Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 28 de enero de 2014

Consistency is all I ask!



Hamlet recibiendo a los Actores,
Wladimyr Czachórski (1875)


El grito de angustia de los dos personajes de la inteligentísima obra teatral de Tom Stoppard (1937), Rosencrantz and Guildenstern Are Dead (1967), define de un modo certero mi pasión por la evanescente figura de Hamlet. “¡Consistencia es todo lo que pido!”, claman uno y otro amigo en sendos momentos del Acto I.

Se ha señalado con acierto que Ros y Guil, como se les llama humorísticamente, son un trasunto de los beckettianos Vladimir y Estragón. En lugar de esperar a Godot, asisten aterrados a la fuerza de un destino que les hace aparecer en el momento preciso dentro de la fábula hamletiana. Como en la “mousetrap” del Acto III de Hamlet, el espectador asiste sin parar, especularmente, a representaciones dentro de la representación, y al revés.

El existencialismo de Stoppard es barroco. No se trata sólo de los precisos dispositivos de metateatralidad que ensaya a lo largo de toda su pieza. Es también barroco por su concepción, irónicamente pirandelliana, de que la vida es teatro y de que el teatro sueño es. Los personajes no buscan a su autor, sino que, en un diálogo posmoderno con la tradición, intentan descubrir su identidad buscando una respuesta al sentido de su vaciedad. La ansiedad de la influencia que dominaba a los románticos –Blake luchando a brazo partido con la sombra paterna de Milton, como imaginaba Harold Bloom- deviene el spleen, el hastío, de la influencia que agobia a los postmodernos –Stoppard driblando, así, la imaginación verbal del Bardo-.

Ros y Guil, el ciudadano común, se resisten al papel que se les ha asignado en la trágica comedia de su cotidianeidad. La vulgaridad de sus conversaciones o la preparación de sus tácticas chapuceras para oponerse a Hamlet, queriendo escapar de las trampas sociales de los poderosos, son arrasadas literalmente cada vez que la trama shakespereana irrumpe. Como se quejan a toro pasado, hasta su propio idiolecto les es arrebatado por el vendaval lingüístico de la contraobra shakespereana que, en ausencia, no deja de garantizar la precaria consistencia de la "otra" función.

Me gustaría detenerme en el discutido monólogo de Hamlet en IV. 4. que empieza “How all occasions do inform against me!”. Antes de salir al destierro Hamlet conversa con un capitán que le informa sobre el movimiento de las tropas de Fortimbrás, dispuesto a luchar por un pedazo de tierra que “hath in it no profit but the name”. Hamlet, admirado, alejándose de Rosencrantz y Guildenstern, pronuncia el monólogo en que se acusa a sí mismo de cobardía, de permitirse dormir ante una madre deshonrada y ante un padre asesinado, mientras que aquellos soldados mueren por un pedazo de tierra sin otro valor que el del honor. “O, from this time forth, / My thoughts be bloody, or be nothing worth!” concluye, impotente.

Todas las ediciones modernas de Hamlet ponen de relieve que casi la escena entera no se incluye ni en la edición del Folio ni en Q1. En el volumen de la colección The Oxford Shakespeare se anota que la supresión “no puede ser accidental”, pues ni hace avanzar la acción ni revela nada nuevo sobre el estado de Hamlet; más bien, su determinación final “inspira poca confianza”. Frank Kermode, empirista, resalta la inconsistencia de un Hamlet que, en el instante en que afirma que tiene el motivo y la fuerza y la voluntad para hacer lo que cree su deber, es enviado a Inglaterra bajo custodia.

Sin embargo, otras ediciones consideran este soliloquio, “extrañamente situado” según el mismo Kermode, uno de los más sobresalientes de la obra y de los más “razonables” de Hamlet. En la versión cinematográfica completa, Kenneth Branagh lo sitúa en un momento climático, antes del intermedio. Los pensamientos sangrientos de Hamlet se cobrarán, indirectamente a continuación, una nueva víctima: Ofelia. A mí me interesan esos versos porque, como dice Harold Bloom, “la tragedia de Hamlet es finalmente la tragedia de la personalidad”. Mientras Hamlet no deja de hablar, nada ocurre realmente. Cuando actúa, todo acaba. 




Ros y Guil asisten al final de su Acto II a este monólogo desde lejos, intuyendo que su destino se juega en aquellas palabras que les resultan inaudibles. Impotentes también ante un final que se les viene encima arbitrariamente, observan la precisión incontrolable del absurdo que motivos literarios como la carta redescriben en términos de fuga verbal, de afasia ontológica.

