Tríptico de los Siete Sacramentos, Rogier Van der Weyden (1445-1450) |
Hace unos meses acudí a ver la fantástica exposición sobre Rogier van der Weyden
(1400-1464) en el Museo del Prado. Me planté a primera hora para poder ver los
cuadros sin tropezarme con esos grupos que, como galeones a la deriva, cruzan
los museos de un extremo a otro para detenerse a oír las explicaciones
divulgativas de sus guías delante sólo de determinadas obras. Por suerte, antes
de que comenzaran a navegar por las salas, pude demorarme en la contemplación
de El Calvario (1454), la joya de la
exposición situada estratégicamente al final del itinerario. Llegué allí, sin
embargo, con la mirada atrapada por el Tríptico
de los Siete Sacramentos (1445-1450).
Tal vez diga un disparate. Mientras, observante y absorto, miraba
las pinturas de van der Weyden, sentí que no podía ser simplemente casualidad
histórica o autobiográfica que la Cartuja fuese la orden con la que su obra mantuviese una singular relación de calidad artística. Es sabido que Cornelius, su hijo
mayor, ingresó a mediados de los años cuarenta en la Cartuja de Herne, a la que
van der Weyden donaría un retrato de santa Catalina. Mientras que Juan II de
Castilla hacía lo propio con el Tríptico
de la Virgen, llamado Tríptico de «Miraflores» por la Cartuja en que se conservó hasta que fuera expoliada en el siglo XIX por el ocupante francés, también la Cartuja
de Scheut recibió del mismo Van der Weyden, unos años más tarde, la
donación de El Calvario que en el siglo XVI adquirió Felipe II para El Escorial.
Algunas de las obras cumbres de nuestro pintor flamenco, tan
gótico, tan estilizado, habrían sido destinadas, pues, a la contemplación
silenciosa y apartada. La vida del monje, fundada en la separación del mundo,
se sostiene en la guarda de la celda y en la soledad del corazón. En su
eremitorio, la comunidad cartuja, en el ritmo de la liturgia y del trabajo, aspira
a ser, como iglesia, un solo cuerpo con su cabeza: por la muerte al mundo
resucita a la Vida plena de Jesucristo.
El Calvario, Rogier van der Weyden (1454) |
¿Podemos seguir bebiendo de la espiritualidad cartuja en el
desértico ruido de nuestras ocupaciones mundanas? La «desproporción» del Tríptico de los Siete Sacramentos me
obliga a seguir aprendiendo de la verdad intensa, desmedida, que alumbra,
intelectual y espiritualmente, la visión
del artista genuino.
El centro desbordado es el Cristo elevado “para que todo el
que cree en Él tenga vida eterna” (Jn 3, 15). Sus brazos extendidos son la cimbra perpetua del
edificio de la Iglesia. De Él brotan y en Él encuentran su plenitud todos los
sacramentos, religando el camino del homo
viator a su origen y a su fin: Dios mismo.
La coralidad de los sacramentos afianza el movimiento, más delicado que en la pintura anterior, de los personajes evangélicos que aparecen en la tabla central. María la Madre cae desmadejada en los brazos familiares de Juan. La figura fememina más joven, apartando la vista, contrasta con la María Magdalena del Descendimiento, identificada allí en su gesto con el abandono de Cristo. Son las otras dos Marías las que me llaman la atención. De acuerdo con Mt 27, 55-56, además de María Magdalena, asisten a la sepultura de Jesús María, la madre de Santiago el Menor, y María Salomé, madre de los Zebedeos, pero en Jn 19, 25 junto a la Cruz se encuentran la Virgen María y María la de Cleofás, hermana de María. La exégesis no se pone de acuerdo -como siempre- en si Salomé y la de Cleofás son la misma persona.
¿Quién sostiene a la Madre? ¿Es éste un enigma o es un detalle sin importancia? El color de las vestiduras de los personajes coincide en un alto grado entre el Descendimiento y el Tríptico de los Siete Sacramentos. La tercera María, que había llorado en un extremo con una inclinación de cabeza en el Descendimiento igual a la que mantendría después la Virgen en El Calvario, podría ser o la madre de un apóstol o la "hermana" (άδελφή) de María. Si fuese el último caso, en el Tríptico María la de Cleofás sostendría delicadamente la mano de su parienta, como en el Descendimiento habría intentado impedir que cayese al suelo. O, en cambio, como es habitual identificarla, la única figura que mira hacia la Cruz, ¿representa la fe de Salomé, aquella que pidió para sus hijos sentarse a la derecha y a la izquierda del trono de la Gloria? Estos encabalgamientos icónicos de los detalles mencionados por los evangelios de Mateo y de Juan en el arte de Van der Weyden obligan a seguir meditando sus telas, dejándose anegar por la fuerza recrecida de un sentido espiritual que, no por lejano, es menos actual.
“En el silencio y sosiego se perfecciona el ánima devota y aprende los secretos de las escrituras. Allí halla arroyos de lágrimas con que se lave todas las noches, para que sea tanto más familiar a su Hacedor, cuanto más se desviare del tumulto del siglo. Pues así el que se aparta de amigos y conocidos será más cerca de Dios y de sus ángeles. Mejor es esconderse y cuidar de sí, que con descuido propio hacer milagros […].
Con dos alas se levanta el hombre de lo terreno, que son: simplicidad y puridad. La simplicidad ha de estar en la intención y la puridad en la afección. La simplicidad pone los ojos en Dios; la puridad le abraza y le gusta. Ninguna buena obra te impedirá, si de dentro fueres libre de todo desordenado deseo. Si no piensas ni buscas sino el buen contentamiento de Dios y provecho del próximo, gozarás de una interior libertad. Si fuese tu corazón recto, a la hora sería toda criatura espejo de vida y libro de santa doctrina”.
(Tomás Kempis, De la Imitación de Cristo, traducción de fray Luis de Granada)
Al fondo del cuadro de van der Weyden, un clérigo eleva,
escondido, en nombre de quienes lo atisban, un canto de alabanza al Lector de toda
obra. Así querría que también fuesen leídas estas palabras: como los restos de
una oración que se esconde y cuida de sí con corazón recto.
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