Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.
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viernes, 14 de septiembre de 2018

Eclesiolatría.



Bonifacio VIII proclama el Jubileo de 1300,
Giotto (1300)

En las conversaciones esporádicas que mi heterónimo mantiene con Daniel Capó se consuelan mutuamente de la velocidad desencadenada de los acontecimientos actuales. Melancólico, Capó observa que el orden liberal de la posguerra mundial se ha colapsado y que su sistema de equilibrios, incluidos los culturales, está en derribo por la acción confluente de fuerzas revolucionarias que podrían entenderse casi en un sentido apocalíptico.

martes, 6 de marzo de 2018

En provincias con Pascal.



Moïse présentant les tables de la Loi,
Philippe de Champaigne (1649)


En una de las últimas conversaciones que mi heterónimo, con espaciada regularidad, suele mantener con Daniel Capó, le exponía su calmada indignación por el ataque que la “opción Benito” de Rod Dreher había recibido desde La Civiltà Cattolica por parte de un padre jesuita belga, Andreas Gonçalves Lind. Se la acusaba de “donatismo”. Nada más insinuarle que este tipo de reacciones constituía la réplica cíclica, a escala casi imperceptible, de la crisis eclesial del catolicismo desde los orígenes de la modernidad, su interlocutor le animó vivamente a que escribiese una entrada sobre la consumación de esta Caída que advertimos en sus estertores.

martes, 21 de marzo de 2017

Las sandalias del Bautista.



San Juan Bautista,
Jacopo del Sellaio (1485)

“… qui autem post me venturus est fortior me est, cuius non sum dignus calceamenta portare…” (Mt. 3, 11).

A N. P., en Poblet

Durante años me apliqué, con pasión, a la meditación discursiva y con imágenes. He creído siempre que en el principio no hubo silencio. Tengo la paradójica certeza de que el silencio fue creado por la Palabra que ordenó el caos de ruidos en que se extendía la nada primordial, haciendo posible aquella escucha que, en el intervalo que formó la primera respiración, llama a Ser. Con la ayuda de los Padres del Desierto, jamás he acabado de comprender esa serena ansiedad que confunde combatir las distracciones que suelen atormentar las imaginaciones inquietas y reflexivas con vaciar la mente de pensamientos. La contemplación dichosa, que opera íntimamente fuera de nuestras fuerzas, trasciende toda quietud.

martes, 24 de enero de 2017

Hans Urs von Balthasar en el Infierno de Dante.



Descenso de Cristo a los infiernos,
Duccio di Buoninsegna (1308-1311)

"Poscia: «Più non si va, se pria non morde, / anime sante, il foco: intrate in esso, / e al cantar di là non siate sorde»" (Purg. XXVII, vv. 9-11)

Confesaba hace un par de semanas mis inclinaciones ignacianas de juventud que me llevaron a leer, para preocupación de ciertos compañeros, algunos libros de Karl Rahner (1904-1984) y de Hans Urs von Balthasar (1905-1988). Los abandoné enseguida, por una mezcla de falta de preparación intelectual y de una personal sensación de frialdad. Guardo, no obstante, el recuerdo de una oración de Rahner, «Dios de mi Señor Jesucristo», como uno de esos textos que, aun vistos desde la distancia, acompañaron y sostuvieron realmente horas de abatimiento. En aquel desierto posconciliar, lleno de guitarras y de palmas, un peregrino debía beber hasta la savia de los cactus para no perecer de sed. Cada cual con su vocación…

martes, 10 de enero de 2017

Los sueños de san José.



