Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 27 de agosto de 2013

Solo y a pie, Ignacio de Loyola.






Siendo veinteañero, pedí en una ocasión a D. José Ignacio Tellechea, sacerdote e historiador guipuzcoano, que me dedicase el ejemplar que tanto había releído de su biografía del santo fundador de la Compañía de Jesús (1491-1556). Acogiéndose al título, para el que tomó prestadas las palabras con que el protagonista había definido sus viajes por Europa, escribió un par de líneas, de cálido compromiso: “Todos caminamos solos y a pie. Que Íñigo te ilumine y estimule en tu camino”. Aprender lo primero ha sido arduo. De lo segundo, a lo vasco, es decir, lacónico y seco, doy testimonio.

En una reunión de un voluntariado jesuítico, la responsable máxima me calificó en una ocasión, con indignada contención, de “anarco”. Que quien se había “matriculado” en el turno de noche y como alumno libre en la espiritualidad ignaciana se atreviese a mostrar sus perplejidades sobre radicalidades de salón resultaba demasiado para una gente con tanta mala conciencia de clase que siguen queriendo disfrazar a Ignacio de maestro de liderazgo empresarial para sus escuelas de negocio y para el negocio de sus escuelas. Supe en aquel instante que acababa de ser expulsado como si fuera un trotsko-fascista.

De Ignacio, en la distancia, he aprendido, sobre todo, dos lecciones que llevan en mi interior su entonación personal: amor a Cristo que por mí se ha hecho hombre, sea rico, pobre, mediopensionista o emprendedor con valores (esto último cuesta aceptar, pero si Nuestro Señor lo dice…); y ayudar las almas de los hermanos y dejarse ayudar por ellos, procurando no ser demasiado torpe ante las mociones del Espíritu Santo.

Hacerse hombre de frontera es, como pedía San Pablo, hacerse todo a todos. Ignacio comprendió en toda su radicalidad cuál era la guía más segura: bajo la autoridad de Pedro. Para al menos acercarse a este ideal hay que transformar la vida eucarísticamente, convertir el corazón en un sagrario donde pueda estar presente Jesús Resucitado esperando a quienes comparten las diferentes facetas de nuestra vida. Atravesar las puertas interiores hasta llegar a Él también pide ver a Jesús en sus sagrarios vivientes o sentir el dolor de verlos vacíos de Él.

¿Y la opción preferencial por los pobres? Mi mejor escuela fue un psiquiátrico. Allí, Ulises me contó lo desgraciado que era porque Penélope le era infiel. Guardo como oro en paño el retrato dedicado de un ex-legionario con la palabra “amigo”. Optar por los pobres, hacerse pobre, es –no me canso de repetirme las palabras de Bernanos- obtener la gracia de las gracias: amarse a sí mismo como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo. 

A aquellos “locos” les debo lecciones fundamentales, porque a menudo su dolor era abrumador.  

“Llegado a Génova, emprendió el camino hacia Bolonia, y en él sufrió mucho, máxime una vez que perdió el camino y empezó a andar junto a un río, el cual estaba abajo y el camino en alto, y este camino, cuanto más andaba, se iba haciendo más estrecho; y llegó a estrecharse tanto, que no podía seguir adelante, ni volver atrás; de modo que empezó a andar a gatas, y así caminó un gran trecho con gran miedo, porque cada vez que se movía creía que caía en el río. Y ésta fue la más grande fatiga y penalidad corporal que jamás tuvo; pero al fin salió del apuro. Y queriendo entrar en Bolonia, teniendo que atravesar un puentecillo de madera, cayó abajo del puente; y, así, levantándose cargado de barro y de agua, hizo reír a muchos que se hallaron presentes.” (Autobiografía).

Pedro Fabro, el primer compañero de Ignacio, al que ahora el Papa Francisco quiere canonizar, respondió en una ocasión que un jesuita era un hombre que no tenía nombre. Comprendí qué quería decir contemplando al Maestro Ignacio bajo el puente de Bolonia. Era como si yo fuese la rosa que, en su vejez, tocaba con la punta de su bastón mientras caminaba por el jardín: “Calla, calla, que te entiendo”. A fin de cuentas, él lo había pedido: “Dame Tu amor y gracia, que ésta me basta”.


martes, 20 de agosto de 2013

Roger Wolfe, el último vaquero.