Guil. ¿Está ahí?
Ros. Sí.
Guil. ¿Qué está haciendo?
Ros echa un vistazo por encima de su hombro.
Ros. Hablando.
Guil. ¿Consigo mismo?
Ros. Sí.
Pausa. Ros se prepara para salir.
Ros. Dijo que podemos irnos. Lo juro.
Guil. Quiero saber dónde estoy. Aunque no sepa dónde estoy, quiero saber eso. Si nos vamos, no lo sabremos.
Ros. ¿Saber qué?
Guil. Si volveremos.
Ros. No queremos volver.
Guil. Muy bien podría ser, pero ¿queremos ir?
Ros. Seremos libres.
Guil. No lo sé. Es el mismo cielo.
Ros. Hemos llegado lejos.
Se mueve hacia la salida. Guil lo sigue.
Y además, nada podría ocurrir todavía.
Salen.
Telón.


Nada valiosos, los pensamientos sangrientos de Hamlet suceden mágicos todavía en la escena de la vida -y de la muerte- de Rosencrantz y Guildenstern. Representan el poder dramático de la palabra ausente.


martes, 21 de enero de 2014

AnarKeaton.






Entre principios de los 80 y finales de los 90 seguí fielmente en la televisión tres ciclos dedicados a la canónica trinidad cómica del cine mudo: Harold Lloyd, Charles Chaplin y Buster Keaton (1895-1966). El orden es cronológico, pero sus factores también alteran mi producto.

Nunca he acabado de entender, por limitaciones mías, el humor del joven de cara maquillada, con canotier y gafas redondas. Su ingenuidad de buen chico me deja indiferente. Sin embargo, son extraordinarios el concepto de sus gags y su aparente patosidad, genuina y divertida. Con todo, en un personaje tan formalito, tan simpático, las situaciones más difíciles que se le acumulan me dan la impresión de meros obstáculos que, aunque sea por azar de la bondad, está predestinado a superar.

Charlot es tan indignante como increíble. Nunca he podido evitar sentir desagrado físico ante sus caritas de pena, de perro apaleado, pero me rindo ante su genialidad kinésica. La quimera del oro (1925) encadena secuencias gloriosas una tras otra, desde el baile de los panecillos a la casa colgante, con Charlot correteando entre sus paredes como un pollo.

¿Qué decir de Tiempos modernos (1936)? Que es un clásico como Centauros del desierto (1956), de John Ford. Entre el plano final de una y otra película se advierte un punto común. La sentimentalidad indigente, industrial, de Charlot emprende su camino por la carretera inacabable, con la esperanza puesta en la mano de Paulette Goddard. La sobriedad crepuscular, desesperada, de Ethan Edwards-John Wayne sólo puede ser abrasada por un desierto inextinguible. Ambos planos son una declaración de amor al cine. De amor, simplemente.

En cambio, Candilejas (1952) me resulta una película indecente de principio a fin. Detesto su melodía, tan sencilla y tan engañosa. El narcisismo impúdico de Chaplin no se detiene ni ante la falta de respeto a sus colegas cómicos. Nunca los buenos sentimientos han provocado tanta autocomplacencia. En ella, la dignidad estupefacta de Keaton, comparsa disciplinadamente anárquica, me hace más odiosa la despedida del histrión más grande. El más puro sigue siendo, sin duda, el propio Keaton.

Luis Buñuel dijo: “Asepsia, desinfección. Liberadas de la tradición, nuestras miradas se rejuvenecen en el mundo juvenil y temperado de Buster, gran especialista contra toda infección sentimental”. Es posible que en Keaton haya una novedad que obliga a desinfectar de sentimentalidad toda tradición. Ver su agilidad sincopada tiene, ciertamente, efectos farmacológicos.

La imperturbabilidad de Keaton, que no su pasibilidad, es de un lirismo ultrarreal. Más que alcanzar el amor de la chica, Keaton se esfuerza aéreamente por llegar a ser el que le niegan ser. Casarse –el final feliz− es para él ingresar en una realidad tan necesaria como áspera y estéril. La aventura es, por sí misma, la afirmación insaciable del deseo. Con impecable sencillez, el protagonista de El Colegial (1927) transforma irónicamente el acartonado ideal olímpico, insertándolo en la acción resolutiva de la trama cinemática.