El sueño de san José,
Georges de La Tour (1640)

Haec autem eo cogitante, ecce angelus Domini in somnis apparuit ei dicens…(Mt. 1, 20)

Con el P. Manuel Matos, S. J., comencé a aprender a leer la Biblia durante aquellos cortos retiros cuaresmales de fin de semana universitario. Posconciliar, el suyo seguía siendo el método ignaciano en un grado de pureza del que sensatamente debería haberme protegido. Con tres charlas de media hora tenía tiempo para lanzarme solo al pinar a meditar cuatro horas durante las que daba rienda suelta ante las Escrituras a mis fantasías, deseos y pánicos juveniles. Después el P. Matos intentaba sujetarlos con los tres binarios y los tres tiempos para hacer elección

A trompicones se forjó así, a contracorriente y en el fuego abrasador de la realidad, mi vocación de peregrino. Tan carente de maestros como buena parte de mi generación (a cambio de haber sufrido innumerables tutores, directores, jefes…), uno empieza a perdonar los olvidos de las figuras paternas cuando descubre lo difícil que será que tus hijos te perdonen, con sus errores, los que uno, dolorosos, suele perdonarse a la ligera. Estas líneas no son, pues, el recuerdo de un olvido, sino, liberador, su olvido.

martes, 2 de agosto de 2016

El cisma de Aviñón.



La Vierge de Miséricorde,
Enguerrand Quarton (1452)

El siglo XIV es apasionante.  De una riqueza de matices sorprendente, está atravesado por una herida profunda que ha dejado su huella indeleble en la imaginación de Europa. Francesco Petrarca modeló en su poesía la sentimentalidad europea de los siglos clásicos. Giovanni Bocaccio o Geoffrey Chaucer trazaron la narrativa de un mundo humanista a punto de emerger, escindido entre una razón que se eclipsaba y una fe luminosa que creía redescubrir la realidad clásica. Es el siglo de los nombres de Guillermo de Ockam y de la apasionada defensa de Collucio Salutati, para quien los studia humanitatis estaban estrechamente vinculados con los studia divinitatis. En la revisión del espíritu y la letra, no obstante, la salida del “oscuro” medievo hubo de atravesar el apocalipsis de la peste. ¿Hay algún origen sin su caída?

martes, 29 de marzo de 2016

... el fin de los tiempos



La Caída de Babilonia,
Cimabue (1277-1283)


fue anunciado en figura al traspasar Adán y Eva el umbral del Paraíso, mientras refulgía a sus espaldas la espada del querubín. A éste, entre sus tareas, se le encomendó también proteger el Edén de las dos principales consecuencias teológicas de la Caída: el código de derecho canónico y la exégesis bíblica. Ahora vemos por un espejo en enigma; entonces se nos caerán las máscaras de vergüenza…  Me ha venido a la cabeza este (modificado y exagerado) versículo paulino tras acompañar a mi amigo germanófilo a la charla de un biblista cuyo leit-motif, contra toda suerte de "fundamentalistas" y "literalistas" que todavía no nos hemos extinguido, era “un texto sin contexto es un pretexto”.

martes, 1 de diciembre de 2015

Edmund Campion, orador mártir.



The English and Welsh Martyrs,
Daphne Pollen (1970)

Es tradición de este blog celebrar la memoria de los mártires jesuitas ingleses a principios de diciembre. Hoy, aniversario del martirio de san Edmundo Campion S. J. (1540-1581), con más motivo me siento a escuchar el Agnus Dei de la Misa a cuatro voces (1591) de William Byrd. Me detengo, estremecido, en el grito de las notas de petición “Dona nobis pacem”.


martes, 23 de diciembre de 2014

Mis Papas (V). Francisco, en invierno.



Aprobación de la regla de san Francisco,
Giotto (1300)


No dejo de escuchar aquí y allí que ha llegado un periodo primaveral a la Iglesia con la elección del papa Francisco. Me he asomado al balcón y me parece que estamos al final de un otoño extraño: hay días calurosos, otros son días de lluvias y el frío poco a poco se apodera de nuestros huesos. Tampoco tiene por qué ser mala señal. Por estas fechas, la duración de la luz aumenta a la vez que las capas de hielo. La obsesión primaveral me parece la metáfora infantil de una sociedad incapaz de asumir la vejez y la muerte que, los cristianos bien lo sabemos, no es el fin.

martes, 2 de diciembre de 2014

Robert Southwell, poeta mártir.



