Vanitas, Antonio de Pereda (siglo XVII) |
Casi treinta años después de su periodo imperial parece como
si el legado de la deconstrucción, encabezada por el ilegible Jacques Derrida (1930-2004) y
el criptoantisemita Paul de Man (1919-1983), hubiese dejado una huella más profunda de lo que las buenas maneras occidentales estarían
dispuestas a soportar en público. Más allá de la jerga circunstancial de los
análisis filosóficos y literarios de sus secuaces, ya caducados, nuestro mundo
global se ha empeñado en cegar, asumiéndolas, la evidencia cultural de las
intuiciones de Derrida.
Como un escepticismo radical, la deconstrucción no sólo niega
cualquier posibilidad de acceso a la verdad, sino que además se esfuerza en
mostrar que toda voluntad de significar enmascara, obligadamente, el trayecto
metafísico de nuestras estructuras de representación. Que no haya significado
quiere decir mucho más que no haya verdades. Éstas no son sino las máscaras de
la nada que no dejan de invocar nuestros signos como su simulacro virtual. De la deriva ilimitada de los
significantes a los twits media el espacio dual de los bytes.
Judeocristiano, Derrida advierte que la letra no es espíritu
sino que el espíritu es letra. Solos y náufragos, vivimos en un tejido
lingüístico canceroso cuyo solo funcionamiento nos es permitido describir. La
letra no mata; es su espíritu. Más que invertir los valores, more nietzscheano, la muerte de Dios
tatúa la ausencia de su deseo en una antigramática. En el principio no era la Palabra sino que en la palabra nunca
hubo Principio. La antítesis y la ironía que configuran su enunciado son, diferidas, la huella borrada de su ¿sentido?
Ahora que se ha inaugurado el Jubileo de la Misericordia me
produce estupor –e indignación− que todas las bellas palabras que se pronuncian
sean tan fácilmente deconstruibles. Estas líneas no juzgan a las personas, sino
que intentan poner de relieve una parte minúscula del entramado textual que somos.
A fin de cuentas, mi condición de hijo de la crisis
posconciliar es, ante todo, una cuestión gramatológica.
Aunque el Concilio Vaticano II se acabase en 1965 con sus grandes documentos, en
la formación de mi generación han tenido un peso implícito muchísimo mayor –antitético,
aporético, para los que hemos permanecido creyentes- las consecuencias
pedagógicas, sociales y políticas de libros como Les mots et les choses (1966) de Michel Foucault o De la grammatologie (1967) de Derrida.
Resulta desolador comprobar cómo nuestros eclesiásticos
consideran innecesaria su lectura teniendo a mano, como un catecismo, la Gaudium et Spes. Se entiende así que cuando hablan de que la
Iglesia debería ser un “hospital de campaña” después de la batalla de los
últimos cincuenta años no hagan ninguna mención a qué tipo de batalla se ha
producido. Advierto en esa amnesia una “mala conciencia”. Como si curar sin preguntar permitiese suturar el tiempo y, en último término, absolverlo valorando su irreductible diferencia como una variación de lo Mismo.
Tras una batalla ideológica terrible, casi caníbal, que la Iglesia ha librado hasta
en su interior y que parece haberla dejado exhausta, hablar de una “revolución
de la ternura” por parte de quienes la han protagonizado, aparte de una
cursilería, es una huida hacia delante. Parece de nuevo como si, con la
aplicación de estrategias mediáticas, se pudiera firmar un armisticio que permitiese continuar, de una manera renovada, la
alianza del Trono y del Altar en una versión, más que líquida, gaseosa.
No, los cristianos estamos dejando de ser ciudadanos de este mundo; descartado el otro, es comprensible que resulte casi
angustiosa la posibilidad de que se nos retire su pasaporte. Pero la solución
no pasa por rescatar dualismos
metafísicos. A la determinación del ser como presencia, que hacía de lo
ausente falsedad, como denunciaba Derrida, no se puede oponer una determinación
de la fe como praxis pastoral identificada con la misericordia frente a la justicia legalista del dogma.
Insisto en que no prejuzgo la bondad de las intenciones de
tantos obispos, sacerdotes y laicos. Simplemente constato que Occidente ha
dejado de ser cristiano. Que esa situación sea irreversible no tiene por qué
ser un diagnóstico pesimista. Tal vez sea la oportunidad misionera de una nueva
época. Pero entretanto no podemos seguir mirando adelante como si lo que
hubiese pasado hasta ahora fuese un accidente que la “misericordia” y la “ternura”
pudieran enderezar con una sonrisa de aceptación, como si ésta aún pudiera conservar la fuerza ontológica de un perdón que hiciese de la pureza olvido.
He llegado, por ejemplo, a tener la sensación durante el Sínodo de la Familia de que nos estuviesen guiñando los ojos con cacahuetes en la mano para que nos
acercáramos de nuevo y nos dejásemos acariciar por nuestros padres-dueños. Deseosos de seguir al frente de unas estructuras vaciadas de sentido, satisfacen en ellas sin embargo la ilusión de su poder.
Este es el drama de la Iglesia en Europa. No se trata del
hecho de que hayan envejecido los fieles sin que apenas queden jóvenes, sino
que la generación posconciliar ha desertado. La ruptura generacional está a
punto, pues, de producirse y no sólo por la ideología de género. Nuestras
viejas glorias, que se aferran al mando, aún pueden hacerse valer con los
jóvenes, pero a la renovada infancia la visión cristiana les comienza a resultar
absolutamente extraña. En consecuencia, será muy fácil enfocar hacia toda religión
que no se someta a la disciplina ilimitada
de nuestro Orden Mundial una hostilidad encarnizada y planificada.
“La disimulación necesaria, originaria e irreductible del sentido del ser, su ocultamiento en la eclosión misma de la presencia, ese retiro sin el que no habría incluso historia del ser que fuera totalmente historia e historia del ser, la insistencia de Heidegger en señalar que el ser no se produce como historia sino por el logos y que no es nada fuera de él, la diferencia entre el ser y el ente, todo esto indica que, fundamentalmente, nada escapa al movimiento del significante y que, en última instancia, la diferencia entre el significado y el significante no es nada”.
(Jacques Derrida, De la gramatología)
¿No asistimos acaso a esta traición de la vida por la
escritura en la multiplicación de un lenguaje que aplaudimos porque ya no dice
nada? Cuando, al cantar el gallo, Jesús se volvió a mirar a Pedro, Pedro no se alborozó enternecido y jaleado por los apóstoles, sino que, afuera, se echó a llorar amargamente.
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