Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.
Mostrando entradas con la etiqueta Siglo XIV. Mostrar todas las entradas
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sábado, 3 de agosto de 2019

El sepulcro vacío.



El entierro,
Fra Angelico (1438-1440)

Al asomarse al sepulcro vacío de una obra acabada, el lector percibe intensamente que el sentido que ha ido tramando mientras la vivía abre una diferencia y un vacío. Puesto que la comunicación se ha esfumado, parecería que no queda nada por comunicar. Nota que no es posible ya restaurar el lenguaje que le era común. Su manera de hacer, súbitamente, se ha deshecho. Sin embargo, oscuramente, suspendida, se ilumina una nueva manera de ver, que permanece en espíritu, literalmente, de una fidelidad absoluta. La palabra ha grabado en la piel de sus textos una llamada a la fe. Sólo entonces, al creer -al abandonarse a su finitud trascendida- se empieza a entender la escritura que su autor, a tientas, ha modelado casi sin saber a ciencia incierta.

Siete años después de haber comenzado este blog Donna mi prega se acerca la prueba más exigente: aceptar su muerte. No es el fruto del cansancio ni del miedo, ni tan siquiera de la vejez de Cavalcanti. En su plenitud la asume libremente. Comprende de forma aguda que no podrá alcanzar la meta de su peregrinación si no acepta renunciar incluso a sí mismo. Quien quiere ganar su vida, debe perderla. Ha atisbado la inmediatez física de su profesión escatológica que nuestro mundo niega con sarcásticos aullidos: la esperanza de una resurrección sólo visible a los lectores que sean capaces de comulgar con él. Para el resto, sus entradas serán sólo una muesca de silencio y olvido. La imitación del Maestro reclama el seguimiento más radical.

Decía Gaston Bachelard que “en el reino de la imaginación absoluta se es joven demasiado tarde”. Es cierto que la celda, el claustro, el monasterio que poco a poco ha ido alzando Cavalcanti en este desierto virtual tiene un fondo onírico insondable sobre el que el pasado personal ensaya sus colores peculiares. Rememoro así al hospedero jerónimo de El Parral proponerme en mi lejana juventud que me quedase entre aquellos muros. Sonreí y seguí camino.

Durante el kairós que ha atravesado la existencia moral y anagógica de este periodo digital he acabado formulando una estética y una teología. Ni siquiera podía imaginar el fondo (anti)posmoderno cuando lo comencé sin aparente orden ni concierto en el último cuarto de 2012. Compruebo al final de la jornada que poseía bien definido, entre brumas, las líneas de su código genealógico por (re)descubrir en sus futuras y pasadas lecturas.

Apenas leídas sus primeras entradas, aunque siempre con idéntica vocación minoritaria, Cavalcanti no desfalleció e inició una fase disciplinada durante la que desplegaría, con un ritmo semanal, los temas principales que han caracterizado este blog. De base religiosa y poética, cada vez más partía de la memoria personal y familiar como eje de la crítica literaria que no se ha cansado de ejercer. 

Por la tensión inherente de su mirada y sus objetos empezó a cobrar fuerza también aquella mencionada línea (anti)moderna que quedó sintetizada en el símbolo de un partido güelfo. En vez de acentuar su dimensión civil, se retiró desde el principio -no huyó- al desierto, donde fue brotando su stilnovismo claravalense. Cavalcanti siempre se ha sentido más próximo a Ezra Pound y los prerrafaelitas que a T. S. Eliot y a los elisabetianos. Ha vencido, no obstante, las peligrosas tentaciones barrocas de sus ascendientes acogiéndose, estilizado y gótico, al hábito blanco de San Bernardo. Tradición, teología y política fundaron así la base de la Trilogía güelfa que entre 2014 y 2016 reunió en volúmenes de papel.

La propia estructura de estas entradas, tan seriadas, responden no a una decisión de lograr un cómodo molde de repetición, sino a una voluntad a la vez rígida y flexible de organizar un cancionero prosístico bajo la forma interpuesta y recreada de la balada y el villancico. A partir de una cabeza que incluía toda una serie de reflexiones autobiográficas, se han desarrollado los pies de una argumentación literaria y teológica que, tras la vuelta de un fragmento citado que rima, ecfrásticamente, con la obra plástica inicial, culmina, como un comiato, en una síntesis pseudoaforística.

Como su consecuencia natural, durante la etapa de madurez se han organizado leves series de las que se hacía eco, a su vez, la entrada final de cada curso académico bajo la sombra de una cita poética de Guido Cavalcanti o de Dante Alighieri. Como miniaturas bizantinas engastadas ligeramente las unas en las otras, autoantologadas, guardo especial inclinación por mi reivindicación entrecruzada de las artes liberales y los studia humanitatis con las tres vías espirituales representadas por la ascesis, la contemplación y la unión: pintura, música, poesía y, por último, filosofía.

Un güelfo stilnovista y claravalense no ha podido resistir tampoco la obligación de practicar una anglofilia particular, de fundamentos también memorialísticos. No puede ser otro el suyo que el de los restos martiriales del mundo recusante. No es la Inglaterra imperial la que lo deslumbra, sino la extinción troyana de su medievalismo en sus orígenes modernos. De William Byrd y Robert Burton a John Henry Newman, de John Dowland y Edmund Champion a G. K. Chesterton o Evelyn Waugh ha querido indagar en la pulsión insular, eremítica, de su propia sensibilidad.

