Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.
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martes, 29 de enero de 2019

La apotegmática urbana de los Padres del Desierto.



La Tebaida,
Paolo Uccello (c. 1460)


A medida que han transcurrido las etapas de este camino bloguero que recorro desde hace casi siete años, he venido tomando conciencia de que a su evolución le caracteriza un proceso cada vez más paradójicamente «reaccionario». Al principio, “a su pesar”, se fue proponiendo dar testimonio de esa legitimidad histórica y cultural cuya extinción no deja de exasperar a los arteros defensores del progreso, incapaces de crear la nada si no es mediante la negación de todo límite. En el fondo oponía, tímidamente, a sus desvergonzadas innovaciones la frescura hierática de un orden (anti)moderno que cifraba en el stilnovismo florentino sus desesperanzas. El símbolo de Claraval, fundado un siglo antes, asomó, por necesidad, como el garante escatológico de que la restauración de lo abolido por siempre jamás debe exceder las pretensiones absolutas de este mundo.

martes, 16 de octubre de 2018

El peregrino absoluto (I).



La cena de Emaús,
Rembrandt (1648)

Hace casi dos años mi heterónimo sondeó si estaría dispuesto a emprender la aventura de un nuevo blog bajo la advocación de Léon Bloy. Desde entonces el peregrino absoluto ha ido publicando los reflejos contemporáneos de aquellos lugares comunes cuya exégesis, pura e implacable, el león de Aquitania practicó con sarcasmo derrotado más de un siglo atrás. En el medio de su camino, observa que sus piezas van encajando en un libro por venir, seguramente impublicable, cuyo destino quizás querría esquivar, aunque sepa que se ha esforzado por merecerlo. Apenas puede descifrar todavía su misión sino a través de una dolorosa técnica de introspección que recién ha comenzado a atisbar entre los trazos de una escritura tan férreamente dispuesta como distanciada intelectualmente.

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martes, 4 de septiembre de 2018

Jugando a dados con Max Jacob.



La mesa del músico,
George Braque (1913)

Con flemática inflexibilidad no desisto de publicar puntualmente cada semana, como si fueran las entradas de un diario imaginado, piezas como ésta que ahora comienzo y que no buscan el aplauso ni la admiración de sus dispersos lectores. Impávidas, les exigen, a fondo perdido, lo más difícil: su atención. Reivindican, medievales, la sola profesión de su artesano.

Siento por ello una extraña y no correspondida afinidad con la obra de Max Jacob (1876-1944). Leo con perseverante estremecimiento, al azar, páginas de El cubilete de dados (1917), casi el signo por alusión de un homenaje deconstruido, como una interjección admirativa, al autor de Un golpe de dados (1897, 1914).

viernes, 24 de agosto de 2018

Los diarios de Ludwig Wittgenstein.



Soldado herido,
László Mednyánszky (1916)


De entre los filósofos por los que sentí en la adolescencia una instintiva antipatía Ludwig Wittgenstein (1889-1951) no ha dejado de exigirme que respete su obra resistiendo sin éxito, una y otra vez, la tentación incluso de hojearla. De la obra, por ejemplo, de David Hume o Auguste Comte simplemente he prescindido hasta casi no acordarme de sus nombres. No así, bajo ninguna circunstancia, con Wittgenstein. 

martes, 20 de marzo de 2018

La vanidad de Qohélet.



Vanitas,
Pieter Claesz (1630)

Entre las discrepancias que mantengo con mi amigo germanófilo es recurrente que nos mortifiquemos con un distendido y serio reproche mutuo. Le suelo afear que todavía crea en la verdad y en el diálogo para dirimir las disputas académicas y laborales. Con su alma de «griego», casi socrático, contra toda evidencia actual, se empeña en sostener que es posible, a través de la palabra, alcanzar un acuerdo sobre el principio de realidad. 

martes, 6 de febrero de 2018

Antonio Machado, apócrifo.



