La familia, Luis Gordillo (1972) |
Thomas
Pynchon (1937) es uno de los novelistas de culto que, como J. D. Salinger, han tematizado la muerte del autor
desapareciendo físicamente del mundillo literario y social. Aunque esta actitud
pudiera haber contribuido, irónicamente, a que sus novelas no hayan dejado de
mantener un éxito constante, son sus obras, no sus rostros, las que han
pretendido testimoniar por sí solas el valor –el talento− de una escritura de
ficción en el límite del mercado. O al revés, han hecho de la ausencia del
autor la defensa de una vocación literaria en la época en que ha triunfado
plenamente el poder de la publicidad.
Si Marlon
Brando había enviado, por razones políticas, a recoger su Oscar al mejor
actor en 1973 a una activista india, Pynchon al año siguiente, sin razones
aparentes o con deseos de confundir, encomendó a un cómico, que dejó
estupefacta a la audiencia con su performance,
recibir en su nombre –con su nombre− el “National Book Award” que le había sido
concedido por Gravity’s Rainbow.
En esta obra, quizás su mejor novela, se advierte de una
manera más enloquecida y, por tanto, más precisa que uno de los temas centrales
de toda su producción es (anti)teológicamente significante. Se trata de un infierno entrópico, no cuando se cierra
la puerta como hizo Sartre, sino cuando se abre. Las alcantarillas de Nueva York
en V (1963), la primera novela de Pynchon, constituyeron una metáfora perfecta de este inframundo que atraviesa su imaginación.
En su última novela, Bleeding-edge
(2013), traducida al castellano como Al
límite (Barcelona, 2014), ese submundo vuelve a aparecer, ahora en el
paisaje neoyorquino de la burbuja tecnológica y del atentado contra las Torres
Gemelas, bajo la forma de DeepArcher, una web profunda por la cual es posible
navegar como por una realidad paralela en busca de zonas desérticas, pixeladas,
cada vez más adentro, donde ¿vislumbrar?, ¿deslumbrar?, ¿cegar? “el rostro
previo a todo rostro”.
Pese a las críticas positivas que ha recibido, esta novela
es una obra menor en la producción del autor norteamericano. Contribuye a ello una traducción
que, de tan estandarizada, parece haber lobotomizado el original. Tratándose
de Pynchon que hace del estilismo vocal la marca de su narración,
provoca escalofríos el comienzo de la nota sobre la edición antepuesta a la
traducción: “Se han respetado, hasta
donde ha sido razonable, las peculiaridades ortográficas, tipográficas y
léxicas del autor…” (la cursiva es mía).
El resultado produce la impresión de un ejercicio de
redacción impecable, pero carente del élan
narrativo que ha caracterizado sus novelas más genialoides. En esta
sensación influye además el hecho de haber respetado la linealidad de la
acción, del tiempo y del lugar. Como si fueran las reglas neoclásicas, durante
un año de la vida de Nueva York (2001-2002), de primavera a primavera, la trama gira en
torno a una posible conspiración errónea, fraudulenta fiscalmente, en torno a
una compañía tecnológica dirigida por Gabriel Ice y que, en connivencia con
agencias del gobierno produjo quién sabe si involuntariamente la catástrofe del
11-S.
Maxine Tarnow hace las veces de un detective de Dashiell Hammett,
perpleja y decidida a la vez, con un punto entre ama de casa y mujer arrojada
que se ve desbordada por unas situaciones que no se acaban de entender muy bien
y que tienen como epicentro el asesinato de Lester Trapsie. Como las
explicaciones de El halcón maltés,
los trapos sucios de las finanzas, en los que se entremezclan geeks,
inversores, mafiosos rusos o agentes federales descontrolados, no acaban de
entenderse bien. El final acaba de dar una última vuelta de tuerca sobre el
género de la novela negra que, aun de una manera esquemática, esta novela
deconstruye –ay, tenía que salir la palabreja−.
Por debajo de todas estas intrigas, sin embargo la novela es
una reflexión extrañamente cálida sobre las relaciones familiares. Se insiste
mucho en la actitud de madre judía de Maxie con sus hijos Otis y Ziggy. Se
presentan sus esfuerzos por recomponer, con perspectivas de éxito, su
matrimonio con el celoso y obtuso Horst. Su enamoramiento técnicamente adúltero
con el inquietante Nick Windust, agente secreto, torturador y tullido
emocional, muestra el intento de recatar la pureza de un fondo tal vez
inexistente. La relación con sus padres, Ernie y Elaine, con su hermana Brooke
y su marido del Likud, acaban de trenzar un universo de integración emocional
que le permite ayudar, quizás para su desgracia, la relación entre la vieja izquierdista
March Helleher y su hija Tallis Ice, la esposa del perverso Gabriel, el
antagonista nerd de todo este relato. Todo
como una especie de conjuro de la soledad a la que una sociedad tecnológica
parece destinar al individuo.
“A la pantalla, consecuentemente, salta un desierto; corrección: el desierto. Tan vacío como las estaciones de tren y las terminales de puertos espaciales de una época más inocente habían estado superpobladas. Aquí no hay servicios de clase media, más allá de flechas que te permiten mirar por el horizonte. Este es un país de fundamentalistas de la supervivencia. Los movimientos no son borrosos, cada píxel cumple su función, la radicación de arriba genera colores demasiado traicioneros para el código hexadecimal, una banda sonora de viento a ras del suelo. Se supone que debe avanzar por ahí, sondeando un desierto que no sólo es un desierto, buscando enlaces invisibles e indefinidos”.
Frente a la amenaza de Matrix, un anciano Pynchon parece añorar los gritos y los abrazos, los banquetes de abuelos, hijos y
nietos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario