Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.
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martes, 18 de diciembre de 2018

Stavroguin y el príncipe Hal.



Demonio sentado en el jardín,
Mikhail Vrúbel (1890)

Comoquiera que el imaginado cosmos cultural que, sin añoranzas, he amado sigue derrumbándose ante la lenta y displicente indiferencia de sus saqueadores, últimamente me he propuesto no dejar de emprender una nueva lectura de Fiodor Dostoievski (1821-1881) al comenzar cada curso. 

martes, 27 de noviembre de 2018

Dante, Pound, Cavalcanti y su lector.



The first anniversary of the death of Beatrice,
Dante Gabriel Rossetti (1853)

Es lugar común traer a la memoria -y a la conversación amistosa- aquellas lecturas aque acompañan sin desfallecer, semiborradas, incombustibles, la propia formación sentimental. Me es imposible disociar su recuerdo adolescente de la historia íntima de los volúmenes que ahora despliego sobre mi mesa.

viernes, 8 de diciembre de 2017

La religión de Thomas Browne.



El alquimista,
David Teniers el Viejo (1640)

Hace unos meses Ander Mayora me sugería la lectura de Religio medici (1642) del médico inglés Thomas Browne (1605-1682). He ido retrasándola -mejor dicho, sincopándola- por diversas razones íntimas. Como hemos acabado la octava en la memoria de los mártires ingleses, ha llegado el momento de que me enfrente a una obra rara, en toda la amplitud del término. De algún modo secreto, como si sus páginas presumiesen las consecuencias de su alquímica melancolía, percibo en ellas un pórtico flemático a las tensiones revolucionarias de las guerras de religión de la época. ¿Son capaces, todavía, de atraer la acusación de papistas como de ser incluidas en el Índice?

martes, 20 de diciembre de 2016

La melancolía religiosa de Robert Burton.



Melancolia,
Giovanni Bellini (1489)

Es de buen tono entre los anglófilos citar la Anatomía de la melancolía (1ª ed. 1621) de Robert Burton (1577-1640) como uno de esos exquisitos volúmenes que nos consuelan de la derrota permanente en que parece consistir la vida. Germánico, Walter Benjamin observaba que, “donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, el ángel de la historia ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies”. Empirista como buen inglés, del vendaval del progreso Burton se protegió con serena dignidad oponiendo a un mundo, en que las jerarquías del orden cósmico medieval se iban derrumbando, una escritura férreamente desatada, inacabable, que sigue retrasando -y prolongando- la espera inevitable. Como sentencia con brevedad estoica Ignacio Peyró, toda la riqueza anatómica de la obra de Burton “sabe que hablar de la melancolía es hablar -irremediablemente- de los adentros del hombre”.

martes, 23 de febrero de 2016

William Shakespeare, filósofo.



¿William Shakespeare?,
Grafton Portrait (1588)

Mi heterónimo, desvergonzado, se ha propuesto impartir una asignatura sobre William Shakespeare, aprovechando la excusa, que tanto detesta, de la efeméride de su muerte (1564-1616). No se atrevería a “enseñar” Cervantes, pero, puesto que no domina ni la lengua ni la cultura inglesa, se siente más cómodo para ejercer, ¿irresponsablemente?, esa vocación transversal que hace girar los ojos de satisfacción a los pedagogos, quizás con el único fin de que queden atrapados en el revés de su retina.

martes, 1 de diciembre de 2015

Edmund Campion, orador mártir.



The English and Welsh Martyrs,
Daphne Pollen (1970)

Es tradición de este blog celebrar la memoria de los mártires jesuitas ingleses a principios de diciembre. Hoy, aniversario del martirio de san Edmundo Campion S. J. (1540-1581), con más motivo me siento a escuchar el Agnus Dei de la Misa a cuatro voces (1591) de William Byrd. Me detengo, estremecido, en el grito de las notas de petición “Dona nobis pacem”.


martes, 10 de noviembre de 2015

La Cartuja ausente.



Monasterio cartujo cabe Roma,
Karol Telepy (1858)

Hace un par de semanas hube de participar con una ponencia en un Congreso sobre la Cartuja. Rompía así con una decisión que había tomado unos cuantos años atrás. La organización de este tipo de actos, en el mundo de las humanidades y de las ciencias sociales (con perdón), es ya, sin tapujos, un gran fraude aceptado como tal por la “comunidad académica”, si así puede todavía llamársela.

martes, 19 de mayo de 2015

Sir Thomas More, ora pro nobis.



Sir Thomas More with his daughter,
John Rogers Herbert (1844)

“Ningún cuerpo está tan plenamente configurado por el alma como la letra de la Sagrada Escritura está permeada de misterios espirituales”. En estas palabras de La agonía de Cristo, el último libro escrito por Tomás Moro (1478-1535) durante su prisión en la Torre de Londres, refulge dramáticamente la espiritualidad humanista de su autor. Con aquella definición sintetizaba, en la mejor tradición de los Santos Padres, los fundamentos del método exegético-alegórico, mientras se entregaba, en continuidad con la devotio modernaa una profunda meditación sobre el inicio de la Pasión de Jesucristo.

martes, 5 de mayo de 2015

Joan Maragall (y W. H. Auden) ante la Palabra.



L'esposa,
Joan Llimona (1906)

Ojeando entre libros me he puesto a leer “Las palabras y la Palabra”, la última de las conferencias que el poeta anglonorteamericano W. H. Auden (1907-1973) dedicó en 1967 a la memoria de T.S. Eliot −quién sabe hasta qué punto su reverso biográfico y estético− en la Universidad de Kent.

martes, 2 de diciembre de 2014

Robert Southwell, poeta mártir.



Vanitas todavía viva,
Jan Lievens (1628)

Ayer, 1 de diciembre, se celebró la memoria de los mártires jesuitas ingleses. Hace un año recordaba en estas líneas aquel mundo recusante de la Inglaterra elisabetiana a través de la música de William Byrd, citando entre líneas la figura de san Roberto Southwell, S. J. (1561-1594). Hoy deseo retomar su singular personalidad, poética e histórica, porque su testimonio de fe arroja luz también sobre nuestra sombría época.

martes, 23 de septiembre de 2014

Thomas Becket, mártir eliotiano.