Es lugar común insistir en que al personaje de Keaton lo ha definido su economía facial, casi inhumana y lunar. Su supuesta inexpresividad transparenta una conciencia feroz de su identidad imaginaria. Su rostro es la arkhé, el principio de su soledad irreductible y victoriosa. En El maquinista de la General (1926) hay escenas perfectas de este rigor poético. Pero me quedo con una de El héroe del río (1928). Padre e hijo entran en la sombrerería. El hijo no quiere deshacerse de su gorra, pero se ve obligado a tocarse con todo tipo de sombreros. El espejo en el que se mira somos los espectadores que le reflejamos, con una ligera desviación, los cambios de su rostro múltiple y uno. Al final todo parece volver al principio, en un golpe de mala suerte. No, la resilente personalidad de Keaton, fragmentada y atosigada por la autoridad, sale afianzada en su singularidad inaccesible.




A menudo me han preguntado por qué mantengo uniformemente, a lo largo de mis películas, esa cara tan desolada. Creo que es bien sencillo; desde mis comienzos en el music-hall observé que, cuando se hace algo más o menos divertido, se provoca en el auditorio una carcajada mucho mayor si se permanece indiferente y luego asombrado por la hilaridad del público. Por el contrario, hay cómicos que parece que se colocan siempre de parte del público y le hacen participar de sus confidencias. Así procedía Fatty; de esta forma el público se reía con él, mientras que en mi caso el público se reía de mí”.

Riéndonos de Keaton, salimos gozosamente derrotados ante su inteligencia cómica, lección exacta –e íntegra- de moral poética.


martes, 14 de enero de 2014

Liturgia Radical.







“Manners maketh man” fue la divisa del escudo de armas del obispo de Winchester William of Wykeham (1320-1404). Un sacerdote inglés me repetía estas palabras con acento nostálgico. El Imperio se había desvanecido y ni siquiera la deportividad –esa versión secularizada de los modales medievales- podía ya contener la ferocidad británica que tan bien conocemos quienes hemos vivido en las gloriosas Islas.

“Las maneras hacen al hombre”: la buena educación, la cordialidad, la atención hacia nuestros semejantes nos hacen humanos. Dedicarnos a su cultivo rindiéndoles culto material e intelectualmente nos distingue con la práctica de una quinta virtud cardinal, antaño inglesa: ser decentes nos conviene. La cultura decanta sus frutos más exigentes. Freud lo diría de otra manera, indiscretamente, a lo germánico.

Apoyo la tesis de que la ruptura de Inglaterra con Roma en el siglo XVI, no obstante la paz y la estabilidad proporcionada por la dinastía Tudor, infligió a su conciencia nacional tal herida que sólo la guerra civil y la dictadura de Cromwell fueron capaces de cauterizar en vivo, a costa de una irreparable cicatriz. Tan ariscamente independiente y tan amante de sus tradiciones, Inglaterra nace a la modernidad desangrándose de su pasado medieval.

Casi psicoanalíticamente, los proyectos teológicos anglocatólicos más relevantes desde el siglo XIX hasta la actualidad, de los tractarianos a Radical Orthodoxy, pasando por la peculiar estética teológico-política de T. S. Eliot, han expuesto simbólicamente la añoranza de recobrar aquella unidad en la diferencia –no exactamente in varietate- previa a la Reforma. En ellos se ha querido resolver el conflicto entre la indiscutible lealtad a las libertades propias (en cierto sentido, para los ingleses ser contrarrevolucionario es un pleonasmo) con la indiscutida catolicidad que debería fundamentar el cristianismo.

Para un sincero anglicano, “the way to Rome” nunca ha sido ni mucho menos el retorno del hijo pródigo. Si san Gregorio Magno había enviado en el siglo VI a san Agustín de Canterbury y otros monjes romanos a evangelizar Inglaterra, un par de siglos después los monjes irlandeses e ingleses, como San Columbano o Alcuino de York, contribuyeron decisivamente al renacimiento carolingio. Las conversiones al catolicismo han sido, pues, un punto de llegada tan natural como insospechado y, por consiguiente, no tan frecuente como los católicos latinos siempre hemos deseado. Un inglés, en el fondo, no se convierte; se reencuentra.

En su época tractariana Newman consideró Trento una desgracia dogmática. Describió honesta y espléndidamente aquel estado de ánimo que ya no era el suyo en Apologia pro vita sua (1863): “La Edad Media perteneció a la Iglesia anglicana, y mucho más la Edad Media de Inglaterra. La Iglesia del siglo XII era la del siglo XIX. El Dr. Howley ocupaba la sede de Santo Tomás Mártir y Oxford era una universidad medieval. Debíamos ser indulgentes con todo lo que Roma enseñaba ahora y con lo que enseñaba entonces, manteniendo nuestra protesta”. 

