The English and Welsh Martyrs, Daphne Pollen (1970) |
Es tradición de este blog celebrar la memoria de los mártires jesuitas ingleses a principios de diciembre. Hoy, aniversario del martirio de
san Edmundo Campion S. J. (1540-1581), con más motivo me siento a escuchar el Agnus Dei de la Misa a cuatro voces (1591) de William Byrd. Me detengo, estremecido, en el grito de las notas de petición “Dona nobis pacem”.
Por una de esas paradojas tan británicas debo a Ignacio
Peyró haber redescubierto la fuerza actual de la figura del orador y jesuita Edmund
Campion. El párrafo que dedica en su Pompa y circunstancia a la conversión al catolicismo de Evelyn Waugh comienza con
una cita del autor de Brideshead
revisited: “la civilización que no está sostenida por la fe no tiene
futuro”. Y lo cierra, rotundo, sosteniendo que “el homenaje al gran mártir de
su país, Edmund Campion, también fue de una piedad y una hondura sin ambages”.
Me dirijo de inmediato a adquirir la biografía Edmund Campion: Jesuit & Martyr (1935).
La crítica ha solido desdeñarla considerándola un fruto del nuevo credo
abrazado por su autor y de sus implicaciones políticas más que como una
obra de auténtico valor literario o histórico. Desde su publicación se ha resaltado que Waugh había pasado por alto el contexto político y social de las guerras de religión en la Europa del siglo XVI. Si en la reseña de New York Times a la segunda edición (1946) Orville Prescott la despachaba sentenciando que su reconstrucción del mundo elisabetiano daba más crédito al corazón de Waugh que a su habilidad como biógrafo, más recientemente David Wykes la descalificaba asegurando que "era tan rígidamente parcial que no tenía pretensiones de pasar por historia".
Al acabar su lectura, uno ciertamente se explica que, tras haberse pasado cuatrocientos años hablando de los horrores de la Inquisición española y de la idolatría papista de los católicos, no debe de ser agradable encontrarse con la descripción, al desnudo, de la implacable, despiadada y también brutal maquinaria represiva de la política elisabetiana.
Al acabar su lectura, uno ciertamente se explica que, tras haberse pasado cuatrocientos años hablando de los horrores de la Inquisición española y de la idolatría papista de los católicos, no debe de ser agradable encontrarse con la descripción, al desnudo, de la implacable, despiadada y también brutal maquinaria represiva de la política elisabetiana.
Tengo para mí que el libro de Waugh, tan inglés y tan
modesto, sin embargo no quería servir a una apologética antiprotestante. Como dice el prefacio a la segunda edición, “it shall be read as a
simple, perfectly true story of heroism and holiness”. La narración, de condensada
emoción, de los tres momentos de la vida de Campion (orador, héroe y mártir),
cobraba luz actual pensando en los sacerdotes martirizados del siglo XX: “We
know now that his age was a brief truce in an unending war […] Campion’s voice sounds to us across the centuries as though he were
walking at our elbow”.
El objetivo católico
de Waugh denunciaba el totalitarismo que la modernidad hubiera incubado como su virus más destructivo. Parecería que el escritor inglés observase, apasionado y escéptico, recusante, la distinción
que Carl Schmitt había trazado entre política y barbarie. Para el jurista
alemán, frente a la anarquía feudal y bárbara, la política es la búsqueda de la
seguridad y de la paz estatales como el medio de resolver las luchas fratricidas de
religión que habían asolado Europa entre los siglos XVI y XVII.
Waugh, tan insular, advierte contrariamente en el proceso a Campion la amenaza cerrada a la libertad indivisible, por invisible, de cada ser humano, cuando el Estado, lo Uno, aparenta ponerse, como agente de equilibrio, por encima de lo múltiple -de la religión– a fin de apropiarse consecuentemente de las conciencias de sus ciudadanos.
