Siendo veinteañero, pedí en una ocasión a D. José Ignacio Tellechea, sacerdote e historiador guipuzcoano, que me dedicase el ejemplar que
tanto había releído de su biografía del santo fundador de la Compañía de Jesús (1491-1556).
Acogiéndose al título, para el que tomó prestadas las palabras con que el
protagonista había definido sus viajes por Europa, escribió un par de líneas,
de cálido compromiso: “Todos caminamos solos y a pie. Que Íñigo te ilumine y
estimule en tu camino”. Aprender lo primero ha sido arduo. De lo segundo, a lo
vasco, es decir, lacónico y seco, doy testimonio.
En una reunión de un voluntariado jesuítico, la responsable
máxima me calificó en una ocasión, con indignada contención, de “anarco”. Que
quien se había “matriculado” en el turno de noche y como alumno libre en la
espiritualidad ignaciana se atreviese a mostrar sus perplejidades sobre
radicalidades de salón resultaba demasiado para una gente con tanta mala
conciencia de clase que siguen queriendo disfrazar a Ignacio de maestro de
liderazgo empresarial para sus escuelas de negocio y para el negocio de sus
escuelas. Supe en aquel instante que acababa de ser expulsado como si fuera un
trotsko-fascista.
De Ignacio, en la distancia, he aprendido, sobre todo, dos
lecciones que llevan en mi
interior su entonación personal: amor a Cristo que por mí se ha hecho hombre, sea rico, pobre, mediopensionista o emprendedor con valores (esto último
cuesta aceptar, pero si Nuestro Señor lo dice…); y ayudar las almas de los hermanos y
dejarse ayudar por ellos, procurando no ser demasiado torpe ante las mociones del
Espíritu Santo.
Hacerse hombre de frontera es, como pedía San Pablo, hacerse
todo a todos. Ignacio comprendió en toda
su radicalidad cuál era la guía más segura: bajo la autoridad de Pedro. Para al
menos acercarse a este ideal hay que transformar la vida eucarísticamente,
convertir el corazón en un sagrario donde pueda estar presente Jesús Resucitado
esperando a quienes comparten las diferentes facetas de nuestra vida. Atravesar
las puertas interiores hasta llegar a Él también pide ver a Jesús en sus
sagrarios vivientes o sentir el dolor de verlos vacíos de Él.
¿Y la opción preferencial por los pobres? Mi mejor escuela
fue un psiquiátrico. Allí, Ulises me contó lo desgraciado que era
porque Penélope le era infiel. Guardo como oro en paño el retrato dedicado de un ex-legionario con la palabra
“amigo”. Optar por los pobres, hacerse pobre, es –no me canso de repetirme las
palabras de Bernanos- obtener la gracia de las gracias: amarse a sí mismo como
a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo.
A aquellos “locos” les debo lecciones fundamentales, porque a menudo su dolor era abrumador.
“Llegado a Génova, emprendió el camino hacia Bolonia, y en él sufrió mucho, máxime una vez que perdió el camino y empezó a andar junto a un río, el cual estaba abajo y el camino en alto, y este camino, cuanto más andaba, se iba haciendo más estrecho; y llegó a estrecharse tanto, que no podía seguir adelante, ni volver atrás; de modo que empezó a andar a gatas, y así caminó un gran trecho con gran miedo, porque cada vez que se movía creía que caía en el río. Y ésta fue la más grande fatiga y penalidad corporal que jamás tuvo; pero al fin salió del apuro. Y queriendo entrar en Bolonia, teniendo que atravesar un puentecillo de madera, cayó abajo del puente; y, así, levantándose cargado de barro y de agua, hizo reír a muchos que se hallaron presentes.” (Autobiografía).
Pedro Fabro, el primer compañero de Ignacio, al que ahora el Papa Francisco quiere canonizar, respondió en
una ocasión que un jesuita era un hombre que no tenía nombre. Comprendí qué
quería decir contemplando al Maestro Ignacio bajo el puente de Bolonia. Era
como si yo fuese la rosa que, en su vejez, tocaba con la punta de su bastón
mientras caminaba por el jardín: “Calla, calla, que te entiendo”. A fin de
cuentas, él lo había pedido: “Dame Tu amor y gracia, que ésta me basta”.
”Odiarse es más fácil de lo que se cree. La gracia está en olvidarse a sí mismo. Pero, si todo el orgullo muriera en nosotros, la gracia de las gracias estaría en amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera otro de los miembros dolientes de Jesucristo”.
ResponderEliminar(Diario de un cura rural)
La gracia eleva nuestro caudal vital a la enésima potencia, lo que significa que nos hace estar tan plenos de nosotros mismos que ya no tenemos que buscarnos, que cuidarnos, que acordarnos, cosa que sí tendríamos que hacer si estuviésemos faltos de vida, de espíritu, de gracia, de Dios. Nos acordamos cuando no nos poseemos; nos olvidamos cuando ya nos poseemos, cuando Dios, al habitarnos, expande nuestra vida y conciencia espiritual hasta un punto tal que el estar cabe sí es ya un estar olvidado de sí, en las manos de Él, que es el que se acuerda, el que nos busca, el que cuida de nosotros. Uno, por eso, sólo se olvida de sí cuando su corazón reposa “sobre el Amado”, como canta San Juan de la Cruz , que es lo que canta también Bernanos al decir que es amando a sus “miembros dolientes” como se obtiene “la gracia de las gracias”, ese “amarse humildemente a sí mismo” en que consiste el perfecto olvido. Jesús, masacrado en la cruz, derramado, ofrecido, del todo olvidado de sí, lo hizo posible.
(Jesús Ares Fondevila, "Las voces y el eco").