De toda su trayectoria sólo ha lamentado que un momento de despegue vertiginoso de sus visitas coincidiese con una serie de entradas polémicas. Arrastrado por el celo de una santidad imposible pero imprescindible, debió sufrir justamente en silencio la airada y mínima reacción de la secular ejemplaridad. Por ello, decidió no volver a entrar en disputas escolásticas como las que pudiera haber mantenido Bernardo de Claraval con Abelardo. Sabiéndose derrotado de antemano, en un tiempo que le es ajeno, ha acotado su análisis a la época cismática que ha creído descubrir que nos toca vivir y que ya no refleja sino los siglos XIV y XV. En medio de Aviñón, estoico y contemplativo, ha acabado de fundar su Petit Clairvaux, escondido y heterónimo.

En su última fase, Cavalcanti ha pretendido adoptar un tono más meditativo, más sereno, ¿acaso más melancólico? De hecho, en estos últimos dos años ha abandonado la regularidad semanal y ha optado por un ritmo alterno entre la quincena y el decenario, entre los misterios dolorosos del martes y del viernes. Aun reteniendo sus excesos gnósticos, no ha podido ni querido evitar, como un rasgo decisivo de su estilo hermético, las correspondencias numéricas. Cada uno de los años previos contenía un número primo de entradas, la suma de cuyas unidades, con una sola excepción, resultaba Once, como el número de los Apóstoles que se dispersaron y que volvieron a reunirse a la espera de una nueva Venida.

Luego sepa el cristiano que nunca alega el diablo autoridad en el verdadero sentido, que trae arrastrado de los cabellos para que con diligencia aparente venga a encararla contra el paciente; y todo lo que falta de las palabras suple él de unos colocados embaucos. Como albañil remendón que quiere atapar agujero cuadrado con piedra de tres esquinas, y lo que le falta hinche de barro. Luego el verdadero cristiano al temor de la muerte socorrerá con la virtud de la fe. Por lo cual firme y verdaderamente tendrá que, aunque el cuerpo se muera, el ánima es inmortal. Lo cual firmemente creído basta para consolar la muerte del cuerpo. Más será buen consejo que no gaste el paciente todo el tiempo del tránsito con aquellos temores del infierno; que, con una santa y humilde osadía, después que hubiere invocado la misericordia divina, volverá su imaginación a la gloria del cielo. Y contemplará lo mejor que pudiere aquella bienaventuranza en que reposan los siervos de Dios”.
(Alejo de Venegas, Agonía del tránsito de la muerte)


En camino indesmayable de su Reino, permaneceré sentado allí enfrente del sepulcro, celda monástica mía, donde se concentra una certidumbre de ser.

viernes, 14 de septiembre de 2018

Eclesiolatría.



Bonifacio VIII proclama el Jubileo de 1300,
Giotto (1300)

En las conversaciones esporádicas que mi heterónimo mantiene con Daniel Capó se consuelan mutuamente de la velocidad desencadenada de los acontecimientos actuales. Melancólico, Capó observa que el orden liberal de la posguerra mundial se ha colapsado y que su sistema de equilibrios, incluidos los culturales, está en derribo por la acción confluente de fuerzas revolucionarias que podrían entenderse casi en un sentido apocalíptico.

martes, 10 de julio de 2018

Abraham y Ulises.



Abraham y los tres ángeles.
Jan Victors (1640)


Cualquier profesor de crítica literaria ha recurrido alguna vez sin pudor al relato de un fugitivo Erich Auerbach (1892-1957) en Estambul componiendo de memoria, sin bibliotecas que pudiera consultar, su obra maestra, Mímesis. La representación de la realidad en la literatura occidental. Publicada por primera vez en alemán en 1946, hubo de esperar a la aparición de su traducción inglesa en Princeton University Pres en 1953, aunque ya había conocida una edición en español en 1951, para convertirse en el libro empíreo que ni el postestructuralismo ni los estudios culturales han conseguido erradicar de la memoria académica.

viernes, 4 de mayo de 2018

Amadís lo Blanc.



The Love Song,
Edward Burn-Jones (1868-1877)

Hace veinticinco años bajaba a media tarde entre puestos de libros por una feria todavía sin globos ni carpas de partidos políticos, sin hileras de colegiales trotando entre una compacta romería cultural. Me preguntaba si mi futuro inmediato habría de desembocar en aquel puerto de mar al que la ciudad no ha dejado nunca del todo de dar la espalda. Me equivocaba.

viernes, 13 de abril de 2018

Las estrellas del Bosco.



El Jardín de las Delicias,
Panel exterior (1500-1505),
Hyeronimus Bosch

Nunca he visto a nadie disfrutar tanto haciendo un puzzle como a mi donna tolosana. De tanto en tanto se lamenta, con sonrisa resignada, de no tener tiempo para lanzarse durante una semana por el tobogán de un puzzle de diez mil piezas sobre un modelo apenas figurativo, como, ¿qué sé yo?, Impresión de sol naciente de Claude Monet.

viernes, 29 de diciembre de 2017

En la cripta de Barbazul con Primo Levi (y II).



L'incendie de Rome,
Hubert Robert (1785)


Mientras descendía los peldaños minúsculos de la cripta de su Barbazul universitario en la entrada anterior, mi heterónimo se iba preguntando por qué George Steiner, que tantas páginas ha dedicado a la poesía de Paul Celan como situada “al norte del futuro”, apenas ha mencionado sino muy puntualmente los relatos de los sobrevivientes de los campos de exterminio.

martes, 7 de noviembre de 2017

El monasterio interior y el Jardín del Edén.