Vanitas todavía viva,
Jan Lievens (1628)

Ayer, 1 de diciembre, se celebró la memoria de los mártires jesuitas ingleses. Hace un año recordaba en estas líneas aquel mundo recusante de la Inglaterra elisabetiana a través de la música de William Byrd, citando entre líneas la figura de san Roberto Southwell, S. J. (1561-1594). Hoy deseo retomar su singular personalidad, poética e histórica, porque su testimonio de fe arroja luz también sobre nuestra sombría época.

martes, 27 de agosto de 2013

Solo y a pie, Ignacio de Loyola.






Siendo veinteañero, pedí en una ocasión a D. José Ignacio Tellechea, sacerdote e historiador guipuzcoano, que me dedicase el ejemplar que tanto había releído de su biografía del santo fundador de la Compañía de Jesús (1491-1556). Acogiéndose al título, para el que tomó prestadas las palabras con que el protagonista había definido sus viajes por Europa, escribió un par de líneas, de cálido compromiso: “Todos caminamos solos y a pie. Que Íñigo te ilumine y estimule en tu camino”. Aprender lo primero ha sido arduo. De lo segundo, a lo vasco, es decir, lacónico y seco, doy testimonio.

En una reunión de un voluntariado jesuítico, la responsable máxima me calificó en una ocasión, con indignada contención, de “anarco”. Que quien se había “matriculado” en el turno de noche y como alumno libre en la espiritualidad ignaciana se atreviese a mostrar sus perplejidades sobre radicalidades de salón resultaba demasiado para una gente con tanta mala conciencia de clase que siguen queriendo disfrazar a Ignacio de maestro de liderazgo empresarial para sus escuelas de negocio y para el negocio de sus escuelas. Supe en aquel instante que acababa de ser expulsado como si fuera un trotsko-fascista.

De Ignacio, en la distancia, he aprendido, sobre todo, dos lecciones que llevan en mi interior su entonación personal: amor a Cristo que por mí se ha hecho hombre, sea rico, pobre, mediopensionista o emprendedor con valores (esto último cuesta aceptar, pero si Nuestro Señor lo dice…); y ayudar las almas de los hermanos y dejarse ayudar por ellos, procurando no ser demasiado torpe ante las mociones del Espíritu Santo.

Hacerse hombre de frontera es, como pedía San Pablo, hacerse todo a todos. Ignacio comprendió en toda su radicalidad cuál era la guía más segura: bajo la autoridad de Pedro. Para al menos acercarse a este ideal hay que transformar la vida eucarísticamente, convertir el corazón en un sagrario donde pueda estar presente Jesús Resucitado esperando a quienes comparten las diferentes facetas de nuestra vida. Atravesar las puertas interiores hasta llegar a Él también pide ver a Jesús en sus sagrarios vivientes o sentir el dolor de verlos vacíos de Él.

¿Y la opción preferencial por los pobres? Mi mejor escuela fue un psiquiátrico. Allí, Ulises me contó lo desgraciado que era porque Penélope le era infiel. Guardo como oro en paño el retrato dedicado de un ex-legionario con la palabra “amigo”. Optar por los pobres, hacerse pobre, es –no me canso de repetirme las palabras de Bernanos- obtener la gracia de las gracias: amarse a sí mismo como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo. 

A aquellos “locos” les debo lecciones fundamentales, porque a menudo su dolor era abrumador.  