Ciento cincuenta años después, la “ortodoxia radical” de Catherine Pickstock volvía de nuevo al centro nuclear de la fe cristiana: la liturgia alcanza su cumbre en la celebración eucarística. En Más allá de la escritura (La consumación litúrgica de la filosofía) (1998) Pickstock lamentaba la reforma posconciliar por no haber sabido resistir la tentación modernista que no es sino una manera clerical de rendirse ilustradamente. ¿Abogaba por una vuelta a San Pío V? Al contrario, era preciso ir más allá, a la sutil y aparentemente confusa pureza del Misal Romano Medieval que la Contrarreforma (¿un pleonasmo también?) y el Barroco también habrían mancillado.

Frente al liberalismo el Movimiento de Oxford sostuvo la independencia de la Iglesia. La renovación profunda del culto divino estaba unida a la comprensión recta de la doctrina. Por ello, Newman había comenzado estudiando a los Padres de la Iglesia en lucha con los arrianos. Frente al nihilismo posmoderno Radical Ortodoxy ha sostenido la liberación semiótica de la comunidad litúrgica. La resistencia a la deriva necrófila de significantes ha pasado por el intento de reconstruir la síntesis tomista de una verdad helénica suplementada cristianamente, oponiendo a la ausencia derrideana la celebración excesiva, ya prevista por san Agustín, del eros platónico. ¿Involucionismo, conservadurismo? Not at all. La cultura inglesa siempre ha procurado (con y sin éxito) transformar las aporías en tersas paradojas. 

Por ejemplo, Pickstock no ha dudado en declararse a favor del sacerdocio femenino y del socialismo cristiano, al mismo tiempo que ha reivindicado, a partir de la doctrina de santo Tomás, la transustanciación como condición de posibilidad para cualquier significado. Más que anti(pos)moderna, la suya es una rememoración posmedieval, tan ecléctica como para contrapuntear la Nouvelle Théologie de Henri de Lubac con la que su maestro John Milbank o el arzobispo Rowan Williams han desarrollado en la tradición de la Comunión Anglicana. Tan monástico como soy (¿tan paradójicamente continental?), echo en falta (reformada) alusiones a la cultura litúrgica de los monasterios.

“El signo teológico incluye y repite el misterio que recibe y el misterio al que se ofrece, y revela la naturaleza de ese misterio divino como don, relacionalidad y perpetuidad. Este signo no es un producto final que se detiene en su propia significación, sino que su significado es un sacrificio redentor que se ofrece con la esperanza de que se produzcan ofrendas ulteriores; un signo que se ofrece al don y como don de repetición. Este signo disemina la tradición en la que ha nacido, ya que está configurado como una historia, como un ritual, como una liturgia, como una narrativa, como un deseo y como una comunidad. Tal riqueza de significación denota el signo que es también una persona, un pueblo y un cuerpo dispersado a través del tiempo como don, como paz y como la posibilidad de un futuro”.


Siempre me ha parecido que santo Tomás, más acá o más allá de la Summa Theologiae, brilla con más oculta intensidad en sus himnos eucarísticos. “Oro fiat illud quod tam sitio; / Ut te revelata facie cernens, / Visu sim beatus tuae gloriae”. Recuperando la significatividad oral y escrita de los gestos litúrgicos, Pickstone también nos muestra a los hombres y las mujeres del siglo XXI que todavía “manners maketh man”.


martes, 7 de enero de 2014

Gramática y Escatología.




Abadía de Lerins


¿No es paradójico que un güelfo como Cavalcanti profese de continuo simpatías monásticas? ¿No es acaso el claustro, feudal y campesino, septentrional, lo contrario de la pujanza económica y social de las ciudades meridionales? Las libertades culturales que protegen esas murallas ciudadanas, ¿no han sido baluarte contra las desigualdades económicas y sociales que siempre amenazan su cohesión? Aun siendo casi cierto, Cavalcanti insiste en querer ser un monje del arcén digital.

Acabo de releer un libro maravilloso: El amor a las letras y el deseo de Dios (2ª ed., 1963), del monje benedictino Jean Leclercq (1911-1993). Mi amigo germanófilo lo incluye en el género de las “cartografías espirituales”, pues traza un panorama general de la literatura monástica entre los siglos VIII y XIII. En sus páginas Leclercq analiza tanto las aportaciones literarias como el significado espiritual del monaquismo occidental, con una claridad de estilo, de estructura y de interpretación que ha convertido esta obra en mucho más que un clásico.

Siguiendo su itinerario, se debe reconocer, aun a regañadientes por sus adversarios, que conceptos como humanismo y renacimiento jamás se habrían acuñado en Europa si no hubieran sido previamente fundidos en el yunque de la oración y de la liturgia en los monasterios.

