Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.
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viernes, 7 de abril de 2017

Viernes de Dolores.



El Calvario de El Escorial,
Roger van der Weyden (c. 1460)

El sentido asturbritánico de las costumbres obligaba en mi familia paterna a celebrar el santo de mi abuela el Viernes de Dolores y el de mí tía el Sábado de Gloria. En nuestro sano juicio nadie ponía en cuestión que la Iglesia pudiese mover las celebraciones litúrgicas a una fecha fija del calendario. A la pulsión jurídica y racional de los experimentos romanos mi familia no oponía ningún sentimentalismo piadoso, del que siempre desconfiaba, sino el decoro de la buena educación que requiere, con la facilidad que proporciona la práctica continua, renovar cada acto a su debido tiempo. Como era el uno día de abstinencia y el otro de silencio litúrgico, bastaba una felicitación que aplazase a cualquier otro encuentro la excusa de celebrar ambas onomásticas.

martes, 21 de marzo de 2017

Las sandalias del Bautista.



San Juan Bautista,
Jacopo del Sellaio (1485)

“… qui autem post me venturus est fortior me est, cuius non sum dignus calceamenta portare…” (Mt. 3, 11).

A N. P., en Poblet

Durante años me apliqué, con pasión, a la meditación discursiva y con imágenes. He creído siempre que en el principio no hubo silencio. Tengo la paradójica certeza de que el silencio fue creado por la Palabra que ordenó el caos de ruidos en que se extendía la nada primordial, haciendo posible aquella escucha que, en el intervalo que formó la primera respiración, llama a Ser. Con la ayuda de los Padres del Desierto, jamás he acabado de comprender esa serena ansiedad que confunde combatir las distracciones que suelen atormentar las imaginaciones inquietas y reflexivas con vaciar la mente de pensamientos. La contemplación dichosa, que opera íntimamente fuera de nuestras fuerzas, trasciende toda quietud.

martes, 10 de enero de 2017

Los sueños de san José.



El sueño de san José,
Georges de La Tour (1640)

Haec autem eo cogitante, ecce angelus Domini in somnis apparuit ei dicens…(Mt. 1, 20)

Con el P. Manuel Matos, S. J., comencé a aprender a leer la Biblia durante aquellos cortos retiros cuaresmales de fin de semana universitario. Posconciliar, el suyo seguía siendo el método ignaciano en un grado de pureza del que sensatamente debería haberme protegido. Con tres charlas de media hora tenía tiempo para lanzarme solo al pinar a meditar cuatro horas durante las que daba rienda suelta ante las Escrituras a mis fantasías, deseos y pánicos juveniles. Después el P. Matos intentaba sujetarlos con los tres binarios y los tres tiempos para hacer elección

A trompicones se forjó así, a contracorriente y en el fuego abrasador de la realidad, mi vocación de peregrino. Tan carente de maestros como buena parte de mi generación (a cambio de haber sufrido innumerables tutores, directores, jefes…), uno empieza a perdonar los olvidos de las figuras paternas cuando descubre lo difícil que será que tus hijos te perdonen, con sus errores, los que uno, dolorosos, suele perdonarse a la ligera. Estas líneas no son, pues, el recuerdo de un olvido, sino, liberador, su olvido.

martes, 2 de febrero de 2016

Meditación de la memoria.



Cristo, Varón de Dolores,
Luis de Morales (1566)

Hace un par de meses regresé, como un relámpago, a Madrid. Compruebo que la ciudad de mi infancia y de mi juventud se va alejando cada vez más a medida que comparo sus huellas con las de mi memoria. Estoy cierto que la maravilla urbana es su constitución proteica que replica las metamorfosis del recuerdo. Como en un plano, la arqueología del olvido, física y emocional, excava en una tierra perpetuamente removida.

martes, 25 de agosto de 2015

El palimpsesto religioso, entre José Gutiérrez Solana y Joan Llimona.