La muerte de Becket,
Lutrell's Psalter (1320-1340)

La poesía de T. S. Eliot me fascina con un punto de repulsión. En el medido vanguardismo de The Waste Land (1922) advierto una educada contención ante los lectores. El poeta no sólo controla sus emociones, sino que, horrorizado, se apresura a detener, si le es posible todavía, las reacciones excesivas de un público que podría avergonzarlo. En Four Quartets (1943) este efecto, ambiguo, sigue siendo magistral: memoria y lenguaje se funden en el lirismo de una inteligencia que se resiste a ser despojada de sus atributos helénicamente divinos. En un sentido paradójicamente platónico, la manía poética brota de la mirada teórica.

De modo soberano, Eliot poeta es ininteligible si se obvia su condición de crítico literario. Basta hojear las notas que añadió al final de su propia tierra baldía. Practicar la crítica es una manera de marcar la civilizada distancia que debería mediar entre el autor y su audiencia. La trillada anécdota de Ezra Pound pasando la podadera por su gran poema ha contribuido a alimentar ese mito eliotiano que tiene su correlato cronológico en la casi simultánea publicación de la colección de reseñas periodísticas The Sacred Wood (1921). En ellas Eliot planteaba temas centrales de toda su reflexión posterior que, como digo, aúna ensayo y obra creativa: la función de la crítica, la fuerza operativa de la tradición, la construcción de un canon occidental tras el Romanticismo y el programa de una cultura liberal, las líneas de intersección entre religión y literatura…

Bajo su preocupación por aquellos temas me llama la atención sus primeras escaramuzas alrededor del drama poético en ensayos como “Rhetoric and Drama” y, sobre todo, “The Possibility of a Poetic Drama”. En éste último, evitando entrar en si convenía más la prosa o el verso o si cabía valorar principalmente la oposición entre entretenimiento y estructura, Eliot sostenía que “lo esencial es poner en escena una precisa declaración de vida que es al mismo tiempo un punto de vista, un mundo –un mundo que la mente del autor ha sujetado a un completo proceso de simplificación”.

Es ya lugar común señalar los paralelismos entre las bases teóricas que Eliot planteó en “Dialogue On Dramatic Poetry” (1928) y la elaboración de su obra teatral Murder in the Cathedral (1935), que gira sobre el martirio de santo Tomás Becket (1118-1170). Tras releerla, sigo creyendo que sobre la idea formulada tan escuetamente antes de 1921 se apoya el universo teatral de una obra conscientemente fallida en sus propios presupuestos. En cierto sentido, es de una rotunda perfección técnica y de una férrea coherencia dramática, pero aun así tengo la impresión de que en ella Eliot se esfuerza por ocultar las contradicciones teológicas y estéticas del clasicismo anglocatólico de su credo poético.

Comprendo el entusiasmo de un teólogo tan fino como Louis Bouyer por el drama de Eliot, en el que encuentra una imagen fiel del sentido cristiano del martirio. Frente a la indiferencia estoica de los héroes de Corneille, Becket “se entrega a la muerte sin temblar pero no sin sufrimiento, sin frases declamatorias con que apartar lejos de sí el resto de la creación, sino al contrario con un impulso de amor que le lleva inseparablemente hacia sus hermanos y hacia el Padre”. Sí, reconozco en Eliot ese Becket que rechaza, en el primer acto, la tentación más sutil del martirio como camino para obtener, en una transubstanciación pagana, el poder, la gloria y el Reino en la memoria de los hombres. Y también lo reconozco en el Becket crístico del segundo acto cuando se adelanta a la muerte a favor de su rebaño. Pero, como decía Eliot crítico, lo que importa al final no es tanto el sacrificio individual sino “el mundo que la mente del autor ha sujetado a un completo proceso de simplificación”.

A Eliot le preocupaba destilar como estructura contemporánea del drama la síntesis entre el destino griego de Eurípides y el marco histórico del teatro elisabetiano, que hundía sus raíces en la representación de los Vicios medievales y en la dimensión litúrgica de los autos sacramentales. Se proponía dar con la fórmula alquímica del ánimo, del tono y de la situación dramática modernista. Pero era consciente de dos hechos. En primer lugar, entre drama y religión se da un hiato mimético: sacrificio y representación no coinciden exactamente. En segundo lugar, y este es su error, la liturgia sería antirrealista en la medida que sirve para reparar la escisión entre libertad y forma.

Entre el coro esquíleo y la fantasía shakespereana, Murder in the Cathedral es una High Mass anglicana: la representación de un misterio cuyas claves, sagradas, se han perdido estéticamente. La ruptura de la ilusión escénica por los cuatro caballeros al final de la obra para convencer al público de la dudosa legitimidad de su crimen, por más irónicas que puedan ser algunas de sus intervenciones, es definitivamente protestante. Donde el ausente rey Enrique encarna un Creso apolíneo –el Estado que domina la Iglesia− Becket opone los derechos ambiguos de una Antígona medieval. 

El Te Deum final, letánico, es una muestra de solemne impotencia con que Eliot desea revestir melancólicamente la pertinencia de una tradición evaporada. Así se entiende que el personaje de Tomás Becket intente consolar al coro. Al cumplirse el propósito de Dios, de todos aquellos sucesos quedará tan sólo un sueño que, al relatarse, cambiará: “Parecerán irreales. / La especie humana no puede soportar mucha realidad”. Si se fuera coherente, tras acabar la obra, un anglicano debería convertirse, apesadumbrado, al catolicismo romano.

“Doy mi vida
por la Ley de Dios sobre la Ley del Hombre.
¡Desatrancad la puerta! ¡Desatrancadla!
No triunfamos luchando, con estratagemas, o resistiéndonos,
ni luchamos contra las bestias como contra los hombres. Contra la bestia nos hemos enfrentado
y hemos vencido. Debemos sólo vencer
ahora, sufriendo. Ésta es la victoria más fácil.
Ahora es el triunfo de la Cruz, ahora
¡abrid la puerta! Lo ordeno. ¡Abrid la puerta!.

Entre ambas leyes, Becket, y More, eligieron, en cambio, el Espíritu.



martes, 29 de julio de 2014

La despedida de Mr. Newman.