Lavatorio de pies,
Duccio di Buoninsegna (1308-1311)

Andaba cabizbajo hace unas semanas. Había visto anunciada una conferencia del abad de Montserrat en el Hotel Palace de Barcelona. Con la excusa social para un cóctel-almuerzo de ciertas élites sociales y empresariales, sus representantes acudieron, en el fondo, para plantear la pregunta que el abad deseaba oír sobre el papel político que le gustaría desempeñar en las actuales circunstancias de Cataluña. A mí, sin embargo, me dejó descorazonado el título de su conferencia: “Los monasterios hoy. ¿Parásitos o artífices de un nuevo humanismo?”. A una pregunta así, la respuesta, por más que se pretenda propositiva, no resulta obvia. ¿No será que el «nuevo humanismo» no basta como justificación de un ritmo y de un modo de vida que se consideran «parasitarios»?

martes, 17 de octubre de 2017

Tras la trilogía güelfa (y II).



Canto XXI, Paradiso,
Disegni per la Divina Commedia,
Sandro Botticelli (1480-1495)

Léon Bloy, platónico, anotaba en sus Diarios que “la voluptuosidad infinita, eterna, no será ver a Dios, sino volver a ver a Dios”. Cavalcanti, paulino, reconoce que “la creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió” (Rom. 8, 20). Abatido, no vencido, hijo de Adán, observa que entre las delicias edénicas del Jardín y la ciudad celeste de Jerusalén resplandecerá por siempre la Cruz de Cristo. La tentación más fuerte que experimenta su escritura lo está empujando al pináculo milenarista del Templo (y del Tiempo) agónico que vivimos. De arrojarse, sabe que la misericordia de Dios, entre las lágrimas de sus ángeles, permitirá que su alma siga rebotando en cada una de las piedras con la que ha ido chocando. Pisoteada por los dragones y las víboras que anidan y reptan entre sus ruinas, no dejará de combatir, peregrina absoluta, las mentiras que las figuras contemporáneas del Anticristo han logrado imponer bajo el principio de no no contradicción. Tras ellas, impidiéndole de momento el paso, atisba los muros de su monasterio…

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martes, 30 de mayo de 2017

Voi che savete ragionar d'Amore...



Psyque Opening the Door into Cupid's Garden,
John William Waterhouse (1904)

Hace un año cerraba aquel curso de este blog retirándome al lar de mi donna tolosana, donde ahora vuelvo a reclinarme herido y reposando. No imaginaba entonces, si no la profundidad, el efecto de perspectiva existencial que provocarían en mi heterónimo algunos cambios que él había anunciado y cuya huella se ha grabado en la carne de mi escritura a lo largo de estos meses.

martes, 24 de enero de 2017

Hans Urs von Balthasar en el Infierno de Dante.



Descenso de Cristo a los infiernos,
Duccio di Buoninsegna (1308-1311)

"Poscia: «Più non si va, se pria non morde, / anime sante, il foco: intrate in esso, / e al cantar di là non siate sorde»" (Purg. XXVII, vv. 9-11)

Confesaba hace un par de semanas mis inclinaciones ignacianas de juventud que me llevaron a leer, para preocupación de ciertos compañeros, algunos libros de Karl Rahner (1904-1984) y de Hans Urs von Balthasar (1905-1988). Los abandoné enseguida, por una mezcla de falta de preparación intelectual y de una personal sensación de frialdad. Guardo, no obstante, el recuerdo de una oración de Rahner, «Dios de mi Señor Jesucristo», como uno de esos textos que, aun vistos desde la distancia, acompañaron y sostuvieron realmente horas de abatimiento. En aquel desierto posconciliar, lleno de guitarras y de palmas, un peregrino debía beber hasta la savia de los cactus para no perecer de sed. Cada cual con su vocación…

martes, 15 de noviembre de 2016

El Temple de Bembibre.



The Dedication,
Edmund Blair Leighton (1908)

En los últimos meses Gregorio Luri ha compartido sus incansables lecturas de los desventurados pensadores del siglo XIX español, en especial de Donoso Cortés y Jaume Balmes, por un lado, y de Juan VarelaMarcelino Menéndez Pelayo, por otro. ¿Quién sabe? Quizás, irónico, estará tejiendo una réplica -una matización- a aquel juicio de Ortega en las Meditaciones del Quijote sobre la época de la Restauración canovista: “Durante ella llegó el corazón de España a dar el menor número de latidos por minuto”.  Clara y oscura, profunda y superficial, esta rara asociación de los nombres de Luri y Ortega me ha lanzado a releer la novela histórica a mi juicio más singular del Romanticismo español: El señor de Bembibre (1844) del contemporáneo de Balmes y Donoso Enrique Gil y Carrasco (1815-1846).

martes, 2 de agosto de 2016

El cisma de Aviñón.



La Vierge de Miséricorde,
Enguerrand Quarton (1452)

El siglo XIV es apasionante.  De una riqueza de matices sorprendente, está atravesado por una herida profunda que ha dejado su huella indeleble en la imaginación de Europa. Francesco Petrarca modeló en su poesía la sentimentalidad europea de los siglos clásicos. Giovanni Bocaccio o Geoffrey Chaucer trazaron la narrativa de un mundo humanista a punto de emerger, escindido entre una razón que se eclipsaba y una fe luminosa que creía redescubrir la realidad clásica. Es el siglo de los nombres de Guillermo de Ockam y de la apasionada defensa de Collucio Salutati, para quien los studia humanitatis estaban estrechamente vinculados con los studia divinitatis. En la revisión del espíritu y la letra, no obstante, la salida del “oscuro” medievo hubo de atravesar el apocalipsis de la peste. ¿Hay algún origen sin su caída?

martes, 3 de mayo de 2016

Ramon Llull en piélago de amor.



