Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.
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martes, 20 de marzo de 2018

La vanidad de Qohélet.



Vanitas,
Pieter Claesz (1630)

Entre las discrepancias que mantengo con mi amigo germanófilo es recurrente que nos mortifiquemos con un distendido y serio reproche mutuo. Le suelo afear que todavía crea en la verdad y en el diálogo para dirimir las disputas académicas y laborales. Con su alma de «griego», casi socrático, contra toda evidencia actual, se empeña en sostener que es posible, a través de la palabra, alcanzar un acuerdo sobre el principio de realidad. 

martes, 18 de abril de 2017

Sócrates, Telémaco y... Proteo.



Jantipa mojando a Sócrates,
Reyer von Blommandale (c. 1655)

Hace un par de años reseñé en esta página un libro de Massimo Recalcati (1959) sobre la figura del hijo tras la muerte de Dios y del padre. ¿Desaparecía con ellos la posibilidad de sentido de la autoridad y también de la creación? Planteaba al final de aquella entrada si sería posible que Telémaco, huérfano, pudiera acabar desposando a Rut, la viuda moabita. En busca de ese posible encuentro he leído el libro posterior del psicoanalista italiano, La hora de clase. Por una erótica de la enseñanza (Barcelona, 2016) y he vuelto a topar con una respuesta ambivalente. Si se quiere entenderla, cabe embarcarse en la nueva aventura de Telémaco que no sale ahora tras los pasos míticos de su padre Odiseo sino tras las huellas históricas de Sócrates, su maestro por venir.

martes, 27 de septiembre de 2016

Gregorio Luri, filósofo en la caverna.


La mort de Socrate,
Jacques-Luis David (1787)


Hace unos meses, como a Miguel d’Ors, mi heterónimo conoció personalmente a Gregorio Luri (1955) en Santiago. Con él ha compartido un par de largas paseatas, por las calles compostelanas y, deshidratados y entusiastas, por la costa estival del Maresme. Por lo que me cuenta mi otro yo cavalcantesco, en la conversación es muy difícil sustraerse a la fascinación que ejerce su campechanía navarra bajo un perfil iberorromano. Como si fuera la explosión de una risa traviesa, salpica el diálogo con unos “sí, sí, sí, sí, sí” entre dientes que suelen preludiar una amable objeción mediterránea. Casi nunca contradice abiertamente a su interlocutor; se avanza indirectamente a sus opiniones con argumentos acerados. No me sorprende que haya escrito un libro de viaje (a pie) siguiendo, por su amada Bulgaria, las huellas de las huestes de Roger de Flor. Secretamente, Luri es un almogávar templado por la luz del Ática.

martes, 16 de septiembre de 2014

La galería mística de Cavalcanti.




Las Meninas,
Diego de Velázquez (1656)


Suelo detestar, porque me fascinan, los recursos autorreferenciales que la literatura contemporánea ha explotado hasta el paroxismo, copiando una y otra vez, y degradando platónicamente, la época barroca. Después de Las Meninas cualquier intento de evidenciar el proceso de creación está abocado al plagio. Amar la tradición, en cambio, es lo único digno que la bancarrota humanista aún no ha puesto en concurso de acreedores, aunque ya vayan apretando las tuercas los metapedagogos. Entre gozarla y prostituirla a la (pos)modernidad siempre le ha atraído más la pose canalla del proxeneta. Admito que sólo una honestidad estética como la de Toulouse Lautrec, o de Baudelaire, redimió momentáneamente al uno y a la otra. Aún así, no me rindo a su extinción.

Tras la entrada anunciando mi peregrinación, vuelvo a incurrir en ese vicio solitario y a la vez público de seguir la trama de mi identidad poética. En la galería artística con que he ido encabezando las reflexiones de este blog cavalcantesco he deseado explorar no tanto la ilustración –término temible- de un tema, sino la fuerza seminal que contiene y que apenas sé desarrollar sino reflejándolas en las imágenes que genera la escritura. A posteriori, me esfuerzo en remontarlas, mediante una anamnesis irónica y (relativamente) azarosa, a reproducciones pixeladas de una calidad decente. Como parodia junguiana, en ellas cristalizan arquetipos de mi inconsciente.

