para la evangelización, hemos de tener en cuenta los planteamientos de las nuevas teorías pedagógicas. Según él, ya hemos superado aquella etapa reaccionaria en que un maestro -¡palabra nefanda!- creía tener algo que enseñar a su alumnado. Aclara que no está haciendo otra cosa que recurrir a la mayeútica socrática tal como la explica Platón: el/la alumno/a posee todo el conocimiento; únicamente hay que ayudarlo a que se haga consciente de él adiestrándolo en las competencias precisas para extraer esa piedra filosofal de su interior. Cuando acaba su intervención, el arzobispo se la agradece, los presentes asienten y yo decido presentar mi renuncia a participar en ese tipo de Consejos nada más llegar a casa.

Extraje dos conclusiones. Aquel señor tan serio sabía de Platón lo que quizás había aprendido tan sólo a través del pedagogo Paulo Freire. Me gustaría creer que alguien que haya leído a fondo La República no puede invocar el nombre del discípulo de Sócrates con tanta alegría. Segunda, el silencio cardenalicio me hizo pensar si los Sucesores de los Apóstoles están dispuestos a mantener unida su triple función sagrada -que no profana, que no mundana- de enseñar, santificar y gobernar. ¿Qué podrían enseñar, si no, que no sepamos ya de un modo innato? ¿Cómo pueden arrogarse un deber que cada uno tendría solo ante su conciencia? En consecuencia, ¿más que gobernar, no tendrían sólo que mediar, que dar un servicio de paz que nos permitiese emanciparnos de una forma de autoridad de "otra" época?

Con estas dudas a cuestas y no a pesar de ellas, es más fácil entender por qué instituciones “católicas” en tales manos se entregan, con vehemencia nominalista, a toda clase de diálogos interreligiosos y ecuménicos. Las religiones no serían sino diferentes formas de expresar un mismo anhelo espiritual, coincidentes en sus verdades últimas. Jesús y Buda, grandes maestros de la iluminación interior. El Reino y el Nirvana, dos fincas colindantes que sólo los dogmas y las disciplinas eclesiásticas separan. 

Toda la agenda del liberalismo teológico, en su versión más viejuna, está dominando en gran parte la filosofía cristiana actual. Basta leer Ortodoxia de Chesterton, para darse cuenta de que la matraca bultmanniana se ha hecho liftings desde su nacimiento. A fin de cuentas, ¿no se actúa de facto hoy en día como si la Declaración de Derechos Humanos fueran las nuevas Tablas de la Ley y las Naciones Unidas el nuevo pueblo elegido? Al fin y al cabo, ¿para qué cerrarse puertas, si somos "universales", quiero decir particulares?

Lo pavoroso es que las escuelas cristianas están infectadas de toda esta cosmovisión que le suministran sus ideólogos universitarios. No habría nada que aprender sino aprender a aprender la técnica que permite manejar lo que ya se sabe. ¿Hace falta poner ejemplos en un país como España de cómo funciona esta divina ignorancia, esta nube del no saber que es el saber más frívolo?

La disciplina se confunde con opresión. El esfuerzo, con autoritarismo. El estudio, con manejar dispositivos digitales. Como Manolito, al final nuestros hijos desde el principio de curso no han entendido nada. Luego nos quejamos de que los jóvenes apenas saben redactar. ¿Es tan difícil entender que no hay método que se puede descargar por internet en el disco duro de la inteligencia humana para enseñar a enseñar a leer y escribir? ¿En qué escuela innovadora se enseña que sólo leyendo mucho y escribiendo sin cesar se aprende a leer y a escribir en el sentido más profundo? Sólo descubriendo lo que no se sabe y que otros han imaginado se está en condiciones de hacer la tentativa de saber más e imaginar más la propia vida. De ser más libres. Las aventuras intelectuales son más inciertas que cualquier deporte de alto riesgo. Deporte de soledad en la más poblada compañía, sin límite de espacio y de tiempo.

