Mujer en el páramo (1923), Alphonse Mucha |
Hace sesenta años Juan Rulfo (1917-1986) publicaba El llano en llamas, una joya de la cuentística
en español. Dos años después daba a la luz Pedro
Páramo, una Obra Maestra, así, en mayúsculas, como su título. Nada nuevo
digo de unos libros que se han considerado fundacionales del boom hispanoamericano. En la
contraportada de una edición de las Obras de Rulfo, por ejemplo, se ha llegado a mencionar el juicio de Gabriel García Márquez para quien una producción tan intensa y tan breve como la del mexicano
representaba en la literatura latinoamericana lo que la obra de Sófocles para la
cultura occidental.
Me permito discrepar del maestro colombiano: la mirada
trágica de Rulfo, seca, desesperada, brota de Esquilo. Como lector apasionado del
primer Nietzsche, en la narrativa de Rulfo advierto ecos de un servidor
ditirámbico, con sus muertos y sus espectrales recuerdos corporeizados, ante el
cual, además de estupor, “se mezclaba el terror de que en realidad todo aquello
no me era extraño, más aún, de que mi consciencia apolínea me ocultaba ese
mundo dionisíaco sólo como un velo”.
Mis profesores siempre insistían en la ambigüedad simbólica
o mítica del contenido de Pedro Páramo. En la edición que utilicé, también marcada
por criterios filológicos, se insistía en la complejidad estructural a que se
sometía una fábula en apariencia
sencilla, mediante saltos cronológicos y el entramado de diversas historias.
Como guía de lectura, ayudaba a seguir los vericuetos de la narración rulfiana
en que no pocas veces resultaba casi imposible tomar una decisión interpretativa.
¿Llegó Juan Preciado muerto a Comala? ¿Eran todos los recuerdos de Susana San
Juan alucinaciones? ¿Cómo justificar la evolución psicológica del apocado niño hacia el despiadado Pedro Páramo?
Todas estas preguntas, que buscaban reducir a sentido los “huecos”
textuales, que diría Wolfang Iser, me resultaban insignificantes ante la
inquietante y aterradora continuidad del mundo de los vivos y de los muertos. Se me quedó grabada como la mejor caracterización del protagonista la
última frase de la novela: “Dio un golpe seco contra la tierra y se fue
desmoronando como si fuera un montón de piedras”. Auténtica imagen de poeta, D.
Pedro, violento y fatal, se deshace como una roca sin origen, polvo cósmico del
desamor incestuoso de la loca y deseada Susana.
Hace más de veinte años que no releía el viaje de Juan
Preciado a las entrañas de Comala. He vuelto a él con el pretexto de tener que evaluar un trabajo sobre una teoría del
discurso filosófico en Kojève y Lacan. En mitad de estas páginas, el autor
ejemplifica un aspecto del deseo que provoca la ausencia comparándolo con la técnica
narrativa de Cien años de soledad de
García Márquez –el cual, por continuar con su comparación, me sigue pareciendo el
Eurípides latinoamericano−. Una vez desvelada la voz que
narra, se nos viene a decir, resulta imposible una relectura “inocente”. Pienso que el autor ha llegado a esta conclusión por no haber leído a Rulfo.
Con Rulfo siempre he tenido la sensación de que no era
posible decir que se le leía por primera vez. No es que su imaginación nos
presente simplemente realidades humanas conocidas y universales. Es su propio
proceso creativo el que toca cuerdas escondidas del subconsciente. Son las ausencias, los “huecos”, las irreductibles
intuiciones de la muerte y de la pervivencia, las desapariciones, la que
provocan el efecto de fuga de sentido que atenaza y que estimula cualquier
experiencia lectora.
Que Juan Preciado llegase vivo o muerto a Comala o que enloqueciese entre sus paredes es lo de menos. Desde el ataúd toma conciencia
de que es la sombra, el revés de las palabras, las secreciones verbales de los
símbolos, los que generan su voz desleída como la madera podrida por la lluvia
y la arena que azotan el páramo de su padre. Nunca se descubre el secreto ni de
la estructura ni de la fábula porque
es precisamente el silencio que las cubre, la nada que las rodea, las que
preservan de toda inocencia una lectura que puede resultar enigmática pero que,
sobre todo, transfigura la noche de sentido que todo ser humano atraviesa en
busca de una identidad que se manifiesta en la carencia y en la solidaridad.
“Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo.
Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.
Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.”
Así comienza el primer relato de El llano en llamas. Caminando medio
desfallecidos, la tierra que nos han dado está más acá del signo que nos la
acerca. Una palabra de soledad compartida.
Dice Manuel Rivas que la prosa de Rulfo le recuerda la de la Biblia. Y creo que es cierto.
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