Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.

martes, 25 de junio de 2013

La Obra de Josemaría Escrivá.






Exasperado ante mi resistencia “jesuitófila” –como acostumbraba a calificarla− a su apostolado, un distinguido profesor, miembro del Opus Dei, me espetó que Ignacio de Loyola era el responsable del laxismo moral en la Iglesia Católica, a causa de su distinción entre pecados veniales y mortales. “Todos, todos son mortales”, casi gritó. Asustado al instante por su inexactitud histórica y dogmática, retrocedió y trató de resolverlo añadiendo algo así como que había que entender que la Iglesia, madre y maestra, procuraba el bien psicológico de los fieles. Sentí lástima de él. Si Nuestro Señor no le concediese la gracia de tener un confesor al lado en el momento previo a la muerte, sus posibilidades de alcanzar el Purgatorio serían más bien escasas.

No obstante, debo a aquel profesor, que disfrutaba mortificándome por no compartir su manera de ser cristiano, que me animase, con un lápiz en la mano, a estudiar los libros de S. Josemaría Escrivá, así como las biografías y los principales documentos jurídicos de la Obra. Siempre he creído que para conocer a una persona hay que conocer cómo la ven quienes la aman o incluso cómo querrían verla. Me parece una forma ecuánime de soportar con más caridad las flaquezas de sus seguidores y de admirar más limpiamente sus virtudes. Evitaré, pues, la casuística real o imaginada de todas la contradicciones que los adversarios de la Obra denuncian en los escritos "oficiales" sobre el Fundador. Me interesa más aclararme qué rasgos de su experiencia espiritual pudieran explicar una parte del atractivo de su protagonista.

Anda equivocado, pues, quien crea que, apoyándome en la anécdota relatada al comenzar, me dedicaré en esta entrada a criticar al Opuuuuus por su supuesto rigorismo moral, considerándolo a medio camino entre Tertuliano y Orígenes. Tengo para mí que, de serla realmente, esa tentación habrá servido más para la purificación interna de su llamada al servicio de la Iglesia, a la que se ha entregado misionalmente, sin descanso, durante más de ochenta años.

No añado nada original si digo que la vida de Josemaría Escrivá se decide en el periodo de una generación, como proponía Ortega, es decir, los quince-veinte años que median entre que “vio” la Obra en 1927 y su viaje a Roma en 1946. Entre ambas fechas, se dedica incansable a sembrar y ver cómo germinan los primeros brotes de su carisma. Después, la preocupación será consolidar y expandir su Obra.

En todo caso, es imposible entender este carisma fundacional si no se tiene en cuenta que la llamada a la santificación en la vida ordinaria es indisoluble de la conciencia de filiación divina. Los fieles cristianos construyen el Reino de Dios transformando con su trabajo las realidades de este mundo. Dan testimonio así ante los demás hombres de que la justicia y la libertad es tarea de hijos, no de siervos. El Fundador del Opus Dei lo explicó magníficamente en “Amar el mundo apasionadamente”, famosa homilía pronunciada en 1965 en la Universidad de Navarra.

El modelo es Jesucristo, tal como se manifiesta en la Eucaristía. Esperando en el Sagrario, haciéndose presente en el altar, entra en el corazón de quienes se acercan a Él. Él, el Hijo, nos ha alcanzado por el misterio pascual de su Muerte y su Resurrección, participar de su condición divina. Por ello, en la cruz desnuda, el miembro del Opus Dei siente la llamada a identificarse con Cristo, a ser él mismo apóstol, testigo de la salvación que ahora se realiza santificando también la cotidianeidad de unas sociedades secularizadas.