Aristotélico como soy en poética, estoy persuadido de que dos causas naturales nos permiten crear: el imitar, como fundamento de la metáfora, y el ritmo y la armonía. Mi hija mayor, sin llegar a la decena, ha ensayado cada año hasta la extenuación contorsiones para el festival de Navidad. Y ha tenido que aprender versos malos de solemnidad sobre la solidaridad humana ante el portal de Belén. Aún así, los niños conservan todavía intacta la mirada para distinguir la excelencia que no entienden del todo pero que los eleva más allá de sí mismos. He visto algunos ojos resplandecer en casa aprendiendo a recitar o escuchando la representación de los versos de El camello cojito de Gloria Fuertes o de algún villancico de los Autos de Lucas Fernández. La envidia -o, como diría Nietzsche, el resentimiento- todavía no ha logrado apoderarse de ellos. La magia de las palabras cosquillea sus bocas.

A ellos no les aburre la poesía. Les aburre tener que mirarse a sí mismos todo el rato. Y que los miremos todo el rato, analizando y sacando conclusiones "educativas". ¡Con la de cosas interesantes que hay para descubrir ahí fuera: en los poemas, en la vida! Sólo la tradición proporciona la libertad para inventar el futuro. Si se la enterrase, el futuro que canta todo tipo de innovaciones no sería más que lo que ya va siendo ahora: la perfecta y cínica tiranía de un discurso ideológico tanto más operativo cuanto más autocensurado. 

Este futurismo pedagógico se pregunta, como Marinetti hace ya un siglo, por qué hay que mirar a nuestras espaldas si el tiempo y el espacio han muerto al haber creado ya, en un mundo globalizado, la eterna velocidad omnipresente. A esta pregunta retórica suele responderse con una complacencia irresponsable a la que, ay, por comodidad, por hastío, por impotencia, nos estamos rindiendo.

Vaciando, pues, de todo aquello el alma de su prisionero y purgándole como a iniciado en grandes misterios, entonces es cuando introducen en él una brillante y gran comitiva en que figuran coronados la insolencia, la indisciplina, el desenfreno y el impudor; y elogian y adulan a éstos, llamando a la insolencia buena educación; a la indisciplina, libertad; al desenfreno, grandeza de ánimo, y al impudor, hombría. Y no da acogida a máxima alguna de verdad ni la deja entrar en su reducto si alguien le dice que son distintos los placeres que traen los deseos justos y dignos y los que responden a los deseos perversos, y que hay que cultivar y estimar los primeros y refrenar y dominar los segundos, sino que a todo esto vuelve la cabeza y dice que todos son iguales y que hay que estimarlos igualmente” (La República VIII).


Fuese quien fuese Sócrates, Platón llegó a ser él mismo recreando a su maestro. Sin él, mal que le pese, la democracia no es sino el remedo abigarrado de la tiranía. Y el Evangelio, para nosotros, se nos desharía en un cuento de hadas muy confortable.


martes, 1 de octubre de 2013

El Papado y el katéjon.



 Il Giudizio Universale (c. 1431),
Beato Angelico.


Leonardo Castellani (1899-1981) dedicó páginas apasionadas advirtiendo contra el poder del Anticristo en El Apocalipsis de San Juan (1963). Castellani describe con viveza y, quizás, con aterrorizada admiración el poder del Príncipe de este mundo que habría sido creado “probablemente” para gobernar la tierra. Al pecar no habría perdido este don, ya que, según explica el singular jesuita argentino, los ángeles están en su naturaleza íntima calcados al fin para el que han sido destinados. 

¿Se habrá reservado Satanás, el dios del mundo, Sumo Sacerdote de la iniquidad, en un reverso tan infernal como inmanente, usurpar la triple función sacerdotal, profética y real? Lo cierto es que sólo Nuestro Señor Jesucristo logrará vencerlo definitivamente por el poder de su Nombre. Sobre la destrucción apocalíptica se instaurará la Jerusalén celeste.

