Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.
Mostrando entradas con la etiqueta Literatura norteamericana. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Literatura norteamericana. Mostrar todas las entradas

martes, 27 de noviembre de 2018

Dante, Pound, Cavalcanti y su lector.



The first anniversary of the death of Beatrice,
Dante Gabriel Rossetti (1853)

Es lugar común traer a la memoria -y a la conversación amistosa- aquellas lecturas aque acompañan sin desfallecer, semiborradas, incombustibles, la propia formación sentimental. Me es imposible disociar su recuerdo adolescente de la historia íntima de los volúmenes que ahora despliego sobre mi mesa.

martes, 25 de noviembre de 2014

Thomas Pynchon, al límite de la novela negra.



La familia,
Luis Gordillo (1972)

Thomas Pynchon (1937) es uno de los novelistas de culto que, como J. D.  Salinger, han tematizado la muerte del autor desapareciendo físicamente del mundillo literario y social. Aunque esta actitud pudiera haber contribuido, irónicamente, a que sus novelas no hayan dejado de mantener un éxito constante, son sus obras, no sus rostros, las que han pretendido testimoniar por sí solas el valor –el talento− de una escritura de ficción en el límite del mercado. O al revés, han hecho de la ausencia del autor la defensa de una vocación literaria en la época en que ha triunfado plenamente el poder de la publicidad.

martes, 18 de noviembre de 2014

Como una piedra rodante.



Opustena,
Franz Kline (1956)

Apenas adolescentes, escuchábamos los fines de semanas en casa de un amigo discos de sus hermanos mayores, que eran muy progres. Con más o menos empacho, pinchaba las canciones de Cat Stevens (antes de ser, oh, Yusuf Islam), Donovan, John Denver y el resto de la banda cantautora anglonorteamericana, además, claro está, de los “latinoamericanos”: Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Víctor Jara… ¡Qué tiempos, Dios santo! Sobrevivimos, pero cómo…

martes, 19 de agosto de 2014

The fool Herzog.



Excursion into philosohy ,
Edward Hopper (1959)


Dado que el único espacio donde logro orientarme son las naves de las catedrales y los claustros de los monasterios, cada vez que me adentro en la selva de una novela llevo siempre en la mano una brújula del tiempo.

En Northop Frye, en Käte Hamburger y, sobre todo, en Mijail Bajtín he aprendido, de una u otra manera, siempre torpe, que la ficción crea un espacio físico y moral no a través del lenguaje sino por el lenguaje mismo. Discípulo perezoso, suelo perderme por esas callejas en que, a fogonazos, se vislumbran los reflejos de la Jerusalén celeste: la nueva creación de una humanidad triturada hasta entonces bajo el peso de su deseo. Freud lo vio sin concesiones: eros y thanatos.

Como digo, a fin de soportar la culpa de mi ceguera espacial, he intentado desarrollar una especial percepción de los pliegues temporales. Antes de la instauración del reino imaginario, estoy atento a los signos apocalípticos de la segunda venida. Escatológicamente, el ritmo de la auténtica literatura se basa no en la síntesis sino en la repetición. No en el recuerdo, no en la anamnesis, sino en la prueba de la libertad. Según Kierkegaard, la categoría de la prueba “emplaza al hombre en una relación de oposición estrictamente personal a Dios, en una relación que por ser tal le impide al hombre contentarse con una explicación de segunda mano”.

Herzog, el héroe homónimo (y autobiográfico) de la novela (1964) de Saul Bellow (1915-2005), escribió Romanticismo y cristianismo antes de entrar en la crisis académica y personal que prácticamente lo enloquece con el fracaso de la redacción de su inconcluso nuevo libro y de su segundo matrimonio. La primera frase del libro “Si estoy como una cabra, qué le voy a hacer” abre una bolsa temporal analéptica en que los espacios físicos de la niñez y de la madurez perfilan la personalidad su protagonista hasta que retorna al momento en que pronuncia “Si estoy como una cabra, qué le voy a hacer”. Al tomar conciencia de esta repetición el lector está en condiciones de acompañar al protagonista al fondo de su (ir)resolución final.

Sin duda la obra de Bellow se hinca en la tradición novelística norteamericana, pero es imposible separarla de sus raíces europeas. A brochazos, en la movilidad de su protagonista la lección psicocartográfica de Thomas Mann –esos eslavos Berkshire de talla king size- se anuda con la sensibilidad exacerbada de Proust por un tiempo que salta a borbotones.