La espiritualidad de Escrivá es así sobrenatural, sin abandonar nunca la naturalidad. El palo horizontal de la Cruz es la santificación en la vida ordinaria, abriendo los brazos a todos los hombres, en cualquier estado y circunstancia, mientras que el vertical, la filiación divina, nos lanza hacia la eternidad. Por ello, desempeña un papel tan destacado el amor por la figura del Padre, que es el nombre por antonomasia con el que los miembros del Opus también se refieren al Fundador. Donde, con ojos humanos, se ve el peligro del culto a la personalidad, en términos sobrenaturales se contempla el icono de la Santísima Trinidad: “El que me ama guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a Él y haremos morada en Él”.

Para evitar cualquier tentación gnóstica, la de una iglesia de perfectos, S. Josemaría supo siempre muy bien que era preciso encontrar el encaje jurídico dentro de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. La erección de la Prelatura personal, tras su muerte, a pesar de los denuestos de quienes descubren turbios manejos por doquier, ha sido una fuente de gracia inmensa para la Obra y también para toda la Iglesia. Admiro su silencio y su obediencia al ser concedida por Roma la misma figura jurídica a los miembros de la Comunión Anglicana que pidieron reintegrarse a la unidad católica y cuando se ha hablado de proporcionársela a la Fraternidad de San Pío X.

“Cuando veas una pobre Cruz de palo, sola, despreciable y sin valor… y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu Cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo… que está esperando el crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú” (Camino, p/178).
 

"Una hora de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de oración". He estudiado mucho, pero todo ello de nada me habría aprovechado sin la gracia de contemplar al Crucificado que ha Resucitado. Y, así, aunque aquel profesor se volviese a reír de mi "jesuitofilia", podré llegar, con él, también al Purgatorio. Aunque sea sólo por confiar en la otra gracia, inmerecida, de la perseverancia final.


martes, 18 de junio de 2013

El páramo de Juan Rulfo.



Mujer en el páramo (1923),
Alphonse Mucha


Hace sesenta años Juan Rulfo (1917-1986) publicaba El llano en llamas, una joya de la cuentística en español. Dos años después daba a la luz Pedro Páramo, una Obra Maestra, así, en mayúsculas, como su título. Nada nuevo digo de unos libros que se han considerado fundacionales del boom hispanoamericano. En la contraportada de una edición de las Obras de Rulfo, por ejemplo, se ha  llegado a mencionar el juicio de Gabriel García Márquez para quien una producción tan intensa y tan breve como la del mexicano representaba en la literatura latinoamericana lo que la obra de Sófocles para la cultura occidental.

Me permito discrepar del maestro colombiano: la mirada trágica de Rulfo, seca, desesperada, brota de Esquilo. Como lector apasionado del primer Nietzsche, en la narrativa de Rulfo advierto ecos de un servidor ditirámbico, con sus muertos y sus espectrales recuerdos corporeizados, ante el cual, además de estupor, “se mezclaba el terror de que en realidad todo aquello no me era extraño, más aún, de que mi consciencia apolínea me ocultaba ese mundo dionisíaco sólo como un velo”.

Mis profesores siempre insistían en la ambigüedad simbólica o mítica del contenido de Pedro Páramo. En la edición que utilicé, también marcada por criterios filológicos, se insistía en la complejidad estructural a que se sometía una fábula en apariencia sencilla, mediante saltos cronológicos y el entramado de diversas historias. Como guía de lectura, ayudaba a seguir los vericuetos de la narración rulfiana en que no pocas veces resultaba casi imposible tomar una decisión interpretativa. ¿Llegó Juan Preciado muerto a Comala? ¿Eran todos los recuerdos de Susana San Juan alucinaciones? ¿Cómo justificar la evolución psicológica del apocado niño hacia el despiadado Pedro Páramo?

Todas estas preguntas, que buscaban reducir a sentido los “huecos” textuales, que diría Wolfang Iser, me resultaban insignificantes ante la inquietante y aterradora continuidad del mundo de los vivos y de los muertos. Se me quedó grabada como la mejor caracterización del protagonista la última frase de la novela: “Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras”. Auténtica imagen de poeta, D. Pedro, violento y fatal, se deshace como una roca sin origen, polvo cósmico del desamor incestuoso de la loca y deseada Susana.