Duccio di Buoninsegna ,
Commiato di Cristo dai discepoli (1308-1311)

Tengo ante mí la dedicatoria que mi amigo ateo estampó en una edición de segunda mano, de amplio margen y páginas doradas, de la King James’ Version con que me obsequió después de un largo viaje: “It stood still, but I could not discern the form thereof: an image before mine eyes, there was silence, and I heard a voice, saying” (Job 4, 15-16). Guardo ese ejemplar como otro de esos tesoros que aguzan mi oído a una musicalidad apenas perceptible sino al espíritu. El don extraño de la amistad resplandece con un fulgor cálido en la hora del páramo.

He estado leyendo la traducción del séptimo volumen de los Sermones parroquiales (Madrid, 2014) del beato John Henry Newman (1801-1890). El más famoso converso inglés reunió en él sermones dispersos a petición de un amigo suyo que quería publicarlos por su cuenta. La edición española añade el último sermón que, como anglicano, Newman predicó el 25 de septiembre de 1843. Después se retiró a su pequeña casa de Littlemore donde estudió y escribió pero sobre todo oró y ayunó, junto a algunos pocos discípulos, antes de dar el paso de “regresar” a la Iglesia Santa, Católica, Apostólica y Romana. Al tercer año, en 1845.

Es un sermón de una perfección técnica y de una belleza extraordinarias. Traducido como “Separarse de los amigos”, el original se titulaba “The Parting of Friends”. Como dijo Edward Pusey (1800-1882), que había presidido la celebración del servicio entre lágrimas, “it implied, rather than said, Farewell”. Los dos amigos se partieron, pero quién sabe hasta dónde se separaron.

Newman se despide de sus amigos haciendo vibrar los acordes más íntimos de su identificación cristológica con la liturgia de la última cena eucarística. Desde la primera frase refulge tan contenidamente esta unión que los oyentes, que asistieron al oficio como si fueran a un funeral, quedaron traspasados de emoción: “Cuando el Hijo del Hombre, el Primogénito de la Creación de Dios, llegó al anochecer de su vida mortal, se despidió de sus discípulos en un banquete”. Como Cristo, el predicador se reúne con los suyos en la hora sazonada, cumplida, triste, del adiós para celebrar la fiesta.

Newman supo entrelazar, con precisión exquisita, su situación personal y el motivo litúrgico de la ceremonia: el séptimo aniversario de la dedicación de la capilla de Littlemore. Cerca de las Témporas, el clérigo tractariano puntea la alegría de la cosecha con los temblores de un otoño que ya se anuncia. Construido sobre el modelo joánico del discurso de despedida, este sermón intenta reproducir, imitar, la identificación del pan de la Palabra con el pan partido que es memorial de la Pasión y Muerte de Jesucristo. 

Lector incansable de los Padres de la Iglesia, Newman acumula citas de las Sagradas Escrituras, tejiéndolas en un crescendo a la vez emocional e intelectual. Logra así crear una atmósfera de expectación, de angustiada esperanza. Siguiendo los ejemplos de Jacob, de Ismael, de Noemí, de David y de Pablo, de acuerdo con la exégesis patrística ve prefigurados en ellos al Redentor que también llora sobre la Casa de Sión, la Jerusalén-Iglesia de Inglaterra que desprecia a los hijos que más la estiman.

La cita del salmo 104 que encabeza el sermón, en la version de King James', sirve de declaración de un rigor cortante: “Man goes forth to his work and to his labour until the evening” (v. 23). Como el salmista, Newman sabe que, al llegar esa noche, “rondan las fieras de la selva; los cachorros del león rugen por la presa, reclamando a Dios su comida”. Sin embargo, no desespera, no se asusta, se encamina sobriamente a su Getsemaní. Como su amigo Pusey advirtió, la profundidad del estilo de todo el sermón se debe a que “self was altogether repressed, yet it showed the more how deeply he felt all the misconceptions of himself”.

Es tal la identificación mística entre Cristo y el propio Newman, que el predicador al final se asusta de su enormidad hasta el punto de dar un paso atrás. Entre líneas, se ha estado presentando como víctima sacrificial. Como un nuevo Cristo, su reducción al estado laical por propia voluntad es una ofrenda (en conciencia) por la salvación de sus hermanos; es participar íntimamente del misterio de la comunión en su dimensión eclesial y mística. Pero concluye Newman: “La Escritura es el gran refugio en las tribulaciones, siempre que nos guardemos de extralimitarnos en su uso, o de ir más allá de ponernos a su sombra”. En el tiempo posterior de su “sepultura” antes de convertirse al catolicismo, vivirá con intensidad taL que, siendo sagrada y celestial, el lenguaje de la Escritura, expresando nuestros sentimientos, “los purifica y refrena, al tiempo que los sanciona”.

Edward Bellasis recordaba en una carta a su esposa que en el famoso párrafo final de su último sermón anglicano Newman hizo una pausa emocionadísima tras llamar a los congregados “amigos míos”. Al bajar del púlpito dejó la estola de Master of Arts sobre la barandilla del comulgatorio. Con este gesto no sólo quiso simbolizar que su ministerio había acabado, sino que creo también que se desnudaba –se desceñía- de la toalla con que había “lavado los pies” de su comunidad. Todo lo había dado y ahora se entregaba a la voluntad del Padre.

"Oh hermanos míos, oh corazones afectuosos y generosos, oh amigos queridos, si sabéis de alguien cuya suerte ha sido, por escrito o de palabra, ayudaros a obrar así en alguna medida; si alguna vez os dijo lo que sabíais sobre vosotros mismos, o lo que no sabíais; si ha sido capaz de discernir vuestras necesidades, o vuestros sentimientos, y os ha consolado con ese discernimiento; si os ha hecho sentir que había una vida más alta que esta vida de todos los días, y un mundo más brillante que este que veis; si os ha animado, si os ha tranquilizado, si ha abierto una vía al que buscaba, o aliviado al que estaba confuso; si lo que ha dicho o hecho os llevó a interesaros por él, y sentiros bien inclinados hacia él; a ese, recordadle en los tiempos que han de venir, aunque ya no le oigáis más, y rezad por él para que sepa reconocer en todo la voluntad de Dios y para que en todo momento esté dispuesto a cumplirla".
(John Henry Newman, Sermón "La despedida de los amigos").  
Mi antiguo amigo sigue siendo ateo. En el 150 aniversario de la Apologia de Newman vuelvo los ojos a aquellos tiempos y oigo la voz repitiéndome: “Shall mortal man be more just than God? Shall a man be more pure than his maker?”. Esa es mi oración.

martes, 8 de julio de 2014

La melancolía de John Dowland.