“Llegado a Génova, emprendió el camino hacia Bolonia, y en él sufrió mucho, máxime una vez que perdió el camino y empezó a andar junto a un río, el cual estaba abajo y el camino en alto, y este camino, cuanto más andaba, se iba haciendo más estrecho; y llegó a estrecharse tanto, que no podía seguir adelante, ni volver atrás; de modo que empezó a andar a gatas, y así caminó un gran trecho con gran miedo, porque cada vez que se movía creía que caía en el río. Y ésta fue la más grande fatiga y penalidad corporal que jamás tuvo; pero al fin salió del apuro. Y queriendo entrar en Bolonia, teniendo que atravesar un puentecillo de madera, cayó abajo del puente; y, así, levantándose cargado de barro y de agua, hizo reír a muchos que se hallaron presentes.” (Autobiografía).

Pedro Fabro, el primer compañero de Ignacio, al que ahora el Papa Francisco quiere canonizar, respondió en una ocasión que un jesuita era un hombre que no tenía nombre. Comprendí qué quería decir contemplando al Maestro Ignacio bajo el puente de Bolonia. Era como si yo fuese la rosa que, en su vejez, tocaba con la punta de su bastón mientras caminaba por el jardín: “Calla, calla, que te entiendo”. A fin de cuentas, él lo había pedido: “Dame Tu amor y gracia, que ésta me basta”.


viernes, 2 de noviembre de 2012

El dédalo de los ecos. James Joyce, el bardo vándalo.





La vida de los jesuitas siempre me ha atraído más por la literatura que ha generado que por su realidad cotidiana, admirable en tantos sentidos. Ars longa, vita brevis. Podría decirse que la literatura antijesuítica –pergeñada en gran medida por sus antiguos alumnos-ha contribuido más al mito de su astucia y de su inteligencia que su extraordinaria capacidad pedagógica.

Admitamos que sin la una no habría podido desarrollarse la otra, pero convengamos también que este hecho es tanto más llamativo cuanto que la incapacidad casi metafísica de la Orden de san Ignacio, tras el Barroco, para acertar con cualquier forma artística, a excepción de la autopropaganda, corre pareja a la sensibilidad estética con que sus debeladores han captado el genio de su carisma.

De adolescente me embuché el soberbio libelo A.M.D.G (1910) de Ramón Pérez de Ayala, con el entusiasmo anticlerical de los pocos años o de la mala intención. Me costó tiempo comprender que aquella visión reflejaba en realidad la brutalidad descerebrada, pero no estúpida, que anida en el fondo de todo español. En su momento Ortega discrepó de su autor sólo en la conclusión: a los jesuitas habría que disolverlos no por malos, sino por ignorantes. Con ojos europeos, creo más bien que ni lo uno ni lo otro: los jesuitas allí retratados eran una banda de maníacos y de psicópatas, cuya disolución hubiera sido más un imperativo terapéutico que pedagógico.

Leer después el Retrato del artista adolescente (1914) de Joyce, en la delicada traducción de Dámaso Alonso, me curó de aquel espanto ayaliano. Los jesuitas con los que tenía que lidiar Stephen Dedalus podían ser mediocres, ásperos, autoritarios, pero brillaban con la luz propia que desprendía un método capaz de proporcionar la fuerza y la decisión para explorar, exprimir e ingerir la pulpa de la propia experiencia vital.

Cada uno de los capítulos de aquella novela, con sus variaciones de estilo, que reflejaban líricamente la evolución psicológica y artística del protagonista, se me aparecía como una semana de los ejercicios espirituales ignacianos, en cuya duración lo psicológico moldea a su gusto lo cronológico.

Todo el libro me parecía orientado al objetivo tan jesuítico de “hacer elección” y “tomar estado”. El famoso pasaje de la meditación del infierno, en que los niños temblaban de terror ante el despliegue teatral del padre director, no sólo homenajeaba la técnica de la “composición de lugar” sino que también podría interpretarse como un bucle metafictivo en el interior de la trama: tanto el protagonista como su desdoblado narrador toman conciencia en el nivel imaginario y en el textual de la decisión que han de tomar como su destino más íntimo.

