Retamas en flor, Godofredo Ortega Muñoz (1978) |
Es de buen tono entre las más selectas élites admirar
devotamente, aunque con distancia implícita, a Rafael Sánchez Ferlosio (1927). Creo
entenderlas. Es el único escritor realmente europeo que España ha tenido en la segunda
mitad del siglo XX. Podría decirse que nació aprendido, quién sabe si
por una mezcla de herencia cultural geográfica y genética. Hasta la
singularidad literaria, biográfica y política, de Jorge Semprún pertenece a
otro tipo. De él puede decirse, más bien, que es el único escritor
español que nos ha cedido la literatura francesa.
La reserva ante Sánchez Ferlosio se debe tal vez a que el
disfrute de su literatura requiere una precisa madurez, a la vez gélida y
ardiente. El Jarama (1955) deslumbró
en su momento, pero fue a costa de obviar su dificultad, de una exigencia
literaria que ahogaron no pocos críticos sociales con la absurda idea objetivista de que la belleza de los diálogos de El Jarama se basaba en la sensación de que
el narrador parecía estar transcribiendo las grabaciones de un magnetófono,
amalgamando extrañamente significados sociales y simbolismos naturales.
Mejor nos habría ido si hubiesen leído a Manuel Sacristán
que ya en 1954 apuntaba sobre el joven Sánchez Ferlosio que “la naturalidad del
arte estriba en la naturaleza del hombre que es el artista” y “todo lo que el
hombre puede hacer es arti-ficio, o,
si se prefiere, arte-facto” En
efecto, desde la tensión fundacional entre Industrias y andanzas de Alfanhuí (1951) y El
Jarama, toda la reflexión artística de su autor ha cuajado experimentando
(con) el lenguaje y el habla. Sus etapas de silencio, sus estudios
lingüísticos o o su uso de estupefacientes no han sido sino cortes transversales de un itinerario que ha hecho del pensamiento una experiencia moral de
la historia y de la tradición literaria española –y de su derrota natural.
Recién publicado, Campo de retamas (Barcelona, 2015) es un deslumbrante ejercicio de este camino. A
cargo de Ignacio Echeverría, este volumen se presenta con la intención de
recoger la producción (casi) completa de aquellos textos que Sánchez Ferlosio
ha denominado “pecios” y que, en una dialéctica a-teológica, quieren contradecir brevemente, en
sus puntos ciegos, el alcance de la fragmentariedad de los aforismos.
Dividido en cuatro partes y enmarcados por un «Como a manera
de prólogo» y un «Como a manera de epílogo», el lector se encuentra en orden inverso
a su publicación primero con los “pecios” de los últimos años, inéditos o
dispersos en la prensa, y después con
los ya publicados respectivamente en La
hija de la guerra y la madre de la patria (2002) y Vendrán más años malos y nos harán más ciegos (1994). La última
parte, de relleno y a mi juicio injustificada, reconvierte en “pecios” unas
cartas al director de El País y un
discurso de su autor. En suma, se trata de un conjunto de textos rigurosos,
lúcidos casi siempre, irritantes en no pocas ocasiones, a veces
autocomplacientes.
Como decía hace un momento, advierto en los mejores “pecios”
una energía ateológica que atraviesa
el fundamento verbal de esta forma de
pensamiento. Enajenadamente español, el lugar desde el que habla Ferlosio es
el de una tradición ilustrada, europea, que le parece al mismo tiempo insuficiente. La razón pactaría con el rito en la norma lógica y en la
univocidad conceptual. Para Ferlosio, que descree ardientemente de la
discontinuidad jurídica que introduce la noción judeocristiana del pecado, la
única salida es indagar “la profanidad natural de la palabra” en “un último,
irreductible punto ciego” que el rito ha debido de dejar en la palabra de la
razón. Es éste un esfuerzo desesperado,
entendido este adjetivo como sostén etimológico de una esperanza nihilista: “Entre dos
grandes bestias, no sé cuál más feroz, Naturaleza e Historia, se agolpa,
despavorida, la progenie humana”.
