Vanitas,
Pieter Claesz (1630)
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Entre las discrepancias que mantengo con mi amigo
germanófilo es recurrente que nos mortifiquemos con un distendido y serio
reproche mutuo. Le suelo afear que todavía
crea en la verdad y en el diálogo para dirimir las disputas académicas y
laborales. Con su alma de «griego», casi socrático, contra toda evidencia
actual, se empeña en sostener que es posible, a través de la palabra, alcanzar
un acuerdo sobre el principio de realidad.
Él contraataca aludiendo a una inclinación «hebrea» que me hace constatar que los hombres no actúan equivocados, sino
que cometen la maldad que aborrece el Señor, del que han decidido prescindir,
sean creyentes o no, a veces con éxito, a menudo con resultados desastrosos.
Allí donde él observa ignorancia, a mí me escandaliza la idolatría. Ambos
acabamos abrazados, en melancólica y alegre camaradería.
De la querella entre Atenas y Jerusalén, como
cristiano, mi cabeza asiente a las razones de san Justino, con el corazón encendido
por los argumentos y los estilemas de Tertuliano. Del primero, samaritano, me
entusiasma la idea de que Sócrates o Heráclito “pudieron entrever la realidad
gracias a las semillas del Verbo en ellos ingénitas” y hasta pudiera ser que, a
causa de mantener erguida una formación humanista derrotada, tenga
interiorizado que “Sócrates hizo lo mismo que Cristo realizó por su propia
virtud”.
Sin embargo, cada vez me exalta más, apesadumbrado,
la inquietante pregunta del cartaginense: “¿qué hay de común entre el filósofo
y el cristiano, entre el discípulo de Grecia y el discípulo del Cielo?”. ¿No
será acaso que la tentación de “un cristianismo aguado con estoicismo,
platonismo y dialéctica” reaparece una y otra vez bajo los ropajes gnósticos
que confunden “inculturación” con “encarnación” o “sincretismo” con
“redención”?
En el siglo XX han sido los pensadores judíos quienes
han reflexionado más aceradamente sobre esta aporía que ha esculpido, hasta extremos de tensión inhumana, el rostro de Europa y que, abandonada a su suerte, lo está viendo desfigurarse a enorme velocidad. Desde la filosofía política es inevitable
recurrir al ambiguo pacto que Leo Strauss se vio obligado a sellar con la muerte de Sócrates. Es el suyo el inexorable pago derivado de la investigación
de la República platónica.
A fin de repensar el exilio que toda inteligencia,
judía o platónica, ha debido emprender a lo largo de 2500 años, está recobrando
secreta fuerza la mirada aquilina de Lev Shestov que insistió en que Jerusalén
desafía toda la necesidad de la ciencia con la afirmación milagrosa de la
libertad humana. En los capítulos oscuros y deslumbrantes que George Steiner
ha dedicado en Pasión intacta (1992) a las
dos noches primaverales que fundaron nuestra cultura -la del Simposio y la de
la Última Cena- he descubierto no pocas
de las intimaciones de este debate.
Comoquiera que sigo guardando en mi memoria la
lectura del capítulo primero de Mímesis (1946) de
Erich Auerbach como la lección original -y narrativa- que recibí sobre
el alcance de los presupuestos estéticos y morales de la tensión entre Atenas y
Jerusalén, entre el hogar de Itaca y el monte Moria, intentaré trazar, humilde
discípulo, stilnovista, algunas de las razones de mi inclinación semítica
comparando la obra de dos poetas de la Antigüedad, Teognis de Mégara
y Qohélet.
De ambos autores poco se sabe. De los dos libros de elegías de Teognis, que constan de poco más de 1300 versos en dísticos, existen
dudas razonables sobre una atribución exclusiva a su autor, un noble dórico conservador,
desengañado por el triunfo de la democracia. Aunque vivió en el siglo VI a. C.,
la forma actual de su obra se completó un siglo más tarde.
Sobre la identidad de Qohélet, “el Predicador” según la traducción interesada y anacrónica de Lutero, los debates han sido mucho más intensos. Descartada la autoría salomónica, dos teorías pugnan por fechar el libro sapiencial del Eclesiastés. Para algunos investigadores la obra fue compuesta en el periodo postexílico, en torno al siglo V a. C.. Para otros, la fecha debe avanzarse entre el siglo IV y II a. C. En juego está, decisiva, la afirmación o no de la huella helenística sobre una de las más famosas citas de nuestra cultura occidental: “Vanidad de vanidades; todo es vanidad”. O, como también se traduce, todo vaciedad.
Sobre la identidad de Qohélet, “el Predicador” según la traducción interesada y anacrónica de Lutero, los debates han sido mucho más intensos. Descartada la autoría salomónica, dos teorías pugnan por fechar el libro sapiencial del Eclesiastés. Para algunos investigadores la obra fue compuesta en el periodo postexílico, en torno al siglo V a. C.. Para otros, la fecha debe avanzarse entre el siglo IV y II a. C. En juego está, decisiva, la afirmación o no de la huella helenística sobre una de las más famosas citas de nuestra cultura occidental: “Vanidad de vanidades; todo es vanidad”. O, como también se traduce, todo vaciedad.