Máscaras,
Maruja Mallo (1942)

¿Qué indujo en la entrada anterior, dedicada a medias a Fernando Pessoa, a olvidar uno de los motivos centrales –casi vertebral- de mi (in)cierta autoría? Al fin y al cabo, como en un bucle a menudo aludido y jamás cumplido, Cavalcanti y yo sostenemos la heteronimia mutua que mantiene la voz –la escritura- de este blog. Atentos a una semiótica de la escucha, cada uno de estos pequeños y a veces crípticos ensayos llevan casi siete años redoblando el eco de nuestra biografía.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Los diarios paliativos de José Antonio Llera.



Lección de anatomía del Dr. Deijman,
Rembrandt (1656)

Distante y correspondido, el aprecio civilizado ha marcado las puntuales relaciones entre José Antonio Llera (1971) y mi heterónimo. Tan alejados ideológica y vitalmente, sospecho que comparten, calcinada e irrenunciable, una misma vocación literaria que, forjada a fondo en la prosa acerada e imaginaria, derrotada, de sus estudios vanguardistas, explica por qué considero casi un deber reseñar Cuidados paliativos (Logroño, 2017), su reciente volumen de diarios.

martes, 26 de julio de 2016

La aventura prófuga de Ander Mayora.



Interior,
Anselm Kiefer (1981)


Que un libro como La clemencia del tiempo (Sevilla, 2015) de Ander Mayora (1978) no haya suscitado apenas ninguna reacción en nuestro panorama cultural es un síntoma de que ha cumplido su finalidad: la de un pensar sin concesiones que hoy en día ni se acepta ni se rechaza; se ignora. En lugar de ser una terrible condena, esta actitud reconoce, inconsciente, el imperturbable y derrotado triunfo del que nace un volumen tan singular como éste. 

martes, 22 de marzo de 2016

La apuesta de Pascal.



Niños jugando a los dados,
Bartolomé Esteban Murillo (1675-1680)

En una entrada reciente de su blog Enrique García-Máiquez se alegraba evangélicamente de esas nada anecdóticas zancadillas profesionales que se sufren cada vez más habitualmente, más silenciosamente, por profesar el Nombre que tantos quieren doblegar. Traigo a estas líneas su reflexión porque El lejano, visitante amigo de este monasterio, escribía allí un comentario que me ha dejado adolorido. “A mí la apuesta de Pascal me ha parecido siempre indecente”.

martes, 26 de enero de 2016

Enrique García-Máiquez, entre palomas y serpientes.



Agnus Dei,
Francisco de Zurbarán (1635-1640)


Como si fuera un náufrago de lecturas recientes, Cavalcanti se precipita a abrir Palomas y serpientes (Granada, 2015), el último libro de Enrique García-Máiquez (1969). Y, goloso, no ansioso, empieza a leer sin descanso sus aforismos. ¿Cómo resistirse a la cándida sagacidad de su escritura, fragmentaria e inquietamente serena, en una edición además rugosa al tacto, espléndida en su sencillez?

martes, 18 de agosto de 2015

José Bergamín, cohetero.



La tertulia del Café del Pombo,
José Gutiérrez Solana (1920)

No se me ocurre otro término que defina el postureo vital de José Bergamín (1895-1983) que el de “torracollons”: persona molesta que a todo le encuentra defectos. Reconozco culpable que en definirlo así, a la catalana, hay ciertas ganas de molestar a los (pocos) bergaminianos que aún deben de quedar y que deberían confesar que el numerito del entierro en Euskal Herría con la ikurriña y rodeado el féretro de batasunos no fue una anécdota senil sino la culminación de una vida. Genio (no tanto) y figura (mucha más) hasta la sepultura.

martes, 28 de abril de 2015

Los naufragios de Rafael Sánchez Ferlosio.