Las cartas de Herzog dirigidas incluso a Dios, a Spinoza o a Nietzsche se se tejen con una pulsión maníaca, entre divertida y trascendente, por la letra del espíritu. Da igual que Herzog las escriba o las imagine, o las reduzca incluso a aforismos anotados en el borde de servilletas o en los márgenes circunstanciales de pensamientos exhaustos. Como la propia novela, son las palabras que Herzog piensa, sueña, actúa o delira las que construyen el mundo en que él mismo, su lector, habita.

Su curación, que la novela tematiza como su propia arquitectura narrativa, se vislumbra a su vuelta a la casa abandonada de Berkshire. Destartalada como su mente, empieza a recobrar el pulso de su vida tomando conciencia de sus grietas difícilmente reparables. La irónica angustia ante la soledad es asumida mediante el silencio. Acostado sobre un sofá viendo a la señora Tuttle afanarse en limpiar la casa, Herzog abandona las cartas, el pensamiento, el lenguaje: “En ese momento no tenía ningún mensaje para nadie. Nada. Ni una sola palabra”.

“Pero ¿cuál es la filosofía de esta generación? No que Dios haya muerto, eso pasó al olvido hace ya mucho. Tal vez debería decirse que la Muerte es Dios. Esta generación piensa –y ésta es su gran idea− que nada digno de confianza, vulnerable y frágil puede perdurar o tener ningún poder real. La muerte aguarda todo esto igual que un suelo de cemento espera que caiga una bombilla. La quebradiza cubierta de cristal pierde su diminuto vacío con un estallido, y eso es todo. Así nos enseñamos metafísica entre nosotros. ¿Crees que la historia es la historia de los corazones amables? ¡Idiota! Mira esos millones de muertos. ¿Puedes compadecerlos, sentir algo por ellos? ¡No, no puedes sentir nada! Eran demasiados. Los quemamos para que no quedaran más que cenizas, los enterramos con excavadoras. La historia es la historia de la crueldad, no del amor, como piensan los hombres blandos. Hemos probado todas las capacidades humanas para ver cuál es fuerte y admirable y hemos demostrado que ninguna lo es. Lo único que cuenta es la utilidad. Si el viejo Dios existe, entonces es un asesino. Pero el verdadero Dios es la Muerte. Así son las cosas, sin hacerse cobardes ilusiones”.


La repetición debería asumir la pérdida del duelo: personal, histórica, metafísica. La muerte de Dios, en cambio, ha sido la epifanía del Dios de la muerte: el desesperado esfuerzo por negar la naturaleza caída.  


martes, 27 de noviembre de 2012

Calvin & Hobbes. Contra la escuela. Por el maestro.






Confieso que, entre las actividades diarias, leo siempre una tira de Calvin & Hobbes para poder mirar el mundo con cierta benevolencia escéptica. Los personajes de un niño hiperactivo de seis años, egoísta, liante y metafísico, y de su tigre de peluche, coqueto, estupefacto y astuto, creados por Bill Watterson en 1985, son los héroes ácratas de mi primera juventud.

Reconozco que tal confesión testimonia mi escaso compromiso revolucionario, pero situarse irónicamente bajo el favor del reformador de Ginebra y del atormentado  filósofo inglés protege, sin acritud, de los tópicos políticos al uso. El más pernicioso: el de la bondad educativa de nuestras escuelas.

Recuerdo que, al abandonar el colegio para ir a la universidad, sentí como si hubiese cumplido una condena de trece años y pudiese estrenar la libertad. Era un niño disciplinado y aplicado, pero sospechoso de leer, en lugar de tebeos y revistas porno, a gente tan disparatada como Turgueniev, Dostoievski o Flaubert.

Calvin tiene que vérselas con la Srta. Carcoma, su maestra, y el Sr. Escupitajo, director de la escuela. Nosotros nos las veíamos con el Hno. Sapo, de ruindad canónica, y con el Hno. Jabalí, director tarzánico. Si con un zarpazo no entrabas en razón, con un rugido asumías que en la selva la ley también era natural y positiva. Brutal, sí, pero también muy instructiva. La edad te lo hace entender.

