Apenas hace un par de meses ha salido publicado el
libro Mayo del 68. Fin de fiesta(Almería,
2018) de Gabriel Albiac (1950). Es la revisión continuada de su Mayo del 68. Una educación sentimental
(1993). De oca en oca fetiche y sigue porque siempre les toca. Tras el cuarto
de siglo, llega el medio siglo, en que se manifiesta esa versión del demonio
meridiano que, si en los Padres del desierto adoptaba la forma de la acedia,
ahora cobra la forma voluptuosa de una memoria generacional que no deja de proyectar
las estratagemas de un codicioso empeño de destrucción que en sus fantasías de
omnipotencia nunca han dejado de practicar celosamente tanto como les ha sido
posible.
De todas las versiones de Frankenstein (1816) de Mary Shelley (1797-1851) que el cine, desde el clásico de Boris Karloff, una y otra vez reprograma como un clásico de terror, seguramente para mi mal quedé preso del plano inicial, casi helado, de Remando al viento(1988) de Gonzalo Suárez (1934).
Hace unos meses mi
discípulo blanchotiano me prestó el dvd de la película Tous
les matins du mode (1991). No sé si, en su simpática y sistemática
desobediencia a algunas de mis sugerencias, me quería indicar que se encontraba a gusto con
el personaje de Marin
Marais (1656-1728). ¡Qué importa si verla de nuevo me ha hecho retroceder
veinticinco años atrás cuando mi amigo ateo y yo acudimos a su estreno! Durante
todo este tiempo él ha seguido escuchando entusiasmado la música de Marais, tal
como no ha cesado de ejecutarla Jordi Savall. Como
entonces, sigo prendido de los tonos de Monsieur de Sainte-Colombe
(¿1640-1700?).
Como en tantas niñas de su edad, mi petitona ha sucumbido a la pasión por Frozen(2013). Hasta ha encontrado el cd con las canciones de la película en
la biblioteca municipal y hemos pasado una temporada al borde del agotamiento
auditivo con el tema de “Suéltalo”. Entre ella y yo ya es prácticamente un mot-de-clef hablar de los lobos que
persiguen a Ana y a Kristof, mientras aullamos a
la una con los ojos desorbitados “auuuuuuu”. Su hermana, la pubilla, participa todavía de esa fantasía,
en el lindero de la adolescencia. Quisiera creer que les admira la capacidad de sacrificio fraterno mediante “el acto de amor
verdadero”.
El Juicio Final,
Tabla Central (1467-1471), Hans Memling
Hace unos meses mis cuatro hijos vieron el Episodio V de La guerra de las galaxias. Estaban pendientes de que se la pusiese desde hacía tiempo, pues querían entender por qué Buzz Lightyear,
nuestro héroe favorito de Toy Story
(¡Hasta el infinito, y más allá!), se asomaba desde el montacargas echando la
mano hacia Zurg. Mientras el juguete villano se precipitaba al vacío, Buzz gritaba
“¡papá!”.
De mi época de bachillerato recuerdo la asistencia un
viernes por la tarde, a principios de cada primavera, a la representación
teatral que el grupo colegial MI.AR.PA había preparado durante el curso. Como
indicaba el acrónimo, acostumbraban a poner en escena obras de Miguel Mihura,
Carlos Arniches y Alfonso Paso.
Aunque El Padre Pitillo
es uno de los traumas culturales de mi adolescencia, me vienen a la memoria
estupendos momentos de espectador incipiente gracias al entusiasmo juvenil de
Javier Quero o de mi compañero de pupitre Jesús Blanco. Juan Echanove, el pedete
lúcido de Turno de oficio, era el
arquetipo que se había formado tras aquellas bambalinas.
Siempre eché de menos que representasen a Enrique Jardiel Poncela (1901-1952), a
quien, ay de mí, sólo conocía de oídas. Los fragmentos que leía de él me
maravillaban de risa. No entendía por qué no nos lo hacían conocer. Después de todo, Paso
siempre me ha parecido un pesao mayúsculo y con Arniches me reconcilié sólo tras
leer La señorita de Trevélez gracias
a un curso absurdo pero divertidísimo de Andrés Amorós, que, en plan estupendo,
decidió que la trinidad canónica del siglo XX español era aquel año el lenguaje
chocarrero de Tirano Banderas, la
métrica venganza de Don Mendo y el
sainete tragicómico de Arniches.
Mihura son palabras mayores, pero la modernidad
recalcitrante de Jardiel, esa ferocidad frustrada, tan española, mantiene, pese
a sus arrugas, su atractivo teatral y novelístico. De su lectura se sale con
una sensación agridulce. Jardiel es un Beckett de Lavapiés, lamentable pero
inmarcesible. Si una comedia suya encarna mejor que ninguna otra
ese espíritu tan subversivo como resentido es Eloísa está debajo de un almendro (1940).
El Acto I, con esas conversaciones tan cutres y deprimentes
de los espectadores en una sala de cine de barrio, es mucho más que un
ejercicio paródico. No describe sólo aburrimiento vital, sino que proporciona una
poderosa lección de esa cháchara que Heidegger analizó con el término Gerede. Toda la fantasiosa e
hiperromántica actitud de Mariana –y de Clotilde- sólo puede alzarse a partir
de “ese modo de ser de la comprensión desarraigada del Dasein” que el
acomodador, el matrimonio o las fulanas actúan en su lenguaje tautológico,
cuando no pleonástico. Sólo ante ellos el deseo de algo misterioso, nuevo, diferente,
que Mariana le exige a Fernando cobra su apertura semántica. La locura de los
Briones “tiene la posibilidad de ser de semejante desarraigo, que, lejos de
constituir un no-ser del Dasein, es, por el contrario, su más cotidiana y
obstinada «realidad»”. ¿Quién se lo iba a decir a Jardiel?
Los otros dos Actos, observados con atención, hubieran tenido que
dar auténtico susto en la España de la inmediata posguerra. La logorrea de Práxedes (tan estupenda en la película de 1943) refleja la delirante lucidez que desencadena todas sus acciones calculadamente enloquecidas.