En este blog no sería esperable encontrar una reseña de Gran esperanza un tiempo (Sevilla, 2013) del poeta Roger Wolfe (1962), considerado uno de los máximos representantes del realismo sucio a la española de fines del siglo XX. Borracheras, delirios, peleas urbanas, comportamiento antisocial, nihilismo ácrata no parecen de entrada los motivos más adecuados para atraer la atención contemplativa de un irreal comentarista güelfo. Aun así, si la excepción confirma la regla de la auténtica poesía, también debería ser para él una posibilidad legítima rebuscar el chispazo de la belleza en los contenedores de basura de cualquier polígono industrial.

En el último poemario de Wolfe los paisajes de fiestuquis, de catres al amanecer, de violentos y desamparados jóvenes sin horizonte, se disuelven en una reflexión crepuscular sobre el tiempo y –quién lo diría- sobre la tradición literaria. Fin de fiesta; los gritos de los jóvenes con sus botellones son molestos; la vejez se anuncia.

Por las fechas del índice, tres cuartas partes de los poemas fueron redactados en 2007. Los últimos poemas, de 2012, parecen compuestos por una voz cansada que quiere rematar la faena cuanto antes (“Tómate tu tiempo”, el poema final con mirlos y karma, da lástima). Es evidente que el poeta duda de que tenga algún sentido, más allá de la pura inercia, seguir escribiendo cuando, como él mismo avisa al principio del volumen, la poesía “ahora está muerta y enterrada”. Y remacha al final: “Yo mismo he dicho muchas veces / que la poesía se oculta en todas partes. / Pero escribir poesía es ver con el oído. / Y ya no vemos nada. No hay quien vea / lo que oye, ni oiga lo que piensa, / en medio de este sucio mar de ruido”.

Lo que queda es echar la vista atrás y consolarse queriéndose epígono de Baudelaire, T. S. Eliot, Papini (¿?), Tennessee Williams, Ginsberg, Leonard Cohen (del que versiona con acierto “In My Secret Life”) y hasta del mismo Góngora, en lugar de atender las voces canónicas de Carver, Bukowski y compañía. Entre sus contemporáneos, resultan paradójicas, pero complementarias, sus referencias implícitas a Leopoldo María Panero, que siente cercano (“Deseo de ser perro”, que recuerda el deseo de Panero de ser piel roja, y “A la manera de L.M.P”), y las explícitas a un distante Antonio Colinas (“Antonio Colinas”). Remontándose a los maestros españoles, el homenaje a J.R.J. en “El juego de los chinos” es conmovedor, así como divertida la ironía anticernudiana en el significativo “Fin del mundo”.

El “milenarismo” de Wolfe adopta una mirada impávida ante la desaparición de las referencias que hicieron su mundo habitable: la España cutre y sandunguera de los setenta-ochenta. Se asiste al fin de ese mundo que, como el de cualquier otro, se repite una y otra vez, bajo diferentes formas, ante una realidad ciega e indiferente. Unos cuantos poemas, circunstanciales, arremeten contra la ley antitabaco que estaría acelerando el ocaso de una manera canalla de vivir en un país tan oximórico como Wolfe, un inglés español. En algún momento se tiene incluso la irónica sensación de que, como sin querer, ensaya, abatido, unos acordes punk del Qohéleth. También eso es vanidad.

La descomposición de su mundo va unida a la desaparición de la memoria que testimonia la huida del tiempo personal y que se asocia a la sensación física de la soledad que da por perdido, con un pudor salvaje, el amor. Se entrevé la imagen del vaquero solitario, con un código ético tan enigmático como brutal en el poema “Mi credo”, un sorprendente epitafio dedicado a John Wayne: “Ésta es mi tierra. / Ésta es mi casa. / Éstos son mi perro / y mi caballo. / Y ésta mi pistola. / Pon un pie aquí dentro / y te dejo seco”. No sé si, como Tom Doniphon, Wolfe podría cultivar cactus en una casa devastada por el fuego del alcohol y del dolor, pero, individualista feroz, sí podría seguir fumándose las normas biempensantes “ahí quieto; medio lelo, / pero tranquilo y solo”.