Melencolias I (1514),
Alberto Durero


Tres veces he visitado Roma. Tres veces he llorado en la Ciudad. Cabe los muros del Vaticano, entre una horda de turistas, su luz otoñal hirió, más puras, mis lágrimas. Aprender a llorar es una de las tareas más arduas que he conocido. Recibir el don de lágrimas, uno de los regalos más sutiles, y dolorosos, de la gracia; tanto que quién no lo devolvería, si pudiera. Siempre me he resistido a él, pero a Roma venía ya llorado de una mañana guilleniana de mayo, bajo un álamo, en Hampstead.

Digo todo esto, rozando la cursilería, para recordar la obviedad de que la distancia más tortuosamente directa entre dos puntos es la línea que une Inglaterra con Roma. El cardenal Newman sentenció, con orgullosa humildad, que Oxford le había hecho católico. En el siglo VIII san Beda el Venerable había ya recordado a sus compatriotas que la catolicidad y la tradición británicas eran indisociables de su apostolicidad romana. Los recusantes del siglo XVI asistieron, impávidos, a su brutal extinción. Por usar la definición de Pessoa, podría ser que la melancolía católica inglesa hubiese brotado de esa “nada que duele”.

En todo ello me ha estado haciendo pensar John Dowland (1563-1626) (semper Dowland, semper dolens) a cuya antipática figura he asociado, inconscientemente, de modo inmediato la lectura de Melancolía, de Marek Bieńczyk, un autor polaco desconocido en España, cuyo libro se ha traducido ahora, tras quince años, no sé bien por qué razón, espléndida en cualquier caso.

De Dowland, uno de los mayores laudistas europeos de su época, me gustaría recordar dos aspectos -uno poético, otro biográfico- tal vez extrañamente vinculados a través de la melancolía. Aunque atrapado por el entusiasmo elisabetiano por los madrigales, uno de los géneros literarios musicales más en boga durante la etapa del manierismo, a diferencia de Monteverdi, que se inspiraba en los textos de Tasso, Petrarca o Guarini, Dowland primero componía, luego añadía la letra, imitando, claro está, los modelos de la época tanto en uno como en otro arte. Por esta razón, sus estudiosos destacan que el ritmo y la rima de sus textos eran “imperfectos”, pues la letra se adaptaba a la melodía y no al revés.

Dowland no dejó de achacar los obstáculos profesionales que padeció a su fama de católico. Durante algunos de sus viajes de juventud por el Continente, se había visto envuelto en intrigas políticas de exiliados contra la Reina Isabel. Se excusó como pudo en una carta dirigida a sir Robert Cecil en 1595, pero la Reina, aunque admiró su talento, desconfiaba de aquel “obstinate Papist”. Ha habido, pues, quienes atribuían la tristeza de Dowland a estas dificultades personales. En realidad éstas no habían alcanzado ni tan siquiera la categoría de desengaños, a tenor de la destreza comercial y de la constante astucia social de nuestro músico.

En una entrada divulgativa merecedora de ser enmarcada por su claridad y rigor, Pablo Rodríguez Canfranc ha enumerado cuatro explicaciones sobre esta melancolía atribuida a Dowland. Dejando de lado el carácter del artista, podría deberse bien a una búsqueda esotérica de tipo neoplatónico; bien a un ejercicio retórico, pues, como demostraría el inmenso The Anatomy of Melancholy (1621) de Robert Burton, aquella enfermedad del alma que los medievales llamaban acedia había llegado a convertirse en una epidemia en las Islas entre los siglos XVI y XVII; o bien, por último, a frustraciones personales fruto de las equivocaciones “políticas” que mencionábamos en el párrafo anterior.

Inspirándome libremente en Bieńczyk que, a rebufo de Walter Benjamin, defiende que “la imaginación melancólica no es otra cosa que una imaginación alegórica”, me atrevo a proponer una interpretación -¿también melancólica?, ¿acaso alegórica?-  de la creativa tristeza de Dowland.

Tras plantear la pertinencia de las huellas, entre otras, de los salmos penitenciales de Orlando di Lasso o de los madrigales de Luca Marenzio en las Lachrimae or Seven Teares figured in Seaven Passionate Pavans… (1604) de Dowland, Peter Holman ha resaltado que, en el estilo italiano, el elemento más importante era “el uso de figuras retóricas para crear un lenguaje musical de intensidad musical extrema y concentrada”. Citando a contemporáneos de Dowland, ha remachado la idea de que la técnica de la imitación exigía combinar una apropiada figura musical a cada frase de un texto. Dowland habría sobresalido en aplicar rigurosa e innovadoramente esta regla habitual en la música polifónica a la de sus danzas.

En nada posmoderno, la melancolía no se reduciría entonces a un mero ejercicio de estilo sino a la indagación intelectual de una verdad huidiza, que se refleja en el espacio de los fragmentos y de las ruinas del sentimiento; casi, al modo freudiano, en la posesión dolorida, interior, de un objeto cristalizado en el horizonte inalcanzable del deseo. ¿Una figura femenina? Tal vez la fe católica.

David Pinto ha interpretado alegóricamente las Lachrymae en un nivel musical y autobiográfico como el itinerario agustiniano de un Dowland penitente que, a través de lágrimas “gementes” et “tristes”, incurre en las apóstatas “coactae”, para luego derramarlas “amantes” y, por divina compasión, alcanzar las “verae” de la redención.

Mi interpretación religiosa no presupone que Dowland fuese católico, sino al contrario. Quiso serlo, pero renunció apropiándose alegóricamente de su objeto rechazado, hasta pagar por él psíquica y materialmente. No atreviéndose a abrazar, por la razones que fuera, el catolicismo, Dowland encontró en la música la imago mundi de su sufrimiento -y también su consuelo-. Ella le permitió organizar un teatro lleno de dispositivos retóricos e imaginarios que compensaban la angustia de una ausencia diferida. Como señala Bieńczyk, “la melancolía abre un espacio irreal en que podemos –movidos por el amor o por la aversión− entrar en contacto con ese objeto y donde el hecho de que nos apoderemos de él no puede verse amenazado por ninguna pérdida real”.