Miniatura de la iluminación de Randa y la enseñanza en París (1274-1278)
Breviculum ex artibus Raimundi Lulli electum
Thomas Le Myésier (1321)

Hace unos meses ofrecía la catastrófica crónica del acto de inauguración de los fastos efímeros del séptimo centenario de la muerte de Ramon Llull (1232-1316). Durante este tiempo me ha quedado la mala conciencia de no haber aprovechado la ocasión de regresar al recuerdo de mis lecturas del beato mallorquín. Tras las últimas semanas de este blog, tan poco ejemplares, necesito zambullirme en la compleja santidad del enigmático poeta, filósofo y místico que escribió el Llibre de la contemplació en Déu (1276).

martes, 8 de diciembre de 2015

El lulismo indepe.



Miniatura del Viaje a Bugia (1307)
Breviculum ex artibus Raimundi Lulli electum,
Thomas Le Myésier (1321)

Por razones académicas paralelas asistí hace unos días con mi amigo germanófilo a la inauguración de los fastos generalicios en loor del beato Ramon Llull (1232-1316) en el Palau de la Generalitat de Catalunya. Nos sentamos esquinados para observar la monotonía de un acto oficial, a la espera de alguna revelación de ética pura kantiana que justificase nuestra insurrección. No obstante, si hace unos meses nos divertimos con los pedagogos flipaos, como lulistas indepes salimos un tanto defraudados. Pero, dado que me tomo a pecho el nombramiento que mi amigo me hizo entonces de "cronista de la catástrofe", debo a mis lectores un pequeño reportaje.

martes, 15 de septiembre de 2015

Si Patronio...



El Juicio Final,
Pintura mural del Convento de San Pablo de Peñafiel (siglo XIV)


Además de arriesgarse a publicar los libros de mi heterónimo, mi editor aún conserva el heroísmo de leer mis divagaciones con entusiasmo. Me apuntaba hace poco, como al paso, un comentario con tal carga de profundidad que me ha dejado tocado.

martes, 7 de abril de 2015

Pobreza y liturgia.



San Benito da la Regla a los fundadores de Monte Oliveto,
Il Sodoma (1505-1508)

Con su lapidaria sentencia “Monachatus non est pietas” Erasmo contribuyó decisivamente al crepúsculo de la sabiduría monástica medieval en los albores de la modernidad. Asociada a partir del Humanismo renacentista con monjes gordos, lascivos, perezosos, codiciosos e inútiles, su destrucción sistemática, desde la Reforma a las desamortizaciones del siglo XIX, obligaría a reescribir aquellas palabras del Enchiridion militis christiani en estos otros términos: “In monachato non est pietas”.

martes, 16 de septiembre de 2014

La galería mística de Cavalcanti.




Las Meninas,
Diego de Velázquez (1656)


Suelo detestar, porque me fascinan, los recursos autorreferenciales que la literatura contemporánea ha explotado hasta el paroxismo, copiando una y otra vez, y degradando platónicamente, la época barroca. Después de Las Meninas cualquier intento de evidenciar el proceso de creación está abocado al plagio. Amar la tradición, en cambio, es lo único digno que la bancarrota humanista aún no ha puesto en concurso de acreedores, aunque ya vayan apretando las tuercas los metapedagogos. Entre gozarla y prostituirla a la (pos)modernidad siempre le ha atraído más la pose canalla del proxeneta. Admito que sólo una honestidad estética como la de Toulouse Lautrec, o de Baudelaire, redimió momentáneamente al uno y a la otra. Aún así, no me rindo a su extinción.

Tras la entrada anunciando mi peregrinación, vuelvo a incurrir en ese vicio solitario y a la vez público de seguir la trama de mi identidad poética. En la galería artística con que he ido encabezando las reflexiones de este blog cavalcantesco he deseado explorar no tanto la ilustración –término temible- de un tema, sino la fuerza seminal que contiene y que apenas sé desarrollar sino reflejándolas en las imágenes que genera la escritura. A posteriori, me esfuerzo en remontarlas, mediante una anamnesis irónica y (relativamente) azarosa, a reproducciones pixeladas de una calidad decente. Como parodia junguiana, en ellas cristalizan arquetipos de mi inconsciente.

Como no puedo a mi pesar dejar de leer a Platón –Sócrates me parece el más peligroso de los sofistas: busca la verdad en el silencio de su daimon interior−, debo acordar con Gregrorio Luri, en un libro hermoso y discutible, El proceso de Sócrates (1998), que la tensión erótica de la mirada “imposibilita el nihilismo hermenéutico, es decir, la disgregación del alma en una pluralidad subjetiva de vivencias”. El otro –el cuadro, la sonata, el poema: el ser humano−, al ser amado, centra el yo y lo abre a la pregunta sobre la verdad.

Por ello, la mayoría de mis entradas están encabezadas por una pintura famosa y se cierran con una cita larga. En el fondo, la glosa final procura sin apenas éxito superar el hierático vagabundeo de mi estilo. Reconoce, exhausta, su impotencia ante las palabras fijadas en el orden de su maravilla entrecomillada. Como un monje que caligrafía, inclinado sobre un scriptorium digital, ante la gramática entrevista del ser, dejo en sus bordes las interjecciones de la admiración y del amor. No basta con escuchar en el silencio del corazón la forma que dibuja la alteridad. Hay que atender la cesura del silencio, la voz más allá de todo eco. ¿Acaso mirada agápica?