Con la excusa de la cháchara y
de las excentricidades familiares, Jardiel acumula no pocas perversiones con un
fuerte componente fetichista. Organizados bajo el motivo del doble (döppelganger), Fernando y Mariana representan
también a sus padres a través de fetiches como el medallón o el vestido
ensangrentado que desencadena la anagnórisis final. Fernando se lleva a Mariana
a su casa con el cloroformo que le proporciona su tío Ezequiel, un maníaco
sexual que rapta, mata y despelleja “gatas”, a las que pone nombres propios, en
beneficio de la ciencia. Se entiende, pues, que la loca Micaela le eche los “perros”
encima.
Mariana, pero sobre todo Clotilde, expresan fantasías masoquistas.
Además, Clotilde es el objeto de deseos incestuosos de su tío neurótico
Briones, con cuyas pulsiones parece insinuarse que ha jugado sádicamente. La
desilusión final de Clotilde ante la evidencia de que Ezequiel es sólo, realmente, un
científico le lleva a exclamar “¡Pelagatos!”, lo cual debería poner los pelos
de punta a cualquier espectador. No es en absoluto un cierre improvisado.
A fin de cuentas, Eloísa
está debajo de un almendro es una obra necrófila: su asunto central es recobrar,
vicaria si no directamente, a una muerta. Fernando desea con tal intensidad
esquizofrénica a Mariana que, mientras cava fuera de escena en busca del
cuerpo, ella le está esperando travestida para crear el efecto climático de
fusión alucinada de los diversos motivos de toda la obra.
PRÁXEDES.—¿Se puede? Sí, porque no hay nadie. ¿Que no hay
nadie? Bueno, hay alguien, pero como si no hubiera nadie. ¡Hola! ¿Qué hay? ¿Qué
haces aquí? Perdiendo el tiempo, ¿no? Tú dirás que no, pero yo digo que sí.
¿Qué? ¡Ah! Bueno, por eso... ¿Que por qué vengo? Porque me lo han mandado.
¿Quién? La señora mayor. ¿Que qué traigo? La cena de la señora, porque es
sábado y esta noche tiene que vigilar. ¿Que por qué cena vigilando? Pues porque
no va a vigilar sin cenar. ¿Te parece mal que vigile? Y a mí también. Pero
¿podemos nosotros remediarlo? ¡Ah! Bueno, por eso... Y ahora a dejárselo todo
dispuesto y a su gusto. ¿Que lo hago demasiado deprisa? Es mi genio. Pero ¿lo
hago mal? ¿No? ¡Ah! Bueno, por eso... Y no hablemos más. Ya está: en un voleo.
¿Bebidas? ¡Claro! No iba a comer sin beber. Aunque tú bebes aunque no comas.
¿Lo niegas? Bien. Allá tú. Pero ¿es cierto, sí o no? ¿Sí? ¡Ah! Bueno, por eso.
(Yendo hacia Fermín y Leoncio.) ¿Y la señora? ¿Se fue? Lo
supongo. Por aquí, ¿verdad? (El primero derecha.) Como si lo viera. ¿Que
si voy a llamarla? Sí. (Señalando a Leoncio y mirándole.) Éste va
a ser el criado nuevo, ¿no? Pues por la pinta no me parece gran cosa. ¿Que sí
lo es? ¡Ah! Bueno, por eso... Aquí lo que nos hace falta es gente lista. Ahí os
quedáis. (Inicia el mutis.) ¿Decíais algo? ¿Sí? ¿El qué? ¿Que no decías
nada? ¡Ah! Bueno, por eso... (Se va por el primero derecha.).
Hamlet recibiendo a los Actores, Wladimyr Czachórski (1875)
El grito de angustia de los dos personajes de la inteligentísima obra teatral de Tom Stoppard (1937), Rosencrantz and Guildenstern Are Dead (1967), define de un modo certero mi pasión por
la evanescente figura de Hamlet. “¡Consistencia es todo lo que pido!”, claman uno y otro amigo en sendos momentos del Acto I.
Se ha señalado con acierto que Ros y Guil, como se les llama
humorísticamente, son un trasunto de los beckettianos Vladimir y Estragón. En
lugar de esperar a Godot, asisten aterrados a la fuerza de un destino que les
hace aparecer en el momento preciso dentro de la fábula hamletiana. Como en la “mousetrap”
del Acto III de Hamlet, el espectador
asiste sin parar, especularmente, a representaciones dentro de la
representación, y al revés.
El existencialismo de Stoppard es barroco. No se trata sólo
de los precisos dispositivos de metateatralidad que ensaya a lo largo
de toda su pieza. Es también barroco por su concepción, irónicamente
pirandelliana, de que la vida es teatro y de que el teatro sueño es. Los
personajes no buscan a su autor, sino que, en un diálogo posmoderno con la
tradición, intentan descubrir su identidad buscando una respuesta al sentido de
su vaciedad. La ansiedad de la influencia que dominaba a los románticos –Blake
luchando a brazo partido con la sombra paterna de Milton, como imaginaba Harold Bloom- deviene el spleen, el hastío,
de la influencia que agobia a los postmodernos –Stoppard driblando, así, la
imaginación verbal del Bardo-.
Ros y Guil, el ciudadano común, se resisten al papel que se
les ha asignado en la trágica comedia de su cotidianeidad. La vulgaridad de sus
conversaciones o la preparación de sus tácticas chapuceras para oponerse a
Hamlet, queriendo escapar de las trampas sociales de los poderosos, son
arrasadas literalmente cada vez que la trama shakespereana irrumpe. Como se
quejan a toro pasado, hasta su propio idiolecto les es arrebatado por el
vendaval lingüístico de la contraobra shakespereana que, en ausencia, no deja de garantizar la precaria consistencia de la "otra" función.
Me gustaría detenerme en el discutido monólogo de Hamlet en
IV. 4. que empieza “How all occasions do inform against me!”. Antes de salir al
destierro Hamlet conversa con un capitán que le informa sobre el movimiento de
las tropas de Fortimbrás, dispuesto a luchar por un pedazo de tierra que “hath
in it no profit but the name”. Hamlet, admirado, alejándose de Rosencrantz y
Guildenstern, pronuncia el monólogo en que se acusa a sí mismo de cobardía, de permitirse dormir ante
una madre deshonrada y ante un padre asesinado, mientras que aquellos soldados mueren por un
pedazo de tierra sin otro valor que el del honor. “O, from
this time forth, / My thoughts be bloody, or be nothing worth!” concluye,
impotente.