Hace más de veinte años que no releía el viaje de Juan Preciado a las entrañas de Comala. He vuelto a él con el pretexto de tener que evaluar un trabajo sobre una teoría del discurso filosófico en Kojève y Lacan. En mitad de estas páginas, el autor ejemplifica un aspecto del deseo que provoca la ausencia comparándolo con la técnica narrativa de Cien años de soledad de García Márquez –el cual, por continuar con su comparación, me sigue pareciendo el Eurípides latinoamericano−. Una vez desvelada la voz que narra, se nos viene a decir, resulta imposible una relectura “inocente”. Pienso que el autor ha llegado a esta conclusión por no haber leído a Rulfo.

Con Rulfo siempre he tenido la sensación de que no era posible decir que se le leía por primera vez. No es que su imaginación nos presente simplemente realidades humanas conocidas y universales. Es su propio proceso creativo el que toca cuerdas escondidas del subconsciente. Son las ausencias, los “huecos”, las irreductibles intuiciones de la muerte y de la pervivencia, las desapariciones, la que provocan el efecto de fuga de sentido que atenaza y que estimula cualquier experiencia lectora.

Que Juan Preciado llegase vivo o muerto a Comala o que enloqueciese entre sus paredes es lo de menos. Desde el ataúd toma conciencia de que es la sombra, el revés de las palabras, las secreciones verbales de los símbolos, los que generan su voz desleída como la madera podrida por la lluvia y la arena que azotan el páramo de su padre. Nunca se descubre el secreto ni de la estructura ni de la fábula porque es precisamente el silencio que las cubre, la nada que las rodea, las que preservan de toda inocencia una lectura que puede resultar enigmática pero que, sobre todo, transfigura la noche de sentido que todo ser humano atraviesa en busca de una identidad que se manifiesta en la carencia y en la solidaridad.

“Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
 Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo.
Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.
Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.”


Así comienza el primer relato de El llano en llamas. Caminando medio desfallecidos, la tierra que nos han dado está más acá del signo que nos la acerca. Una palabra de soledad compartida.


martes, 11 de junio de 2013

El horizonte invisible de José Mateos.




The Morning after the Deluge (c. 1843),
William Turner


Los poemas de Cantos de vida y vuelta (Valencia, 2013) de José Mateos (1963) me han traído a la memoria un recuerdo infantil de playa gaditana. El mar, turquí, refulgía sobre un horizonte de luz en que el sol se había dispersado en ráfagas de viento. Tengo grabado el instante en que aquel mar y ese horizonte fundían la mirada del niño. No había nada en que fijar la vista. La vista se extendía sobre una fuga sin fin de luz que parecía ¿anunciar? otro reino, allá, allá lejos, donde habita el fulgor olvidado.

La prótesis retórica en el título de Mateos, con desvío, sin embargo, semántico, condensa la intuición de unos poemas que se suceden con una cadenciosa tristeza, grávida de emociones fecundas. El poeta modula su voz en canto desde el silencio contemplativo de un itinerario personal que las palabras intentan atrapar en su esencia más despojada. Ir y volver es, a determinada edad, vivir de vuelta.

En el texto incluido en la solapa de la cubierta, redactado seguramente por el propio autor, se explica que el libro profundiza en dos tonos: uno profético y otro visionario. Con el primero, el poeta pretende decantar los “materiales perecederos” de la «poesía social». Con el segundo, aunque pueda confundir que se use el adjetivo «dantesco» para caracterizarlo, pretende dar cuenta del aprendizaje “de los que han viajado al reino de la muerte y regresan para dar testimonio de la verdad que allí han encontrado”.

De clara ascendencia romántica, no se trazan los contornos de ambos tonos sino con líneas desnudas, como si se quisiese llevar al extremo minimalista las lecciones que unen la poesía de Bécquer con la de Juan Ramón Jiménez. Mateos construye así su libro acogiéndose a la musicalidad interior que moldea el compás de sus sucesivos movimientos, que se desarrollan, entre un prólogo y un  epílogo, a través de cuatro secciones.