Claro está que Stephen Dedalus declinará la indirecta invitación a convertirse en jesuita. Pero cuando sale del colegio con la desolada y aérea amargura de quien no puede no exiliarse si desea cumplir su vocación, está ya ahormado en el modelo jesuítico,  absolutamente profano, de quien no tiene más hogar que los confines de su imaginación. Dedalus es el alucinado misionero de los enigmas del lenguaje.

No debería extrañar entonces que el Ulises (1921) comience con estas palabras: “Sube aquí, cobarde jesuita”. Esta obra, inabarcable, agotadora, exhausta, que es, a la vez, homérica y dantesca, es salvajemente clásica. Puede que Dedalus sea en esta novela Ícaro, Teseo, Hamlet o el sepulturero de Ofelia, pero es también uno de esos locos shakesperianos que gritan a las potencias caídas de un cosmos derruido.

La glosolalia del Ulises –don de las lenguas− alcanzará en Finnegans Wake los extremos materiales de la ininteligibilidad mí(s)tica, pero lo logrará después de que Dedalus, sacerdote de la furia y del ruido, brutalmente desesperado, sin familia, patria y religión, oficie en un prostíbulo la ceremonia de tinieblas, la consumación escatológica del nadir verbal ante Leopold Bloom.

El monólogo final de Molly me hace sospechar, en cualquier caso, que Joyce había aprendido hasta el tuétano la lección de las meditaciones ignacianas: no buscar sólo la introspección, sino estar atento al secreto –a las mociones− del fluir ininterrumpido de las imágenes en la memoria. La profanación joyceana de lo divino sería así el misterio último del sacrificio estético: un pleno, cenital, de una realidad transfigurada.

“sí y de todos aquellos hermosos moros todos de blanco y con turbante como reyes pidiéndole a una que se sentara en su tiendecita y de Ronda con las viejas ventanas de las posadas ojos mirando tras las rejas ocultos para que el enamorado bese los barrotes y de las tiendas de vinos entreabiertas por la noche y las castañuelas y de la noche que perdimos el barco de Algeciras el vigilante rondando sereno con su linterna y oh el mar el mar carmesí a veces como de fuego y las soberbias puestas de sol y las higueras de los jardines de la Alameda si todas las raras callejuelas y las casas rosa y azul y amarillo y de las rosaledas y los jazmines y los geranios y cactus y de Gibraltar cuando niña y cuando flor de montaña sí cuando puse la rosa en mis cabellos como las muchachas andaluzas la llevan y debí llevar una roja sí, y cómo él me besaba al pie de la pared morisca y me pareció bien lo mismo de él que de otro y después le pedí con los ojos para poder volverle a pedir sí y él luego me pidió si quería decir sí mi flor de montaña y primero le rodeé con mis brazos y lo atraje hacia mí para que pudiera sentir mis pechos todo perfume sí y su corazón latía como alocado y sí dije sí quiero Sí”.


Aún hoy, creo vislumbrar a Dedalus, perdido por Dublín, en la bruma de mi juventud. Como él he olvidado el rostro, no el nombre, de aquellos jesuitas.

martes, 30 de octubre de 2012

La erótica de la ausencia. Michel de Certeau en el corazón de las tinieblas.





Conocido como historiador de la mística, sociólogo y antropólogo, el jesuita Michel de Certeau (1925-1986), saboyano como Joseph De Maistre, no podía evitar ser –exasperado freudiano− teólogo. En alguna ocasión escribió que la historia había ocupado, en la modernidad, el lugar de la teología. Si puede decirse que, para él, la historia fue el lugar de la negatividad transversal, la mística representaba a su vez el no-lugar de la teología, la utopía de la otredad.

Discípulo de Henri de Lubac, leyó la Fenomenología del Espíritu de Hegel bajo la guía del también jesuita Joseph Gauvin a principios de los cincuenta. Aquellos jóvenes franceses procedentes de familias políticamente más o menos tradicionalistas, que coincidieron en la Compañía de Jesús antes del Concilio Vaticano II, acabaron convirtiéndose en marxistas. Certeau, no. Certeau era al marxismo cristiano lo que Sade a la Ilustración: su reflejo más destructivo y, por ello, más subversivo.

