L'étang dans la fôret,
Edgar Degas (1867-1868)
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En 1866 Paul Verlaine (1844-1896) costeaba la edición de Poemas saturnales, su primer libro. La
crítica, omnívora, repite con delectación que su editor Alphonse Lemerre había lanzado
una tirada de 491 ejemplares que, veinte años después de la publicación, seguía
sin haberse agotado. Con entusiasmo gélido, en carta privada que ha sido
estudiada con el detenimiento caníbal de la crítica literaria, Mallarmé fue
acaso de los poquísimos lectores que felicitó al autor, tal vez porque representaba
justamente la necesaria antítesis de su búsqueda poética.
Aun hoy el primer libro de Verlaine permanece a la sombra de sus
siguientes libros, Fiestas galantes (1869)
o, sobre todo, por el trasfondo biográfico de sus aventuras autodestructivas con
Arthur Rimbaud, Romance sin palabras (1874).
Sin duda, en ellos brilla, más que en otras obras aclamadas de la madurez, el
esplendor de plenitud que prometía la voz que en Bruselas se quebró. No ronca,
sino cristalizada en el sueño de una melodía perdida, Verlaine la entregó desde
entonces a la perfección bizarra que recordase el eco de la música de antaño
ante todo y dejase a los lectores todo el resto de su literatura.
Poemas
saturnales es un libro desigual, ciertamente. Abigarrado, con excitada
languidez dirige sus dardos de admiración contra Baudelaire y asume, furioso e
irónico, la deuda parnasiana que desea despreciar. Los últimos poemas, como el pseudoecfrástico
“César Borgia” o el carnavalesco “La muerte de Felipe II”, parecen introducidos
con malignidad saturnal, casi como un castigo masoquista cuyas cicatrices el “Epílogo”
exhibe lascivas y patéticas con su afectada cadencia clasicizante.
La idea de “libro” que parodia cala, sin embargo, en el imaginario
poético de Verlaine. En La buena canción (1870)
sobre todo, en la cual estiliza la historia de su noviazgo como una nota de
violín estirada hasta el histerismo, pero también en Fiestas galantes y hasta en Romance
sin palabras, puede atisbarse una mínima anécdota pulverizada en las notas que
experimentan su métrica y su sintaxis. A través de ellas el poeta persigue la
frase musical con que alcance el tono inexacto, impar, de la melodía que bulle
en la ausencia del objeto que cada verso no intenta representar sino sólo trazar.
Los procedimientos de esta búsqueda ya habían sido, más que
insinuados, delineados con entonación precisa en Poemas saturnales. Su huella marcará con nitidez el modernismo
hispánico, en Rubén y en los Machado, y hasta en Juan Ramón. Intraducibles,
perversos, los juegos circulares, léxicos y semánticos, que afectan, en
anáforas y quiasmos desdoblados, unos cuantos versos se extienden concéntricos
a todo el poema para ensayar su férrea y quebrada unidad. “Crepúsculo de una tarde mística”, junto con “Paseo sentimental”, exploran la circularidad
poemática hasta extremos incandescentes.
El verso “Le Souvenir avec le Crépuscule” que abre y cierra el
primer poema mencionado encierra el perfume floral, singular, quintaesenciado
de la poesía verlaniana -dalia, lila, tulipán y ranúnculo- que punza dolorosa
la sensibilidad de cualquiera de sus lectores. La esperanza que sus versos
prometen, mientras los va musitando en un estado de laxitud enervante, conduce inevitablemente a aguzar el oído a ese ruiseñor cuyo canto indistinto y eterno
Keats captó en su instante y Verlaine sintió fluir en la ambigua brisa, húmeda
y malvada, que se extendía graduada por el árbol en que se había posado, “si bien / qu’au bout d’un instant
on n’entend plus rien, / plus rien que
la voix célébrant l’Absente, / plus rien que la voix -ô si languissante- / de l’oiseau
que fut mon Premier Amour, / et qui chante encor comme au premier jour”.
Por inclinación personal, releo siempre apasionado “Nevermore” de
la sección “Melancholia” y me dejo mecer por la brizna rítmica de la brevísima “Canción de otoño” de “Paisajes tristes”. Admiro también el pulso impresionista,
morboso, de “Efecto de noche” en “Aguafuertes” y me conmociona el deseo
desbordado de “Initium”. Sin embargo, he quedado prendido del aparente paisaje
posromántico de “La hora del pastor”.
En él, más que a una voz, atiendo a una mirada que atraviesa míticamente,
de manera implícita, el poema entero y que no se revela casi hasta el último
hemistiquio. En un ambiente extenuado, casi de grabado burgués, el poeta se
entrega a las alucinadas y rítmicas sensaciones sinestésicas de un atardecer
último del que emergerá finalmente, en nocturno contraste antitético, la
voluptuosa y esquiva Venus. ¿Venus realmente? Esa noche en la que se desliza,
exánime, ¿no es acaso el poeta el contrapunto -¿dramático?- del mediodía en que
Acteón, el cazador, observó escondido la aguda pureza de Diana…?
« L’heure du berger.
La lune est rouge au brumeux horizon ;
Dans un brouillard qui danse la prairie
S’endort fumeuse, et la grenouille crie
Par les joncs verts où circule un frisson ;
Les fleurs des eaux referment leurs corolles ;
Des peupliers profilent aux lointains,
Droits et serrés, leurs spectres incertains ;
Vers les buissons errent les lucioles ;
Les chats-huants s’éveillent, et sans bruit
Rament l’air noir avec leurs ailes lourdes,
Et le zénith s’emplit de lueurs sourdes.
Blanche, Vénus émerge, et c’est la Nuit. »
(Paul Verlaine, Poèmes saturniens)
Léon Bloy retrató a vuelapluma a Paul Verlaine como “un ángel que
se anega en el fango. Pórtico de iglesia y escaparate de tabernero”. El resto,
tópico, es literatura.
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