Retamas en flor,
Godofredo Ortega Muñoz (1978)

Es de buen tono entre las más selectas élites admirar devotamente, aunque con distancia implícita, a Rafael Sánchez Ferlosio (1927). Creo entenderlas. Es el único escritor realmente europeo que España ha tenido en la segunda mitad del siglo XX. Podría decirse que nació aprendido, quién sabe si por una mezcla de herencia cultural geográfica y genética. Hasta la singularidad literaria, biográfica y política, de Jorge Semprún pertenece a otro tipo. De él puede decirse, más bien, que es el único escritor español que nos ha cedido la literatura francesa.

martes, 12 de agosto de 2014

Ponç Pons, es solitari de Sa Figuera Verda.



Almendros en flor,
Joan Vives Llull

Acababa la entrada anterior distanciándome de ese humanismo que convierte al hombre en la medida de lo celeste y de lo terrenal. Siempre he sospechado de la preponderancia dada a las emociones en cualquier arte. Crea demasiadas expectativas que, finalmente, se ven frustradas. Tal vez convenga ser más humildes. Habrá que aspirar primero a entender –ya decía Paul Ricoeur que explicar más es comprender mejor-. Uno no ama para comprender sino que comprende para, despojándose al final hasta de la inteligencia, alcanzar la transfiguración del amor.

Sostengo, por tanto, que la emoción no puede ser un objetivo sino un efecto de la poesía. Tan imprevista como la gracia. Ante un cuarteto de T. S. Eliot, tan enfriado, o ante los sonetos de Raymond Queneau, tan exactamente arbitrarios, la conmoción estética deriva de un esfuerzo sostenido de esa inteligencia lanzada más allá de sí misma. Entender los poemas no quiere decir racionalizarlos, reducirlos a una lógica gramatical o semántica, sino dejarse deslumbrar por la creación de su realidad. Por ello, me conmueven insoportablemente las telas cromáticas de Mark Rothko, al seguir las huellas de los pigmentos en el lienzo, mientras que detesto profundamente la poesía de Pablo Neruda, seductora y tramposa, cuyo único fin parece desarmar afectivamente a sus lectores.

En parte viene todo esto también a cuento de mi lectura de El rastre blau de les formigues (Barcelona, 2014), libro de aforismos que ha publicado el escritor menorquín Ponç Pons (1956). Si no fuera porque Pons forma parte de mi memoria sentimental, me habría sentido un tanto decepcionado por sus continuas referencias religiosas. Me apenan, no porque reflejen bien cierto ideario de nuestros progresistas ilustrados, sino porque me confirma el analfabetismo teológico español, en el que la Iglesia Católica tiene una enorme responsabilidad. Aquí todo el mundo desciende de la exégesis liberal sin haberse tomado la molestia de leer a los Padres de la Iglesia, de Occidente y también de Oriente.

Sin embargo, el mejor Pons emerge en momentos de máxima lucidez: “La renúncia, la caritat, la humilitat, el desafecte total dels cartoixans que no posen nom d’autor a les seves obres”. Sé que arrimo el ascua a mi sardina, pero en este aforismo tangencial cifro una de las reflexiones principales de este volumen: la indagación de la función, del ser-para, no tanto del escritor como de la escritura. El escritor como ser-escrito, inscripción de una cultura que se forma en la tradición como cauce ucrónico de la conciencia humana, no como un escaparate al alcance de la mano del consumoadicto. Uno no se apropia de la tradición, sino que ésta le expropia a uno de sí mismo.

Pons es un ejemplo acabado de un humanista espiritualmente laico. Su mirada poética ha troquelado en su madurez un arte de vivir. Si se había sumergido en literatura desde el principio de su obra, en su última etapa renace a una vida transfigurada en que su cultura se adensa por la experiencia. Su insularidad le permite captar –salvar por la palabra− la respiración de una naturaleza amenazada. Protegido en su casa de Sa Figuera Verda, salvaguarda la integridad de una vocación literaria apasionada.

Discrepo de Pons en su convicción de que la cultura es el sustituto de la religión, con todos sus beneficios y sin sus inconvenientes. Descreo de la estetización romántica del paradigma liberal, por más que sitúe como santísima trinidad a Dante, Cervantes y Shakespeare. Pero estoy de acuerdo con él en “fomentar la intel·ligència de l’emoció per sentir emocions intel·ligents”. También comparto su indiferencia respecto del mundo literario, con la máxima de “crèixer en l’anonimat. Ser prou gran per ser anònim”.