Como no puedo a mi pesar dejar de leer a Platón –Sócrates me parece el más peligroso de los sofistas: busca la verdad en el silencio de su daimon interior−, debo acordar con Gregrorio Luri, en un libro hermoso y discutible, El proceso de Sócrates (1998), que la tensión erótica de la mirada “imposibilita el nihilismo hermenéutico, es decir, la disgregación del alma en una pluralidad subjetiva de vivencias”. El otro –el cuadro, la sonata, el poema: el ser humano−, al ser amado, centra el yo y lo abre a la pregunta sobre la verdad.

Por ello, la mayoría de mis entradas están encabezadas por una pintura famosa y se cierran con una cita larga. En el fondo, la glosa final procura sin apenas éxito superar el hierático vagabundeo de mi estilo. Reconoce, exhausta, su impotencia ante las palabras fijadas en el orden de su maravilla entrecomillada. Como un monje que caligrafía, inclinado sobre un scriptorium digital, ante la gramática entrevista del ser, dejo en sus bordes las interjecciones de la admiración y del amor. No basta con escuchar en el silencio del corazón la forma que dibuja la alteridad. Hay que atender la cesura del silencio, la voz más allá de todo eco. ¿Acaso mirada agápica?

Supongo que tendrá lecturas psicoanalíticas el hecho de que, recorriendo las imágenes de mis entradas, he seleccionado diez mediante el método de la asociación azarosa. Obviamente el resultado no ha sido, en absoluto, casual. Se unen desdoblándose los estilos. Los siglos clásicos, el XVI y el XVIII, no me representan ya. Apenas el barroquismo. Advierto la añoranza de la liturgia en el desierto de los sentidos: lo fantástico del realismo que rebosa en la lírica seriedad de la esperanza escatológica. Una pizca de pesimismo antropológico –la economía de la salvación dinamiza la naturaleza caída− me recuerda que, más que la Jerusalén celestial, añoro el tiempo todavía incumplido de la Segunda Venida.

Contemplo así el atardecer en la playa de Santiago de la Rivera desde la distancia luminosa del mar. Como una amenaza latente, en plena luz revolotean, a mis espaldas, sobre el campo de trigo los cuervos de la sospecha. Febrero, en cambio, es el mes de la soledad, de la muerte. Su realismo, si no es metafísico, acaba ocultando entre los castillos de la memoria los cadáveres de mis maniquíes. Es preciso deshacer las formas, regresar a la mañana después del diluvio, para encaminarse al exilio de la única patria imaginaria de un güelfo: Roma. Si Cavalcanti no quiere perderse por el bosque de sus baladas debe seguir la senda ojival de Claraval. ¿Qué otra misión puede calmar su sed que no sea el abrazo de la oración? Contemplar la resurrección de la carne: nacimiento y juicio de la nueva tierra.

Por tanto, en este camino el entrar en camino es dejar su camino, o por mejor decir, es pasar el término; y dejar su modo es entrar en lo que no tiene modo, que es Dios; porque el alma que a este estado llega, ya no tiene modos ni maneras, ni menos se ase ni puede asir a ellos. Digo modos de entender, ni de gustar, ni de sentir, aunque en sí encierra todos los modos, al modo del que no tiene nada, que lo tiene todo; porque, teniendo ánimo para pasar de su limitado natural interior y exteriormente, entra en límite sobrenatural que no tiene modo alguno, teniendo en sustancia todos los modos. De donde el venir de aquí es el salir de allí, y de aquí y de allí saliendo de sí muy lejos, de eso bajo para esto sobre todo alto”
(San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo).

Contradiciéndome, oxímoron de la fe, busco ser mirado en la palabra del Otro, verdad mía.


martes, 23 de octubre de 2012

Este fuego, uno y el mismo. Entre Heráclito de Éfeso y Saulo de Tarso.







Alrededor de mil kilómetros y de quinientos años separan entre las ciudades de Éfeso y Tarso, en Asia Menor, el nacimiento de dos hombres decisivos de Occidente: Heráclito y san Pablo. El uno vivió casi toda su existencia retirado y en malas relaciones con sus conciudadanos, entregado a un pensar radical, fragmentario, que le valió el sobrenombre del «enigmático». El otro no cesó de viajar por todo el mundo civilizado de su época, el Imperio Romano, del que era también ciudadano. Predicando, de palabra y por escrito, una nueva fe, el «apóstol de los gentiles» contribuyó a definir el cristianismo como una religión diferente al judaísmo. Frente a la luz ambivalente del Egeo y del Mediterráneo, uno y el mismo mar, podría decirse que ambos pusieron las bases de una ética de la inteligencia que Europa siempre se ha esforzado por profanar.