Poema para los progresistas
Vuestra única y bien triste
reclamación ante la fama
es haber contribuido a acelerar
la llegada del final, que en términos
históricos está a tan sólo un parpadeo
del lamentable punto en que ahora mismo
nos hallamos en el tiempo y el espacio.
Hasta que finalmente se produzca,
sin embargo, el definitivo descenso del telón,
el mundo insistirá, con terca y entrañable
mansedumbre, en los hábitos que tanta
bilis os hacen segregar…; oponiendo
a vuestro odio el benévolo castigo
de su imperturbable indiferencia:
el sol continuará saliendo por el este;
los días, durando veinticuatro horas;
los hombres, amando a las mujeres;
la lluvia cayendo en vertical”.


Con o sin esperanza, parece que el tiempo del crepúsculo mantiene su épica interminable.


martes, 13 de agosto de 2013

Carl Schmitt, Epimeteo prusiano.




Ernst Jünger y Carl Schmitt,
París (1943)

Mi colega germanófilo siente una especial atracción por la teología política y, entre sus representantes, ha dedicado no poco tiempo a la figura del jurista alemán Carl Schmitt (1888-1985). Los más cercanos lo miran, digamos, con una mezcla de aprensión y de sorprendida admiración, pues, básicamente, se esfuerza por repensar la política actual de izquierdas como una degeneración de la estructura fundamental que los teóricos del derecho germanos, considerados normalmente como reaccionarios, construyeron en la primera mitad del siglo XX. La particularidad de mi compañero consiste en leer los principios teológicos de la política schmittiana a la (contra)luz del movimiento litúrgico, sobre todo de la obra de Odo Casel, autor de El misterio del culto en el cristianismo (1935).

Como soy lego en filosofía política, seguramente me muevo por prejuicios tan elementales como los que expresaba Indiana Jones: “Nazis, ¡cómo los odio!”. Vaya por delante que tampoco soy tan simple como para considerar sin más a Schmitt un nacionalsocialista. La conquista de la potestas espiritualis que tanto ha admirado el conservadurismo alemán se le ha resistido como una necesidad ciega que ha marcado su destino trágico lanzándolo a los brazos de las Gorgonas germánicas de la derrota. No hay que descartar que incluso ahora, en que se ha convertido en un lugar común repetir que Alemania está conquistando la hegemonía europea no con divisiones sino con bancos, su triunfo crepuscular (occidental, en el sentido heideggeriano) no está exento de los riesgos farsescos de un ultracapitalismo demagógico que horada cualquier pretensión de Reich en miniatura en una época globalizada.

Esta digresión viene a cuento de que acabo de leer Ex captivitate salus, volumen que me regaló precisamente hace un par de años mi colega. Fue escrito por Schmitt en la inmediata posguerra, durante su etapa en prisión. A buena parte de la crítica le ha llamado la atención el leit-motif que recorre todas esas notas de cautiverio: Schmitt se presenta a sí mismo como un Epimeteo cristiano. Una interpretación estándar sería la ofrecida por Raúl Morodó que, en una necrológica, aplicó al mito el método alegórico de la exégesis bíblica. 

Epimeteo, desoyendo el consejo de Prometeo, que representaría la razón libre, se desposa con la estúpida pero atractiva Pandora, símbolo del mito imperial nazi. El cristianismo funcionaría como el sustituto teológico del paganismo. Schmitt renunciaría a defenderse porque, en realidad, querría confesarse. Muy consolador y, seguramente, muy falso. Ni Prometeo fue tan libre, porque a picotazos le había estado comiendo el águila el hígado hasta que llegó la fuerza bruta de Hércules a liberarlo, ni el nazismo era tan atractivo ni tan estúpido como para dejar encerrada en su memoria cualquier atisbo de esperanza. 

En sus notas, el jurista prusiano se refería explícitamente a Der christliche Epimetheus (1933) del poeta y ensayista Konrad Weiß (1880-1940). De ser cierto que Schmitt hubiese querido hacer una confesión retorcida, podría añadirse que tendría su corolario en la apropiación cínica de estos versos del suabo: “Cuanto más se busca el sentido a sí mismo / tanto más conduce el alma de la oscura prisión al mundo. / Cumple lo que debes cumplir,  ya está / desde siempre cumplido y tú no puedes más que responder”.

