Donna me prega

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martes, 18 de diciembre de 2018

Stavroguin y el príncipe Hal.



Demonio sentado en el jardín,
Mikhail Vrúbel (1890)

Comoquiera que el imaginado cosmos cultural que, sin añoranzas, he amado sigue derrumbándose ante la lenta y displicente indiferencia de sus saqueadores, últimamente me he propuesto no dejar de emprender una nueva lectura de Fiodor Dostoievski (1821-1881) al comenzar cada curso. 

A fines de este verano abrí Los demonios. En apenas una semana, con fruición casi epiléptica, cerré su última página. Puede que, inconscientemente y con una literalidad más allá de su razonable elegancia, me hubiese aplicado el mandato orteguiano de sumergirme en la atmósfera hermética de las psicologías imaginarias con que el novelista ruso se habría propuesto experimentar una y otra vez. 

Inútil y desmesurada, si se toma en serio la fe literaria, quizás sea una tarea ineludible cumplir con tal deber alucinatorio. Para escándalo de Ortega y Gasset, no descarto en absoluto que “en una hora de éxtasis demoníaco” Dostoievski pudiera haberse asomado a las cimas más prodigiosas de su técnica novelesca. ¿No es acaso su prolija morosidad una enloquecedora percepción de la forma de la vida, que, por la extremada fuerza de su inteligibilidad, se articula en el ensayo de las más atrevidas estructuras novelísticas?

Han suscitado esta indudable divagación las inquietantes asociaciones que la lectura de Los demonios segregó en mi memoria literaria. Aunque carezcan de la energía de Los hermanos Karamázov, las relaciones entre política y teología que plantea Los demonios obliga a observar, entre hechizado y espantado, el magma artístico del que brota una compleja, que no confusa, mímesis de las acciones humanas. Si para Aristóteles era posible una acción sin caracteres, pero no al revés, Dostoievski logra en sus obras que la única acción posible sea el despliegue psicológico de sus personajes.

En la parte tercera de Los demonios, sirviéndose de una paleta llena de tonalidades fantásticas y alucinadas, Dostoievski compite en rigor con la descripción de una escena que se había convertido en motivo caracterizador del rigor estético de la novela realista. No es excesivo señalar que el festival organizado por Yúlia Mijailova equivale en la novelística de Dostoievski al baile de Guerra y paz de Léon Tolstoi e incluso a los comicios de Madame Bovary de Gustave Flaubert

Ahora bien, su contemporaneidad no debe hacer pasar por alto que en la raíz de su composición opera con precisión quirúrgica unos formantes que exceden toda referencialidad realista para adentrarse en la experiencia imaginaria de la representación artística que arraiga en una genealogía muy precisa. La parodia de Turguénev bajo la figura de Karmazínov, como una momento satírico de la capacidad de Dostoievski de transformar sucesos y noticias en la materia de sus novelas, no debe distraer de este punto esencial.

En la Problemas de la poética de Dostoievski (1929, 1965) Mijail Bajtin había advertido que los diálogos de sus novelas eran polifónicos y, en consecuencia, irreductibles a la forma dramática en sentido teatral. En ellos la unidad no se consigue ajustando su sentido a un mundo cosificado y único, sino que se logra mediante la interactuación de múltiples conciencias de las que ninguna se convierte en objeto para otra. Por esta causa, Bajtin sospechaba de cualquier intento de situar la polifonía dostoievskiana en continuidad con la que pudiera haber explorado presuntamente William Shakespeare

En cualquier caso y sin silenciar la interpretación bajtiniana, empiezo a estar convencido de que una personalidad como la de Iván Karamázov habría sido imposible de concebir sin la aparición fulgurante y gélida de Stavroguin, cuya génesis arraiga en las zonas más decisivas del diálogo creador de Dostoievski con su personal tradición. ¿Es posible llegar a entender los diálogos entre los hermanos Karamázov e incluso el de Iván con su demonio sin la arrasadora y destructiva voracidad, silenciosa e indefinible, de Stavroguin? ¿Es incluso pensable el starets Zósima sin la conversación, censurada en la primera edición de Los demonios, entre Stavroguin y el monje Tijon? No afirmo que Iván sea una continuación de Stavroguin, sino que, hasta para deshacerse de su intolerable presión, Dostoievski debió de regresar a su inquietante figura diabólica para explicarse hasta las relaciones amorosas de los hermanos Karamázov con Katerina Ivanova, cuya personalidad, a diferencia de Liza, había sido también fecundada por aquel ángel bajo especie de luz.

