El profeta Elías alimentado por un ángel, Dieric Bouts el Viejo (1464-1466) |
Quienes siguen están líneas saben bien cuánto detesto la
neopedagogía triunfante, arrogante y mediocre. No sólo ha destruido mi
profesión –la de lector−, sino que pretende que sus detractores quedemos
paralizados ante sus ultimatos que, como ha enumerado Gregorio Luri con precisión algebraica, son
fruto de una “memez engolada” y de un “narcisismo ridículo”. Cualquier réplica
es descalificada con una mueca de conmiseración autoritaria que, en el caso de
tantos profesores dignos, encierra una amenaza no tan velada a su estabilidad
laboral.
Tengo especialmente por un signo de abominación que tantas
escuelas cristianas hayan cedido o, mejor dicho, hayan abrazado esa causa de
los “valores” –que suben y bajan en el mercado de la enseñanza− con el
entusiasmo místico que sustituye a su manifiesta falta de fe y que edulcoran
con ese sentimentalismo patológico de la “ternura” y de la “ilusión” tras el
que agazapan los mismos cuadros psicopatológicos de siempre: el voluntarismo irreal y el
antintelectualismo férreo de depredadores morales autoinvestidos de pedagogos.
Un tema recurrente en la actualidad, por ejemplo, es la conveniencia
o el exceso de los deberes. Paradójicamente, no pocos se quejan de que escuelas en apariencia “dinámicas”, “interactivas” y “desjerarquizadas” abrumen con más obligaciones
extraescolares a sus estudiantes y a los padres. Desde un punto de vista
tradicional, los deberes, que siempre han sido el refuerzo de los contenidos
dados en clase, constituyen la prueba del nueve –que ya ningún escolar conoce-
de la eficacia docente.
Sin deberes ningún estudiante será capaz de emanciparse
educativamente. Las tareas para casa son la oportunidad no sólo de que
practique unos contenidos y ejecute unas operaciones sino de que investigue al
hacerlo su necesidad y su alcance. Ahora bien, si los deberes son excesivos, la
conclusión es clara: en clase no se hace, literalmente, “nada”. Esto no implica
que el profesorado sea un hatajo de “vagos” sino que ha de ocuparse hasta la
extenuación en hacer “nada”: gesticular, dinamizar, cooperar, reír o bailar con
sus pizarras electrónicas. Después de tanta metodología, la factura de la
“utilidad” necesariamente se ha de pagar en casa.
Frente a las caricaturas de los adoradores del Baal
psicopedagógico, el maestro no es la persona que, creyendo saberlo todo, imparte
lecciones a mudos alumnos a quienes reprende los fallos y coarta su libertad de
investigar. Al contrario, uno se vuelve maestro porque el alumnado le
interroga, acude a él con preguntas cuyas respuestas, provisionales, no son
sino una guía en el camino de la verdad que cada uno debe emprender. Si el "maestro" no tiene respuestas propias, ¿por qué diantres el alumno debería buscar con él la verdad? ¿Para justificar su sueldo? ¿Porque sí? ¿Porque ser maestro es saber que no se sabe nada y que, gracias al alumno, sabrá algo "con" él? ¿Para que el alumno comprenda que, en el fondo, no hay nada que saber, sino que el aprendizaje consiste en tener la experiencia de "hacer camino juntos" con quien te digan que tienes que hacerlo?
En cada ejercicio académico que un profesor de humanidades recibe no
encuentra sólo unos contenidos repetidos memorísticamente o la aplicación
mecánica de unos saberes, sino que, si está atento, observa el proceso que cada
alumno realiza de apropiación de esos contenidos. Tras el alumno no hay un
cliente a quien el proveedor formativo, con un ojo puesto en la satisfacción de
la cadena de distribución curricular, intenta complacer, sino una persona que reclama
la autoridad de una palabra con la que confrontarse.
El ejercicio de la vocación de maestro, que viene siempre de «otro», es
una pasión absoluta y no pocas veces ingrata que exige una responsabilidad
única e intransferible y que no viene cubierta por el certificado de garantía
que exime a los pedagógicos adoradores de Baal de considerar a su alumno más
que un agente discente. Abandonado éste a una férrea vigilancia de autosatisfacciones organizadas disciplinarmente por sus padres y educadores, suele organizar con los otros consumidores tácticas que
aseguren la irrelevancia evaluadora de los fallos del sistema, atribuibles, en
última instancia, al agente docente como vendedor del producto.
Parece como si en estos tiempos más incisivamente escatológicos
–que no exactamente apocalípticos− faltasen
profetas que pronunciasen las palabras adherida a sus huesos frente a las
falsas seguridades y los grandes negocios de sumisión educativa. Los profetas
mayores del Antiguo Testamento solían recibir una llamada que les quemaba las
entrañas frente a una comunidad en riesgo de ser derrotada y desterrada. Más
arcaico, más dual, me siento cercano a Elías el Tesbita (siglo IX a. C.). Desde
su aparición en el primer libro de Reyes está continuamente dirigiéndose a la
soledad, perseguido y odiado por el rey neopedagogo Ajab y su esposa TIC Jezabel, en medio de
un reino ya dividido.
El inquebrantable monoteísmo de Elías y su implacable
independencia son combatidas sin tregua –con una espantosa sonrisa de
felicidad− por los adalides multiculturales y constructivistas del Baal pedagógico.
Ante tanta sequía y hambruna, mi Elías parece haber salido derrotado de su
subida al Monte Carmelo. Los sacerdotes de Baal han prohibido su sacrificio, por retrógrado y carente de interés comercial, de
manera que de nuevo ha debido ocultarse, atónito y desesperado, en el Horeb.
Suele mencionarse que allí en el monte Dios se le revela en
la brisa suave, no en el huracán, ni en el fuego. No deseo olvidar que en la
brisa una voz le preguntó qué hacía allí: “Ardo en celo por el Señor, Dios del
universo, porque los hijos de Israel han abandonado tu alianza, derribando tus
altares y pasado a espada a tus profetas; quedo yo solo y buscan mi vida para
arrebatármela” (1 Re 19, 14).
“¿Acaso pretenden los maestros que se conozcan y retengan sus pensamientos, y no las materias que piensan enseñar cuando hablan? Una vez que los maestros han explicado las disciplinas que profesan enseñar, las leyes de la virtud y de la sabiduría, entonces los discípulos juzgan en sí mismos si han dicho cosas verdaderas, examinando según sus fuerzas aquella verdad interior. Entonces es cuando aprenden; y cuando han reconocido interiormente la verdad de la lección, alaban a sus maestros, ignorando que elogian a los hombres doctos más bien que a doctores, si, con todo, ellos mismos saben lo que dicen. Mas se engañan los hombres al llamar maestros a quienes no lo son, porque la mayoría de las veces no media ningún intervalo entre el tiempo de la locución y el tiempo del conocimiento; y porque, advertidos por la palabra del profesor, aprenden pronto interiormente, piensan haber sido instruidos por la palabra exterior del que enseña”.
(San Agustín, De Magistro)
Contemplo en el cielo la huella del carro de Elías, y no
desistiré.
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