Supongo que tendrá lecturas psicoanalíticas el hecho de que, recorriendo las imágenes de mis entradas, he seleccionado diez mediante el método de la asociación azarosa. Obviamente el resultado no ha sido, en absoluto, casual. Se unen desdoblándose los estilos. Los siglos clásicos, el XVI y el XVIII, no me representan ya. Apenas el barroquismo. Advierto la añoranza de la liturgia en el desierto de los sentidos: lo fantástico del realismo que rebosa en la lírica seriedad de la esperanza escatológica. Una pizca de pesimismo antropológico –la economía de la salvación dinamiza la naturaleza caída− me recuerda que, más que la Jerusalén celestial, añoro el tiempo todavía incumplido de la Segunda Venida.

Contemplo así el atardecer en la playa de Santiago de la Rivera desde la distancia luminosa del mar. Como una amenaza latente, en plena luz revolotean, a mis espaldas, sobre el campo de trigo los cuervos de la sospecha. Febrero, en cambio, es el mes de la soledad, de la muerte. Su realismo, si no es metafísico, acaba ocultando entre los castillos de la memoria los cadáveres de mis maniquíes. Es preciso deshacer las formas, regresar a la mañana después del diluvio, para encaminarse al exilio de la única patria imaginaria de un güelfo: Roma. Si Cavalcanti no quiere perderse por el bosque de sus baladas debe seguir la senda ojival de Claraval. ¿Qué otra misión puede calmar su sed que no sea el abrazo de la oración? Contemplar la resurrección de la carne: nacimiento y juicio de la nueva tierra.

Por tanto, en este camino el entrar en camino es dejar su camino, o por mejor decir, es pasar el término; y dejar su modo es entrar en lo que no tiene modo, que es Dios; porque el alma que a este estado llega, ya no tiene modos ni maneras, ni menos se ase ni puede asir a ellos. Digo modos de entender, ni de gustar, ni de sentir, aunque en sí encierra todos los modos, al modo del que no tiene nada, que lo tiene todo; porque, teniendo ánimo para pasar de su limitado natural interior y exteriormente, entra en límite sobrenatural que no tiene modo alguno, teniendo en sustancia todos los modos. De donde el venir de aquí es el salir de allí, y de aquí y de allí saliendo de sí muy lejos, de eso bajo para esto sobre todo alto”
(San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo).

Contradiciéndome, oxímoron de la fe, busco ser mirado en la palabra del Otro, verdad mía.


martes, 26 de agosto de 2014

La refutación "güelfa" de Guiu de Terrena.



Santa Catalina ante el Papa en Aviñón,
Giovanni di Paolo (1460-1463)


De modo imprevisto me topo con una edición trilingüe –en latín, catalán e inglés− de la refutación inédita de los errores contenidos en el Defensor pacis (1324) de Marsilio de Padua. Está redactada por un carmelita catalán llamado Guiu de Terrena (1270-1342), que fue, además de prior general de su Orden, obispo de Mallorca y de Elna –la actual Perpiñán− y consejero del primer papa aviñonés Juan XXII. Un volumen en apariencia tan filológico, tan académico (Santa Coloma de Queralt, 2014), guarda un tesoro de inteligencia que, en su fragmentariedad y en su latín eclesiástico y canonista tan moliente, admite lecturas extrañamente contemporáneas.

El coordinador de la edición, Alexander Fidora, presenta con sucinta claridad la trayectoria intelectual de este fraile cuyo consejo fue muy apreciado en los primeros compases, tortuosos como todos aquellos tristes años, del papado aviñonés. Fidora expone también la estructura y fuentes de la refutación de fray Guido en un triple nivel teológico: histórico, lógico y exegético. Analiza finalmente su huella en la bula papal Licet iuxta doctrinam (1327) en que se condenaban expresamente los errores de Marsilio y de su colega Juan de Jandun, comparando su informe con los que también solicitó el papa Juan al agustino Guillermo de Cremona y al carmelita Sibert de Beeck. 

Parece que los tres informantes no habían tenido acceso directo a la obra del ex-rector parisino Marsilio, sino que elaboraron su dictamen sobre un elenco de proposiciones presentadas en sus rasgos generales. Aun así, resulta evidente que supieron enmarcar el debate en sus justos términos, sin deformar el pensamiento marsiliano al que, por otra parte, como es lógico se oponían. ¡La oscura integridad medieval…!

Siete siglos después produce cansancio advertir que el laicismo posrevolucionario, y el cristianismo liberal, actualizan exasperadamente las mismas discusiones, con un prurito de modernidad que debería de empezar a resultar ridículo, si no fuera por su implícita violencia. Oyendo hablar de colegialidad, de conciliarismo, de democracia interna, de derechos humanos en la Iglesia, como si las luces ilustradas aún hubieran de despejar las sombras oscurantistas de una institución anacrónica, regresan con fuerza los enunciados de la bula de Juan XXII.

Cada paso que parece ganarse para la libertad y la igualdad pasa a ser ocupado y garantizado –yo diría invadido− por la figura del “imperium”. Si Pedro no pudiera atribuirse más autoridad que ningún otro apóstol, pues Cristo no lo habría designado como vicario suyo, entonces al emperador correspondería de pleno derecho instituir, deponer o castigar al Papa, como hizo Luis IV de Baviera con el propio Juan XXII. Si todos los sacerdotes, incluido el Papa, tuvieran la misma autoridad y jurisdicción, sólo el emperador, de acuerdo con sus leyes y sus intereses, podría castigar o permitir que se castigase en la Iglesia. Dad al César lo que es suyo, es decir, todo lo vuestro.