Todas las ediciones modernas de Hamlet ponen de relieve que casi la escena entera no se incluye ni
en la edición del Folio ni en Q1.
En el volumen de la colección The Oxford
Shakespeare se anota que la supresión “no puede ser accidental”, pues ni
hace avanzar la acción ni revela nada nuevo sobre el estado de Hamlet; más
bien, su determinación final “inspira poca confianza”. Frank Kermode,
empirista, resalta la inconsistencia de un Hamlet que, en el instante en que afirma
que tiene el motivo y la fuerza y la voluntad para hacer lo que cree su deber,
es enviado a Inglaterra bajo custodia.
Sin embargo, otras ediciones consideran este soliloquio, “extrañamente
situado” según el mismo Kermode, uno de los más sobresalientes de la obra y de
los más “razonables” de Hamlet. En la versión cinematográfica completa, Kenneth
Branagh lo sitúa en un momento climático,
antes del intermedio. Los pensamientos sangrientos de Hamlet se cobrarán,
indirectamente a continuación, una nueva víctima: Ofelia. A mí me interesan esos versos porque, como dice Harold Bloom, “la tragedia de Hamlet es finalmente la tragedia de la personalidad”. Mientras Hamlet no deja de hablar, nada ocurre realmente. Cuando actúa, todo acaba.
Ros
y Guil asisten al final de su Acto II a este monólogo desde lejos, intuyendo que
su destino se juega en aquellas palabras que les resultan inaudibles. Impotentes también ante un final
que se les viene encima arbitrariamente, observan la precisión incontrolable
del absurdo que motivos literarios como la carta redescriben en términos de
fuga verbal, de afasia ontológica.
“Guil. ¿Está ahí?
Ros. Sí.
Guil. ¿Qué está haciendo?
Ros echa un
vistazo por encima de su hombro.
Ros. Hablando.
Guil. ¿Consigo mismo?
Ros. Sí.
Pausa. Ros se
prepara para salir.
Ros. Dijo que podemos irnos. Lo juro.
Guil. Quiero saber dónde estoy.
Aunque no sepa dónde estoy, quiero saber eso.
Si nos vamos, no lo sabremos.
Ros. ¿Saber qué?
Guil. Si volveremos.
Ros. No queremos volver.
Guil. Muy bien podría ser, pero
¿queremos ir?
Ros. Seremos libres.
Guil. No lo sé. Es el mismo cielo.
Ros. Hemos llegado lejos.
Se mueve hacia la
salida. Guil lo sigue.
Y además, nada podría ocurrir todavía.
Salen.
Telón.”
Nada valiosos, los pensamientos sangrientos de Hamlet
suceden mágicos todavía en la escena de la vida -y de la muerte- de Rosencrantz y Guildenstern. Representan el poder
dramático de la palabra ausente.
Entre principios de los 80 y finales de los 90 seguí
fielmente en la televisióntres ciclos dedicados a la canónica trinidad cómica
del cine mudo: Harold Lloyd, Charles Chaplin y Buster Keaton (1895-1966). El orden es
cronológico, pero sus factores también alteran mi producto.
Nunca he acabado de entender, por limitaciones mías, el humor del joven de cara
maquillada, con canotier y gafas redondas. Su ingenuidad de buen chico me deja
indiferente. Sin embargo, son extraordinarios el concepto de sus gags y
su aparente patosidad, genuina y divertida. Con todo, en un personaje tan
formalito, tan simpático, las situaciones más difíciles que se le acumulan me
dan la impresión de meros obstáculos que, aunque sea por azar de la bondad,
está predestinado a superar.
Charlot es tan indignante como increíble. Nunca he podido
evitar sentir desagrado físico ante sus caritas de pena, de perro apaleado,
pero me rindo ante su genialidad kinésica. La quimera del oro (1925) encadena secuencias gloriosas una tras otra, desde
el baile de los panecillos a la casa colgante, con Charlot correteando entre
sus paredes como un pollo.
¿Qué decir de Tiempos modernos (1936)? Que es un clásico como Centauros del desierto (1956), de John Ford. Entre el plano
final de una y otra película se advierte un punto común. La sentimentalidad
indigente, industrial, de Charlot emprende su camino por la carretera
inacabable, con la esperanza puesta en la mano de Paulette Goddard. La sobriedad
crepuscular, desesperada, de Ethan Edwards-John Wayne sólo puede ser abrasada por un
desierto inextinguible. Ambos planos son una declaración de amor al cine. De
amor, simplemente.
En cambio, Candilejas
(1952) me resulta una película indecente de principio a fin. Detesto su
melodía, tan sencilla y tan engañosa. El narcisismo impúdico de Chaplin no se
detiene ni ante la falta de respeto a sus colegas cómicos. Nunca los buenos
sentimientos han provocado tanta autocomplacencia. En ella, la dignidad estupefacta de Keaton, comparsa disciplinadamente
anárquica, me hace más odiosa la despedida del histrión más
grande. El más puro sigue siendo, sin duda, el propio Keaton.
Luis Buñuel dijo: “Asepsia, desinfección. Liberadas de la
tradición, nuestras miradas se rejuvenecen en el mundo juvenil y temperado de
Buster, gran especialista contra toda infección sentimental”. Es posible que en Keaton haya una novedad
que obliga a desinfectar de sentimentalidad toda tradición. Ver su agilidad sincopada tiene, ciertamente, efectos farmacológicos.
La imperturbabilidad de Keaton, que no su pasibilidad, es de
un lirismo ultrarreal. Más que alcanzar el amor de la chica, Keaton se esfuerza
aéreamente por llegar a ser el que le niegan ser. Casarse –el final feliz− es para él ingresar
en una realidad tan necesaria como áspera y estéril. La aventura es, por sí misma, la afirmación insaciable
del deseo. Con impecable sencillez, el protagonista de El Colegial (1927) transforma irónicamente el acartonado ideal olímpico, insertándolo
en la acción resolutiva de la trama cinemática.
