L'esposa, Joan Llimona (1906) |
Ojeando entre libros me he puesto a leer “Las palabras y la
Palabra”, la última de las conferencias que el poeta
anglonorteamericano W. H. Auden (1907-1973) dedicó en 1967 a la memoria de T.S. Eliot −quién sabe hasta qué punto su reverso biográfico y estético− en la Universidad
de Kent.
Sobre el fondo inacabable de la pregunta por la naturaleza
del lenguaje y su capacidad para comunicar, a tientas entre la pragmática y la
fenomenología −entre J. L. Austin y E. Levinas−, Auden plantea que el milagro creador de
la palabra sólo puede producirse en el diálogo entre hombres como personas
únicas y singulares. El poeta, su arquetipo más depurado, enuncia una verdad no como determinado contenido sino dirigida al cuidado de su lector −de su oyente. El
principio de cooperación que rige toda comunicación se convierte así en la poesía en
un acto real de confianza y hasta de
obediencia en la medida que, respondiendo, el poeta se hace responsable ante su interlocutor.
Frente a la cháchara autosatisfecha de la
publicidad, la política, la ¿enseñanza?, el lenguaje de la poesía es personal en su forma más
pura. Ante tanta mentira, recupera el arte de creer: “No se trata de que cada
poema sea único, sino de que su significado es único para cada persona que
reacciona a su estímulo”. Este significado resultaría del diálogo entre las palabras del poeta y la respuesta del
lector. Atraídos para entenderse, poeta y lector traducen su experiencia, común y única, como poema.
Según Auden la creación según el Génesis representaría de un
modo extraordinariamente nítido las relaciones personales que establece la
enunciación poética. El poeta preserva y expresa, así, una verdad instintiva: “para el hombre, la naturaleza es un reino de analogías sacramentales”, que se extienden sobre el mundo, tomando forma en
él. Más aún, la Palabra se hace carne para mostrar que el mundo
que por ella fue hecho habla sobriamente la verdad en cualquier lengua, por humilde que sea, como el arameo nativo de Jesucristo.
El poeta no es, pues, ni teólogo ni político. Ni especula sobre
Dios ni espera cambiar la realidad con su obrar. Aunque es un creador, su arte es impotente. Sólo,
¿sólo?, atisba y dirige sus palabras a desconocidos con la esperanza
–improbable, pero firme− de que no sean en vano, de que, llegando a ser, no se
pierdan y permanezcan. El destino del poema es como el del hombre concreto: una
fulguración inexplicada entre silencios infinitos cuyo lógos es eterno.
Estoy seguro de que poco a poco he ido traicionando el
núcleo de la argumentación del autor de Another time (1940). Mientras leía sus páginas, traduciéndolas también a mi
experiencia del mundo como poema, se alzaba sobre las brumas de mi memoria
fragmentos de palabras, por no decir sensaciones verbales, que se me imponían
en la lectura, asociadas a los ensayos últimos del poeta catalán Joan Maragall
(1860-1911).
Obligado a repasar por mis recuerdos el Elogi de la paraula (1905) y el Elogi de la poesia
(1909), me he vuelto a maravillar de la sinceridad que caracteriza a un
auténtico poeta. Maragall comienza haciendo una profesión de fe que
guiará toda su argumentación: “Doncs jo crec que la paraula és la cosa més
meravellosa d’aquest món perquè en ella s’abracen i es confonen tota la
meravella corporal i tota la meravella espiritual de la naturalesa”.
El poeta repite, con plena conciencia de su imprevisión, el
gesto deslumbrante de la creación divina en un éxtasis. Descubre maravillado,
sorprendido como un niño, la belleza original en el ritmo de las formas. Cada
palabra, hasta la más ínfima, es un chispazo deslumbrador en su boca, como el
rumor del mar o el ruido del viento en la montaña describen la parábola de la
palabra verdadera.
Al margen de sus huellas románticas, la reflexión
maragalliana es de una modernidad vibrante. La ley del mundo está dada por y en
la Palabra. El fiat original y las
lenguas de Babel mantienen un secreto tejido. En ellas acontece la riqueza
insondable de la Creación que revela la palabra común, conversada, entre los
hombres: el poeta y el lector, Auden y Maragall, vosotros y yo.
El Elogi de la poesia
radicaliza esta postura. No busca el poeta pasar por la voz de Dios sino que todo en él es arrebatado por el afán de
expresión, de actualización, de la
creación primera en un diálogo, humano, que trasciende en sí su inmediatez: “L’art és, doncs, la bellesa
transhumanada, tornada a Déu de més a prop, per la humana expresió del ritme
revelat de la forma natural”. La sinceridad del poeta consiste en contemplar su
emoción sin acelerar el deseo de hablar y distinguiendo las palabras vivas que, como lava, se derraman en sus versos más intensos. Un ejemplo sobre el que vuelve una y otra vez es la Divina Comedia. La grandeza de Dante no se debe buscar en el diseño teológico
y filosófico y político del poema, ni tan siquiera en su diseño genérico y métrico, sino
en la potencia verbal capaz, en fugaces instantes, de poner nombre como Adán a su realidad.
“Mes d’aytal obra ¿què n’es lo inmortal, què n’es lo sempre fort y veritable, què n’es lo viu y lo actiu avuy y sempre més? ¿quina és la gloria del Dante y sa grandesa, y per què col·locat entre’ls genis de la humanitat allà dalt ab Homero, y Shakespeare y Beethoven, sinó per aquelles imatjes vives d’homes, per aquelles gesticulacions y aquells crits de passió, per aquelles visions de llums y ombres en el mar y en els camps y en les montanyes, per aquelles paraules inmortals que accidentalment brollaren al calor de la seva activitat de poeta, y que per ell foren quí sap si solament el medi, la manera ocasional de dir, l’episodi llensat al etzar del seu discurs? ¿Què’n restaria de la Divina Commedia si no fossen aquells llacs de flames y els torbs de la fumera, y l’amor de Pau y Francisca, y la tragedia de Ugolino –poscia piu che il dolor pote il digiuno− y la fugitiva aparició d’un amich mort, y el sublim girâ els ulls de la Beatriu ab ses sorrise parolette brevi, y el sò de la campana che paia al giorno pianger che si more, y tantes formes, innumerables, reveladores del ritme universal, tants fils d’or de poesía que fan brillar tant lluny l’enorme macís ubach per si, y que sense ells ja fora enterrat i oblidat entre la pols del sigles?”
(Joan Maragall, Elogi de la poesia).
En su catalán modernista Maragall recuerda la fugitiva
aparición de un amigo muerto. Quisiera creer que estas palabras que le dedico
hacen resonar, de algún modo, el eco luminoso de un diálogo interrumpido. Entre
Auden y él, ¿acaso no he decidido nombrarme Cavalcanti?
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