En el manuscrito de la confutatio de nuestro Guiu, doctor breviloquus, sólo se conserva su respuesta al primer error: que los bienes temporales de la Iglesia están sometidos al emperador, que puede considerarlos suyos. En Mt. 17, 24-27, Cristo pagó el impuesto del dracma haciendo que Pedro fuese al lago a pescar un pez de cuya boca pudiera sacar la moneda. Marsilio de Padua concluía que Jesús cumplió por obligación y no por condescendencia o por libre disponibilidad.

Tras leer al obispo Guido, uno echa en falta el rigor y la precisión intelectual, además de la valentía eclesial, de aquellos pastores. Cuando escucho los argumentos de la discusión en torno a la propiedad de la Catedral-Mezquita de Córdoba, o sobre el pago del impuesto del IBI, o sobre la asignatura de religión, y a continuación atiendo la defensa de nuestros obispos echando mano de la Constitución, de los Acuerdos con la Santa Sede, de los enormes beneficios sociales de su labor asistencial, etc., a mí se me cae el alma a los pies.

La Iglesia no quiere entender que los tiempos del trono y del altar se han acabado en cualquiera de sus formas. Si la Iglesia quiere ser libre, debe asumir que en su misma constitución divina se opone irremediablemente a los poderes de este mundo. Si Roma –y difícilmente Aviñón− significa algo es precisamente la resistencia, el residuo de legitimidad teocrática, que impide que el mismo Estado se despeñe por formas, a cual históricamente más monstruosa, de despotismo y de tiranía enloquecidos. Comprendo que estas palabras suenen cavernícolas, pero sin Dios y bajo Moloch, limitada a tareas meramente asistenciales en el ámbito social y educativo, ¿no le bastaría al Estado desarrollar una ley de libertad religiosa para garantizar realmente la irrelevancia profética de la Iglesia Católica en España?

“Así pues es erróneo y herético y va contra la Escritura decir que el emperador podría tomar como suyos todos los bienes de la Iglesia. Además, si el emperador puede tomar, según el deseo de su voluntad, todos los bienes temporales de la Iglesia, entonces, sin objetos temporales, los sacerdotes de la Iglesia no podrían oficiar, razón por la cual el Señor ordenó que “quien sirva al alta, viva del altar”. Por tanto, si el emperador puede tomar lícitamente los bienes temporales de la Iglesia como suyos, también podría eliminar lícitamente el culto divino y el oficio divino. Decir esto es completamente blasfemo y del todo herético, ya que equivale a decir que el hombre podría legislar contra el precepto divino, por ejemplo, ordenando que no se honre a Dios ni se le sirva con el debido obsequio sino que se obedezca al hombre más que a Dios, el cual ordenó por medio del profeta: «Aclamad a Dios todos los pueblos de la tierra, servid al Señor con alegría»”.

Sin el culto y el oficio divinos, ¿qué último refugio encontrarían los nonatos y los enfermos irreversibles?


martes, 18 de marzo de 2014

Beatriz celeste.



Dante and Matelda,
John William Waterhouse (1915)

Confieso que he incurrido muchas veces en la anécdota tópica de elogiar Mímesis (La representación de la realidad en la literatura occidental) (1946) porque Erich Auerbach (1892-1957), el autor de esta monumental obra de crítica literaria, la redactara casi de memoria en su exilio de Estambul durante la Segunda Guerra Mundial, con apenas la bibliografía que necesitaba a su alcance. Quizás relatarla haya sido la forma que el pudor ha adoptado para no expresar la profunda conmoción que me produjo la lectura de las páginas que allí dedicaba a la negación de Pedro.

Según Auerbach, “demasiado seria para ser cómica, demasiado contemporánea y cotidiana para ser trágica, políticamente demasiado insignificante para ser historia”, esa escena desafía los límites genéricos de la literatura grecorromana por el uso del discurso directo, por no decir coloquial. A fin de cuentas, la comprensión pascual oscila siempre entre lo literal y lo alegórico, entre la apariencia sensible y el significado. Cuando canta el gallo por segunda vez, Pedro entenderá el sentido de su traición. Siempre se llega tarde a la comprensión. La hermenéutica ilumina la caída de nuestra naturaleza.

Sólo en perspectiva escatológica es posible comprender la tensión de la cultura europea, entre la herencia pagana de un mundo clausurado, degenerado en formas diversas de espiritualismo, y la visión cristiana de una realidad transfigurada. Ambiguo como todos los alemanes, fascinados por la Roma imperial que sólo podría seguir sosteniéndose en una esperanza trascendente, Auerbach había advertido la consumación de este equilibrio en la Comedia, a la que consagró las páginas vibrantes de Dante, poeta del mundo terrenal (1929).

En este libro propone que el realismo figurativo que Dante logró forjar recuperaba plenamente el fundamento cristiano de la historia que “es algo más que la parusía del logos, algo más que la aparición de la Idea. Es al mismo tiempo el sometimiento de la idea al carácter problemático y a la desesperante arbitrariedad del suceso terrenal”. Dado que el cristianismo libera los límites sociales y estéticos, donde dice Comedia podríamos observar, según Auerbach, una visión igualmente trágica.

Desmintiendo la realidad a cada paso las decisiones políticas del florentino, sin embargo sus intuiciones no dejan de ser decisivas para esbozar el tránsito entre la ciudad humana y la civitas Dei. Dante sólo podrá escapar del simulacro esteticista postmoderno, al que se le podría confinar, atravesando hasta nosotros el Empíreo al que ya había ascendido siendo mortal. Quienes nos arriesguemos todavía a acompañarlo por el ultramundo notaremos más dramáticamente que su tiempo épico se ha consumado en una perfección que no debería ser apocalíptica, fuera ya de nuestra época, sino escatológica -la conservación perfecta de su ser y de su destino más personal y singular.