Obsesionado por la “présence manquante”, Certeau no deseaba tener ni hijos ni discípulos, del mismo modo que luchó por liberarse de cualquier imagen paterna. Proclamó que Jesucristo había muerto y que, precisamente, su muerte hacía posible el espacio de la comunidad creyente. Sus místicos estaban atravesados por heridas en cuerpos tatuados de palabras y de gemidos. Nada significaba; todo era significante.  

Vagando por los espacios de la escritura, pretendía repetir en su diferencia los itinerarios de Ignacio de Loyola o de Pedro Fabro por los caminos de Europa. El “otro”, al que se siente abocado, es un aullido silencioso esculpido en el túmulo de la historiografía. El historiador atestigua la ausencia icónica de los ángeles de piedra. Frente a una semiótica de la recepción, Certeau anhelaba una semiótica de la escucha: el grito despojado, el duelo orgásmico.


Certeau siempre pensó que la Compañía de Jesús era “todavía" -siempre difiriendo la ausencia- un lugar donde seguir realizando una experiencia espiritual. En su polémico libro Le christianisme éclaté (1974), cuya publicación por poco le cuesta la expulsión de la Compañía, expone su idea de que el cristianismo ya no tiene un lugar desde donde hablar. Radicalizando así ad intra la intuición de Karl Rahner sobre los “cristianos anónimos”, el cristianismo se convierte entonces en un conjunto de prácticas y de operaciones que están sometidas a un trabajo de desgaste y de revisión continuos. En la medida que su discurso pretendiese incluso erigirse en voz crítica o “profética” estaría mostrando la pervivencia de un cuerpo “muerto”, es decir, de un conjunto de doctrinas o enunciados que han dejado de significar porque no responden ya a ninguna articulación social.

Ni jerarquía, ni teología histórico-crítica, ni teología obrerista: sólo se podría ser cristiano allí donde se inscribiese la marca de su separación irreductible, donde la identidad cristiana se desvaneciera. Ante este cúmulo disolvente, a Certeau le asaltaba el malestar por el lugar desde el que él hablaba, un lugar que, inevitablemente, debía tener en cuenta su condición itinerante de jesuita: un itinerario tanto interior como exterior por Brasil, México o Estados Unidos:

 "Las prácticas más cercanas del proyecto inicial son las que conciernen a un modo de comunicación, a un estilo de relaciones. En efecto, una "manera de vivir juntos" es el proyecto de donde nacen innumerables pequeños laboratorios que hoy ensayan y corrigen nuevos modelos sociales. De hecho, esta ambición se absorbe en las actividades, legítimas y necesarias, de una economía doméstica. El grupo de amigos o compañeros se sostiene gracias a la organización de una "intimidad" propia que, por dentro, se articula sobre las estructuras de las relaciones familiares, conyugales, amorosas o parentales, y, por fuera, sobre las del trabajo, los esparcimientos, la política. Si quiere practicar la insularidad, se vuelve falansterio. Si quiere introducir sus modelos en la sociedad, la comunidad se convierte en grupo político. De todos modos, da diversas respuestas a la cuestión de la relación entre lo "doméstico" y lo social, pero esta organización, como tal, no es ya "cristiana". Por lo tanto, el problema del cristianismo se desplaza hacia las prácticas, pero las del todo mundo, anónimas, despojadas de reglas y señales propias. Ya que la comunidad no es definida por una enunciación cristiana, sólo será "cristiana", si en ese sector "doméstico" se produce actividades calificadas de cristianas. El sitio deja de ser pertinente, y entonces es importante la posibilidad de una operación determinada por criterios cristianos".
(Michel de Certeau, La debilidad de creer)