Es lugar común insistir en que al personaje de Keaton lo ha definido su economía facial, casi
inhumana y lunar. Su supuesta inexpresividad transparenta una conciencia feroz de
su identidad imaginaria. Su rostro es la arkhé,
el principio de su soledad irreductible y victoriosa. En El maquinista de la General (1926) hay escenas perfectas de este rigor
poético. Pero me quedo con una de El héroe del río (1928). Padre e hijo entran en la sombrerería. El hijo no
quiere deshacerse de su gorra, pero se ve obligado a tocarse con todo tipo de
sombreros. El espejo en el que se mira somos los espectadores que le reflejamos, con una ligera desviación, los cambios de su rostro múltiple y uno. Al final todo parece volver
al principio, en un golpe de mala suerte. No, la resilente personalidad de
Keaton, fragmentada y atosigada por la autoridad, sale afianzada en su
singularidad inaccesible.
“A menudo me han preguntado por qué mantengo uniformemente,
a lo largo de mis películas, esa cara tan desolada. Creo que es bien sencillo;
desde mis comienzos en el music-hall observé que, cuando se hace algo más o menos
divertido, se provoca en el auditorio una carcajada mucho mayor si se permanece
indiferente y luego asombrado por la hilaridad del público. Por el contrario,
hay cómicos que parece que se colocan siempre de parte del público y le hacen
participar de sus confidencias. Así procedía Fatty; de esta forma el público se
reía con él, mientras que en mi caso el público se reía de mí”.
Riéndonos de Keaton, salimos gozosamente derrotados
ante su inteligencia cómica, lección exacta –e íntegra- de moral poética.
En el tiempo que engullía las diversas
teorías contemporáneas sobre la ficción narrativa, me complacían especialmente
las críticas que le llovían a John Searle por haber sostenido que la actividad
de escribir novelas consistía básicamente en fingir que se hablaba o se
escribía. Según aquel lingüista, no se podía aceptar la
seriedad de las aserciones del novelista y mucho menos las que éste ponía en boca de sus personajes. Un ejemplo pedestre: que
Madame Bovary engañase a su marido debía ser puesto en cuarentena porque, a
efectos legales, ni siquiera el matrimonio que habían contraído tendría fuerza performativa. Todos sus diálogos carecerían del carácter ilocutivo que en una situación real de habla poseen.
Especialmente contundentes eran los argumentos
fenomenológicos de Félix Martínez Bonati contra el punto de vista de Searle: “Es necesario aceptar que lo ficticio
tiene efectividad, aunque sea válido también que el individuo ficticio no es
real. Estas paradojas no son otras que las tradicionalmente conocidas e
implícitas en nuestras nociones de realidad y ficción. Disolverlas es una tarea
ontológica y de análisis lingüístico que exige una teoría de la
representación”. El acto de la ficción no sería, pues, un acto de habla sino un
discurso puramente imaginario que el lector reimagina en su lectura como parte
del objeto creado que es la novela.
En aquella época vi Último tango en París(1972), que no es una novela, pero que, en un sentido analógico,
es una ficción tan terrible como las Memorias del subsuelo de Dostoievski. Es cierto que el miserable funcionario ruso es
una encarnadura únicamente imaginaria y que el viudo Paul, por el contrario, no
existe sin la imagen de Marlon Brando.
Y también que si las lágrimas de la prostituta Liza brutalmente humillada se disuelven en un reguero
de palabras, las de la joven Jeanne, sodomizada, han llegado a cruzar las fronteras de la
ficción cinematográfica. Narrativa verbal, narrativa visual, ambas ficticias,
también disuelven la noción de realidad y exigen una teoría moral de la representación.
Me explico. La actriz Maria Schneider (Jeanne en la
película) se sintió asaltada sexualmente en la famosa escena de la mantequilla,
que no estaba en el guión y que habían preparado a sus espaldas Bernardo Bertolucci
(el narrador-director) y Brando (el actor-personaje). Brando la había intentado
calmar asegurándole que se trataba sólo de una ficción. El capullo de
Bertolucci ha reconocido, a posteriori, que se sentía culpable pero que no se
arrepentía, pues había conseguido transmitir realismo y veracidad. Podría
objetarse que no se le ocurrió para dar mayor verosimilitud a la muerte de Paul
que Jeanne le descerrajase una bala de fogueo por la espalda. Quizás no habría
conseguido el portentoso efecto artístico de ver desmoronarse de frente el
rostro de Brando como signo, por no decir contraicono, de una época que, más
que nunca, es el germen de la nuestra.
En su autobiografía Brando, que le retiró la palabra al
director durante años, confesó que “sentí que mi intimidad había sido violada y
no quería volver a sufrir más como entonces”. No es extraño que quedase
destrozado emocionalmente. Si se observan con atención las escenas más
polémicas –que parecían las denuncias más atrevidas de la represión y de la
censura-, lo peor no es lo que se ve sino lo que se dice. La mantequilla puede ser morbosa y brutal cómo atrapa Paul a
la chica. Lo que me resulta casi insoportable es el simultáneo discurso escatológico sobre la familia que
acarrea una violencia ilocutiva escalofriante. De igual modo, puede resultar
escandaloso que Paul le pida Jeanne que lo sodomice con los dedos; lo horroroso
es que sea el efecto perlocutivo de una declaración de amor.
Fernando Romo ha sostenido que la paradoja “disuelve las
identidades recibidas y gastadas, para permitir alumbrar nuevas verdades”.
Apresuradamente podría concluirse que la paradoja del Último tango consiste en ver transfigurada la pornografía en arte. La
paradoja se movería en la colisión entre una moral referencial y
heterónoma y una ética artística autónoma. Reconozco que en ese terreno el
Ángel de la Luz se mueve como pez en el agua, siempre caído, siempre invicto.
En cambio, me llama la atención una paradoja previa:
la del acto (po)ético, que veo
formulada con precisión en la película de Bertolucci. El discurso imaginario es
un acto de habla, tan fingido que efectúa la realidad de sus intérpretes más
allá del objeto creado que los engloba y que los dota de sentido: el tango, baile del amor y de la muerte. O dicho al revés: hablar reimagina los límites de la
inteligibilidad moral y artística. La paradoja poética posmoderna sostendría que hay también verdades nihilistas: no que el nihilismo sea verdad, sino que la verdad alcanza hasta a la ausencia de sentido.