Sócrates y Jesús han encarnado, en la cultura europea, la tensa relación entre Atenas y Jerusalén. Con la misma ferocidad contrapuesta, Tertuliano, en el siglo III, y Nietzsche, en el siglo XIX, combatieron cualquier componenda entre ellas. El africano cree porque es absurdo. Inspirándose en la letra paulina, opone a la sabiduría del mundo la necedad de Dios. El teutón descree porque no es absurdo. Sócrates, una naturaleza dionisíaco-apolínea privilegiada, habría corrompido la alegría solar de Grecia, pues el devenir eterno del mundo es necesariamente trágico. San Pablo, ese «vendedor de alfombras» como Nietzsche lo califica en alguna ocasión, habría mercadeado, con imitaciones odiosas, la dualidad entre el mundo verdadero y el mundo aparente en el bazar de los esclavos. El cristianismo sería el pret-à-porter del platonismo.

Pero, ay, Nietzsche también desconfiaba de Heráclito, y con razón. En El ocaso de los ídolos, exceptuaba “con profundo respeto” el nombre del efesio, pues, “aunque fue injusto con los sentidos”, “Heráclito tendrá eternamente razón al defender que el ser es una ficción vacía”. Afirmación excesiva, quizás influida por una lectura estoica de Heráclito. En Ecce homo, Nietzsche se proclamaba el primer filósofo trágico de la historia, sin antecedentes, pese a que “me ha quedado la duda respecto a Heráclito, a cuyo lado me siento más reconfortado y más a gusto que en ningún otro lugar”. El tajante Nietzsche, el filósofo a martillazos, se queda paralizado ante la figura solitaria de Heráclito, sordo al rumor del ágora, de perfil ante su propia escritura, tal como lo retratase Rafael, en primer plano, en La escuela de Atenas.





La escuela de Atenas (1504), de Raffaello Sanzio.


¿Pero es Heráclito realmente el anti-Parménides, el negador del concepto de ser sólo concebible estáticamente? ¿Se habría sentido cómodo Nietzsche ante un aforismo como el siguiente: pμονίη φανς φανερς κρείττων? Felipe Martínez Marzoa traduce como “armonía inaparente más fuerte que la aparente”. Esta armonía inaparente es la del λόγος que sólo a los hombres que despiertan les es dado comprender. Armonía ciega más fuerte que la de la visibilidad. En el orden del caos, el camino que sube y baja, la guerra y la paz manifiestan en su contradicción la φύσις que ama esconderse. La palabra que se manifiesta ocultándose es el fuego que no une los contrarios sino que los hace crepitar eternamente. Lo sabio no es observar el devenir sino contemplar el cosmos que se enciende y se extingue según medida. El lógos respira la música de lo uno inaprensible.

Pablo de Tarso descubre en el escándalo de la cruz la palabra eterna que sostiene el mundo. En lo oscuro, en lo humillado, se revela, con una urgencia histórica que el fuego heracliteo desconoce, el plan de Dios que, oculto a todas las fuerzas cósmicas, sólo se hace visible a los hombres mediante la fe en Jesucristo. Si para Heráclito el cosmos es un desgarro ontológico, para san Pablo es una esperanza teológica. En ambos, no obstante, el logos que lo atraviesa es una discordia necesaria. El Heráclito nihilista refulge en una postmodernidad inquieta y apocalíptica, que hace de la escritura el resto de un naufragio inasequible. El tiempo de San Pablo fue, en cambio, el del humanismo cristiano derrotado por el universo frío de las ciencias modernas. El soldado de Cristo pergeñado en la Carta a los Efesios, que inspiró el Enchiridion de Erasmo, parece empeñado en retirarse a los cuarteles de invierno de la contrarrevolución. Aun semiborrado, como el icono de Andrei Rubliov, Pablo continúa mirando, sin embargo, la realidad como el cumplimiento de la escritura divina.



San Pablo escribiendo sus epístolas,
atrib. Valentín de Boulogne (c. 1620)


Guerra y paz, el camino que sube y baja, Pablo y Heráclito simbolizan, en la época del eclipse de Occidente, que la dialéctica cósmica puede que no vuelva a encenderse, pero que se extinguirá según la medida de la historia.