Con los años uno se casa y tiene hijos y los hijos llegan a una escuela nueva, en teoría liberada de los tics franquistas de aquella ansiada pedagogía de la transición. La escuela de ahora educa en valores (como dice un amigo perplejo: los valores en la Bolsa, en el Evangelio Cristo; pero las escuelas cristianas siempre han sabido que no hay que exagerar). Así que (quien lo probó lo sabe), si antes te pasabas de listo, te podía caer una bofetada que te sacase de la mesa. Ahora le explican al niño: “¿No te das cuenta? Todos te queremos”.

En una sociedad malcriada e irresponsable, los padres energuménicos no toleran la más mínima contrariedad de sus niños tumefactos afectiva e intelectualmente. La escuela reacciona a la defensiva, con un argumentario victimista más o menos eficaz. Antes, unos padres llamados por la escuela eran informados del comportamiento de sus hijos. Hoy en día, enfrentados a la maestra o el maestro y a una psicopedagoga, nada más que se terminan las presentaciones, son interrogados sobre sus costumbres domésticas.

La palabra clave, en el ámbito educativo, es diálogo. Es el ábrete sésamo que debería resolver todos los problemas. En una ocasión, una maestra me miró con ojos desconfiados cuando quise razonar que el diálogo debe acabar en un acuerdo entre dos partes, pero cuando la relación entre ambas no es equilibrada, no hay diálogo sino una petición que la parte más poderosa puede conceder o no y según qué condiciones. La escuela quiere recuperar la autoridad, pero sin pagar el precio de su autoritaria buena conciencia.

Por todo ello, como en la viñeta que encabeza este post, sigo teniendo la misma sensación –y creo descubrirla en mi hijo también calvinista- que la de Calvin cuando sale a la pizarra para mostrar un objeto y expresar sus sentimientos. Mirando a sus compañeros y a nosotros lectores, nos suelta con candor, con furia, con irritación:

"Para la clase de hoy he traído un avión de juguete. 
Es muy normal, supongo, pero me gusta llevarlo encima.
¡Es para recordarme que, en cuanto ahorre un poco de dinero, compraré un billete y me iré tan lejos de vosotros, estúpidos, que alucinaréis!
(Ante el director). No es una “actitud”. ¡Es un hecho!"

En aquella escuela de sapos, jabalíes, orangutanes y cocodrilos, encontré, sin embargo, al único maestro que Dios me ha concedido en la vida. Le llamaban garbancete, porque no superaba el metro y medio de estatura. Calvo, sin cuello, con las extremidades pegadas al tronco, casi sin poder separarlas, aquel fraile diminuto, que había sido corneta de un tercio requeté durante la Guerra Civil, amaba con pasión las lenguas clásicas y su cultura. 

Flemático, irónico, intransigente, me inoculó la pasión del saber humanista sin una sola prédica, sólo enseñándome a escandir los versos de Virgilio. Su fe, discreta y sin fisuras, la proclamaba con ansiedad a través de una anécdota que repetía constantemente, entre nuestras chanzas malhumoradas: no quería asirse a las sábanas en la agonía como aquel que gritaba: “Señor, ¡estas manos están vacías!”.

Siempre fue consciente de que estaba ahorrando para irme bien lejos de todos ellos, incluso de él. De haber llegado a leer este post, habría vuelto a decir lo que, en una ocasión, le espetó al director enfrente de mí: “¡Deje al chico que se explique!”. ¿Cómo explicar a una escuela lo que, en último término, excede método, enseñanza, aprendizaje? Ser uno mismo es querer ser múltiple.

martes, 6 de noviembre de 2012

El sueño de Francesca. Ezra Pound en el limbo.





Al poeta norteamericano Ezra Pound (1885-1970), excelso lunático, se deben traducciones al inglés de Confucio, de Li-Po, de Rabindranat Tagore. Conocedor inmenso del stilnovismo, tradujo, parafraseó, amó a Cavalcanti. Sin él, The waste land de T. S. Eliot no tendría su fuerza daimónica (“¡Shanti, Shanti, Shanti!”). Sin su ayuda, le habría sido más difícil a Joyce publicar el Retrato y el Ulises. Sin su apasionamiento creativo, careceríamos de sus excéntricos Cantos, creados al ritmo de la locura, del encierro y del estigma social que cayó sobre el nombre de este “traidor a la Patria” tras la II Guerra Mundial.  

