Conocido como historiador de la mística, sociólogo y antropólogo, el jesuita Michel de Certeau (1925-1986), saboyano como Joseph De Maistre, no podía evitar ser –exasperado freudiano− teólogo. En alguna ocasión escribió que la historia había ocupado, en la modernidad, el lugar de la teología. Si puede decirse que, para él, la historia fue el lugar de la negatividad transversal, la mística representaba a su vez el no-lugar de la teología, la utopía de la otredad.
Discípulo de Henri de Lubac, leyó la Fenomenología del Espíritu de Hegel bajo la guía del también jesuita Joseph Gauvin a principios de los cincuenta. Aquellos jóvenes franceses procedentes de familias políticamente más o menos tradicionalistas, que coincidieron en la Compañía de Jesús antes del Concilio Vaticano II, acabaron convirtiéndose en marxistas. Certeau, no. Certeau era al marxismo cristiano lo que Sade a la Ilustración: su reflejo más destructivo y, por ello, más subversivo.
Obsesionado por la “présence manquante”, Certeau no deseaba tener ni hijos ni discípulos, del mismo modo que luchó por liberarse de cualquier imagen paterna. Proclamó que Jesucristo había muerto y que, precisamente, su muerte hacía posible el espacio de la comunidad creyente. Sus místicos estaban atravesados por heridas en cuerpos tatuados de palabras y de gemidos. Nada significaba; todo era significante.
Vagando por los espacios de la escritura, pretendía repetir en su diferencia los itinerarios de Ignacio de Loyola o de Pedro Fabro por los caminos de Europa. El “otro”, al que se siente abocado, es un aullido silencioso esculpido en el túmulo de la historiografía. El historiador atestigua la ausencia icónica de los ángeles de piedra. Frente a una semiótica de la recepción, Certeau anhelaba una semiótica de la escucha: el grito despojado, el duelo orgásmico.
Certeau siempre pensó que la Compañía de Jesús era “todavía" -siempre
difiriendo la ausencia- un lugar donde seguir realizando una experiencia
espiritual. En su polémico libro Le
christianisme éclaté (1974), cuya publicación por poco le cuesta la
expulsión de la Compañía, expone su idea de que el cristianismo ya no tiene un lugar desde donde hablar.
Radicalizando así ad intra la
intuición de Karl Rahner sobre los “cristianos anónimos”, el cristianismo se
convierte entonces en un conjunto de prácticas y de operaciones que están
sometidas a un trabajo de desgaste y de revisión continuos. En la medida que su
discurso pretendiese incluso erigirse en voz crítica o “profética” estaría
mostrando la pervivencia de un cuerpo “muerto”, es decir, de un conjunto de
doctrinas o enunciados que han dejado de significar porque no responden ya a
ninguna articulación social.
Ni jerarquía, ni teología histórico-crítica, ni teología
obrerista: sólo se podría ser cristiano allí donde se inscribiese la marca de
su separación irreductible, donde la identidad cristiana se desvaneciera. Ante
este cúmulo disolvente, a Certeau le asaltaba el malestar por el lugar desde el que él hablaba, un lugar
que, inevitablemente, debía tener en cuenta su condición itinerante de jesuita:
un itinerario tanto interior como exterior por Brasil, México o Estados Unidos:
"Las prácticas más cercanas del proyecto inicial son las que conciernen a un modo de comunicación, a un estilo de relaciones. En efecto, una "manera de vivir juntos" es el proyecto de donde nacen innumerables pequeños laboratorios que hoy ensayan y corrigen nuevos modelos sociales. De hecho, esta ambición se absorbe en las actividades, legítimas y necesarias, de una economía doméstica. El grupo de amigos o compañeros se sostiene gracias a la organización de una "intimidad" propia que, por dentro, se articula sobre las estructuras de las relaciones familiares, conyugales, amorosas o parentales, y, por fuera, sobre las del trabajo, los esparcimientos, la política. Si quiere practicar la insularidad, se vuelve falansterio. Si quiere introducir sus modelos en la sociedad, la comunidad se convierte en grupo político. De todos modos, da diversas respuestas a la cuestión de la relación entre lo "doméstico" y lo social, pero esta organización, como tal, no es ya "cristiana". Por lo tanto, el problema del cristianismo se desplaza hacia las prácticas, pero las del todo mundo, anónimas, despojadas de reglas y señales propias. Ya que la comunidad no es definida por una enunciación cristiana, sólo será "cristiana", si en ese sector "doméstico" se produce actividades calificadas de cristianas. El sitio deja de ser pertinente, y entonces es importante la posibilidad de una operación determinada por criterios cristianos".
(Michel de Certeau, La debilidad de creer)
Tras leer estas líneas no sorprende que se fuera a vivir solo tras la publicación de este libro, ni tampoco que, al mismo tiempo, conservase una habitación en su comunidad. Quizás dos anécdotas reflejen en algo una personalidad refinadamente desesperada. En mayo del 68 una pequeña célula comunista va visitando las comunidades religiosas de París con el objetivo de “pulsar” la reacción de los religiosos. Desembarcan en la Rue Monsieur –¡vaya nombrecito!- donde sale a recibirlos Certeau. Asombrado –o sobrepasado- ante la radicalidad revolucionaria del diagnóstico de su interlocutor, el cabecilla, buen leninista, le conmina a que aclare dónde se sitúa. Inmutable, el jesuita responde repetidamente: “À l’écoute”. Touché.
En cuanto a la segunda anécdota, ante sus amigos y sus alumnos, sorprendidos por la imperturbabilidad sonriente con que Certeau asumió sin desfallecer sus últimos meses de vida, solía responderles que había aprendido esa tranquilidad en las artes de bien morir renacentistas. Tengo para mí que Certeau, exquisitamente jesuita, era también un patricio romano, como Petronio, que organizó un banquete antes de suicidarse por orden del emperador Nerón. Al fuego devorador de la emperatriz muerte –“éxtasis blanco” la llamó− no podía negarle la moneda estigia.
En su funeral, al que asistió el tout Paris cultural, sus compañeros jesuitas hicieron reproducir "Non, je ne regrette rien” en la versión clásica de Edith Piaf. Como una inquietante contrafigura del personaje de Joseph Conrad, el buscador de las fronteras había atravesado el corazón de las tinieblas para sumergirse en la liturgia eterna de la ausencia.
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