Aprobación de la regla de san Francisco, Giotto (1300) |
No dejo de escuchar aquí y allí que ha
llegado un periodo primaveral a la Iglesia con la elección del papa Francisco.
Me he asomado al balcón y me parece que estamos al final de un otoño extraño: hay
días calurosos, otros son días de lluvias y el frío poco a poco se apodera de
nuestros huesos. Tampoco tiene por qué ser mala señal. Por estas fechas, la
duración de la luz aumenta a la vez que las capas de hielo. La obsesión primaveral
me parece la metáfora infantil de una sociedad incapaz de asumir la vejez y la
muerte que, los cristianos bien lo sabemos, no es el fin.
Muchos católicos se hallan desconcertados por las actitudes
aparentemente contradictorias de este Papa, que los optimistas patológicos consideran
que rompe moldes. Me sorprende que no se recuerde que su comportamiento
responde al perfil del sacerdote –religioso- del Concilio
Vaticano II. Iban a aggiornar el
cristianismo desde la fidelidad creativa al espíritu de Juan XXIII y
cincuenta años después, aun con decepciones innúmeras a cuestas, siguen
manteniendo esa ilusión, por más que ya no sean jóvenes sino
septuagenarios que no estén dispuestos a dar ni un paso atrás para tomar
impulso.
Aún así, sería un error creer que simplemente reactualizan propuestas del pasado, pues los cambios sociales han sido de tal envergadura en estos últimos treinta años que obligan a resituarse en un difícil equilibrio entre el interior de la Iglesia, que garantiza que ese impulso no se convierta en inercia sin freno, y las "periferias", con las cuales, digan lo que digan, mantienen una relación ambivalente, entre la extrañeza y la identificación sublimadas.
A veces tengo la impresión de que Francisco, el Sucesor de Pedro, gobierna la Iglesia como si fuera el Prepósito de la Compañía de Jesús. Esa Comisión de Cardenales que creó al inicio de su Pontificado se asemeja mucho a la estructura de Asistentes del General. Es cierto que el activismo y el dinamismo jesuíticos son formidables, en el mejor sentido, en la personalidad del Papa Francisco. Esa simpatía personal, en busca de la «transferencia», que se derrama en llamadas telefónicas imprevistas, entrevistas improvisadas, el toque “casual” en el vestir, es marca también del modo de proceder ignaciano. Tiene su contrapartida en el moralismo de reprensión fraterna en comunidad que se le suele colar en las homilías de Santa Marta, donde da palos a diestro y siniestro, crujiendo incluso en las audiencias a su entorno, sin duda con algunas buenas razones, quizás para que nadie se le relaje.
Aún así, sería un error creer que simplemente reactualizan propuestas del pasado, pues los cambios sociales han sido de tal envergadura en estos últimos treinta años que obligan a resituarse en un difícil equilibrio entre el interior de la Iglesia, que garantiza que ese impulso no se convierta en inercia sin freno, y las "periferias", con las cuales, digan lo que digan, mantienen una relación ambivalente, entre la extrañeza y la identificación sublimadas.
A veces tengo la impresión de que Francisco, el Sucesor de Pedro, gobierna la Iglesia como si fuera el Prepósito de la Compañía de Jesús. Esa Comisión de Cardenales que creó al inicio de su Pontificado se asemeja mucho a la estructura de Asistentes del General. Es cierto que el activismo y el dinamismo jesuíticos son formidables, en el mejor sentido, en la personalidad del Papa Francisco. Esa simpatía personal, en busca de la «transferencia», que se derrama en llamadas telefónicas imprevistas, entrevistas improvisadas, el toque “casual” en el vestir, es marca también del modo de proceder ignaciano. Tiene su contrapartida en el moralismo de reprensión fraterna en comunidad que se le suele colar en las homilías de Santa Marta, donde da palos a diestro y siniestro, crujiendo incluso en las audiencias a su entorno, sin duda con algunas buenas razones, quizás para que nadie se le relaje.
El “lío” del Sínodo sobre la familia me ha resultado
modélico. Seguramente forma parte de un programa que, aunque no definido claramente, se ha ido elaborando desde hace tiempo. ¿Cómo podría un Papa alentar más o menos encubiertamente un cambio de
doctrina y, al mismo tiempo, enviar mensajes de que la doctrina sobre la institución
familiar es inamovible? Conociendo bien a los jesuitas, no me acabo de creer que sus ambigüedades sean fruto de la espontaneidad. Acepto que sea la suya una espontaneidad muy trabajada.
Mi interpretación, lo sé, es poco mística y quizás demasiado pragmática, inspirada en los años 70, años de plomo. Es un intento sólo de comprender, sin querer juzgar. Por un lado, en los próximos diez años la Iglesia Católica en Europa –y quién sabe si en América Latina− tendrá un inmenso patrimonio vacío. Se trata de revertir la situación bajo una premisa que, aunque la considero equivocada, no deja de ser entusiasta y ojalá sea cierta. Nuestra jerarquía sigue creyendo que Occidente no ha dejado de ser en el fondo cristiano. La marea de las nuevas creencias y de los nuevos modos de vida exigiría renovar el movimiento de los primeros siglos del cristianismo que, al helenizarse, "revolucionó" el mundo de la Antigüedad. El objetivo, obviamente, no sería ya la recuperación de la Cristiandad, sino una inmanentización escatológica del Reino universal en un mundo globalizado.
