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Perseo liberando a Andrómeda,
Peter Paul Rubens (1622) |
Un error frecuente que se suele cometer es asociar al reaccionario con la defensa de una suerte de
mojigatería bien pensante que es más propia del conservador con pátina de
liberal, es decir, del burgués contra quien Baudelaire y los simbolistas
lanzaron el anatema de “filisteo”.
Nicolás Gómez Dávila (1913-1994), rico y
deslumbrante, aristócrata criollo de la inteligencia, es un ejemplo peregrino de cómo la fiereza reaccionaria
es un antídoto necesario y paradójico contra la exasperada necrofilia con que
la Modernidad se ha inventado el deseo ilusorio de sumar vivencias –y valores−.
Quien abra el volumen de los Escolios a un texto implícito, la obra aforística reunida del
colombiano, se sorprenderá de encontrar un cuadro de mujer en pose de Andrómeda
presidiendo su magnífica y rancia biblioteca. El reaccionarismo de Gómez Dávila
entronca con el pensamiento antimoderno de Joseph de Maistre, pero también, a
contrapelo, con la precisión quirúrgica de las sentencias de Lichtenberg tan aceradamente como con la
enloquecida álgebra del cuerpo que formuló el Marqués de Sade o la tersura inmoralista
de Nietzsche.
Reconozco que los aforismos son un género que no pocas veces
me provoca angustia. Cada aforismo logrado encierra un universo. Leer
unos pocos aforismos suele dejar desorientado; leer muchos es jugar a la
ruleta, a lo ruso, en una montaña. Como las grandes ciudades –Londres, París,
Roma− están ya hechas para ser visitadas y no vividas, el lector de aforismos
está siempre a un paso de ser el turista ocasional que, con bambas y en shorts,
mira la Pietà de Miguel Ángel a través de su tablet.
La suerte de Gómez Dávila es su estilo tan tajante que corta
como una catana la tontería, contra
la que tanto arremete. Si Nietzsche filosofaba
a martillazos, Gómez Dávila escribió a kenjutsu. Sus aforismos son movimientos
marciales de un arte extinguido, a veces un tanto hieráticos, a veces divertimentos estilizados; siempre certeros e implacables.
En el prólogo antepuesto a los Escolios Franco Volpi desgrana en trece apartados, como el primer
colegio apostólico, las trayectorias −estrellas surcando el ocaso− que forjan
los aforismos de Gómez Dávila. En “Biblioterapia”, apenas un par de páginas,
esboza las bases de una teoría de la lectura gomezdavilina. Me he quedado con
ganas de saber más sobre su teoría de la crítica que ejercemos, tan a menudo, los
resentidos de la literatura.
Si Gómez Dávila se dedicó, voluptuoso, a multiplicar los
universos del aforismo, tal vez se debiera a que es un género que
conjura la poesía abjurando de la prosa. Los críticos suelen apostatar de la
poesía vengándose con la prosa. “El gran crítico es un moralista que se pasea
entre libros”. No un huésped ni un inquilino, sino un invitado de buenos
modales que conoce las distancias de un mundo heraciliteo, cuyo fuego es un
logos único en perpetuo movimiento: “El crítico literario que no se contradice
con frecuencia se equivoca”.
A Gómez Dávila es imposible seguirle el ritmo de ascensión a
su Alta Eng(andina) particular. Apenas se divisan nuevas cotas, la circularidad
de sus ataques en avance o en retroceso rompe la respiración del lector. En
vena clásica Gómez Dávila puede anotar que “el crítico es el procurador del
orden” y añadir, como una genealogista heráldico, que “el reaccionario tiene
admiraciones, no modelos”. L’homme
hônnete y la fronda legitimista: procurar el orden de las admiraciones es
contradecirse con frecuencia.
Quizás en esta entrada, tan esquiva como hechizada, estoy
tratando de depurar, de “enranciar”, las enseñanzas del maestro reaccionario a
las que me resisto a asentir. Como un imperativo estético recibo que “hay que
aprender a ser parcial sin ser injusto” esperando curarme de esa alucinación
ilustrada que sostiene que la imparcialidad es justa. Así entiendo ese otro delicado
consejo de que, como la venganza, “el escritor no debe olvidar que todo texto
se come frío”.
El hipócrita lector, mi semejante, se sirve su derrota, la inapropiable alteridad del texto verdadero, su incólume y críptica seriedad, con el caldo de sus emociones. En cambio, la frialdad sería una exigencia de selectos paladares ascéticos, capaces de sobrevivir a la mirada de Gorgona. Frente a frente, comulgan la distancia gélida, alpina, pura, de la esperanza.
Los críticos solemos tener un estómago tan estragado que “se
pasean como perros fisgones entre las garras de los grandes escritores muertos”.
¿Acaso puedo aspirar a que “la crítica literaria incluye todo lo que al hombre
inteligente le ocurre decir sobre un libro”? ¿No es empresa perdida de antemano
con ese género tan escurridizo, tan proteico, tan taimado como el aforismo? Me
consuela saber que “a lo más alto a lo que llega el hombre, no es a lo que
hace. Es a lo que la imaginación estética lo ve hacer”.
Al final, el crítico, exhausto, debe abandonarse y confiar en ser
llevado al paraíso de la imaginación. Allí le será dado sonreír ante la gloria de Dios, tan
trascendente como inmediata.
“El viaje por el texto claro de una inteligencia lúcida es
el único placer perfecto.
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La literatura plantea
los problemas del hombre en el idioma de la inteligencia y no en uno de los
esperantos del intelecto.
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La literatura moderna: esa colosal empresa reaccionaria.
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No confundamos el pensamiento de la época moderna con el
pensamiento en la época moderna. Ni la literatura, ni el arte.
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Cuando un pasado no perdura como inextinguible pasión de
ciertas almas más vale incendiar pronto sus restos”.
Aquejado ahora de mal de altura, peregrino felizmente
desorientado.