Como Don Quijote, que enloqueció leyendo libros de
caballería y murió al recuperar su identidad de Alonso Quijano, Paul Brando y Jeanne
Schneider asoman a los espectadores a una responsabilidad en caída libre: sólo se
puede comprender la realidad imaginariamente, siendo el precio último la
autodestrucción. Aislados, en presión, lo real imaginario hace estallar sus respectivos límites quebrando las máscaras –las personas-
dramáticas.
Derrotado en la playa de Barcelona o en un ático de París,
el principio de placer se desboca en un suicidio lingüístico y real. Bien lo proclamaba el caballero manchego ante el de la Blanca Luna: “Aprieta,
caballero, la lanza y quítame la vida, pues me has quitado la honra”. Ahora, anónimos, a los amantes parisinos les falta hasta la piedad cervantina.
Como pórtico a su librito divulgativo La fe según los iconos, el cardenal Tomáš Špidlik comentó la Trinidad de Andrei Rubliov (¿1360-1430?)
deteniéndose primero en los motivos periféricos del icono (la encina, la casa)
para contextualizar la comunión trinitaria en la perfecta continuidad entre el
Antiguo y el Nuevo Testamento: de Abraham al Hijo que ocupa el centro de la
composición: “El Lógos, la Palabra,
es eternamente el Hijo pronunciado y engendrado por el Padre. Pero “Hijo” es
una “figura”, una imagen. Por eso, la Palabra es una imagen del Hijo. Cuando la
Palabra venga a habitar entre nosotros, vendrá como Hijo. Este es el fruto del
árbol: el hombre se encuentra a sí mismo salvado y asumido en el Hijo de Dios”.
En una de las escenas principales de Andrei Rublev (1966), de Andrei Tarkovski (1932-1986), en una
conversación con su maestro Teófanes el Griego el protagonista entona una
elegía de la esperanza. Reflexionando sobre el sentido del mal en el mundo a
través de una interpretación muy personal del significado redentor de la Muerte
de Cristo, dentro del gran cauce de la espiritualidad rusa, desconocida entre
nosotros en su enorme riqueza más allá de unos cuantos tópicos, el espectador
contempla el camino al Calvario de un joven en la estepa nevada, seguido por un
cortejo encabezado por la Madre, el discípulo-hermano y la hermana-apóstol. Al
final observamos a los campesinos arrodillados frente a la cruz de perfil sobre
un montículo, que es el mismo que en otros momentos de la misma película representa
las afueras de Moscú en el siglo XV. Gran parte de la crítica señala el
carácter onírico de la escena, como si fuera la proyección de un sueño dentro
de otro sueño del protagonista.
Mirando desde dentro, me atrevería a decir que las imágenes
de la Crucifixión no están al servicio de las palabras de Rubliov, tan sólo como
una ejemplificación “visionaria”, sino que, al contrario, las palabras son el
comentario de una imagen del Hijo. La palabra está vuelta hacia el misterio de
Dios. Rubliov, de espaldas, contempla el icono que sus palabras intentan
comentar, como el sabor del hielo que el Cristo ruso deshace en su boca. Sobre
Él cargan todos los dolores del pueblo ruso que el compromiso religioso, por
estético, condensa en una mirada oblicua, con una perspectiva en fuga hacia
dentro y hacia fuera. Rubliov, en el siglo XX, es un artista socialista.
La palabra socialista aquí no contiene, por supuesto, ni el
virus socialdemócrata que la ha infectado pragmáticamente en Europa occidental
ni la violencia revolucionaria que semánticamente ha destruido su presunta
condición científica. El capítulo “La campana (otoño 1423-primavera 1424)” de Andrei Rublev, que la crítica considera
un reflejo autobiográfico del propio Tarkovski, reflexiona precisamente sobre
las heridas con que la inocencia del artista sufre y madura al asumir los
riesgos de su obra, que, siendo lo suyo más propio, es a la vez fruto
colectivo.
Boris, apenas un muchacho, aterrado ante la posibilidad de
quedarse solo en unas isbas de apestados, logra convencer a los guardias del
Gran Príncipe de que su padre le ha transmitido el secreto de la fundición
antes de morir. Recibe, pues, el encargo de dirigir la fundición de la campana
de San Jorge. Lo vemos atareado, débil y tiránico, ensayando e investigando.
Nada es seguro. Todo, una aventura a vida o muerte.
Entre tanto, todo su quehacer lo sigue con la mirada, cada
vez más atenta, Rubliov. Durante quince años ha enmudecido por los horrores que
ha vivido. Como expresa el guión escrito (Madrid, 2006), hasta entonces “mira
hacia adelante, tratando de no escuchar, tratando de no prestar nunca más
ninguna atención a las palabras de los hombres y considerarlas desde ahora como
si se tratara de un ruido o de un sonido carente de sentido”. Kiril, el monje
envidioso, le recrimina que esté echando a perder el don que, aun sin
merecerlo, Dios le ha concedido. Rubliov calla, pero también empieza fijar la
mirada.
Llega el gran día y resuena nítida la campana. Y todo el
mundo festeja, menos Boris que llora desconsoladamente por su gran éxito,
porque su padre no le había transmitido ningún secreto. Viendo pasar a lo lejos
a una dama que acompañaba el cortejo del Cristo ruso al Calvario, Rubliov se
decide a seguirlo, le consuela y le invita a unirse a él que, ahora sí, está en
disposición de pintar su última obra maestra, la Trinidad (1425).
Rubliov, como un nuevo Abraham, tal como dice Špidlik, ha
sido visitado y liberado, sacado de sí mismo (exodus). En el “hijo” vive la hospitalidad –el milagro del arte que
diviniza al hombre- que se ha hecho Palabra y ha morado junto a él en el
hermano: “Esto significa –dice el cardenal jesuita- que el amor es un
intercambio de dones en que el hombre ofrece a Dios lo que encuentra en la
creación y, en esta oferta, Dios vuelve a donar el hombre la misma creación
revelada en su verdad”.
“El muchacho de pronto da un mal paso, resbala, cae sobre su
trasero y se desliza pendiente abajo agarrándose con las manos de la tierra
arcillosa y del barro. ¡Se agarra del barro! ¡Pero de qué barro! Clava en él
las manos, arranca un terrón, lo estruja, lo despedaza y lo estruja de nuevo,
lo palpa, acaricia… Es una arcilla untuosa, sin mezcla alguna, de un gris
reluciente, maleable y densa. ¡Esta es la que estaba buscando, esta es la
arcilla deseada! No sabía que tendría este aspecto, no se la podía haber
descrito a nadie, porque nunca la había visto, pero sabe con toda seguridad que
es justamente esta arcilla la que necesita” (Andrei Rubliov, Andrei Tarkovksi).