Fascista, anticapitalista, su obra es norteamericana hasta la médula de su condición exiliada. Pound fue el hijo crápula que Walt Whitman habría desheredado. Creándola, derrochó una obra tan inmensa como la de su padre.

Si traigo a Pound a este rincón, es sólo por uno de sus primeros poemas, “Francesca”, escrito probablemente en Venecia hacia 1908. Poema casi adolescente, resonó en mí, por primera vez, a esa edad incierta en que el mundo brilla tanto que uno trastabilla a oscuras por él. Me ha acompañado durante treinta años, primero en la traducción de Ernesto Cardenal -¡el cura sandinista!- y Coronel Urtecho, y, después, en la edición inglesa de Personae.

"Tú saliste de la noche
Y había flores en tus manos,
Ahora saldrás de entre un barullo de gente, 
De entre un tumulto de conversaciones sobre ti. 

Yo que te había visto entre las cosas prístinas,
Me encolericé cuando decían tu nombre
En sitios ordinarios.
Quisiera que las olas frescas cubrieran mi mente,
Y que el mundo se secara como una hoja seca,
O que como semillas de diente-de-león fuese aventado,
Para que pueda encontrarte de nuevo,
Sola."

Durante años creí que me había hechizado la búsqueda de esa Francesca, sola, que salía prístina de entre la multitud de conversaciones en la noche. Por supuesto nunca la encontré, pero estaba allí delante de mi imaginación con la misma intensidad lumínica que Katherine Hepburn al borde de la piscina en Historias de Filadelfia: gélida, sí, pero abrasando las manos y los ojos que se le acercan.



A Philadelphia Story (1940), dir. George Cukor.


Steiner ha reconocido que “los compases iniciales y el martilleante accelerando de «Je ne regrette rien» de Edith Piaf –el texto es infantil, la melodía estentórea y la política suscrita por la canción poco atractiva- seducen todos mis nervios, me llegan hasta el hueso como una quemadura fría y arrastran la razón hasta sabe Dios qué infidelidades cada vez que oigo la canción y cuando la oigo, inesperada y recurrente, en mi interior”. Acúsenme de romanticismo trasnochado y seré el primero en reconocer que el poema no es especialmente brillante, pero me pasa con el poema de Pound lo que a Steiner con la canción de Piaf: el texto es adolescente, el ritmo delicuescente y su sensibilidad naïf. Pero cada vez que vienen a mi memoria algunos de sus versos se dilatan mis pupilas y mis manos tiemblan como hojas de otoño.

Pero no es el recuerdo de Francesca, de su sombra o de su halo, el que me hace estremecer. Siempre he sabido que alcanzaría sólo su imagen si quisiera que las olas frescas anegaran mi mente (might flow over my mind) y que el mundo se secara como una hoja muerta (dead leaf) o como semillas de dientes-de-león (as a dandelion seed-pod), y que entonces fuese esparcido (and be swept again).

Al leer, al masticar estas palabras, se produce el misterio de que mi mente se anegue y de que el mundo se avente y de que todo yo sea una ola fresca, una hoja muerta lanzadas más allá de mí mismo. La poesía es el lugar performativo por excelencia: el decir hace aparecer lo que convoca, por más que entre sus intersticios se cuele la conciencia de sus límites, de la precariedad de su éxtasis.



Paolo y Francesca (1864), de Anselm Feuerbach.


La Francesca del poema de Pound remite seguramente a la protagonista del Canto V del Infierno de Dante, en un pasaje conocidísimo. Casada con un deforme, la joven lee la historia de Lancelote y Ginebra al lado de su apuesto cuñado Paolo. Ambos se besan en el momento en que llegan a la escena en que los personajes artúricos hacen lo mismo. No compensa la literatura los sufrimientos y las carencias de la vida, no; los define y los trasciende.

Como James Stewart, enfebrecido, adelanta las manos para acariciar el fulgor que desprende la Hepburn, así Paolo, en el cuadro de Anselm Feuerbach, contempla concentrado, en la penumbra, la boca de Francesca transfigurada por la lectura. Es un instante condenado al beso o a la destrucción. Aunque uno esté llamado a encontrarse con Beatriz en el Paraíso, siempre acaba pasando lo mismo que le ocurrió a Dante que “caddi come corpo morte cade”.