El anonimato es pasión radical por desaparecer en la creación. Es volver hacia adelante, más allá del hombre sin nombre a punto de ser formado de un limo glorioso; ansiar la semejanza de la Sabiduría por la que todo fue hecho. Si la poesía todavía puede ser sagrada es porque conserva un eco de la palabra primera: “La presència, a voltes discreta, però quotidiana, del vent”. Sin embargo, no creo que todo lo vivido esté en los libros. El exceso vital a que el arte no alcanza es imagen de Dios.

Decía que Pons formaba parte de mi imaginario biográfico. Leyendo un poema de Enigma (1995) tomé conciencia de que estaba enamorado de mi mujer. Ni una vivencia, ni una iluminación, ni una impresión afectiva. Simplemente aquellos catorce alejandrinos ondulaban la realidad con el grosor de una luminosidad efectiva que, a su sombra, provocaban a la vez una emoción del otro lado: lingüística, imaginaria, vital. Por pudor, lo intento traducir:

“La escritura amorosa que intento en vano cruje;
no he podido esbozarte con palabras el cuerpo.
La sintaxis que ha visto crecer la sombra extranjera
con dureza feroz sobre viejos mares de pinos
se revuelve insumisa entre escarnio y despecho.
Sentado junto al fuego, en el umbral del invierno,
el ramaje húmedo centellea chascando
y el viejo hálito de los libros me envuelve atento.
No quiero ser feliz. Quiero sólo el poema
desolado que, impaciente, pueda desnuda abrazarte.
El resto es estilo vacío. Escoltados por el chillido
de agresivos gavilanes, los veleros tocan puerto.
Se bambolean bajo la luna con las bocas llenas
de una costra voraz de amargura y salitre”.


“En la nit de Sa Figuera Verda m’il·lumín d’estels i espelmes. Viure és escriure’m amb l’alfabet dels sentits”. En mi piso urbano deletreo los silencios de las gavilanes. Y soy feliz, abandonado al ritmo de la decreciente noche lunar.


martes, 15 de julio de 2014

Nicolás Gómez Dávila, inmemoralista.



Perseo liberando a Andrómeda,
Peter Paul Rubens (1622)

Un error frecuente que se suele cometer es asociar al reaccionario con la defensa de una suerte de mojigatería bien pensante que es más propia del conservador con pátina de liberal, es decir, del burgués contra quien Baudelaire y los simbolistas lanzaron el anatema de “filisteo”.

Nicolás Gómez Dávila (1913-1994), rico y deslumbrante, aristócrata criollo de la inteligencia, es un ejemplo peregrino de cómo la fiereza reaccionaria es un antídoto necesario y paradójico contra la exasperada necrofilia con que la Modernidad se ha inventado el deseo ilusorio de sumar vivencias –y valores−.

Quien abra el volumen de los Escolios a un texto implícito, la obra aforística reunida del colombiano, se sorprenderá de encontrar un cuadro de mujer en pose de Andrómeda presidiendo su magnífica y rancia biblioteca. El reaccionarismo de Gómez Dávila entronca con el pensamiento antimoderno de Joseph de Maistre, pero también, a contrapelo, con la precisión quirúrgica de las sentencias de Lichtenberg tan aceradamente como con la enloquecida álgebra del cuerpo que formuló el Marqués de Sade o la tersura inmoralista de Nietzsche.

Reconozco que los aforismos son un género que no pocas veces me provoca angustia. Cada aforismo logrado encierra un universo. Leer unos pocos aforismos suele dejar desorientado; leer muchos es jugar a la ruleta, a lo ruso, en una montaña. Como las grandes ciudades –Londres, París, Roma− están ya hechas para ser visitadas y no vividas, el lector de aforismos está siempre a un paso de ser el turista ocasional que, con bambas y en shorts, mira la Pietà de Miguel Ángel a través de su tablet.

