Entre principios de los 80 y finales de los 90 seguí
fielmente en la televisión tres ciclos dedicados a la canónica trinidad cómica
del cine mudo: Harold Lloyd, Charles Chaplin y Buster Keaton (1895-1966). El orden es
cronológico, pero sus factores también alteran mi producto.
Nunca he acabado de entender, por limitaciones mías, el humor del joven de cara
maquillada, con canotier y gafas redondas. Su ingenuidad de buen chico me deja
indiferente. Sin embargo, son extraordinarios el concepto de sus gags y
su aparente patosidad, genuina y divertida. Con todo, en un personaje tan
formalito, tan simpático, las situaciones más difíciles que se le acumulan me
dan la impresión de meros obstáculos que, aunque sea por azar de la bondad,
está predestinado a superar.
Charlot es tan indignante como increíble. Nunca he podido
evitar sentir desagrado físico ante sus caritas de pena, de perro apaleado,
pero me rindo ante su genialidad kinésica. La quimera del oro (1925) encadena secuencias gloriosas una tras otra, desde
el baile de los panecillos a la casa colgante, con Charlot correteando entre
sus paredes como un pollo.
¿Qué decir de Tiempos modernos (1936)? Que es un clásico como Centauros del desierto (1956), de John Ford. Entre el plano
final de una y otra película se advierte un punto común. La sentimentalidad
indigente, industrial, de Charlot emprende su camino por la carretera
inacabable, con la esperanza puesta en la mano de Paulette Goddard. La sobriedad
crepuscular, desesperada, de Ethan Edwards-John Wayne sólo puede ser abrasada por un
desierto inextinguible. Ambos planos son una declaración de amor al cine. De
amor, simplemente.
En cambio, Candilejas
(1952) me resulta una película indecente de principio a fin. Detesto su
melodía, tan sencilla y tan engañosa. El narcisismo impúdico de Chaplin no se
detiene ni ante la falta de respeto a sus colegas cómicos. Nunca los buenos
sentimientos han provocado tanta autocomplacencia. En ella, la dignidad estupefacta de Keaton, comparsa disciplinadamente
anárquica, me hace más odiosa la despedida del histrión más
grande. El más puro sigue siendo, sin duda, el propio Keaton.
Luis Buñuel dijo: “Asepsia, desinfección. Liberadas de la
tradición, nuestras miradas se rejuvenecen en el mundo juvenil y temperado de
Buster, gran especialista contra toda infección sentimental”. Es posible que en Keaton haya una novedad
que obliga a desinfectar de sentimentalidad toda tradición. Ver su agilidad sincopada tiene, ciertamente, efectos farmacológicos.
La imperturbabilidad de Keaton, que no su pasibilidad, es de
un lirismo ultrarreal. Más que alcanzar el amor de la chica, Keaton se esfuerza
aéreamente por llegar a ser el que le niegan ser. Casarse –el final feliz− es para él ingresar
en una realidad tan necesaria como áspera y estéril. La aventura es, por sí misma, la afirmación insaciable
del deseo. Con impecable sencillez, el protagonista de El Colegial (1927) transforma irónicamente el acartonado ideal olímpico, insertándolo
en la acción resolutiva de la trama cinemática.
Es lugar común insistir en que al personaje de Keaton lo ha definido su economía facial, casi
inhumana y lunar. Su supuesta inexpresividad transparenta una conciencia feroz de
su identidad imaginaria. Su rostro es la arkhé,
el principio de su soledad irreductible y victoriosa. En El maquinista de la General (1926) hay escenas perfectas de este rigor
poético. Pero me quedo con una de El héroe del río (1928). Padre e hijo entran en la sombrerería. El hijo no
quiere deshacerse de su gorra, pero se ve obligado a tocarse con todo tipo de
sombreros. El espejo en el que se mira somos los espectadores que le reflejamos, con una ligera desviación, los cambios de su rostro múltiple y uno. Al final todo parece volver
al principio, en un golpe de mala suerte. No, la resilente personalidad de
Keaton, fragmentada y atosigada por la autoridad, sale afianzada en su
singularidad inaccesible.
“A menudo me han preguntado por qué mantengo uniformemente, a lo largo de mis películas, esa cara tan desolada. Creo que es bien sencillo; desde mis comienzos en el music-hall observé que, cuando se hace algo más o menos divertido, se provoca en el auditorio una carcajada mucho mayor si se permanece indiferente y luego asombrado por la hilaridad del público. Por el contrario, hay cómicos que parece que se colocan siempre de parte del público y le hacen participar de sus confidencias. Así procedía Fatty; de esta forma el público se reía con él, mientras que en mi caso el público se reía de mí”.
Riéndonos de Keaton, salimos gozosamente derrotados
ante su inteligencia cómica, lección exacta –e íntegra- de moral poética.
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