El Renacimiento carolingio, el renacimiento del siglo XII y hasta el Renacimiento por antonomasia, el del siglo XVI, sólo adquieren su pleno significado a la luz de la actividad de los monjes, lanzados en cuerpo y alma no a la búsqueda y a la disputa de verdades, como los escolásticos, ni tampoco al goce de sus bellezas, sino a la contemplación de Dios que traspasa, y sobrepasa, las unas y las otras.

El humanismo monástico, que en un arrebato Leclercq llama “humanismo escatológico”, no puede ser considerado la antesala de la escolástica y, mucho menos, un estadio reactivo del humanismo secular. Erasmo, canónigo regular, no descubrió el Mediterráneo de la piedad interior tan sólo en la devotio moderna, sino que debió formársele en los labios y en el corazón, ¿a su pesar?, con el recitado divino del oficio litúrgico, en la lectio continua de la Sagrada Escritura.

Leclercq insiste en un punto crucial: existe una única teología cristiana, con diferencias –maravillosas- de matices: la escolástica, especulativa; literaria, la monástica. Esta última, escondida, olvidada, ha regado y ha sostenido el deseo humano de una inteligencia vuelta no sólo hacia las abstracciones sino a la experiencia directa, carnal, de la economía de la salvación.

Aunque probar la existencia de Dios haya sido una cuestión decisiva de la ontología, en general los hombres y las mujeres occidentales, aparte de las selectas clases de iluministas y deístas, no han solido adorar cualquier versión del actus essendi sino al Dios hecho hombre en la historia, que enseñó con parábolas y que rezó en la tradición del Libro del pueblo de Israel.

En su monumental Gloria: una estética teológica, a Hans Urs von Balthasar, de tanto rastrear entre filósofos y poetas, se le olvidó esta tradición monástica. San Bernardo seguramente le parecería un esteta sin el rigor intelectual que exige la Academia. Resulta aterrador cómo von Balthasar sepulta a paladas la obra de los Victorinos, de la Escuela de Chartres…, despachada como una mera transición al edificio tomista que representa el mundo urbano de las Universidades.

Como un tópico, no suele tenerse ya suficientemente en cuenta que en aquellos monasterios se había conservado, con todas sus limitaciones, durante cinco siglos la cultura de Occidente: la literatura latina y las enseñanzas de los Padres de Oriente y de Occidente. Como una impostura, se impone el relato científico de la dialéctica y de la lógica. Los monjes, en cambio, siguieron guardando en su corazón y en sus labios la gramática y la retórica.

Anhelo la sancta simplicitas que explica Leclercq, que es el arte más difícil de vivir. En ella se puede releer la fragmentada unidad de nuestra intimidad. Por ella advertimos cómo sólo la escatología del Bien es capaz de tensar la gramática del ser. Tras ella la belleza y la verdad se abrazan y se persiguen en puntos de fuga hacia la santidad inaccesible de Dios que, empero, se manifiesta en las letras de un deseo insaciable. En su lectura atenta, humilde, se vislumbra el Logos eterno.

Enfurecido con la Escolástica, que desemboca en el voluntarismo escotista, el protestante Nietzsche maldecía el lenguaje como garante de la continuidad del ser: “Mucho me temo que no conseguiremos librarnos de Dios mientras sigamos creyendo en la gramática…”. Los monjes, librándose de la gramática, siguen creyendo en Dios, bendiciendo en cada una de sus trampas la posibilidad de dar el salto hasta el Creador.

“La fe y la literatura, lejos de saciar al cristiano, estimulan su sed de Dios, su deseo escatológico. La función de la gramática consiste en crear en él una exigencia de belleza integral; la de la escatología, indicar la dirección en que hay que mirar para que quede satisfecha. Es un libro que el dedo de Dios escribe en el corazón de cada monje; ningún otro lo suplirá. Unir a una cultura pacientemente adquirida una simplicidad conquistada a fuerza de fervoroso amor, conservar un alma simplificada entre los variados recursos de la vida intelectual, y para ello situarse y mantenerse al nivel de la conciencia, elevar hasta ella la ciencia y no dejarla decaer, he ahí lo que hace el monje culto; es un sabio, un letrado, pero no es un hombre de ciencia, un hombre de letras, un intelectual, sino un espiritual”.

Lejos de tal ideal, aunque por güelfo, aspiro a ese silencio de acordes celestes. La ficción de mis críticas expresa la sinceridad de mi deseo. ¿Por qué, si no, me consuela saber que “la retórica se ha convertido en parte de sí mismos, y pueden, sin desdoblarse, manteniéndose plena y únicamente monjes, hacer de ella la expresión de su sinceridad”?