De adolescente me explicaron los tres estadios kierkegaardianos
de la existencia a propósito de la que entonces seguía llamándose Generación del 98. La
obra de Sören Kierkegaard (1813-1854), y también la de Arthur Schopenhauer, servían de introducción al
sentimiento trágico de la vida unamuniana y a las tentaciones suicidas de Baroja
ante el árbol de la vida. Mi profesor de literatura, de mote apocopado Jaba -de
Jabalí y supongo que también de Jabba-the-Hut-, alzaba la mano y resoplaba con
sonrisa espeluznante si alguien se atrevía a preguntar. Capaz de arrancar un
brazo de cuajo, en aquellas demenciales clases se deleitaba de tanto en tanto recitando poemas de León Felipe, “el hebreo aullante” como lo definió tan certero
JRJ. El autor de La enfermedad mortal
era, en todo aquel embrollo, el camillero de un psiquiátrico literario
desvencijado.
Me hicieron falta veinte años para poder reponerme de
aquellas grotescas herramientas metodológicas aplicadas a Kierkegaard. No he
podido evitar nunca asociar emocionalmente su nombre con cárdenos roquedos y
con hombres de acción enboinados. Sólo la lectura repetida del prólogo de Temor y temblor (1843) logra todavía vencer mis
aprensiones ante su filosofía "existencialista".
Quizás George Steiner lleve el agua a su molino cuando defina
la genialidad kierkegaardiana como la de “ese curioso judío danés que no era
judío”. Su
imperturbable independencia o su inquisitiva desesperación, a contracorriente
no sólo del mundo sino de sí mismo, son, aún así, una lección de abstracto
apasionamiento particular, en la mejor línea stilnovista.
Último soldado de un ejército inexistente, tengo para mí que
Kierkegaard desamó a Regina Olsen con la misma furiosa fijación con que Dante
había modelado la figura de Beatriz. El tejido puro de la imaginación puntuaba
el viaje dantesco en su búsqueda celeste de la amada. Kierkegaard deconstruyó
la imagen del amante, en cambio, en la proliferación de los pseudónimos que
hacían de Regina el punto de fuga de su identidad.
Hechizado por el dramatismo
de la existencia, Ortega y Gasset se complacía moroso en los exfuturos. Cada decisión del hombre dejaba atrás múltiples
posibilidades. A Kierkegaard, sin la coquetería del madrileño, le bastaba la
psicología de sus expresentes.
Recobrarse uno a sí mismo es tan angustioso como para dar el salto de la fe: la
angustia como posibilidad de la libertad.
Las últimas páginas de La
repetición (1843) son, en su aparente sencillez, más demoledoras que las
del seductor que galantea en escorzo a lo largo del famoso diario incluido en O lo uno o lo otro (1843). Las posibilidades heridas de Kierkegaard, sus pseudónimos, saben con ferocidad que la seducción no es esto ni aquello sino un
fulgor de palabras que se desvanecen al tacto. Un tacto psicológico y un vacío
moral.
Como poeta sabe bien que, al escribir, repite los signos de su
rostro en forma de interrogación. Y apenas se reconoce. La culpa de que el
poema exista desfigura la posibilidad misma de su libertad de ser poema. Y es
que asedia, angustiado, el silencio con deseo de plenitud, aun
sospechando que la verdad religiosa es árido desierto que abrasa purificando, como el
simún, cuanto toca.
“El autor del presente libro no es de ningún modo un filósofo. No ha comprendido el Sistema. Aunque se lograse reducir a una fórmula todo el contenido de la fe, no se seguiría de ello que nos hubiésemos apoderado adecuadamente de la fe de un modo tal que nos permitiese ingresar en ella o bien ella en nosotros. El autor del presente libro no es en modo alguno un filósofo: es poeticer et eleganter un escritor supernumerario que no escribe Sistemas ni promesas de Sistemas, que no proviene del Sistema ni se encamina hacia el Sistema. El escribir es para él un lujo en la medida que es menor el número de quienes compran y leen lo que escribe. El autor prevé su destino: pasar completamente inadvertido”.
En manos de oportunistas, Kierkegaard es caricatura agónica
de un cristianismo que apuntala paradójicamente, aunque con no pocos beneficios personales, un edificio eclesiástico en ruinas.
En sus propias manos, ser cristiano es un suicidio reparador.
El arma del crimen: su escritura.
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