Entre lo irreal y la tristeza material se funda un vínculo indisoluble que Dowland caracterizó prodigiosamente en la música y el texto antitéticos de su extraordinaria pavana “Flow my tears” (1600): “Felices, felices aquellos que en el infierno / no sienten el desprecio del mundo”. Dowland se afanó, pues, por buscar hasta en la desesperación el único consuelo de la música. Dante, lúcido, lo dio por descontado nada más alcanzar la ciudad de Dite: "Pensa, lettor, se io mi sconfortai / nel suon de le parole maladette, / che non credetti ritornarci mai" (Inf. VIII, vv. 94-96)






¿Acaso hace falta añadir que obtuve el «Millenium Jubilee» peregrinando a Roma desde Londres?


martes, 20 de mayo de 2014

Et in Arcadia Waugh.




Et in Arcadia ego,
Guercino (1622)



En forma casi farsesca, viví en una residencia inglesa los despojos de aquellos modales imperiales que caracterizaban Retorno a Brideshead (1944). Conocí a Anthony Blanche, que acabó ingresando en los dominicos. Y a Sebastian, expulsado de Oxford y acogiéndose al King’s College. A mí me habría tocado el papel de Ryder, pero mi imposible inglés me servía de defensa autoinculpándome de ser un “stupid Spaniard”.

“Hummm, you are not stupid at all!”. Tal como susurraba alargando las vocales abiertas, podría decirse que mi Flyte había aprendido a sonreír entre sátiros y ninfas, bajo la protección de los santos recusantes. Con él se podía pasar de vísperas agradables a planes cancelados sin aviso. Era el momento en que, con sonrisa lateral, alguna compañera pronunciaba la frase: “Are you enjoying your friend?” Solía mentir respondiendo que, en mi país, los caballeros no acostumbran a hablar de sus conquistas femeninas. Me miraban petrificadas. "The stupid Spaniard!".

En la novela de Evelyn Waugh es muy difícil sustraerse a la conclusión de que en la atracción de aquellos jóvenes oxonienses no existiese una sublimada relación homoerótica. Pero también tenía razón la amante de Lord Marchmain cuando, delicadamente, le insinúa a Charles Ryder en un atardecer veneciano: “Es ese amor que experimentan los niños antes de conocer su significado. En Inglaterra llega cuando sois hombres; creo que eso me gusta. Es mejor tener esa clase de amor por otro muchacho que por una muchacha”. El trasfondo de ese amor es, sin embargo, tan doloroso como inquietante.

Esas amistades románticas mezclaban un empirismo casi sensualista con la lectura intensiva de Platón. Se puede cristianizar la belleza platónica, pero los diálogos de Sócrates son, sobre todo, orgías intelectuales pobladas de daimones y potencias naturales que sólo pueden habitar en un entorno pagano. Lo más atractivo y peligroso, para el creyente, es que aquel mundo rechaza absolutamente la apostasía.

Como bien intuía el paganismo católico de Sebastian en esos amores no se celebra tanto la vida ni el placer cuanto sacrificios seminales de la inteligencia. Los jóvenes ingleses no reproducían del todo el modelo homosexual griego, sino más bien una sed kitsch de belleza helénica con que esquivar la rigidez afectiva y familiar victoriana, una de las formas que adopta, a presión, la mayor de las tentaciones cristianas: el libertinaje. La impotencia, el alcoholismo, la infelicidad estaban ya al acecho del infernal paraíso de los Flyte.

Oh sí, el paraíso, la juventud y la tensión entre paganismo y catolicismo. Brideshead arcádico -de acuerdo, también cristológico- es un paraíso perdido miltoniano, no flanqueado por querubines, sino por una culpa que ha desolado el espacio de la inocencia y que lo hace irrecuperable sino a través del recuerdo –“so heer the Archangel paus'dBetwixt the world destroy'd and world restor'd, / If Adam aught perhaps might interpose”−. 

El tema de la gracia en Waugh, que tanto se ha discutido, se funda, a mi modo de ver, en la posibilidad no de restablecer el estado anterior a la caída sino de liberarse de su férreo atractivo mediante una conversión inacabada como la que relata Cordelia sobre Sebastian en Túnez o la que expresa Julia en su coloquio final con Charles -o, incluso, con la peregrinación de ambas hermanas a Jerusalén tras los pasos militares de Bridey-.

N. Poussin (1629-1630)
Las tres alternativas que se me ocurren para el final de la novela me parecen mucho más insatisfactorias y contradictorias que la que Waugh propone. La primera solución es irrelevantemente pequeñoburguesa −Lord Marchmain se convierte y Julia y Charles se casan− si se compara con la segunda, en que lord Marchmain no se convierte en su lecho y Ryder se queda con Julia y con Brideshead.  Quienes critican a Waugh deberían preguntarse si esta solución aparentemente tan luminosa, tan coherente, no es estética y moralmente de una falta de elegancia imperdonable.

Queda una tercera y auténtica posibilidad. Lord Marchmain no se convierte y Julia abandona a Charles –si no, para qué tanto recuerdo arcádico doloroso−. Protestante hasta la médula, el triunfo intelectual de Charles recibiría como recompensa el castigo de la infelicidad proporcionado por una supersticiosa papista Julia.

La solución católica de Waugh es la mejor resuelta estéticamente. El incrédulo Charles pide de rodillas por la conversión de Marchmain en la que no cree porque el milagro es la única forma de dar fin a su historia de amor. No renuncia a Julia sino que, en la repetición, asume el destino de la expulsión paradisiaca, que es también para ella el modo de evitar la tentación satánica de ser, Adán y Eva, como Dios. El recuerdo de Sebastian, el Bautista, alimentará su confianza, es decir, su esperanza de sentido, en el cumplimiento de un deseo que los sobrepasa. La memoria es la ambigua figura de su redención.