Dostoievski no oculta en modo alguno de qué forja ha emergido el inquietante protagonista de Los demonios. Resulta casi imposible evitar percibir unos oscuros paralelismos entre las dos partes de Enrique IV de Shakespeare y la obra de Dostoievski. La indefinición de Stavroguin personalidad, marcada por su extraña y aburrida superioridad, recuerda de una manera desafiante la actitud del príncipe Hal. Podría decirse que el Stavroguin recordado en la novela conservaba el parecido con el Harry de la primera parte de Enrique IV, mientras que el que protagoniza la novela ha madurado en el espíritu del Harry de la segunda parte. Que Dostoyevski buscaba este efecto indirecto e intensificador resulta explícito.

Stepan Trofimóvich llega a calificar a Stavroguin de príncipe Harry y, según Piotr Stepánovich confiesa, él mismo le llamaba su Falstaff. Tal vez sea un espejismo excesivo, pero en el padre y en el hijo observo desdobladas las dos cualidades de Falstaff: el simpático canalla y el vil cobarde. En los cómplices de Verjovenski, como si se resaltasen sus más siniestros perfiles, advierto los ecos de Poins, Pistol, Bardolf…

Insisto que no considero estos paralelismos como influencias o como meros palimpsestos shakespereanos. La mirada creadora de Dostoievski es acerada. Tengo para mí que, en lugar de adoptar los rasgos más superficiales, nuestro autor investiga en el fondo de los personajes de Shakespeare las posibilidades imaginarias más oscuras de sus funciones psicológicas para dirigirlas más allá de ellos mismos hasta alcanzar la densidad de su propia y exasperada originalidad creativa. En ellos descubre, en lugar de arquetipos, orientaciones semánticas para su análisis de las formas a la vez más profundas e inmediatas de comportamiento humano. 

De un monstruoso satanismo antirromántico, el inexpresivo poder moral de Stavroguin es de tal envergadura nihilista que el propio Dostoievski se verá obligado a maquinar su suicidio final para poder hacer soportable a los lectores su despiadado hastío. Es su lección la que alcanzará su más genuina manifestación en el destino de Iván Karamázov. En él quedará conjurado su fatídico destino novelístico porque, a presión máxima, carga hasta la locura con las fuerzas contrapuestas de los dos suicidas que en Los demonios manifiestan la erosión de la teología política revolucionaria: Stavroguin y Kírilov.


Al igual que cuatro años antes cuando le había visto por primera vez, ahora también quedé impresionado desde la primera mirada que le dirigí. No le había olvidado en lo más mínimo; pero hay fisionomías que siempre que asoman parecen traer consigo, sin excepción, algo nuevo, algo que previamente no habíamos notado aunque lo hayamos visto cien veces antes. Estaba, por lo visto, exactamente igual que hacía cuatro años: igual de elegante, igual de altivo, casi igual de joven, y hacía sus entradas con el mismo aire imponente de entonces. Su ligera sonrisa revelaba la misma amabilidad oficial y la misma satisfacción de sí mismo. Su mirada era igual de severa, meditabunda y algo así como distraída. En una palabra, se diría que nos habíamos separado sólo la víspera. Una cosa, no obstante, me llamó la atención: antes, aunque se le tenía por guapo, su semblante, en efecto, «parecía una máscara», como decían algunas de las damas maldicientes de nuestra sociedad. Pero ahora, no sé por qué, me pareció desde el primer golpe de vista positiva e indiscutiblemente hermoso, de modo tal que hubiera sido imposible decir que su semblante parecía una máscara. ¿Acaso se debía a que estaba un poco más pálido que ante y algo más delgado? ¿O quizás a que en sus ojos brillaba algún nuevo pensamiento?”
(F. Dostoievski, Los demonios)


Ni ético ni moral, el gran tema de la obra de Dostoievski es en su radicalidad más inaprensible teológico. A la insoportable tensión entre el Bien y el Mal opone la lucha encarnizada entre la Ley y la Gracia. ¿Debo confesar que, siendo Cavalcanti, he profesado a los pies del starets Aliosha Karámazov?

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