Se trataría, pues, no tanto de reevangelizar como de "inculturarse", es decir, de disolverse "activamente" en el gran cuerpo mundial, que ha creado poderosos anticuerpos institucionalmente anticristianos, para hacerlo reflorecer, para sanarlo tras la "batalla" de los últimos cincuenta años al menos. De momento bastaría, y no es poco, con atraer a los alejados, sin que los que han permanecido fieles deserten. De hecho, se necesita a éstos para promover el ideal cristiano entre los más "débiles", asumiendo que sin apagar el pábilo vacilante ni quebrar la caña doblada la nueva pastoral podría cumplir mejor, adaptada al mundo contemporáneo, su misión de anunciar el Evangelio a todos los pueblos y culturas.
Opino, tal vez también erradamente, que ya quedan pocos alejados y que básicamente el mayor número de los que se consideran tales son apóstatas prácticos, que, obviamente, no tendrían –no tienen- ningún inconveniente en comulgar en un acto social como puedan ser las primeras comuniones, las bodas o los funerales. Creer que podrían dejar de serlo aceptando no ya la legitimidad de su decisión sino la de sus consecuencias es aceptar de hecho, no de iure, que el hijo pródigo tenía razones para malbaratar su parte de la herencia, de manera que casi sería una obligación adelantarse a él para convencerle de que le conviene volver y de que, mejor, si es en compañía de todas sus amistades de aventura; o incluso de que sería preciso quedarse a su lado, en sus periferias respecto a nuestro centro, por si necesitase algo. Mientras, se reprocha al hermano, que puntualmente envía las rentas de la heredad, el hecho de que desee permanecer en la casa paterna, como si fuera un solterón legalista y triste. Se confía que, sin obligar a renunciar a nada, el hijo perdido -ahora, hallado, que no recobrado- acabe advirtiendo la bondad de la propuesta que anima tan generosa disposición.
No obstante, los partidarios de este proyecto, que es fuertemente "misional," son muy conscientes de que un explícito cambio doctrinal de tal magnitud como el que se ha podido interpretar no sólo quebraría el edificio entero de los sacramentos como un castillo de naipes, sino que simultáneamente arrastraría consigo toda la “auctoritas”. No sorprende que se quiera tranquilizar asegurando la apariencia doctrinal externa, remozando pastoralmente el interior hasta donde sea posible. El Papa suele dejar caer aquí y allí que la defensa de la doctrina se confunde con rigidez dogmática, mientras afirma implícitamente que la misericordia se identifica con la prudencia pastoral.
Quizás se avecine una época de cristianismo anónimo, capilar, en la medida que ya no existiría, realmente, cristianismo. Ese era el diagnóstico de Michel de Certeau, una de las referencias jesuíticas citadas por Francisco en su primera entrevista a la Civiltà Cattolica. Una Iglesia así reformada sería, aun a su pesar, la ausencia de Iglesia, y los efectos sobre las comunidades protestantes resultarían también sísmicas, aunque pueda parecer increíble. No digo que Francisco quiera ir en esa línea; simplemente parece considerar que los riesgos no son tantos como las oportunidades, pese a que mi generación ya haya comprobado en propia carne que los resultados pueden ser devastadores...
Mi interpretación, lo sé, es poco mística y quizás demasiado pragmática, inspirada en los años 70, años de plomo. Es un intento sólo de comprender, sin querer juzgar. Por un lado, en los próximos diez años la Iglesia Católica en Europa –y quién sabe si en América Latina− tendrá un inmenso patrimonio vacío. Se trata de revertir la situación bajo una premisa que, aunque la considero equivocada, no deja de ser entusiasta y ojalá sea cierta. Nuestra jerarquía sigue creyendo que Occidente no ha dejado de ser en el fondo cristiano. La marea de las nuevas creencias y de los nuevos modos de vida exigiría renovar el movimiento de los primeros siglos del cristianismo que, al helenizarse, "revolucionó" el mundo de la Antigüedad. El objetivo, obviamente, no sería ya la recuperación de la Cristiandad, sino una inmanentización escatológica del Reino universal en un mundo globalizado.
Se trataría, pues, no tanto de reevangelizar como de "inculturarse", es decir, de disolverse "activamente" en el gran cuerpo mundial, que ha creado poderosos anticuerpos institucionalmente anticristianos, para hacerlo reflorecer, para sanarlo tras la "batalla" de los últimos cincuenta años al menos. De momento bastaría, y no es poco, con atraer a los alejados, sin que los que han permanecido fieles deserten. De hecho, se necesita a éstos para promover el ideal cristiano entre los más "débiles", asumiendo que sin apagar el pábilo vacilante ni quebrar la caña doblada la nueva pastoral podría cumplir mejor, adaptada al mundo contemporáneo, su misión de anunciar el Evangelio a todos los pueblos y culturas.