Tornant del tros,
Joan Llimona (1896)

Hace apenas unos años los expertos descubrieron que, bajo la pintura de La tertulia del Café del Pombo (1920), de José Gutiérrez Solana (1886-1945), permanecía sepultado un cuadro de tema religioso que su autor, tan poco inclinado a este tipo de motivos, habría dejado abandonado. En él se representaba -¿espectral?- un altar, con una hornacina al fondo, a cuyos pies se encontraba postrada una figura humana. Se han propuesto varias interpretaciones para explicar las razones de la reutilización de este material, pero todas ellas se han visto obligadas a reconocer que carecen de apoyo documental que pueda confirmarlas.

martes, 7 de julio de 2015

Rogier van der Weyden, cartujo.



Tríptico de los Siete Sacramentos,
Rogier Van der Weyden (1445-1450)

Hace unos meses acudí a ver la fantástica exposición sobre Rogier van der Weyden (1400-1464) en el Museo del Prado. Me planté a primera hora para poder ver los cuadros sin tropezarme con esos grupos que, como galeones a la deriva, cruzan los museos de un extremo a otro para detenerse a oír las explicaciones divulgativas de sus guías delante sólo de determinadas obras. Por suerte, antes de que comenzaran a navegar por las salas, pude demorarme en la contemplación de El Calvario (1454), la joya de la exposición situada estratégicamente al final del itinerario. Llegué allí, sin embargo, con la mirada atrapada por el Tríptico de los Siete Sacramentos (1445-1450).

martes, 17 de febrero de 2015

Meditación de la mirada.



La tentación de santo Tomás,
Diego de Velázquez (1631)

Recomendada por Ángel Ruiz, acudí hace un par de meses a la exposición “a Su imagen” en el Centro Cultural de la Plaza Colón de Madrid. Entre cuadros excelentes de Rubens, Juan de Juanes (que he redescubierto) o El Greco, una de las joyas más valiosas que se exponían era “La tentación de santo Tomás de Aquino” de Diego de Velázquez (1599-1660). Hasta el siglo XX este cuadro se atribuyó a un discípulo del maestro sevillano, Nicolás de Villacis, e incluso a Alonso Cano. Pintado en 1631, a la vuelta de su viaje a Italia, Velázquez trata en él un tema muy poco frecuente en su obra: la vida de santos.

martes, 16 de septiembre de 2014

La galería mística de Cavalcanti.




Las Meninas,
Diego de Velázquez (1656)


Suelo detestar, porque me fascinan, los recursos autorreferenciales que la literatura contemporánea ha explotado hasta el paroxismo, copiando una y otra vez, y degradando platónicamente, la época barroca. Después de Las Meninas cualquier intento de evidenciar el proceso de creación está abocado al plagio. Amar la tradición, en cambio, es lo único digno que la bancarrota humanista aún no ha puesto en concurso de acreedores, aunque ya vayan apretando las tuercas los metapedagogos. Entre gozarla y prostituirla a la (pos)modernidad siempre le ha atraído más la pose canalla del proxeneta. Admito que sólo una honestidad estética como la de Toulouse Lautrec, o de Baudelaire, redimió momentáneamente al uno y a la otra. Aún así, no me rindo a su extinción.

Tras la entrada anunciando mi peregrinación, vuelvo a incurrir en ese vicio solitario y a la vez público de seguir la trama de mi identidad poética. En la galería artística con que he ido encabezando las reflexiones de este blog cavalcantesco he deseado explorar no tanto la ilustración –término temible- de un tema, sino la fuerza seminal que contiene y que apenas sé desarrollar sino reflejándolas en las imágenes que genera la escritura. A posteriori, me esfuerzo en remontarlas, mediante una anamnesis irónica y (relativamente) azarosa, a reproducciones pixeladas de una calidad decente. Como parodia junguiana, en ellas cristalizan arquetipos de mi inconsciente.

Como no puedo a mi pesar dejar de leer a Platón –Sócrates me parece el más peligroso de los sofistas: busca la verdad en el silencio de su daimon interior−, debo acordar con Gregrorio Luri, en un libro hermoso y discutible, El proceso de Sócrates (1998), que la tensión erótica de la mirada “imposibilita el nihilismo hermenéutico, es decir, la disgregación del alma en una pluralidad subjetiva de vivencias”. El otro –el cuadro, la sonata, el poema: el ser humano−, al ser amado, centra el yo y lo abre a la pregunta sobre la verdad.