Waugh, tan insular, advierte contrariamente en el proceso a Campion la amenaza cerrada a la libertad indivisible, por invisible, de cada ser humano, cuando el Estado, lo Uno, aparenta ponerse, como agente de equilibrio, por encima de lo múltiple -de la religión– a fin de apropiarse consecuentemente de las conciencias de sus ciudadanos.
En el caso de Inglaterra, la vuelta de sacerdotes exiliados -conversos muchos de ellos como el propio Campion- a finales
de los años setenta del siglo XVI había puesto en peligro las políticas “incruentas”
previas destinadas a extirpar el catolicismo de suelo inglés con la prohibición de celebrar
la Misa y de recibir los sacramentos bajo pena de multas severas. Con un clero
fiel envejecido y desgastado, era cuestión de tiempo esperar su extinción.
Fue el arrojo y el valor de aquellos sacerdotes encabezados por Campion lo que obligaron a juzgar
su ministerio como incitación a la rebelión, sobre la base de la bula Regnans in Excelsis (1570) con que san Pío V,
al excomulgar a la reina Isabel, eximía de obediencia a sus súbditos. No
obstante, en la declaración de intenciones que se conoce como Campion’s Brag (1580), el jesuita insistió
que “mi oficio es predicar gratis el Evangelio, administrar los sacramentos,
instruir a los sencillos, reformar a los pecadores, refutar los errores”, teniendo
estrictamente prohibido “tratar de cualquier manera asuntos de Estado o
Política de este reino, como cosas que no pertenecen a mi vocación”.
Sin inmiscuirse en las cuestiones públicas, ¡cuántos creyentes encontraron, a través del ministerio eterno y actual de Campion, apoyo y estímulo para cumplir con los deberes de lealtad ciudadana a su patria terrenal, aun a costa de peligros y hasta de sacrificios! Como el riesgo de participar en la misa y los sacramentos en
la Inglaterra del siglo XVI, ¿cuántos jóvenes de hoy, que quieran ser auténticos
cristianos, tendrán que decidir dejar de lado las especialidades de ginecología
y de geriatría para no tener que quebrantar su conciencia en el ejercicio de su vocación sanitaria? ¿Cuántos jueces cristianos
no viven en carne propia la contradicción de la justicia humana y de la divina,
en un martirio silencioso y prolongado? ¿Qué cristiano podría aceptar las reglas empresariales o políticas de un capitalismo depredador si se siente interpelado por la voz de Dios que le exige no retener el
salario de su trabajador y proteger al huérfano, a la viuda y al forastero? ¿No
es este martirio de pasar oculto, de tener que abandonar altares donde se celebra
el sacramento de la salvación de este mundo, el que tocamos con los dedos cada
día con más fuerza?
Más allá del relato de las horrendas y gloriosas torturas a
las que fue sometido Campion, me ha impresionado mucho la
angustiosa y esperanzada pregunta que Waugh se formula ante un retrato del papa Pío V. Nuestro autor busca insomne el
sentido escatológico, absurdo y equívoco en términos humanos, de la bula papal
que dio pie a la persecución y el sacrificio del excelente Campion y de tantos
hermanos ingleses y galeses, como si el futuro de la civilización dependiese de una fe como la suya.
“Una duda se alza, y una esperanza: ¿había aprendido, quizás, en aquellas retiradas, exaltadas horas ante su crucifijo algo que estaba oculto a los estadistas de su época y a las sucesivas generaciones de historiadores?; ¿había adivinado más allá del presente y del futuro inmediato?; ¿había entendido que no habría un camino fácil de reconciliación, sino que sólo a través de la sangre y del odio y de la burla volvería un día la fe a Inglaterra?”
(Evelyn Waugh, Edmond Campion)
En efecto, la voz orante de san Edmundo Campion nos llega mientras
caminamos de su brazo.
¡Y pensar que la querida Inglaterra durante siglos fue católica y que en sus viejas catedrales góticas se celebraba la Eucaristía en comunión con Roma! Ahora nos parece imposible.¿Regresará algún día? Así lo pido a San Edmund Campion.
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