Más que circular, el libro adopta una estructura ovalada en que el prólogo y el epílogo marcan lo que considero su tema nodular: el encuentro entre temporalidad y eternidad. La Historia se hace sentir en unas palabras que sopesan el ritmo de su fluir para atrapar, en el instante perdido, el eco de una trascendencia que no puede dejar sino la sombra de la duda.

Emerge así un motivo que, como un basso ostinato, puntea las dos tonalidades melódicas que mencionaba anteriormente y que convierten a ésta en una poesía de la conciencia. Conciencia del límite y de la muerte ante su invisible interlocutor: Dios. Comienza el poeta reconociendo que: “Lo que no sé no es el óxido / que deja un comentario. / Lo que sé no traduce las cosas a su nombre. / Porque el Dios que no sé no tiene nombre”. Y acaba entre desolado y maravillado, reconociendo expectante: “A veces siento el milagro. / Casi toco una verdad. / Pero todo es horizonte / que se aleja más y más”.

La paradoja y la antífrasis (noche y día, saber y no saber, amor y muerte; padre e hijo, el alba y su reverso, el mar y el más allá sin orillas) gobiernan la dicción de estos poemas desplegados en un tono elegíaco que recuerda el de los profetas menores como Joel, cuyo libro es citado, junto con el Poema de Gilgamesh y la Ilíada, en el pórtico de este poemario. El lirismo se hace denuncia; el grito se vuelve invocación. El poeta observa el haz de belleza justo en el momento en que se anuncia su extinción. No es sólo que la vida sea fugaz sino que todo en ella, dolorosamente, está atravesado de finitud.

Los poemas “Noticias del diluvio”, correlativamente numerados, que integran la sección III, contienen esa doble dimensión entre profética y visionaria que el poeta se ha propuesto explorar. Más que hallar respuestas, procuran enunciar con la mayor precisión posible las perplejidades del poeta que no cesan, ni aun encontrando en el deber de escribir un sentido que se torna siempre provisional, huidizo.

Los poemas finales se enfrentan de manera radical con el tejido ontológico que da cuenta de la tarea poética que sólo puede ser el poema mismo. Tensando el agnosticismo en su seriedad interrogativa, el poeta se lanza al misterio de Dios en medio de una niebla de incertidumbres en la que penetra como los místicos apofáticos: la multiplicación de los nombres de Dios indican que allí es imposible reconocerlo. Todos estos nombres, incienso de su ausencia, conducen la palabra hasta el escándalo último (en cursiva el título, Resurectio), en que, vaciándose de sí, le queda al poeta, dubitante, dar el sí al poder transformador del amor y la muerte.


Los nombres que te han dado
Yo no sé lo que eres,
ni si eres siquiera:
Santo Horizonte, incógnito
Señor de cielo y tierra…
Los nombres que te han dado
no sirven.
               Lo que quieras
que seas –verdad última
o ansiedad de una Ausencia−
¿cómo decirlo?
                      Pero que mi palabra
crezca de tu silencio como
nace el musgo en la piedra.


José Mateos acaricia, húmedo, el musgo de la lejanía. Da testimonio escribiendo con la palma de su mano los signos que han grabado en ella las aristas de la piedra.


martes, 4 de junio de 2013

Sangre y agua. El Corazón de Cristo.



Sacro Curore (1740),
Pompeo Batoni


La devoción al Sagrado Corazón de Jesús, cuya festividad se celebra el próximo viernes, entró en crisis en la época posconciliar. Parecía a muchos una indignante reliquia piadosa de otra época, basada en un conjunto de prácticas rituales, como los nueve primeros viernes o la Hora Santa. Por si fuera poco, su formulación moderna, en el siglo XVII, había nacido de una idea que nuestro mundo detesta por completo: expiación y reparación.