Frente a la habitual identificación de la teología política schmittiana como una fundamentación jurídica del nazismo, en un texto aparecido en la revista italiana Il Covile Russell A. Berman ha indagado, a través de la obra de Weiß, la alternativa que el conservadurismo católico alemán, con Schmitt a la cabeza, se habría propuesto oponer tanto a la ideología nazi como a la liberal-humanista que sostenía la República de Weimar. El poema 1933 de Weiß, citado por Schmitt al final de la sección “Sabiduría de la celda”, contendría sin resolver un enigma que a mí me ha llamado la atención.

Dejando de lado ahora lo político, materia en que repito que soy lego, me aterra la interpretación literaria que, en abril de 1947, Schmitt-Epimeteo, "el que llega tarde", extrae de los versos finales del prometeico 1933, poema de un acerado hermetismo.


“Esta es la sabiduría de la celda. Pierdo mi tiempo y gano mi espacio. Me sobreviene la tranquilidad que guarda el sentido de las palabras. Raum [espacio] y Rom [Roma] es la misma palabra. Es magnífica la fuerza espacial y germinativa de la lengua alemana. Consiguió que rimen Wort [palabra] y Ort [sitio]. Hasta la palabra Reim [rima] albergó algún sentido de Raum, y los poetas pueden permitirse el juego oscuro de Reim y Heimat [tierra natal].
En la rima, la palabra busca el sonido fraternal de su sentido. La rima alemana no es el fuego artificial de las rimas de Víctor Hugo. Es más bien eco, vestido y adorno y, al mismo tiempo, una vara mágica de las incardinaciones del sentido. Me asalta la palabra de poetas sibilinos, de mis heterogéneos amigos Theodor Däubler y Konrad Weiß. El juego oscuro de sus rimas se hace sentido y ruego.
Escucho su palabra; escucho, sufro y comprendo que no estoy desnudo, sino vestido y caminando hacia una casa. Veo el fruto inermemente rico de los años, el fruto inermemente rico del cual surge el sentido del Derecho.

Echo wäcsht vor jedem Worte;
Wie ein Sturm vom offnen Orte
Hämmert es durch unsre Pforte

(Eco crece antes que toda palabra;
igual que una tormenta del sitio abierto
llama a martillazos nuestra puerta)”.


Me pregunto por qué Schmitt escamoteó los dos versos centrales de la estrofa: “Wie es in den Jahren rütelt, / wird die Sinnfrucht durchgeschütelt” (Como despiertan a sacudidas los años, / así el fruto del sentido es golpeado).  Quizás el fruto de los años, desarmado y en todo anulado, no habría cumplido la esperanza de ofrecer al Derecho el sentido de una respuesta que martilleaba su conciencia callada, inermemente rica. ¿Quién sabe si a su puerta llamó a martillazos el fruto golpeado del sentido así como una tormenta del sitio abierto había sacudido aquellos años? 

¿Podría ser, para un natural poco diáfano como el de Schmitt, “el caso desagradable, poco glorioso y, sin embargo, auténtico de un Epimeteo cristiano"?


martes, 6 de agosto de 2013

Güelfos blancos.


Güelfos y gibelinos en Asti

En apenas un mes Enrique García-Máiquez (1969) ha dedicado sendos artículos en el Diario de Cádiz a esbozar una postura política y religiosa sintetizada hace una semana en un aforismo titulado “Güelfo blanco y revolución”: “Uno, que es un confeso güelfo blanco, sigue a un Papa que proclama la revolución. ¿Cómo lo lleva? Bien, gracias”.

Cabe decir de entrada que la suya es una inteligentísima apuesta estética que me gustaría diseccionar brevemente con gentileza cavalcantesca. Me interesa sobre todo el artículo “Güelfo blanco” (19-6-2013) que, de tan posmoderno, le da la vuelta anacrónica a la identificación entre la contrarrevolución moderna y el partido güelfo medieval.

Intento resumir brevemente los puntos centrales del ideario de G.-M. La ciudad-estado italiana se transmuta en el estado-ciudad europeísta, antídoto de veleidades nacionalistas propias de güelfos negros. Las dos espadas, temporal y espiritual, colaboran unidas, pues la una al servicio de la otra tienen por fin la restauración del buen gobierno, la autoridad y la trascendencia. Como en un buen siglo XIII, debe recuperarse la filosofía tomista, es decir, un sano realismo que garantice el ejercicio natural de la razón, también allegro ma non troppo. Una imagen es decisiva: “Los símbolos: la bandera sería la blanca de todos los contrarrevolucionarios”. La genealogía cultural enlaza desde el comienzo los lugares más queridos del conservadurismo humanista: el Dante de T. S. Eliot.