Vivimos en una época milenarista. Entre no pocos católicos se ha extendido la idea de que estamos ya viviendo el fin de los tiempos. Si se me permite el esquematismo, distinguiría entre una relectura (anti)metafísica y una perspectiva político-teológica. En un caso se teologiza de nuevo la reconciliación hegeliana del Espíritu que coincidiría con el colapso de la historia. En el otro, se analiza con desazón la acelerada descomposición del sistema de principios que han caracterizado la tradición judeocristiana de Europa, como, por ejemplo, la monogamia, la sacralidad de la vida, la procreación natural o la soberanía y la jerarquía religiosa.

Proliferan profecías -en forma de mensajes y revelaciones privadas- sobre la realización actual de los acontecimientos que anunciaron el Antiguo y el Nuevo Testamento. En efecto, desde la época de los primeros cristianos, se ha solido leer en los sucesos contemporáneos una  advertencia de que la Segunda Venida está muy próxima. No extraña, por ello, que se atribuyan actualmente a los zarpazos del Anticristo los escándalos sexuales y económicos en que se ha visto envuelta la Iglesia. Aún así, no debe olvidarse tampoco que, como ha advertido el Papa Francisco, la Iglesia no es simplemente una ONG. Según el beato John Henry Newman (1801-1890), el Anticristo bien podría ser también un filántropo, cuyo humanitarismo podría convertirse en el enemigo más peligroso de la religión.

En cualquier caso, no se crea que esta percepción de la inminencia del juicio se observa en determinados grupos sólo con espanto. Ellos cuentan con la esperanza de que, siendo fieles, formarán parte del resto escogido que no padecerá la crueldad exterminadora de la que avisa el Apocalipsis. Personalmente, no acabo de entender su contento ante los horrores y las persecuciones que habremos de soportar contemplando cómo la apostasía se adueña del mundo. 

En un periodo cósmicamente penitencial, el Cuerpo Místico de Cristo volverá a ser crucificado. La oración de Getsemaní y el Salmo 22 deberían ser meditados sin cesar. Más si cabe, si algunos no descartan que hasta la Abominación de la Desolación podría surgir de la misma entraña de la Iglesia. Usurpando la Sede de Pedro, el Anticristo se vería libre para cumplir así el signo apocalíptico de la supresión de cualquier culto religioso, incluso el más excelso: el Sacrificio Eucarístico. Al margen de gestos, palabras y gustos de uno u otro Papa, a mí esta posibilidad me parece una monstruosa herejía que confunde el lugar con el ministerio apostólico.

Por su admirable prudencia y por el rigor de su inteligencia y de su fe, aconsejo la lectura de los Cuatro Sermones (Madrid, 2010) de Newman que, siendo anglicano, dedicó al Anticristo en el Adviento de 1835. Me inspiro en él para atreverme, quizás excesivamente, a formular una intuición güelfa de quien ya ha vivido suficiente como para recordar que hace ahora seiscientos años hubo no dos sino hasta tres Papas, durante la etapa del Cisma de Occidente. ¿Hace falta que estetice y que diga dos de sus nombres? Benedicto XIII y Juan XXIII. 

Para evitar paralelismos históricos, que no son sino un modo de tejer la ficción de la verdad (cien años separan la resolución del Concilio de Constanza de las tesis de Wittemberg), creo que sigue siendo clave el texto de san Pablo en 2 Te 3-7: “Porque el misterio de la iniquidad está ya en acción; sólo falta que el que lo detiene ahora, desaparezca de en medio”. La apostasía general que permitirá manifestarse a su tiempo (kairós) al hijo de la perdición (amartía) es un misterio de iniquidad (anomía, falta de ley) que está retenida (katéjon, lo que retiene). 