Dios no creó al hombre de la nada, sino como dice la
Vulgata, lo formó “de limo terrae” e “inspiravit in faciem eius spiraculum
vitae”. Creando su obra, espirándola, el poeta habría de completar la imagen de la respiración divina original.
A semejanza suya.
En este blog no sería esperable encontrar una reseña de Gran esperanza un tiempo (Sevilla, 2013)
del poeta Roger Wolfe (1962), considerado uno de los máximos representantes del
realismo sucio a la española de fines
del siglo XX. Borracheras, delirios, peleas urbanas, comportamiento antisocial,
nihilismo ácrata no parecen de entrada los motivos más adecuados para atraer
la atención contemplativa de un irreal comentarista güelfo. Aun así, si la excepción confirma
la regla de la auténtica poesía, también debería ser para él una posibilidad legítima rebuscar
el chispazo de la belleza en los contenedores de basura de cualquier polígono
industrial.
En el último poemario de Wolfe los paisajes de
fiestuquis, de catres al amanecer, de violentos y desamparados jóvenes sin
horizonte, se disuelven en una reflexión crepuscular sobre el tiempo y –quién lo
diría- sobre la tradición literaria. Fin de fiesta; los gritos de los jóvenes
con sus botellones son molestos; la vejez se anuncia.
Por las fechas del índice, tres cuartas partes de los poemas
fueron redactados en 2007. Los últimos poemas, de 2012, parecen compuestos por
una voz cansada que quiere rematar la faena cuanto antes (“Tómate tu tiempo”, el
poema final con mirlos y karma, da lástima). Es evidente que el poeta duda de
que tenga algún sentido, más allá de la pura inercia, seguir escribiendo cuando,
como él mismo avisa al principio del volumen, la poesía “ahora está muerta y enterrada”. Y remacha al final: “Yo mismo he dicho muchas veces / que la poesía se oculta en todas
partes. / Pero escribir poesía es ver con el oído. / Y ya no vemos nada. No hay
quien vea / lo que oye, ni oiga lo que piensa, / en medio de este sucio mar de
ruido”.
Lo que queda es echar la vista atrás y consolarse
queriéndose epígono de Baudelaire, T. S. Eliot, Papini (¿?), Tennessee Williams,
Ginsberg, Leonard Cohen (del que versiona con acierto “In My Secret Life”) y
hasta del mismo Góngora, en lugar de atender las voces canónicas de Carver, Bukowski y compañía. Entre sus contemporáneos, resultan paradójicas, pero
complementarias, sus referencias implícitas a Leopoldo María Panero, que siente
cercano (“Deseo de ser perro”, que recuerda el deseo de Panero de ser piel roja, y “A la manera de L.M.P”), y las explícitas a un
distante Antonio Colinas (“Antonio Colinas”). Remontándose a los maestros
españoles, el homenaje a J.R.J. en “El juego de los chinos” es conmovedor, así
como divertida la ironía anticernudiana en el significativo “Fin del mundo”.
El “milenarismo” de Wolfe adopta una mirada impávida ante la
desaparición de las referencias que hicieron su mundo habitable: la España
cutre y sandunguera de los setenta-ochenta. Se asiste al fin de ese mundo que,
como el de cualquier otro, se repite una y otra vez, bajo diferentes formas,
ante una realidad ciega e indiferente. Unos cuantos poemas, circunstanciales, arremeten contra la ley antitabaco que estaría acelerando el
ocaso de una manera canalla de vivir en un país tan oximórico como Wolfe, un
inglés español. En algún momento se tiene incluso la irónica sensación de que, como
sin querer, ensaya, abatido, unos acordes punk
del Qohéleth. También eso es vanidad.
La descomposición de su mundo va unida a la desaparición de la
memoria que testimonia la huida del tiempo personal y que se asocia a la
sensación física de la soledad que da por perdido, con un pudor salvaje, el
amor. Se entrevé la imagen del vaquero solitario, con un código ético tan
enigmático como brutal en el poema “Mi credo”, un sorprendente epitafio dedicado a John Wayne: “Ésta es mi tierra. / Ésta es mi casa. / Éstos son mi perro / y mi
caballo. / Y ésta mi pistola. / Pon un pie aquí dentro / y te dejo seco”. No sé
si, como Tom Doniphon, Wolfe podría cultivar cactus en una casa devastada por el
fuego del alcohol y del dolor, pero, individualista feroz, sí podría seguir fumándose
las normas biempensantes “ahí quieto; medio lelo, / pero tranquilo y solo”.
Poema para los
progresistas
Vuestra única y bien triste
reclamación ante la fama
es haber contribuido a acelerar
la llegada del final, que en términos
históricos está a tan sólo un parpadeo
del lamentable punto en que ahora mismo
nos hallamos en el tiempo y el espacio.
Hasta que finalmente se produzca,
sin embargo, el definitivo descenso del telón,
el mundo insistirá, con terca y entrañable
mansedumbre, en los hábitos que tanta
bilis os hacen segregar…; oponiendo
a vuestro odio el benévolo castigo
de su imperturbable indiferencia:
el sol continuará saliendo por el este;
los días, durando veinticuatro horas;
los hombres, amando a las mujeres;
la lluvia cayendo en vertical”.
Con o sin esperanza, parece que el tiempo del crepúsculo
mantiene su épica interminable.
De Ordet (1955) poco
puedo decir que no sea una paráfrasis menor de algunos de los tópicos
hiperbólicos que sobre esta extraordinaria película de Carl Th. Dreyer
(1889-1968) se repiten una y otra vez. Simplemente, quisiera glosar la tesis que Enrique Castaños ha
planteado en su artículo “Lenguaje, significado y heterodoxia. Consideraciones sobre Ordet (La palabra) de Carl Theodor Dreyer”. Sus palabras son suficientemente elocuentes: “Hemos defendido la tesis de que la resurrección de Inger no es una
fantasía, una alucinación o una ilusión de los sentidos, sino un milagro
auténtico en el plano de la realidad estética”.