"−Asusta –dijo Julia en una ocasión− pensar hasta qué punto te has olvidado de Sebastian.
−Él fue el precursor.
−Eso lo dijiste durante la tormenta. He pensado desde entonces que quizás yo tampoco sea sino una simple precursora.
Quizá, pensé, mientras sus palabras persistían suspendidas en el aire como un jirón de humo de tabaco, es un pensamiento que se desvanece y desaparece sin dejar rastro, como el humo. Quizá todos nuestros amores no sean más que simples ilusiones y símbolos; lenguaje errático mal escrito sobre vallas y pavimentos a lo largo del fatigoso camino que tantos y tantos han pisoteado antes que nosotros.
Quizá tú y yo no seamos más que meros paradigmas, y esta tristeza que nos envuelve nazca de la desilusión de nuestra búsqueda, cada uno a través y más allá del otro, vislumbrando momentáneamente, y de vez en cuando, la sombra que dobla la esquina un paso o dos antes que nosotros. Yo no había olvidado a Sebastian. Estaba a mi lado cada día, habitando en el interior de Julia; o mejor dicho, era Julia a quien yo había conocido en él, durante aquellos distantes días en Arcadia”.

Esos son los días, como cantó Jamie Cullum. Aquellos míos contenían, a tientas, los de Claraval.


martes, 28 de enero de 2014

Consistency is all I ask!



Hamlet recibiendo a los Actores,
Wladimyr Czachórski (1875)


El grito de angustia de los dos personajes de la inteligentísima obra teatral de Tom Stoppard (1937), Rosencrantz and Guildenstern Are Dead (1967), define de un modo certero mi pasión por la evanescente figura de Hamlet. “¡Consistencia es todo lo que pido!”, claman uno y otro amigo en sendos momentos del Acto I.

Se ha señalado con acierto que Ros y Guil, como se les llama humorísticamente, son un trasunto de los beckettianos Vladimir y Estragón. En lugar de esperar a Godot, asisten aterrados a la fuerza de un destino que les hace aparecer en el momento preciso dentro de la fábula hamletiana. Como en la “mousetrap” del Acto III de Hamlet, el espectador asiste sin parar, especularmente, a representaciones dentro de la representación, y al revés.

El existencialismo de Stoppard es barroco. No se trata sólo de los precisos dispositivos de metateatralidad que ensaya a lo largo de toda su pieza. Es también barroco por su concepción, irónicamente pirandelliana, de que la vida es teatro y de que el teatro sueño es. Los personajes no buscan a su autor, sino que, en un diálogo posmoderno con la tradición, intentan descubrir su identidad buscando una respuesta al sentido de su vaciedad. La ansiedad de la influencia que dominaba a los románticos –Blake luchando a brazo partido con la sombra paterna de Milton, como imaginaba Harold Bloom- deviene el spleen, el hastío, de la influencia que agobia a los postmodernos –Stoppard driblando, así, la imaginación verbal del Bardo-.

Ros y Guil, el ciudadano común, se resisten al papel que se les ha asignado en la trágica comedia de su cotidianeidad. La vulgaridad de sus conversaciones o la preparación de sus tácticas chapuceras para oponerse a Hamlet, queriendo escapar de las trampas sociales de los poderosos, son arrasadas literalmente cada vez que la trama shakespereana irrumpe. Como se quejan a toro pasado, hasta su propio idiolecto les es arrebatado por el vendaval lingüístico de la contraobra shakespereana que, en ausencia, no deja de garantizar la precaria consistencia de la "otra" función.

Me gustaría detenerme en el discutido monólogo de Hamlet en IV. 4. que empieza “How all occasions do inform against me!”. Antes de salir al destierro Hamlet conversa con un capitán que le informa sobre el movimiento de las tropas de Fortimbrás, dispuesto a luchar por un pedazo de tierra que “hath in it no profit but the name”. Hamlet, admirado, alejándose de Rosencrantz y Guildenstern, pronuncia el monólogo en que se acusa a sí mismo de cobardía, de permitirse dormir ante una madre deshonrada y ante un padre asesinado, mientras que aquellos soldados mueren por un pedazo de tierra sin otro valor que el del honor. “O, from this time forth, / My thoughts be bloody, or be nothing worth!” concluye, impotente.

Todas las ediciones modernas de Hamlet ponen de relieve que casi la escena entera no se incluye ni en la edición del Folio ni en Q1. En el volumen de la colección The Oxford Shakespeare se anota que la supresión “no puede ser accidental”, pues ni hace avanzar la acción ni revela nada nuevo sobre el estado de Hamlet; más bien, su determinación final “inspira poca confianza”. Frank Kermode, empirista, resalta la inconsistencia de un Hamlet que, en el instante en que afirma que tiene el motivo y la fuerza y la voluntad para hacer lo que cree su deber, es enviado a Inglaterra bajo custodia.

Sin embargo, otras ediciones consideran este soliloquio, “extrañamente situado” según el mismo Kermode, uno de los más sobresalientes de la obra y de los más “razonables” de Hamlet. En la versión cinematográfica completa, Kenneth Branagh lo sitúa en un momento climático, antes del intermedio. Los pensamientos sangrientos de Hamlet se cobrarán, indirectamente a continuación, una nueva víctima: Ofelia. A mí me interesan esos versos porque, como dice Harold Bloom, “la tragedia de Hamlet es finalmente la tragedia de la personalidad”. Mientras Hamlet no deja de hablar, nada ocurre realmente. Cuando actúa, todo acaba. 




Ros y Guil asisten al final de su Acto II a este monólogo desde lejos, intuyendo que su destino se juega en aquellas palabras que les resultan inaudibles. Impotentes también ante un final que se les viene encima arbitrariamente, observan la precisión incontrolable del absurdo que motivos literarios como la carta redescriben en términos de fuga verbal, de afasia ontológica.

Guil. ¿Está ahí?
Ros. Sí.
Guil. ¿Qué está haciendo?
Ros echa un vistazo por encima de su hombro.
Ros. Hablando.
Guil. ¿Consigo mismo?
Ros. Sí.
Pausa. Ros se prepara para salir.
Ros. Dijo que podemos irnos. Lo juro.
Guil. Quiero saber dónde estoy. Aunque no sepa dónde estoy, quiero saber eso. Si nos vamos, no lo sabremos.
Ros. ¿Saber qué?
Guil. Si volveremos.
Ros. No queremos volver.
Guil. Muy bien podría ser, pero ¿queremos ir?
Ros. Seremos libres.
Guil. No lo sé. Es el mismo cielo.
Ros. Hemos llegado lejos.
Se mueve hacia la salida. Guil lo sigue.
Y además, nada podría ocurrir todavía.
Salen.
Telón.