Sin entrar en una polémica académica que apenas
conozco, me atrevo a subrayar dos aspectos que, de un modo u otro, están detrás del stilnovismo claravalense con el que no pocas de mis entradas han caracterizado la búsqueda intelectual y poética de este blog. Mucho se ha discutido sobre si
en Qohélet se pueden descubrir o no rasgos de las escuelas epicúrea, escéptica
o cínica.
Sospecho que a quienes se aventuran por esta intrincada selva les impulsa indirectamente un presupuesto iluminista, hondamente arraigado en nuestro imaginario humanista, el cual podría formularse de la siguiente manera: cuando la luz de Jerusalén alumbra de verdad, ha sido atizada por el fuego de Atenas. Conectado con este asunto fundamental, tampoco puedo evitar preguntarme por una cuestión literaria, desde un ángulo más teórico que histórico. ¿Hasta qué punto el género sapiencial bíblico es elegíaco y, al revés, en qué medida es posible descubrir en el lirismo elegíaco clásico unos principios de sabiduría?
Sospecho que a quienes se aventuran por esta intrincada selva les impulsa indirectamente un presupuesto iluminista, hondamente arraigado en nuestro imaginario humanista, el cual podría formularse de la siguiente manera: cuando la luz de Jerusalén alumbra de verdad, ha sido atizada por el fuego de Atenas. Conectado con este asunto fundamental, tampoco puedo evitar preguntarme por una cuestión literaria, desde un ángulo más teórico que histórico. ¿Hasta qué punto el género sapiencial bíblico es elegíaco y, al revés, en qué medida es posible descubrir en el lirismo elegíaco clásico unos principios de sabiduría?
Tal vez Teognis y Qohélet guarden, crípticas y
deslumbrantes, algunas respuestas provisionales. Releyéndolos con insistencia,
me ha acabado asaltando la duda de si las alusiones al pesimismo y al nihilismo
de uno y del otro -y a los esfuerzos por invertir su valoración- no sustraen la
intuición más arriesgada y entrevista de su enseñanza. Sobre la
desesperación de Teognis festeja una funesta alegría muy pagana. Bajo la
tristeza de Qohélet alienta una original (des)esperanza bíblica.
El propio concepto de circularidad de la vida humana
que anida en la poética de ambos autores contiene algo simbólicamente irreductible:
cósmico en uno; existencial en el otro. Para Teognis “cada cual tiene una
desgracia distinta, y ningún hombre a quien contempla el sol es completamente
feliz”, de modo que “me divierto gozando de la juventud; pues por largo tiempo
yaceré debajo de la tierra, como una piedra muda, una vez que haya perdido la
vida, y abandonaré la amada luz del sol; y, aunque sea distinguido, ninguna
cosa veré ya”. Teognis invita a beber y a gozar con la mueca de la derrota bien
grabada en la carne. La maldad y la injusticia enseñorean nuestra vida; quizás
baste oponerles una fracasada resistencia íntima como expresión de nuestra dignidad ciudadana.
Quohélet alcanza a comprender que “el único bien del
hombre es disfrutar y pasarlo bien en la vida” porque, previamente, ha
descubierto que “en realidad, nadie se acordará jamás del necio ni del sabio,
ya que en los años venideros todo se olvidará. ¡Tanto el sabio como el necio
morirán! Y así aborrecí la vida, pues encontré malo todo lo que se hace bajo el
sol; que todo es vanidad y caza de viento”. De este modo, la perspectiva de Qohélet
radicaliza y desestabiliza hasta la constatación de Teognis sobre la fugaz
provisionalidad de cualquiera de nuestras constitutivas relaciones politeicas que el admirado Gregorio Luri
define en función de los ecosistemas políticos concretos en los que es necesario que la
vida humana se desenvuelva. Sólo así, a juicio de Qohélet, sería posible zafarse
de la aporía angustiosa de nuestra existencia. En medio de de sus fatigas es
preciso que el hombre coma, beba y se regale porque en esta vanidad brilla el
don de Dios: “Comprendí que todo lo que hizo Dios durará por siempre: nada se
puede añadir ni restar. Y así hace Dios que lo teman”.
"Zeus querido, asombrado me tienes. Pues tú a todos
gobiernas con gloria y enorme poder personal.
Bien conoces la mente y el ánimo de uno y otro hombre,
tuyo es el dominio supremo de todas las cosas, oh rey.
¿Cómo, entonces, oh Crónida, decide tu mente otorgar
un mismo destino a los hombres malvados y al justo,
tanto si el ánimo humano se goza en lo recto, o bien
al exceso se da, cumpliendo los hombres injustas acciones?
¿Nada ha dejado el destino prescrito a los hombres,
ni siquiera un camino a seguir que agradara a los dioses?".
(Teognis de Mégara, Elegías I, vv. 378-387)
"Anda, come tu pan con alegría y bebe contento tu vino, porque Dios ha aceptado ya tus obras. Lleva siempre vestidos blancos, y no falte el perfume en tu cabeza, disfruta de la vida con la mujer que amas, mientras dure esta vana existencia que te ha sido concedida bajo el sol. Esa es tu parte en la vida y en los afanes con que te afanas bajo el sol. Todo lo que esté a tu alcance, hazlo mientras puedas, pues no hay conocer ni saber en el Abismo adonde te encaminas".
(Ecl. 9, 7-10)
A punto de entrar en la abismal semana de Jerusalén, Atenas (o Mégara) sigue cuestionando el destino del Hombre. ¡Hosanna!
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