Dando clases
a universitarios, solía pasarles esta escena de la resurrección. Dejemos a un
lado el obstáculo que para un espectador joven supone interpretar el blanco y
negro, algo así como, para la generación de sus padres, leer letra gótica en un
volumen de cuarto encuadernado en pergamino. En cualquier caso, las respuestas
variaban. En los “agnósticos”, que tal vez ni se habían planteado ni les habían
ofrecido plantearse la posibilidad de
Dios, la perplejidad era completa. Asistían atónitos a ella como a un enigma
indescifrable. Los “ateos”, es decir, los que profesan el mito cientifista,
despachaban su interpretación acudiendo a la imposibilidad material del hecho,
lo que les daba pie a menospreciar el logro estético y moral de Dreyer que
consideraban un fácil recurso apologético. Lo más sorprendente era la actitud
de los creyentes: sostenían también que no
podía ser más que una fantasía, aunque reconocían que era difícil explicar entonces
la coherencia interna de la película.
Como soy consciente de mi obsesión exegética antiliberal, me atrevo a sostener que en
esta incapacidad estética para
alcanzar el significado religioso del
film corresponde una gran culpa a las enseñanzas de teólogos supuestamente católicos. Porque son incapaces de captar la verdad dogmática sus interpretaciones poéticas
son tan poco consistentes.
Paradójicamente,
pues todos ellos suelen sentirse profetas perseguidos, no puedo dejar de ver en estos
teólogos la postura que defiende el pastor de la película de Dreyer cuando
habla sobre los milagros de Jesús con el médico positivista. Queriéndole
demostrar que la fe no es incompatible con la ciencia y que, por tanto, es un
hombre tan moderno como él, le
comenta: “Los milagros de Jesús fueron posibles en circunstancias
extraordinarias. [...] Los milagros son posibles porque Dios es el dueño de
todo lo creado, pero, de otra parte, aunque Dios tiene poder de hacer milagros,
no los hace, porque el hacer milagros sería menoscabar las leyes naturales y
Dios eso no lo hace”.
Como
este pastor, tales teólogos mantienen un discurso que reconoce que para
Dios todo es posible, pero que el milagro auténtico es interior, el que
transforma nuestro corazón y alienta la utopía que los cristianos llamaríamos
el espíritu de Jesús. Así que, aunque Dios pueda, a la gente no le cabe otra que aceptar morirse, como Jesús se
murió, pero, eso sí, con la confianza de que participa ya con él de esa semilla nueva del Reino que nos
mantendría a todos unidos en la construcción de no se sabe muy bien qué, pues lo importante no sería
exactamente el Reino, sino el ir construyéndolo todos juntos.
El
recurso al expediente literario –cabría entender el mensaje en la clave del género literario, convenientemente despojado de su fundamento epistemológico- revela, contradictoriamente, su
poca fe en la palabra, cuyo poder reducen a una manera metafórica de hablar, a una compensación
imaginaria de los límites implacables
de una realidad que quieren reconciliar con su deseo. Que Jesús ha resucitado vendría a
significar no que Jesús ha vencido a la muerte, sino que la muerte tampoco es un
drama tan grande, porque en ella se manifiesta la verdad de la dignidad humana
que no renuncia a la esperanza. Es decir, si no puedes vencer a tu enemigo,
alíate con él. La metáfora, felizmente impotente, acuñaría las monedas del pacto teológico.
Y entonces
llega Johannes, el hijo “loco” de Ordet,
y pretende hacer el milagro de resucitar a una muerta que, como todo el mundo en sus cabales sabe, no necesita que nadie la “resucite”, porque ya “vive” con Dios en la
memoria de los que la amaron. Johannes se da cuenta de que no hay fe y
que por ello su cuñada Inger se pudrirá en la tumba. Sólo la fe de la niña Maren, su
sobrina, podrá hacer evidente algo que nuestra posmodernidad no sólo ha
olvidado sino que parece empeñada en enterrar en un hoyo con cal viva. Johannes
lo expresa de una manera soberbia: “Dame la palabra, la palabra que pueda hacer
que la muerta viva”.
Palabra
y vida son la expresión de la Sabiduría divina desde el fiat original. Johannes, transfigurado, resucitado, vuelve con una
cordura que se manifiesta en este
mundo pero está más allá de él. Castaños
se pregunta: “¿No será, aunque una vez más pueda resultar paradójico, que
Cristo resucitado y Cristo-Hombre se han encarnado en Johannes, mejor dicho,
que ambos, en el fondo Uno, viven en él, están en él?”. Si
es así, es porque Johannes ha dado el salto último de la fe: al dejar de creerse
Jesús, abre espacio a la alteridad radical del Salvador, Palabra y Vida, para que
se encarne en su palabra y en su vida. Por eso, en nombre de Jesucristo, del Otro que vive, puede ordenarle a Inger que se levante.
Podrán objetarme: ¿No
sería Ordet otra metáfora de la esperanza de la imaginación humana? ¿No sería una
metáfora gastada de una época cuyo reloj no puede echar a andar de nuevo? ¿Es
posible creer todavía en el poder de la palabra sobre el tiempo? Responderé: Como un Kierkegaard
abrahámico, Johannes simboliza, a través de la oscuridad de la fe, la realidad del arte en que resplandece,
frente a toda esperanza, la gloria de Dios. Otra cuestión es que podamos recuperar la inocencia para acceder a ella.
Una película como Journal d’un curé de campagne(1951), de Robert Bresson (1901-1999), adaptando el
título homónimo (1936) de George Bernanos (1888-1948), puede parecer o una pieza
arqueológica o el vehículo de una paradójica y honda catequesis. En ella nos
enfrentamos, desnudamente, a la cuestión de la fe ante un Dios que se
manifiesta, escondidamente, en lo oculto de un hombre vulgar. Sin importar las
convicciones religiosas del espectador, verla así puede seguir siendo una
experiencia de ascesis cinematográfica imposible de ser igualada por ninguna
otra cinta del género de sacerdotes. Imágenes secas, implacables, inconsolables.
Corre por youtube un video de factura preciosista que combina
momentos protagonizados por el cura rural de Bresson con el fondo musical de Knockin' on Heaven’s Doors de Bob Dylan.
