Alrededor
de mil kilómetros y de quinientos años separan entre las ciudades de Éfeso y Tarso, en Asia Menor, el nacimiento de dos hombres decisivos de Occidente:
Heráclito y san Pablo. El uno vivió casi toda su existencia retirado y en malas
relaciones con sus conciudadanos, entregado a un pensar radical, fragmentario,
que le valió el sobrenombre del «enigmático». El otro no cesó de viajar por
todo el mundo civilizado de su época, el Imperio Romano, del que era también
ciudadano. Predicando, de palabra y por escrito, una nueva fe, el «apóstol de los
gentiles» contribuyó a definir el cristianismo como una religión diferente al
judaísmo. Frente a la luz ambivalente del Egeo y del Mediterráneo, uno y el
mismo mar, podría decirse que ambos pusieron las bases de una ética de la
inteligencia que Europa siempre se ha esforzado por profanar.
Sócrates
y Jesús han encarnado, en la cultura europea, la tensa relación entre Atenas y
Jerusalén. Con la misma ferocidad contrapuesta, Tertuliano, en el siglo III, y Nietzsche, en
el siglo XIX, combatieron cualquier componenda entre ellas. El africano cree
porque es absurdo. Inspirándose en la letra paulina, opone a la sabiduría del
mundo la necedad de Dios. El teutón descree porque no es absurdo. Sócrates, una
naturaleza dionisíaco-apolínea privilegiada, habría corrompido la alegría solar
de Grecia, pues el devenir eterno del mundo es necesariamente trágico. San
Pablo, ese «vendedor de alfombras» como Nietzsche lo califica en alguna
ocasión, habría mercadeado, con imitaciones odiosas, la dualidad entre el mundo
verdadero y el mundo aparente en el bazar de los esclavos. El cristianismo
sería el pret-à-porter del platonismo.
Pero,
ay, Nietzsche también desconfiaba de Heráclito, y con razón. En El ocaso de los ídolos, exceptuaba “con
profundo respeto” el nombre del efesio, pues, “aunque fue injusto con los
sentidos”, “Heráclito tendrá eternamente razón al defender que el ser es una
ficción vacía”. Afirmación excesiva, quizás influida por una lectura estoica de
Heráclito. En Ecce homo, Nietzsche se
proclamaba el primer filósofo trágico de la historia, sin antecedentes, pese a
que “me ha quedado la duda respecto a Heráclito, a cuyo lado me siento más
reconfortado y más a gusto que en ningún otro lugar”. El tajante Nietzsche, el
filósofo a martillazos, se queda paralizado ante la figura solitaria de
Heráclito, sordo al rumor del ágora, de perfil ante su propia escritura, tal
como lo retratase Rafael, en primer plano, en La escuela de Atenas.
La escuela de Atenas (1504), de Raffaello Sanzio.
¿Pero
es Heráclito realmente el anti-Parménides, el negador del concepto de ser sólo
concebible estáticamente? ¿Se habría sentido cómodo Nietzsche ante un aforismo
como el siguiente: ἁpμονίη ἀφανὴς
φανερῆς κρείττων? Felipe Martínez Marzoa traduce como “armonía
inaparente más fuerte que la aparente”. Esta armonía inaparente es la del λόγος
que sólo a los hombres que despiertan les es dado comprender. Armonía ciega más
fuerte que la de la visibilidad. En el orden del caos, el camino que sube y
baja, la guerra y la paz manifiestan en su contradicción la φύσις que ama esconderse. La palabra que se
manifiesta ocultándose es el fuego que no une los contrarios sino que los hace
crepitar eternamente. Lo sabio no es observar el devenir sino contemplar el
cosmos que se enciende y se extingue según medida. El lógos respira la música
de lo uno inaprensible.
Pablo de Tarso descubre en el escándalo de la cruz
la palabra eterna que sostiene el mundo. En lo oscuro, en lo humillado, se
revela, con una urgencia histórica que el fuego heracliteo desconoce, el plan
de Dios que, oculto a todas las fuerzas cósmicas, sólo se hace visible a los
hombres mediante la fe en Jesucristo. Si para Heráclito el cosmos es un
desgarro ontológico, para san Pablo es una esperanza teológica. En ambos, no
obstante, el logos que lo atraviesa es una discordia necesaria. El Heráclito
nihilista refulge en una postmodernidad inquieta y apocalíptica, que hace de la
escritura el resto de un naufragio inasequible. El tiempo de San Pablo fue, en
cambio, el del humanismo cristiano derrotado por el universo frío de las
ciencias modernas. El soldado de Cristo pergeñado en la Carta a los Efesios,
que inspiró el Enchiridion de Erasmo,
parece empeñado en retirarse a los cuarteles de invierno de la
contrarrevolución. Aun semiborrado, como el icono de Andrei Rubliov, Pablo continúa
mirando, sin embargo, la realidad como el cumplimiento de la escritura divina.
San Pablo escribiendo sus epístolas,
atrib. Valentín de Boulogne (c. 1620)
Guerra y paz, el camino que sube y baja, Pablo y
Heráclito simbolizan, en la época del eclipse de Occidente, que la dialéctica
cósmica puede que no vuelva a encenderse, pero que se extinguirá según la
medida de la historia.
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