Blaise Pascal (1623-1662), látigo de jesuitas, había puesto el acento en una espiritualidad interior, escondida, ante el silencio infinito del universo. Santa Margarita María de Alacoque (1647-1690) respondía con la transfiguración física, apasionada, de un catolicismo que atisbaba la herida que el rechazo secularizador había comenzado a infligir también en el corazón de la cultura europea. Paray-le-Monial frente a Port Royal.

Es cierto que sólo con hacer un repaso a la iconografía que ha inspirado a lo largo de los dos últimos siglos tal devoción se llega a comprender ciertos reproches sobre su sensiblería evasiva. Además su apología había cobrado una ferviente carga de intensidad política en las primeras décadas del siglo XX. Pío XII corrigió con magistral claridad estos peligros en la encíclica Haurietis aquas (1956), resaltando los fundamentos bíblicos y dogmáticos de tal expresión de fe. Visto de cerca, el Sagrado Corazón no sólo simboliza sino que patentiza de manera extraordinaria la Humanidad de Cristo, latiendo con una intensidad tan humana como divina por el sufrimiento de sus hermanos: los que le honran y, sobre todo, los que no cesan de ofenderle.

Aunque hay multitud de sitios que explican y difunden esta devoción, simplemente quiero testimoniar lo que significa en mi vida cotidiana, sin ninguna pretensión teológica ni espiritual. La viví desde niño en mi casa; la aprendí de un jesuita, el P. Gómez Hellín, que seguramente, en mi borroso recuerdo, era un hombre de otra época. Otros jesuitas, otras catequesis, me intentaron convencer de que aquello era un pietismo sin relación alguna con la realidad. Le debo a un libro del P. Pedro Arrupe, En Él solo... la esperanza, haber podido agarrarme a una imagen de ilimitada consolación. También recuerdo que, cuando mencionaba este libro, prologado encima por el sospechoso Karl Rahner, la cara de muchos, zurdos y diestros, era de una perplejidad que rayaba en el temor sobre mi estado mental.

Bajo la devoción al Corazón de Cristo, palpo de un modo vívido a Cristo resucitado que, habiendo sufrido la Pasión, vuelve de nuevo, glorioso, a quedarse con los hombres, en la Eucaristía, en el Sagrario, donde espera con las manos extendidas y el costado abierto la declaración de fe de Santo Tomás: “Señor mío y Dios mío”. Expiar y reparar es conformarse más con Él; pedirle, como decía san Ignacio en la meditación de la Encarnación, conocimiento interno de Él, que por mí se ha hecho hombre, para más amarle y seguirle.

Hace unos años tuve que hacerme unas pruebas hospitalarias. En cierta ocasión, en el box justo enfrente de mí no habían corrido la cortina. Un chaval muy, muy tocado, a duras penas esbozaba una sonrisa. Cuando un tiempo después me alentaron a donar sangre, no lo dudé un instante. Tres o cuatro veces al año me acerco por el hospital, normalmente en torno a señaladas festividades litúrgicas. 

Al principio, mientras estaba tumbado en la camilla, pensaba en gente como aquel chaval. También pensaba en las personas a las que quiero. Cada vez más tengo presente a las que, con razones o sin ellas, me detestan. Ignorada, mi sangre llegará a cualquiera que la necesite para poder conservar el don más preciado, el de la vida. A fin de cuentas, donarla o no tampoco depende de uno, sino del Señor de quien brota toda salud. Por más anónimos que sean nuestros actos, lo que importa es que el Padre tiene grabados con la sangre de su Hijo nuestros nombres en su Corazón:

“En aquel momento tomó la palabra Jesús y dijo: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis agobiados y cansados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera».” (Mt 11, 25-30)


Contemplar el Corazón traspasado de Cristo enseña que es imposible amarlo sin al menos intentar, aunque sea a tientas, la imitación de este movimiento de sístole y diástole: “Voici ce Cœur qui a aimé tant les hommes”.