Las notas que Auerbach dedica a aclarar el asunto del poema dantesco son más que iluminadoras: son una prueba de amor por la palabra del maestro que guía el pensamiento a la realidad por medio de la poesía. Su tomismo es la fábula de la verdad poética que mueve el cielo y las otras estrellas: "Dante, invirtiendo el orden de la Summa, muestra la verdad divina como destino humano".

Pero algo me ha llamado la atención particularmente: el análisis que lleva a cabo el romanista alemán de la genialidad de Dante frente al Stil Nuovo del que emergió. Ante Guinezzelli y Cavalcanti, la majestuosidad de Dante brilla desde su juventud en la exactitud cotidiana de su percepción estética: métrica, temática y estructural.

Un solo nombre explica ese prodigio: Beatriz, esa niña que, crísticamente, transformó, con su identidad huidiza, la voz más íntima y, por ello, más universal de Dante. Síntesis de la perfección, más allá de la dicotomía entre realidad e invención, Beatriz es la figura luminosa que guía a Dante hacia la nueva creación, la Jerusalén celeste de la Comedia que transfigurará la Roma perenne de Virgilio. Tanto el orden físico como el histórico-político, redimidos en su condición moral, estaban llamados, pues, a una renovación mística que no habría de perder sino ganar una claridad a la vez sensible y racional. El amor de Beatriz es una sonrisa blanca que no podrá borrarse jamás de nuestra memoria.

El inicio de ese viaje está profetizado en la Vita nuova, “pues lo que Dante fue y es, el poeta cristiano de la realidad terrenal mantenida en el más allá, en la perfección debida al juicio divino, llegó a serlo en su vivencia de juventud, y la Vita nuova es el testimonio de este devenir”. Releo con devoción su último soneto imaginándome a la misma distancia de Dante a punto de ascender al Empíreo que él de la bienaventurada Beatriz en la Florencia de 1292.  

Allende la novena esfera (“Oltre la spera che piú larga gira”), el suspiro de su corazón se eleva a contemplar a su señora como un espíritu peregrino, lleno de una nueva inteligencia, que el Amor, llorando, ha puesto en él. Cuando regresa a explicarle cómo la mira, su lenguaje es tan extremado que ni el corazón que le ha dado palabra puede entenderlo. Pero Dante sabe que habla de aquella noble dama, porque recuerda su nombre: Beatriz.

“Después de escribir este soneto se me apareció una maravillosa visión, en la que vi cosas que me persuadieron a no hablar más de mi bendita dama hasta que pudiese tratar de ella más dignamente. Y me esfuerzo cuanto puedo por conseguirlo, como en verdad sabe ella. Así, si quiere Aquel por quien todas las cosas viven que mi vida dure algunos años, espero decir de ella lo que nunca fue dicho de ninguna. Y luego quiera Aquel que es señor de la cortesía que mi alma pueda ir a ver la gloria de su dama, esto es, de la bendita Beatriz, la cual contempla el rostro de Aquel qui est per omnia saecula benedictus”.


Entre aquí y allí, la gloria de la escritura de Dante anticipa su contemplación.


martes, 4 de marzo de 2014

Eloísa en Claraval.






En el Infierno, ante tantos sufrimientos como se le presentan, Dante sólo se desmaya una vez, tras oír la historia de Francesca y Paolo: “io venni men cosí com’io morisse. / E caddi come corpo morto cade” (Inf. V, 141-142). Como se ha solido repetir, el genio de Dante es capaz de convertir una sórdida historia de adulterio en una filigrana metaliteraria que fascinó a los prerrafaelitas. Los dos cuñados ejecutan, en un instante, la lectura perfecta del pasaje de Lanzarote que están compartiendo en soledad. El amor cortés rara vez ha alcanzado tanta intensidad en la realidad del arte.

En sentido opuesto, en el arte de la vida, los amores desgraciados de Eloísa (1101-1164) y Abelardo (1079-1142), ausentes en la Divina Comedia, contribuyeron poderosamente a forjar la poesía trovadoresca y el ciclo caballeresco de Chrétien de Troyes. Paradojas de la literatura, al narrador francés también le influyó la espiritualidad cisterciense de S. Bernardo, el adversario más temible del maestro de lógica, cuya condena logró en el Concilio de Sens (1141). En defensa de su antiguo amante, Eloísa, abadesa de Paráclito, tuvo el arrojo de tildar al abad de Claraval, que la admiraba por su saber y por su piedad, de "falso apóstol".

En un libro imprescindible, Heloïse et Abelard (1938), con la atroz precisión quirúrgica que poseen los franceses para el análisis psicológico de los sentimientos amorosos, Étienne Gilson sentenciaba que “en el orden humano, la grandeza de Eloísa es absoluta”. En el orden divino, su monstruosidad podría absolverla de igual manera que debería condenar, a su pesar, al tumefacto Abelardo.

Más que una heroína feminista, Eloísa es una terrorista del amor. Su correspondencia con Abelardo refleja una violenta y disciplinada fidelidad que apabulla a su antiguo amante. Dejando a un lado las dudas suscitadas sobre el grado de autenticidad de estas cartas, la lógica de sus acciones es tan implacable como perturbadora su lucidez intelectual. Que reflejen inexactamente o no a su autora, tanto da. Francesca y Paolo resuelven sus dudas ante Lanzarote y Ginebra. Eloísa convierte el juego de la dialéctica de Abelardo en un arma real de autosacrificio.