Opino, tal vez también erradamente, que ya quedan pocos alejados y que básicamente el mayor número de los que se consideran tales son apóstatas prácticos, que, obviamente, no tendrían –no tienen- ningún inconveniente en comulgar en un acto social como puedan ser las primeras comuniones, las bodas o los funerales. Creer que podrían dejar de serlo aceptando no ya la legitimidad de su decisión sino la de sus consecuencias es aceptar de hecho, no de iure, que el hijo pródigo tenía razones para malbaratar su parte de la herencia, de manera que casi sería una obligación adelantarse a él para convencerle de que le conviene volver y de que, mejor, si es en compañía de todas sus amistades de aventura; o incluso de que sería preciso quedarse a su lado, en sus periferias respecto a nuestro centro, por si necesitase algo. Mientras, se reprocha al hermano, que puntualmente envía las rentas de la heredad, el hecho de que desee permanecer en la casa paterna, como si fuera un solterón legalista y triste. Se confía que, sin obligar a renunciar a nada, el hijo perdido -ahora, hallado, que no recobrado- acabe advirtiendo la bondad de la propuesta que anima tan generosa disposición.
No obstante, los partidarios de este proyecto, que es fuertemente "misional," son muy conscientes de que un explícito cambio doctrinal de tal magnitud como el que se ha podido interpretar no sólo quebraría el edificio entero de los sacramentos como un castillo de naipes, sino que simultáneamente arrastraría consigo toda la “auctoritas”. No sorprende que se quiera tranquilizar asegurando la apariencia doctrinal externa, remozando pastoralmente el interior hasta donde sea posible. El Papa suele dejar caer aquí y allí que la defensa de la doctrina se confunde con rigidez dogmática, mientras afirma implícitamente que la misericordia se identifica con la prudencia pastoral.
Quizás se avecine una época de cristianismo anónimo, capilar, en la medida que ya no existiría, realmente, cristianismo. Ese era el diagnóstico de Michel de Certeau, una de las referencias jesuíticas citadas por Francisco en su primera entrevista a la Civiltà Cattolica. Una Iglesia así reformada sería, aun a su pesar, la ausencia de Iglesia, y los efectos sobre las comunidades protestantes resultarían también sísmicas, aunque pueda parecer increíble. No digo que Francisco quiera ir en esa línea; simplemente parece considerar que los riesgos no son tantos como las oportunidades, pese a que mi generación ya haya comprobado en propia carne que los resultados pueden ser devastadores...
Los jesuitas eran formados para convertirse en líderes, en
la vanguardia del catolicismo. No es que estuviesen en las fronteras, sino que
eran como marines arrojados tras las líneas del adversario. Por ello, siempre
han detestado íntimamente a los “intelectuales” y a los “contemplativos” como
personas “desencarnadas”, incapaces de sentirse “interpelados por el rostro del
hermano”. En Francisco esa reticencia, que puede señalarse en no pocas de sus
homilías y de sus alocuciones, se ve acentuada por un rasgo del ministerio
petrino. La "cobardía" de Pedro procede sobre todo de la inseguridad. Su función
es nuclear en la Iglesia de Cristo, pero no absoluta. Ante esta situación que le deja perplejo, suele pretender estar legitimado para hacer simultáneamente de María, la Madre, de Juan, el discípulo amado, y de Pablo, el apóstol carismático.
“A todos los que quieren servir al Señor Dios dentro de la santa Iglesia católica, apostólica y a todos los órdenes siguientes: sacerdotes, diáconos, subdiáconos, acólitos, exorcistas, lectores, ostiarios y a todos los clérigos; y a todos los religiosos y religiosas; a todos los donados y postulantes; pobres y necesitados; reyes y príncipes; trabajadores y agricultores; siervos y señores; a todas las vírgenes y continentes, y casadas; laicos, varones y mujeres; a todos los niños, adolescentes, jóvenes y ancianos; sanos y enfermos; a todos los pequeños y grandes; y a todos los pueblos, gentes, tribus y lenguas; y a todas las naciones y a todos los hombres en cualquier lugar de la tierra, que son y serán, humildemente les rogamos y suplicamos todos nosotros, los frailes menores, siervos inútiles, que todos perseveremos en la verdadera fe y penitencia, porque de otra manera ninguno puede salvarse” (Francisco de Asís, “Primera Regla”).
Santidad, Inocencio III aprobó, entre dudas, la regla que Francisco, el
juglar de Dios, presentó de rodillas ante él. Francisco, obediente, jamás mandó. Es un consuelo saber que Pedro, apacentando el rebaño, siempre
tendrá a su lado, en el espíritu, a Juan. ¿Quién sabe si, realmente, el Señor quiere que se quede hasta su vuelta?
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