San Agustín, como san Ambrosio y san Jerónimo, identificaron el katéjon con el Imperio Romano. Ante su imponente realidad los sentimientos de todos ellos eran ambiguos. Por un lado, era el cuarto monstruo, el más terrible y destructor, de la visión del profeta Daniel. Las terribles persecuciones contra los cristianos daban testimonio de su ferocidad. Por otra parte, con su ordenamiento social y jurídico, sobre todo a partir de la adopción del Cristianismo como la religión oficial en el siglo IV, era también una garantía de paz ante las fuerzas caóticas (anómicas) que extendían las invasiones bárbaras. Como asume el cardenal Newman, quizás el Imperio Romano, como su lengua, no haya muerto nunca del todo, perviviendo hasta la actualidad en su dimensión jurídico-política.

El katéjon, pues, sería en sentido negativo un obstáculo para el advenimiento del Reinado de Dios, pero también, positivamente, el principio que impide momentáneamente la terrible victoria definitiva, aunque parcial, del Anticristo, durante el periodo simbólico de tres años y medio.

Lo que detiene su llegada, el katéjon, era, según san Justino, la Iglesia. Aquí es donde entra mi intuición güelfa, pues la existencia de ella se funda sobre la roca del Papado. Sin el reconocimiento del primado, su santidad es incompleta, por más que no deje de ser a la vez compleja, asediada por la iniquidad. Su autoridad es de origen divino y, por ello, indestructible: “Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella” (Mt 16, 18). Infierno e Imperio mantienen una inquietante semejanza fónica. 

Podrá morar el Anticristo en el lugar santo, pero jamás podrá penetrar en el misterio íntimo de la Iglesia que es el del Cuerpo de Cristo Resucitado. Pedro traicionó a su Señor, dudó ante los judaizantes, pero jamás le ha sido retirada la promesa. Una y otra vez ha sido confirmada a lo largo de la historia. El obispo de Roma custodia las llaves del Reino que, en el Espíritu, le ha confiado la Iglesia universal. Siervo de los siervos, la potestad del Papado -real, activa, operante- es pneumática.

Podrá –ha podido, puede- la Iglesia prostituirse, pero la fidelidad petrina está íntimamente ligada a la economía de la salvación. El Hijo del Hombre reinará congregando a sus elegidos de los cuatro vientos desde un extremo del cielo hasta el otro extremo. Este es el ministerio de Pedro: mantener a los elegidos atentos a la parusía.

La asamblea santa, a quienes Jesús ha prometido su compañía hasta la consumación de los siglos (Mt 28, 20) y a la que, por tanto, ni siquiera el Anticristo podrá exterminar, seguirá fundada sobre la piedra de una autoridad mística que la pérdida de cualquier forma de poder cuestionará de manera terrible sin lograr, empero, vencerla. Como su Salvador, la Iglesia será crucificada al final de los tiempos. Sin embargo, vaciada, será exaltada por la manifestación plena de la Resurrección de su Señor que vendrá con poder para juzgar el mundo.

En primer lugar, ¿por qué Roma no ha sido destruida todavía? ¿Por qué razón los bárbaros no la aniquilaron? Babilonia sucumbió bajo la mano del vengador enviado contra ella; Roma, no. ¿Por qué razón? Puesto que si ha habido algo que difiriese la venganza destinada a Roma, podría ser que dicho obstáculo actuase todavía y retuviese la mano levantada de la cólera divina hasta que venga el fin. La causa de esta inesperada prórroga parece ser simplemente la siguiente: cuando los bárbaros cayeron sobre Roma, Dios tenía un pueblo en esa ciudad. Babilonia era una mera prisión de la Iglesia; Roma la había recibido como huésped. La Iglesia moraba en Roma, y mientras sus hijos sufrían en la ciudad pagana a manos de los bárbaros, al mismo tiempo ellos fueron la vida y la sal de la ciudad de sus padecimientos” (J. H. Newman, Sermón “La ciudad del Anticristo”).


Creo firmemente que la santidad de la Iglesia, pura gracia, se sustraerá a la apostasía. En el tiempo que permanezca en el sepulcro, las palabras del Redentor mantendrán el sentido auténtico de su esperanza: “Apacienta mis ovejas”.