Peter Abelard
and His Pupil Eloise

Edmund Blair Leighton
En la Historia Calamitatum Abelardo, que doblaba la edad a Eloísa, apenas una quinceañera cuando la conoció, cuenta cómo, siendo su profesor, la sedujo, incluyendo golpes, la dejó embarazada, la raptó, la obligó a casarse en secreto contra su voluntad, para a continuación despacharla, también contra su voluntad, a un monasterio y así poder seguir desarrollando su vocación filosófica. Todo una enorme y terrible, por no decir criminal, equivocación. Eloísa lo aceptó todo, sin embargo, embargada por un amor que no se extinguió jamás, ni tras la castración de su amante. Le obedeció en todo con una fiereza que rozaba la perfección, hasta en su vida monástica, que la atormentaba con escrúpulos de hipocresía religiosa. El narcisismo sadomasoquista de Abelardo no fue capaz de soportar, pero tampoco de renunciar, a semejante pasión que era puro volcán en actividad.

Sería apresurado considerar a Eloísa una mujer sumisamente enamorada, capaz de transgredir cualquier ley por seguir a su amante. Era él quien jugaba a todas las barajas, haciéndole también trampas a ella. En Piedra de sol (1957), Octavio Paz decía “«déjame ser tu puta», son palabras / de Eloísa, mas él cedió a las leyes, / la tomó por esposa, y como premio / lo castraron después”. Mais non, Eloísa habría preferido ser la “puta” de Abelardo en lugar de haber aceptado su propuesta, cínica, de casarse secretamente con él, para sortear una situación moral, social y familiar que se le escapó de las manos. El condicional compuesto, tan en desuso hoy en día, es fundamental para entender su entrada en el convento. Go to the nunnery!, ordenó este cobarde y despiadado Hamlet bretón.

En Espacio (1954) Juan Ramón Jiménez acertaba más que Paz al hablar de Abelardo, pero no del todo sobre la naturaleza, como siempre juanramoniana, de la pasión de ella: “¿Por qué, Pedro Abelardo vano, la mandaste al convento y tú te fuiste con los monjes plebeyos, si ella era el centro de tu vida, su vida, de la vida, y hubiera sido igual contigo ya capado que antes, si era el ideal?". Eloísa no era el ideal, sino el brillo abrumador de la realidad en su más tersa tensión.

Insisto en que Étienne Gilson da claves tan aterradoras como para tomárselas más en serio que las apelaciones a la inocencia del deseo o del ideal. La pureza de Eloísa es completamente letrada. Según el historiador francés, Eloísa en su vida se arrepintió sólo de haberse casado con Abelardo. ¿Por egoísmo? Al contrario creyó haber pecado contra él. En el oxímoron “era culpable, pero era inocente” se juega su salvación. Desarrollando el magisterio de su amante, se convenció de que había faltado a las exigencias del «amor puro» tal como Cicerón lo exponía en De amicitia y a la doctrina moral de la intención que el propio Abelardo habría expuesto en el Scito te ipsum.

El argumento de Eloísa era claro: si lo hubiese amado con toda pureza, no habría aceptado su proposición de casarse con él. Habría sido su “concubina”, mientras él podría seguir dedicado con plenitud a la filosofía, tal como se concebía esta dedicación en la época para un clérigo. Toda su vida posterior debía ser, pues, un acto de expiación, pues no importaba la bondad del acto sino la rectitud de la intención. El monasterio realizaba performativamente, por su hipocresía religiosa, el castigo de su amor desventurado. Que Abelardo fuese un canalla impotente era, a su juicio enamorado, absolutamente imposible y quizás hasta una brutal injusticia.

“Eres tú, tú, el único objeto de mis sufrimientos, el único que puedes consolarlos. Único objeto de mi tristeza, no eres sino tú quien puede devolverme la alegría o aliviarme. Tú eres el único a quien esto le sea un deber apremiante; pues todos tus deseos los he cumplido ciegamente, hasta el punto que, no pudiendo oponerte la menor resistencia, he tenido el valor, por una sola palabra tuya, de perderme a mí misma. He hecho todavía más: ¡extraña cosa!, mi amor se ha vuelto delirio; lo que era el único objeto de sus ardores lo ha sacrificado sin esperanza de recobrarlo jamás; por una orden tuya he tomado, con otro hábito, otro corazón, a fin de mostrarte que tú eras el solo dueño de mi corazón tanto como de mi cuerpo. Jamás, Dios me es testigo, he buscado en ti sino a ti mismo; solo tú, no tus bienes, he amado. No he pensado ni en los vínculos del matrimonio, ni en la dote, ni en mis placeres o en mis deseos personales. A los tuyos, tú lo sabes, me he entregado para satisfacerlos. Aunque el nombre de esposa parezca más sagrado y más fuerte, habría preferido para mí el de amiga, o incluso, sin intención de escandalizarte, aquel de concubina o de puta; considerando que cuanto más me humillase por ti, más ganaría títulos antes tus hermosas gracias y menos perjudicaría el glorioso esplendor de tu genio”.

Por las ironías del destino literario, las Epistolae duarum amantium que se atribuyen actualmente a Eloísa y Abelardo fueron antologadas, como ejercicios retóricos, por el bibliotecario de Claraval en 1471. Dantesco como soy, aún bernardiano, rindo homenaje, no al vano Abelardo, sino a esa flecha abrasada de amor que firmaba Eloísa.