Nada valiosos, los pensamientos sangrientos de Hamlet suceden mágicos todavía en la escena de la vida -y de la muerte- de Rosencrantz y Guildenstern. Representan el poder dramático de la palabra ausente.


martes, 24 de diciembre de 2013

La risa de Dickens.




Applicants for Admission to a Casual Ward,
Luke Fildes (1874)


Pocos relatos hay tan universalmente reconocidos como A Christmas Carol (1843) de Charles Dickens (1812-1870). No recuerdo Navidad en que cualquier televisión desaproveche la oportunidad de reponer alguna de sus sucesivas adaptaciones cinematográficas. En mi memoria, por ejemplo, conservo retazos de la versión animada de Richard Williams (1971) sobre la fabulosa historia de Mr. Scrooge, arquetipo de la avaricia, que, con treinta años recién cumplidos, Dickens había publicado en la Inglaterra dichosa y despiadada de la joven Reina Victoria.

Acabo de releer esta Canción de Navidad, un auténtico Villancico navideño. No me cabe duda de que gran parte de su atracción tan poderosa radica en que es un reto insuperable trasladar su hechizo a una pantalla. Cada palabra suya vale más que mil imágenes que la ilustren. Su desbordante alegría es, ante todo, una celebración verbal. Una fiesta de la Palabra.

Dickens no oculta la dureza de las condiciones de vida de su época, no las enmascara bajo unos aparentes, y falsos, buenos sentimientos. Nada más real y sincero que el odioso Scrooge, que se lamenta de la sobrepoblación, que se jacta de sostener asilos y presidios con sus impuestos y que se queja de que su empleado le roba un día de sueldo con sus absurdas fiestas. Nada más embellecido que el festín de los Cratchit con un miserable pollo y un bebedizo caliente haciendo las veces de ponche. Nada más fantasioso que tres espíritus de las Navidades logrando la conversión del repugnante protagonista.

Y, sin embargo, Dickens obra el milagro de transfigurar la realidad.

Resulta fascinante la prodigiosa transición entre la representación realista y el mundo fantástico que provoca no sólo la intersección de un espacio gótico (la casona de Scrooge y su socio Marley) con el espacio real del Londres decimonónico, sino, sobre todo, el corte longitudinal que, sobre el tiempo real (una noche de Navidad), introduce el tiempo “folclórico” de la risa menipea. Una única noche son tres noches para Scrooge: una Pascua florida que le obliga a una experiencia de muerte y resurrección.

En el fondo, la noche donde confluyen tiempo real y tiempo mítico ocurre durante la visita del espíritu de la Navidad futura. Mientras los espíritus de la Navidad pasada y de la presente se aparecen a Scrooge a la una de la madrugada, el último espíritu inicia su andadura en la hora mágica del Gallo. Scrooge está ya muerto en vida y sólo tiene ante sí la horrible necesidad de ver su destino cumplido. Ese tugurio expresionista, por hiperrealista, donde las mujeres malvenden, entre risotadas, lo que han logrado robar de la casa del muerto, sirve de espejo final a la implacable codicia de los caballeros de la City que se burlan del fallecimiento de Scrooge.

La “conversión” de Scroodge se produce en tanto que es capaz de reconocerse herido y tullido como Tiny Tim y como todos aquellos seres humillados y desgraciados que el espíritu de la Navidad presente le muestra como un ejemplo de que el deseo de renovación humana, de justicia y de fraternidad, por más ilusoria que parezca, fundamenta la dignidad y la grandeza de la existencia humana. Si la avaricia de Scroodge recubre como una llaga su corazón roto, por la muerte de su hermana y también por la frustración amorosa de su prometida, las muletas de Tiny Tim adquieren simbólicamente un valor redentor capaz de sanar la amargura de Scrooge, dispuesto ya a asumir la risa expansiva, transformadora, perpetua, de su sobrino.

La compasión de Dickens llega hasta el lector. Su narrador nos recuerda que Scrooge puede ser cada uno de nosotros y que su misión es llamar nuestra atención como si fuera, irónicamente, nuestro espíritu de la Navidad: “Scrooge, sobresaltado, se incorporó a medias y se encontró cara a cara con el visitante inmaterial que las había descorrido, tan cerca de él como yo lo estoy de ti, lector (pues me hallo, espiritualmente, a tu lado)”. La risa final de Scrooge nos transmite  una sabiduría por medio de la que la fantasía nos abre las puertas de la verdadera realidad: la del gozo de existir incluso en medio de nuestras miserias y ante la incomprensión de no pocos conocidos:

Algunas personas se rieron al ver su transformación; pero él las dejaba reír, pues era lo suficientemente sabio para comprender que, en este mundo, nada había sucedido, por bueno que fuese, que no hubiera hecho reír al principio a algunas gentes; y sabiendo que tales gentes siempre estarían ciegas, era preferible que anduvieran guiñando los ojos con muecas, a que mostraran sus dolencias de forma menos atractiva. Su propio corazón reía; y eso le bastaba.
No volvió a tener tratos con espíritus, pero vivió durante mucho tiempo según el principio de la más absoluta sobriedad; y siempre se dijo de él que sabía celebrar la Navidad como nadie, si es que algún ser vivo poseyó alguna vez esa sabiduría. ¡Ojalá pueda decirse lo mismo de nosotros, de todos nosotros! Y así, como dijo Tiny Tim, ¡que Dios nos bendiga a todos!”.


La risa es la sobriedad de la sabiduría. Y yo les deseo a mis lectores sus benéficos efectos, en la cena navideña de esta noche y también, si Dios quiere, de las que vendrán.


martes, 3 de diciembre de 2013

William Byrd, recusante.