Por ello, la mayoría de mis entradas están encabezadas por una pintura famosa y se cierran con una cita larga. En el fondo, la glosa final procura sin apenas éxito superar el hierático vagabundeo de mi estilo. Reconoce, exhausta, su impotencia ante las palabras fijadas en el orden de su maravilla entrecomillada. Como un monje que caligrafía, inclinado sobre un scriptorium digital, ante la gramática entrevista del ser, dejo en sus bordes las interjecciones de la admiración y del amor. No basta con escuchar en el silencio del corazón la forma que dibuja la alteridad. Hay que atender la cesura del silencio, la voz más allá de todo eco. ¿Acaso mirada agápica?

Supongo que tendrá lecturas psicoanalíticas el hecho de que, recorriendo las imágenes de mis entradas, he seleccionado diez mediante el método de la asociación azarosa. Obviamente el resultado no ha sido, en absoluto, casual. Se unen desdoblándose los estilos. Los siglos clásicos, el XVI y el XVIII, no me representan ya. Apenas el barroquismo. Advierto la añoranza de la liturgia en el desierto de los sentidos: lo fantástico del realismo que rebosa en la lírica seriedad de la esperanza escatológica. Una pizca de pesimismo antropológico –la economía de la salvación dinamiza la naturaleza caída− me recuerda que, más que la Jerusalén celestial, añoro el tiempo todavía incumplido de la Segunda Venida.

Contemplo así el atardecer en la playa de Santiago de la Rivera desde la distancia luminosa del mar. Como una amenaza latente, en plena luz revolotean, a mis espaldas, sobre el campo de trigo los cuervos de la sospecha. Febrero, en cambio, es el mes de la soledad, de la muerte. Su realismo, si no es metafísico, acaba ocultando entre los castillos de la memoria los cadáveres de mis maniquíes. Es preciso deshacer las formas, regresar a la mañana después del diluvio, para encaminarse al exilio de la única patria imaginaria de un güelfo: Roma. Si Cavalcanti no quiere perderse por el bosque de sus baladas debe seguir la senda ojival de Claraval. ¿Qué otra misión puede calmar su sed que no sea el abrazo de la oración? Contemplar la resurrección de la carne: nacimiento y juicio de la nueva tierra.

Por tanto, en este camino el entrar en camino es dejar su camino, o por mejor decir, es pasar el término; y dejar su modo es entrar en lo que no tiene modo, que es Dios; porque el alma que a este estado llega, ya no tiene modos ni maneras, ni menos se ase ni puede asir a ellos. Digo modos de entender, ni de gustar, ni de sentir, aunque en sí encierra todos los modos, al modo del que no tiene nada, que lo tiene todo; porque, teniendo ánimo para pasar de su limitado natural interior y exteriormente, entra en límite sobrenatural que no tiene modo alguno, teniendo en sustancia todos los modos. De donde el venir de aquí es el salir de allí, y de aquí y de allí saliendo de sí muy lejos, de eso bajo para esto sobre todo alto”
(San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo).

Contradiciéndome, oxímoron de la fe, busco ser mirado en la palabra del Otro, verdad mía.


martes, 18 de febrero de 2014

Joaquim Vancells, ¿modernista?



Febrer (1891),
Joaquim Vancells


Con sorna, mi abuelo solía decir que, por línea materna, me había correspondido en herencia “estar tocat de l’art”. A partir de la locución catalana “estar tocat del bolet”, observaba en mi comportamiento síntomas de haber ingerido en exceso sustancias alucinógenas como poemas, sonatas o cuadros. El diagnóstico tenía una base genética en el pintor Joaquim Vancells i Vieta (1866-1942), artista burgués y católico; un catalán de la vieja escuela extinguida.

Me he pasado una mañana en la Biblioteca de Cataluña hojeando los catálogos de sus últimas retrospectivas, una del año 1987 y otra de 2002. Pintor más que notable, fue amigo de escritores como Joan Maragall o Santiago Rusiñol, de músicos como Enrique Granados –que le dedicó la Tercera danza española− y de pintores como Ramon Casas. Todos ellos frecuentaban la tertulia de su taller a finales del siglo XIX.