La suerte de Gómez Dávila es su estilo tan tajante que corta como una catana la tontería, contra la que tanto arremete. Si Nietzsche filosofaba a martillazos, Gómez Dávila escribió a kenjutsu. Sus aforismos son movimientos marciales de un arte extinguido, a veces un tanto hieráticos, a veces divertimentos estilizados; siempre certeros e implacables.

En el prólogo antepuesto a los Escolios Franco Volpi desgrana en trece apartados, como el primer colegio apostólico, las trayectorias −estrellas surcando el ocaso− que forjan los aforismos de Gómez Dávila. En “Biblioterapia”, apenas un par de páginas, esboza las bases de una teoría de la lectura gomezdavilina. Me he quedado con ganas de saber más sobre su teoría de la crítica que ejercemos, tan a menudo, los resentidos de la literatura.

Si Gómez Dávila se dedicó, voluptuoso, a multiplicar los universos del aforismo, tal vez se debiera a que es un género que conjura la poesía abjurando de la prosa. Los críticos suelen apostatar de la poesía vengándose con la prosa. “El gran crítico es un moralista que se pasea entre libros”. No un huésped ni un inquilino, sino un invitado de buenos modales que conoce las distancias de un mundo heraciliteo, cuyo fuego es un logos único en perpetuo movimiento: “El crítico literario que no se contradice con frecuencia se equivoca”.

A Gómez Dávila es imposible seguirle el ritmo de ascensión a su Alta Eng(andina) particular. Apenas se divisan nuevas cotas, la circularidad de sus ataques en avance o en retroceso rompe la respiración del lector. En vena clásica Gómez Dávila puede anotar que “el crítico es el procurador del orden” y añadir, como una genealogista heráldico, que “el reaccionario tiene admiraciones, no modelos”. L’homme hônnete y la fronda legitimista: procurar el orden de las admiraciones es contradecirse con frecuencia.

Quizás en esta entrada, tan esquiva como hechizada, estoy tratando de depurar, de “enranciar”, las enseñanzas del maestro reaccionario a las que me resisto a asentir. Como un imperativo estético recibo que “hay que aprender a ser parcial sin ser injusto” esperando curarme de esa alucinación ilustrada que sostiene que la imparcialidad es justa. Así entiendo ese otro delicado consejo de que, como la venganza, “el escritor no debe olvidar que todo texto se come frío”. 

El hipócrita lector, mi semejante, se sirve su derrota, la inapropiable alteridad del texto verdadero, su incólume y críptica seriedad, con el caldo de sus emociones. En cambio, la frialdad sería una exigencia de selectos paladares ascéticos, capaces de sobrevivir a la mirada de Gorgona. Frente a frente, comulgan la distancia gélida, alpina, pura, de la esperanza.

Los críticos solemos tener un estómago tan estragado que “se pasean como perros fisgones entre las garras de los grandes escritores muertos”. ¿Acaso puedo aspirar a que “la crítica literaria incluye todo lo que al hombre inteligente le ocurre decir sobre un libro”? ¿No es empresa perdida de antemano con ese género tan escurridizo, tan proteico, tan taimado como el aforismo? Me consuela saber que “a lo más alto a lo que llega el hombre, no es a lo que hace. Es a lo que la imaginación estética lo ve hacer”.

Al final, el crítico, exhausto, debe abandonarse y confiar en ser llevado al paraíso de la imaginación. Allí le será dado sonreír ante la gloria de Dios, tan trascendente como inmediata.

El viaje por el texto claro de una inteligencia lúcida es el único placer perfecto.
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La literatura plantea los problemas del hombre en el idioma de la inteligencia y no en uno de los esperantos del intelecto.
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La literatura moderna: esa colosal empresa reaccionaria.
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No confundamos el pensamiento de la época moderna con el pensamiento en la época moderna. Ni la literatura, ni el arte.
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Cuando un pasado no perdura como inextinguible pasión de ciertas almas más vale incendiar pronto sus restos”.



Aquejado ahora de mal de altura, peregrino felizmente desorientado.