Tras leer estas líneas no sorprende que se fuera a vivir solo tras la publicación de este libro, ni tampoco que, al mismo tiempo, conservase una habitación en su comunidad. Quizás dos anécdotas reflejen en algo una personalidad refinadamente desesperada. En mayo del 68 una pequeña célula comunista va visitando las comunidades religiosas de París con el objetivo de “pulsar” la reacción de los religiosos. Desembarcan en la Rue Monsieur –¡vaya nombrecito!- donde sale a recibirlos Certeau. Asombrado –o sobrepasado- ante la radicalidad revolucionaria del diagnóstico de su interlocutor, el cabecilla, buen leninista, le conmina a que aclare dónde se sitúa. Inmutable, el jesuita responde repetidamente: “À l’écoute”. Touché.

En cuanto a la segunda anécdota, ante sus amigos y sus alumnos, sorprendidos por la imperturbabilidad sonriente con que Certeau asumió sin desfallecer sus últimos meses de vida, solía responderles que había aprendido esa tranquilidad en las artes de bien morir renacentistas. Tengo para mí que Certeau, exquisitamente jesuita, era también un patricio romano, como Petronio, que organizó un banquete antes de suicidarse por orden del emperador Nerón. Al fuego devorador de la emperatriz muerte –“éxtasis blanco” la llamó− no podía negarle la moneda estigia.

En su funeral, al que asistió el tout Paris cultural, sus compañeros jesuitas hicieron reproducir "Non, je ne regrette rien” en la versión clásica de Edith Piaf. Como una inquietante contrafigura del personaje de Joseph Conrad, el buscador de las fronteras había atravesado el corazón de las tinieblas para sumergirse en la liturgia eterna de la ausencia.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Cardenal Martini, en la memoria blanca



Los dos gallos digitales de la información religiosa en España han escrito la necrológica del cardenal Martini con dos estilos más antagónicos incluso que sus propias posturas eclesiales. A mí sigue sonrojándome esa autocomplacencia aduladora que el progresismo (ex)clerical español, como el de José Manuel Vidal (pulse aquí), perpetra sin mesura cada vez que tiene la oportunidad de recordar las viejas batallas perdidas. De la Cigoña, maestro del sarcasmo cañí, se muestra extrañamente contenido, con el rabillo del ojo más puesto en Vidal que en el finado (pulse aquí). Enlaza una serie de páginas que recuerdan muy críticamente las posturas defendidas por el arzobispo emérito de Milán durante los últimos años.

Las opiniones de Martini sobre temas polémicos como investigación genética, parejas homosexuales, relaciones prematrimoniales, celibato opcional o sacerdocio femenino han levantado polvaredas. Tengo para mí que, cuando las expresaba, hablaba más como jesuita que como cardenal, aunque supiera que lo uno y lo otro eran en su vida indisociables. Pero, a fin de cuentas, jesuita lo era por vocación. Para hacer gala de ello, como la anécdota ha transmitido, a la pregunta por qué bebida martini le gustaba más, contestó: “Sono rosso, non bianco”. Los cándidos, es decir, los blancos, nos quedamos a cuadros, porque en estas tierras nuestras la alternativa es el aguardiente.

Le admiré. Cuando era joven, leía sus libros divulgativos sobre el evangelio de Lucas y Juan, o sobre los Ejercicios espirituales, con un entusiasmo que luego se me fue enfriando ante su mayor radicalidad, en una sociedad en que hay que decirlas bien gruesas para atraer la atención. En ellas vislumbraba la manifestación de una elegancia intelectual jesuítica que necesita seguir despertando un halo de admiración. Seguro que soy injusto, pero en el Martini de los últimos años no podía evitar ver un personaje a contrapelo de película de Lucchino Visconti. En su vida beata, tal como Gil de Biedma deseaba en un poema, vivía como un noble arruinado entre las ruinas de su inteligencia. Una inteligencia excepcional, deslumbrante.

Lo suyos fueron grandes maestros. Ellos, en cambio, no han tenido grandes discípulos. Descanse en paz.