Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
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martes, 20 de agosto de 2013

Roger Wolfe, el último vaquero.





En este blog no sería esperable encontrar una reseña de Gran esperanza un tiempo (Sevilla, 2013) del poeta Roger Wolfe (1962), considerado uno de los máximos representantes del realismo sucio a la española de fines del siglo XX. Borracheras, delirios, peleas urbanas, comportamiento antisocial, nihilismo ácrata no parecen de entrada los motivos más adecuados para atraer la atención contemplativa de un irreal comentarista güelfo. Aun así, si la excepción confirma la regla de la auténtica poesía, también debería ser para él una posibilidad legítima rebuscar el chispazo de la belleza en los contenedores de basura de cualquier polígono industrial.

En el último poemario de Wolfe los paisajes de fiestuquis, de catres al amanecer, de violentos y desamparados jóvenes sin horizonte, se disuelven en una reflexión crepuscular sobre el tiempo y –quién lo diría- sobre la tradición literaria. Fin de fiesta; los gritos de los jóvenes con sus botellones son molestos; la vejez se anuncia.

Por las fechas del índice, tres cuartas partes de los poemas fueron redactados en 2007. Los últimos poemas, de 2012, parecen compuestos por una voz cansada que quiere rematar la faena cuanto antes (“Tómate tu tiempo”, el poema final con mirlos y karma, da lástima). Es evidente que el poeta duda de que tenga algún sentido, más allá de la pura inercia, seguir escribiendo cuando, como él mismo avisa al principio del volumen, la poesía “ahora está muerta y enterrada”. Y remacha al final: “Yo mismo he dicho muchas veces / que la poesía se oculta en todas partes. / Pero escribir poesía es ver con el oído. / Y ya no vemos nada. No hay quien vea / lo que oye, ni oiga lo que piensa, / en medio de este sucio mar de ruido”.

Lo que queda es echar la vista atrás y consolarse queriéndose epígono de Baudelaire, T. S. Eliot, Papini (¿?), Tennessee Williams, Ginsberg, Leonard Cohen (del que versiona con acierto “In My Secret Life”) y hasta del mismo Góngora, en lugar de atender las voces canónicas de Carver, Bukowski y compañía. Entre sus contemporáneos, resultan paradójicas, pero complementarias, sus referencias implícitas a Leopoldo María Panero, que siente cercano (“Deseo de ser perro”, que recuerda el deseo de Panero de ser piel roja, y “A la manera de L.M.P”), y las explícitas a un distante Antonio Colinas (“Antonio Colinas”). Remontándose a los maestros españoles, el homenaje a J.R.J. en “El juego de los chinos” es conmovedor, así como divertida la ironía anticernudiana en el significativo “Fin del mundo”.

El “milenarismo” de Wolfe adopta una mirada impávida ante la desaparición de las referencias que hicieron su mundo habitable: la España cutre y sandunguera de los setenta-ochenta. Se asiste al fin de ese mundo que, como el de cualquier otro, se repite una y otra vez, bajo diferentes formas, ante una realidad ciega e indiferente. Unos cuantos poemas, circunstanciales, arremeten contra la ley antitabaco que estaría acelerando el ocaso de una manera canalla de vivir en un país tan oximórico como Wolfe, un inglés español. En algún momento se tiene incluso la irónica sensación de que, como sin querer, ensaya, abatido, unos acordes punk del Qohéleth. También eso es vanidad.

La descomposición de su mundo va unida a la desaparición de la memoria que testimonia la huida del tiempo personal y que se asocia a la sensación física de la soledad que da por perdido, con un pudor salvaje, el amor. Se entrevé la imagen del vaquero solitario, con un código ético tan enigmático como brutal en el poema “Mi credo”, un sorprendente epitafio dedicado a John Wayne: “Ésta es mi tierra. / Ésta es mi casa. / Éstos son mi perro / y mi caballo. / Y ésta mi pistola. / Pon un pie aquí dentro / y te dejo seco”. No sé si, como Tom Doniphon, Wolfe podría cultivar cactus en una casa devastada por el fuego del alcohol y del dolor, pero, individualista feroz, sí podría seguir fumándose las normas biempensantes “ahí quieto; medio lelo, / pero tranquilo y solo”.

Poema para los progresistas
Vuestra única y bien triste
reclamación ante la fama
es haber contribuido a acelerar
la llegada del final, que en términos
históricos está a tan sólo un parpadeo
del lamentable punto en que ahora mismo
nos hallamos en el tiempo y el espacio.
Hasta que finalmente se produzca,
sin embargo, el definitivo descenso del telón,
el mundo insistirá, con terca y entrañable
mansedumbre, en los hábitos que tanta
bilis os hacen segregar…; oponiendo
a vuestro odio el benévolo castigo
de su imperturbable indiferencia:
el sol continuará saliendo por el este;
los días, durando veinticuatro horas;
los hombres, amando a las mujeres;
la lluvia cayendo en vertical”.


Con o sin esperanza, parece que el tiempo del crepúsculo mantiene su épica interminable.


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