El Concierto (1510), de Tiziano


Entre los güelfos peninsulares no pocos de los mejores proclaman una anglofilia que se mueve normalmente de Thomas More a G. K. Chesterton. Entre ambos emerge la magnífica figura, estilizada y gótica, del Cardenal Newman. En cambio, apenas se presta atención a aquellos católicos ingleses que, a caballo de los siglos XVI y XVII, recibieron el nombre de recusantes por mantener, fieles a la liturgia católica, la obediencia de Roma.

Enrique García-Máiquez, anglófilo mayor, reseñaba elogiosamente hace unos años un estudio sobre aquel periodo. Hace poco citaba incluso un eco, no casual, de Robert Southwell (1561-1595), poeta y mártir, en la obra Thomas More de Shakespeare. Según parece, los vínculos familiares entre ambos apuntalarían la tesis de que el Bardo hubiese sido católico. Pese a tan gloriosa consanguineidad, el autor de The Burning Babe, un extraordinario y singular poema navideño elogiado por Ben Jonson, algunos de cuyos versos parecen haber dejado impronta también en Macbeth, sigue siendo un desconocido en nuestra lengua.

T. S. Eliot pasó de puntillas, no sin (toda la) razón, sobre la significación de la obra del jesuita inglés. En su famoso ensayo “Religión y Literatura” Eliot –¿patronising?− definía como un tipo de poesía menor la que denominaba «religiosa» o «devocional», en la que incluía al católico Southwell, junto con los anglicanos Vaughan y Herbert. Juzgaba que su obra era “producto de una particular lucidez religiosa que puede existir con independencia de la lucidez general que se espera de un poeta mayor”. Eliot no conocía, claro está, el Segundo Cancionero Espiritual (1558) de Jorge de Montemayor, ni tampoco las Rimas sacras (1614) de Lope de Vega.

El eje de la argumentación de Eliot sigue siendo empero pertinente. Al poeta anglocatólico, que evitaba enjuiciar la poesía “menor” de Hopkins, le admiraban los escritos de Chesterton, aunque no aceptaba que se pudiesen emplear “con seriedad” en la defensa contemporánea de las relaciones entre la religión y la literatura. ¿Cuestionaban Chesterton y Hopkins los matices del credo estético y político del autor de Murder in the Cathedral (1935)? En un mundo no cristiano, como el actual, lo que Eliot deseaba era “una literatura que sea inconscientemente, más que deliberada o desafiantemente, cristiana”. Y encontraba grandes dificultades para encontrarla. Quizás porque precisamente sea –y cierro el círculo− un mundo que ha abjurado del cristianismo y que cada vez lo reprime menos inconscientemente (quizás Flannery O'Connor, invirtiendo el punto de vista, desmienta sutilmente a Eliot).

Pensando, pues, en estas paradojas me ha venido a la memoria el nombre de William Byrd (1540 o 1543-1624). Un capellán inglés me enseñó a amar su música. Converso como Newman, celebraba con especial recogimiento la memoria de los mártires ingleses y galeses el 1 de diciembre. Tras oír Misa, en mi pequeña habitación de estudiante, yo solía escuchar, en recuerdo de Byrd, su Misa para Cuatro Voces, que culminaba en la dolorida petición "dona nobis pacem" del Agnus Dei.

Byrd no sólo había compartido con Southwell y otros prominentes católicos ingleses los duros avatares de los recusantes, expuestos a multas y persecuciones sin fin, cuando no a torturas y muerte ignominiosa. El jesuita habría desempeñado también un papel decisivo en su decisión de emprender una vida semirretirada para entregarse a la elaboración de su gran obra Gradualia (publicada finalmente en 1605 y 1607). El ciclo previo de las tres Misas (para tres, cuatro y cinco voces) fue precisamente compuesto en el oscuro periodo del arresto, prisión y ejecución de Southwell (1592-1595).

Byrd no fue mártir ni un héroe. Aun fiel a su conciencia, no se abstuvo de componer a lo largo de su vida motetes para los servicios religiosos anglicanos en función de su cargo en la Capilla Real durante el reinado de Isabel I, pero también para ganarse la vida incluso después del Gunpowder Plot (1605). Atento a las innovaciones continentales en el arte polifónico, profundizó y renovó la tradición musical de su país, no sólo en el género sacro sino también en el profano. En Psalms, Sonnets, and Songs of Sadness and Pietie (1588) incluso musicó tres sonetos del ciclo Astrophel and Stella de Sir Philip Sidney, cuando todavía circulaban manuscritos.

Admiro su patriotismo católico inglés. Complejo, lleno de transacciones, firme en sus convicciones. Algunos protestantes consideraban que la música no debía distraer de la meditación de la Palabra de Dios. Byrd, agustiniano, fue fiel, en cambio, a una poética celeste: la música no acompaña la Palabra sino que brota del Logos mismo. No sé si desafiantemente, pero sí de manera deliberada, Byrd practicó un arte católico en un mundo que había dejado de serlo sin que cupiese la esperanza de que regresase.

Claro que puede disfrutarse de su música “por puro placer” (para horror de Eliot). ¿Cabe conformarse con la excusa de que el lenguaje de la música es más universal que sus motivos? ¿Pueden disociarse? Descontando un ascenso intelectual trascendente, ¿descartaremos que hasta acá siguen llegando ecos gloriosos de notas celestes, aun cuando se hayan convertido en enigmas que sólo la perfección técnica camufla? ¿Es posible comprender el Ave verum corpus sin sentir el milagro majestuoso de la transubstanciación? Si, en sentido platónico, el goce más extremo sólo podría alcanzarse al vislumbrar la inteligibilidad, ¿será posible aún esa experiencia ante una música como la de Byrd? Quizás la reserva de Eliot fuese acertada para nuestra época.

En el prefacio a su libro Gradualia (1607) Byrd expresó con profundidad mística su arte que es, a la vez, altísima liturgia:

“Además, en las palabras mismas (como lo he aprendido por experiencia) hay tal escondido y misterioso poder que a una persona que piensa en las cosas divinas y que diligente y seriamente las medita en su mente, no sé cómo le llegan las más apropiadas ideas musicales si no es por su propia libre voluntad [their own free will], libremente ofreciéndose [freely offer themselves] a su mente si ésta no es perezosa ni inerte”.


Según Byrd, la voluntad libre de las ideas iluminará la música de la inteligencia con el poder de la Palabra. Sólo por ello también merece la pena ser hoy recusante.