Iniciado en el modernismo, se dio a conocer públicamente, junto con Alexandre de Riquer y otros jóvenes, en la Sala Parès de Barcelona en 1891. Uno de sus cuadros más reconocidos, Febrer, también de 1891, propiedad actualmente del MNAC, sintetiza muy bien la estética que le animaba en su primera etapa. En ella, según Jordi A. Carbonell, “adaptaría en su pintura el naturalismo gris, de corte urbano, del modernismo al paisajismo catalán de raíz vayrediana y, en definitiva, barbinzoniana. Describía el mundo rural y de montaña con un espíritu objetivista, pero en nada falto de poesía”.

Dinamizador cultural en Tarrasa, fundó con los hermanos Llimona, Enric Galwey, Dionís Baixeras y otros el Cercle Artístic de Sant Lluc (1893) a través del que se proponían crear un arte de fondo cristiano sin renunciar a las exigencias modernas. Mn. Torras i Bages, que acababa de publicar La tradició catalana (1892) y de participar en la formulación de las Bases de Manresa, fue nombrado consiliario. ¿Es posible imaginar aquel catalanismo capaz de entronizar en sus exposiciones un Sagrat Cor pintado en comandita por Llimona y Vancells y de evitar cualquier desnudo femenino? El modernista Rusiñol y los Quatre Gats debieron sentirse horrorizados ante aquella vuelta de tuerca bienpensante, no sólo estética y religiosa sino también política.

Riquer dio a conocer a su amigo Vancells el prerrafaelismo y el paisajismo inglés de la escuela de Turner. A causa de esta anglofilia, al egarense le costó aceptar el significado del impresionismo. Como miembro del Jurat de Recompenses de la V Exposició de Belles Arts de Barcelona cometió un error del que, honestamente, se arrepentiría públicamente después. Logró que se desechase la compra de cuadros de los mejores impresionistas franceses. Cuando se quiso reparar el desaguisado, era ya demasiado tarde.

Los ecos de esta polémica así como la incomprensión de su evolución pictórica, cada vez más inclinada hacia el realismo a medida que avanzaban las dos primeras décadas del nuevo siglo, le obligaron a una suerte de esquizofrenia creadora. De un lado, por razones económicas, repetía una y otra vez, a precio pactado, los paisajes que le habían dado renombre en el circuito comercial (“països pel burgès” solía definirlos). Por otra parte, continuaba su trayectoria personal que tan bien definiera en un libro de los años 50 su sobrino, también pintor, Rafael Benet.

Garbes amb la ciutat al fons (1920)
Sus cuadros de garberas muestran un mundo rural ambiguamente estetizado. Consciente de que la ciudad, con sus chimeneas textiles, producía sus riquezas, aquella satisfecha burguesía conservadora no se conformaba con que fuese un enclave civilizado. De algún modo vago, percibía en ella una amenaza de la luminosidad de su amado Vallès. Los jardines domésticos, íntimos, les aseguraban un consuelo ucrónico.

Me maravilla la mirada de Vancells. No es una mirada genial; es una mirada atenta. El detalle no le interesa tanto como captar el ambiente que lo matiza hasta hacerlo imprescindible. El jardín de su casa, los bosques que la rodeaban, fueron el refugio de su pintura. Ni el aire, ni la luz, ni sus nieblas son extraordinarios. Es el gesto de su dibujo, el instante, siempre derrotado, de su nostalgia, el que traza, en la ausencia de figuras humanas, la intensidad de una belleza tan inmediata que hasta se escapa a la contemplación. Es el suyo un realismo metafísico, fruto de una aurea mediocritas burguesa. Marc Molins explicaba así su última etapa:

“La relación entre espacios dibujados y espacios en blanco también es significativa: sugiere formas que no dibuja, intensificando ligeramente las sombras de las partes planas. Define por contraste. Es un tipo de dibujo que me atrevería a calificar de moderno: decir el máximo con un mínimo de recursos. Y ya no se trata de representar la realidad sino de significarla, señalar el mundo y ya está”.

Tras presidir su última comida de Navidad gravemente enfermo, el tío Vancells se retiró al lecho. Viendo que el médico preparaba una inyección, se dirigió a sus hijos: “No és el doctor el que vull. Vull el Viàtic!”. Tocado del arte, significó su pequeño mundo. I prou!