Nos presenta las escenas del cura, cada vez más demacrado, bebiendo vino y
cayéndose una y otra vez. Irónicamente, esta lectura, tan posmoderna -el cura, como un antihéroe de western crepuscular al estilo de Billy el Niño-, coincide con la de los personajes más odiosos del film, como el
Conde, incapaces de comprender la grandeza que se encierra en una infeliz
criatura arrojada a la incomprensión y a la miseria material y espiritual.
En la debilidad del cura de Ambricourt, cuya dimensión
sociológica no es sino una metáfora de su realidad teológica, se encarna una
iglesia pobre, la iglesia de los creyentes en Jesús, varón de dolores, sin
ningún atractivo humano, como proclamaba Isaías en sus cantos del Siervo (Is
52, 13-53,12); una iglesia abierta a todo aquel a quien le falta la única
riqueza necesaria, Dios mismo, como le pasa a Séraphita, a la Condesa, o al
propio cura rural.
Esta película apabullante en sus primeros planos, en sus
silencios, da una lección de terrible humanidad: apabullados por el peso del
pecado y del mal cotidiano, insoportables en su cruel vulgaridad, brilla en
cada uno el rostro de Cristo, la gloria de su resurrección, en el
anonadamiento y en el vaciamiento de sí mismo, abiertos a la gracia que
transforma la fragilidad, la finitud, la soledad cósmica.
De esta mirada sobre la naturaleza humana se ha criticado su
ascendiente jansenista, aunque habría que decir que se trata más bien de una
visión pascaliana. Lo que se olvida añadir es que Bresson captó, con una
singular penetración, la intuición poética de Bernanos en su novela, a través
de la cual, como ocurre en toda la cultura católica francesa del siglo XX, la
herida de Port-Royal se intenta cauterizar con el “caminito” de Teresa de Lisieux
(1873-1897).
Tengo grabado a fuego en el corazón dos escenas de la
película que sintetizan este desposorio espiritual entre la dialéctica de
Blaise Pascal y el camino de Teresa. Tras la muerte de la Condesa, el cura de
Ambricourt escribe en su diario que le ha pasado lo peor que puede imaginar: encontrarse
careciendo de resignación y de valor. “C’est la tentation m’est
venue…” deja escrito, antes de que le veamos dirigirse, junto a su maestro el cura
de Torcy, a una pequeña cabaña en un collado. Allí, el de Torcy le reprende por
su comportamiento, como a un niño que no discierne bien las situaciones. Le
recomienda orar, aunque sea solo mecánicamente, con los labios. Le recuerda que
la fe se forja volviendo al lugar en que Jesús se encontraba hace dos mil años.
En ese momento a Ambricourt se le caen las lágrimas, mientras se oye su voz en
off: “El Señor me había mostrado la gracia, a través de los labios de mi maestro,
de que nada podría separarme del lugar que me estaba reservado para la eternidad.
Yo era prisionero de la Santa Agonía” (en el video, de 68:15 a 73:41).
Resuenan las palabras de Pascal: “Jesús estará en agonía
hasta el fin del mundo”. Pero Ambricourt
no vela solo el destino de Jesús: él mismo ha sido asociado a él. Como alter Christus, el sacerdote tentado
contra la fe, en oscuridad permanente, se entrega libremente a ese destino en
el Getsemaní de su ministerio, haciendo lo único que nadie le puede arrebatar:
amar hasta el extremo de despojarse de sí mismo.
Como en Teresa, es “demasiado pequeño para subir la dura
escala de la perfección”, pero se siente llamado a vivir el abandono de Jesús
en medio de las tinieblas que le envuelven: la incomprensión, el rechazo, la
enfermedad, la muerte. El camino que el cura de Ambricourt recorre hasta la luz
final que, en la última escena de la película, va perfilando, entre sombras, la
cruz desnuda a la que se abraza, sigue las pisadas de Teresa, cuando meses
antes de su muerte, exclamaba como él a punto de expirar: “Todo es gracia”. En
tal manera puede decirse que su felicidad consiste en “seguir mirando,
fijamente, la luz invisible que se oculta a su fe”, como la definiese la santa
carmelitana.
En medio de los sufrimientos, en medio de la niebla de fe,
se acrecienta el espíritu de fe de Ambricourt, porque sabe que su Señor no le
manda nada imposible. En el trato último con su amigo, con la compañera de éste,
permanece más radicalmente fiel a su vocación, entregándose en el abandono sin
guardarse nada para sí. Se hace ofrenda de amor a Dios, tratando de
identificarse más plenamente con Cristo en su Pasión. Como dice Teresa: “Conoces
mejor que yo mi debilidad, mi imperfección, sabes muy bien que jamás podría
amar a mis hermanas como tú las amas, si tú
mismo, Jesús mío, no las amaras también
en mí”.
Este mandamiento nuevo
que, según Teresa, le asegurará la voluntad de Cristo de amar en él a todos
aquellos a quienes le ha ordenado amar (incluso a quienes le han perseguido) explica
mejor el conocido fragmento de la novela, ausente en la película, en que Ambricourt,
angustiado como Jesús en el Huerto, descubre la gracia última, más allá incluso
del olvido de sí mismo, que es amarse como a cualquiera de los miembros
dolientes de Jesucristo. Siendo todos ante Dios pobres, el gesto último de
humildad es perdonarse la propia flaqueza hasta el punto ya no de amar a los
otros como a uno mismo sino de amarse uno a sí mismo en los otros:
“En
efecto, lamento mi debilidad ante el doctor Laville. Debería avergonzarme de no experimentar ningún remordimiento, pues ¿qué idea de un sacerdote he podido dar a un
hombre tan firme, tan resuelto? No
importa. Se ha acabado. La especie de desconfianza que he sentido
por mí, por mi persona, creo que se ha disipado para siempre. Esta lucha ha
llegado a su fin. No la entiendo ya. Me he reconciliado conmigo mismo, con
este pobre despojo.
Odiarse a sí mismo es más fácil de lo que parece. La gracia es olvidarse. Pero si todo el orgullo
estuviese muerto en nosotros, la gracia de las gracias sería amarse
humildemente a uno mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de
Jesucristo”.
Entre Pascal y Teresa de
Lisieux, las palabras visuales de Bresson dialogan con las imágenes verbales de
Bernanos. Como un icono de Cristo, el cura de Ambricourt.