Permítame el amigo güelfo G.-M. mi disenso como Cavalcanti, exiliado de Florencia por Dante y ya enfermo de malaria. Si él está acostumbrado a derrotas dignas, mi blasón bien podría ser: "Mis derrotas son mis victorias". Por ello, entiendo el fondo de su argumentación que reivindica, bajo una armadura de refinadas paradojas, un tradicionalismo en realidad posrevolucionario. El estado-ciudad España trae aromas del magisterio primero de Eugenio D’Ors, de cuando era Xènius. Me da también que el concepto restaurador de la autoridad tomista remonta a Jaime Balmes, siendo leído más por medio de su tocayo Bofill i Bofill que de Francisco Canals, tan honesto y tan intransigente. Me pregunto: ¿Por qué serán todos catalanes? ¿Acaso una parte central de nuestro conservadurismo, que no de nuestro solo integrismo, une Florencia con Barcelona? ¿No es acaso ésta otra aparente paradoja?

Cristo abrazando a San Bernardo
(1624-1627),
Francisco de Ribalta
Quizás estas notas no sean más que bagatelas, pero insisto en que no soy más que un desterrado. Güelfo hasta la médula, pero de otro tipo. Donde G. M. dice santo Tomás de Aquino, me acojo a san Bernardo de Claraval. El estado-ciudad es demasiado terrenal. Y la sola posibilidad de la ciudad celeste está descontada en nuestro mundo ateo. Reivindico el monasterio como el lugar de tránsito, arquitectura de la luz, en que la liturgia rehace el camino entre el peso de la vida y la vida gloriosa de la transparencia divina. Más allá de la meditación, la contemplación. 

Como programa político puede resultar muy dudoso para una época moderna y, más todavía, posmoderna, capaz de creer que el Reino de Dios se cumplirá en esta tierra, cuando ésta está ya lanzada escatológicamente hacia la nueva. Como dijo Henri de Lubac, la Iglesia "sabe que este Reino de Cristo, que ella no cesa de promover y de implorar, nunca se establecerá sólidamente sobre la tierra. Ella asiste a la perpetua derrota del bien. Aunque nunca se desanima, no por eso se entrega a la utopía".

Ojeo de nuevo el De Consideratione que el abad Bernardo dirigió a su discípulo el Papa Eugenio III. Sin huir del mundo, el monje descubre sus errores –la predicación de la Segunda Cruzada- y se humilla ante su acierto: la comprensión última no es fruto de la razón sino de la santidad alcanzable sólo por la gracia y que, luchando en este mundo, se abre, por la fe, a la esperanza de un amor que sobrepasa en anchura, longitud, altura y profundidad nuestra insaciable sed de justicia y de libertad aquí y ahora. 

Así, sigo siendo güelfo, sea quien sea el Papa. No me someto a la autoridad elaborada por una eclesiología del poder, de origen contrarreformista y actualizada por el pensamiento contrarrevolucionario. Obedezco incondicionalmente -lo intento- la autoridad que está al servicio de la unidad evangélica del amor sobrenatural. La figura del Papa es la garantía escatológica de que las puertas del Imperio “non praevalebunt”. La suya no es una autoridad única sino última y, por ello, angular: su potestad real es mística. No sólo ve a Dios en el mundo sino que ve el mundo en Dios.

Sé dónde vives; conviven contigo hombres incrédulos y rebeldes. Son lobos y no ovejas; pero eres su pastor. No lo niegues, no sea que sentándote en su sede, te rechace como heredero. Vives junto al sepulcro de Pedro. El jamás se presentó vestido de sedas, cargado de joyas, cubierto de oro sobre blanco corcel, escoltado por soldados y acompañado de aparatoso séquito. Pero desnudo de todo, tuvo suficiente fe para creer que podría cumplir el mandato salvador: Si me amas, apacienta mis ovejas” (De Consideratione IV).


Güelfo blanco, como el hábito de san Bernardo, no como la bandera contrarrevolucionaria, este Cavalcanti no desearía morir en 1300 atisbando el traslado de la corte pontificia a Aviñón. T. S. Eliot lo dijo, obviamente, mejor: “If all time is eternally present / All time is unredeemable”.