Los pecios giran en torno a la idea nuclear de que el
lenguaje performativo –es decir, aquel que cumple lo que dice al decirlo, como hacen los verbos jurar, creer, casar…- rige un universo disciplinario que, al
ordenar, desmiembra la plasticidad de lo real. Frente a la pretendida
«profundidad» del aforismo, que sentenciando paralizaría la comprensión
mediante la abstracción de sus sentidos, nuestro autor opone ya desde el prólogo
la superficial profanidad del pecio que sería, en un sentido paradójico y hasta
blasfemo, la posibilidad de exploración verdadera de un sentido falso (así traduzco sacrílegamente
la postura de Ferlosio): “La palabra dice, no hace; es, en su esencia,
absolutamente profana, terrenal”.
He ahí por qué también entre los pecios de las diferentes
partes resurjan unos cuantos temas comunes y que son tratados como topoi clásicos, medievales, de la filosofía
y de la teología: azar y providencia, o destino; causalidad y casualidad; fe y
razón; pecado y castigo; justicia y derecho… Es llamativo que algunos nombres sea
recurrentes: Tertuliano, san Agustín, Kafka y… Walter Benjamin. Y san Juan Bautista. A ratos marcionita, la tentativa de los orígenes, la herida olvidada -y brutal- de la palabra y la carne, alimenta salvaje la ficción de la verdad: "Casi y Algo, nombre de dos cadáveres que yacen al fondo del barranco".
De un modo u otro, el pensamiento de Sánchez Ferlosio se condensa, en la indecisión profana de la continuidad, en la disputa entre el nominalismo y el realismo: “Cada cultura crea su universal real; miopía nominalista es ver sus cambios como una mera anécdota estadística”. Mientras que la violencia que ejerce el universal es su positivación jurídica, el nominalista sacraliza la palabra creyendo desencarnarla.
De un modo u otro, el pensamiento de Sánchez Ferlosio se condensa, en la indecisión profana de la continuidad, en la disputa entre el nominalismo y el realismo: “Cada cultura crea su universal real; miopía nominalista es ver sus cambios como una mera anécdota estadística”. Mientras que la violencia que ejerce el universal es su positivación jurídica, el nominalista sacraliza la palabra creyendo desencarnarla.
Esta tensión lingüística permitiría redescribir la
trayectoria de Sánchez Ferlosio en los términos que insinuaba al principio. Si Alfanhuí revisitaba la tradición
picaresca del Siglo de Oro y El Jarama
indagaba un modelo de lengua literaria moderna que Galdós no habría logrado
plenamente, pero que estaba a mano en Bouvard et Pécuchet de Flaubert, y que obligaba a rehacer el viaje de vuelta hacia la imaginación verbal de Cervantes en El testimonio de Yarfoz (1986), los pecios relanzan la búsqueda vanguardista de una
prosa inclinada sobre los márgenes de la realidad, en aquellos
puntos ciegos que muestran los «despropósitos», la «impopularidad», de su fuga,
cuestionando las certezas agresoras de un orden ilusorio: “La «realidad»
reconozco que nunca he sabido muy bien lo que es; lo que, en cambio, veo y
distingo por todas partes son las irrealidades”.
“(Los obsolescentes). Lo nuevo nos amenaza con su brillo, como el quirófano en el que se disponen a abrirnos las entrañas; lo antiguo nos lo barnizan como el féretro en el que querrían tenernos ya encerrados, para poder sepultarnos de una vez, porque quizá ya estemos atufando a muerto; lo viejo, en fin, rápidamente, a los primeros indicios de desgaste, es arrojado sin más a la basura. En la basura está lo único que queda de todo lo que nos era maternal”.
Sánchez Ferlosio, náufrago, prófugo, escarba, culto, en sus
contenedores.
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