Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.
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viernes, 24 de mayo de 2019

Calvinball o las políticas de calidad científica.



Calvin & Hobbes,
Bill Watterson (1990)

A mi heterónimo, que debe asistir por obligación a una de esas comisiones académicas para iniciados en los ritos y mi(ni)sterios educativos, hace poco un colega le reprochó estar instalado en la "cultura de la queja". Lo había motivado su crítica a una de esas interpretaciones crípticas que caracterizan los criterios aplicados en la resolución de una convocatoria pública de evaluación de la calidad de las publicaciones científicas.

viernes, 1 de marzo de 2019

Manual de resistencia.



Arlequín con espejo,
Pablo Picasso (1923)

Como saben mis lectores, suelo infligirme, entre otros atributos, el de anarcorreaccionario. En su acepción quizás más castiza podría definirse como la calidad de la anarcoreacción: dado que todo principio y orden tradicional no sólo ha sido subvertido sino ridiculizado y humillado sistemáticamente, se muestra partidaria de suprimir cualquier residuo de autoridad usurpada, principalmente en sus extremos más grotescos, que ejerzan los nuevos poderes de este mundo revolucionado. Es inevitable, pues, que en él lata una veta satírica. Desconozco si el resultado será afortunado hoy. Aun así, quisiera entonar el vituperio y elogio de Pedro Sánchez a propósito de la publicación de ¿sus? ¿¿¿memorias??? tituladas Manual de resistencia (Barcelona, 2019).

martes, 21 de febrero de 2017

Commedia dell'arte en una tarde musical.





Hace años que no acudo a una representación teatral porque, entre otras razones circunstanciales, me descorazona el método de declamación habitual en España. Rara vez he comentado en este blog obras teatrales, y, si lo he hecho, ha sido más en su dimensión literaria que no en la propiamente espectacular, con la relativa excepción de una entrada dedicada a la representación de una ópera mozartiana en Praga.

Por la sugerencia entusiasta del director dramático, me planté un par de semanas atrás en un pequeño local de Sant Vicenç dels Horts para asistir a la representación de Les Mis 24601, adaptación íntegra en catalán por un grupo amateur del famoso musical Les Misérables (1980), de Claude-Michel Schönberg, una de las cimas de ese subgénero operístico actualizado, popular y, puestos en plan exquisito, aún más vulgarizado que ha triunfado en el último tercio del siglo XX.

martes, 12 de enero de 2016

La gallina turuleca.



La gallina ciega,
Francisco de Goya (1789)

Quizás como un guiño melancólico un Rey Mago ha dejado de propina a mi vailet cisterciense un cd con las canciones de los payasos de la tele. Escéptico, he sido arrastrado a la voz de Miliki, tan punzante en la memoria de toda mi generación, por el sorprendente entusiasmo de mis hijos. Todo un hit impensado.

martes, 17 de marzo de 2015

Frozen Propp.




Como en tantas niñas de su edad, mi petitona ha sucumbido a la pasión por Frozen (2013). Hasta ha encontrado el cd con las canciones de la película en la biblioteca municipal y hemos pasado una temporada al borde del agotamiento auditivo con el tema de “Suéltalo”. Entre ella y yo ya es prácticamente un mot-de-clef hablar de los lobos que persiguen a Ana y a Kristof, mientras aullamos a la una con los ojos desorbitados “auuuuuuu”. Su hermana, la pubilla, participa todavía de esa fantasía, en el lindero de la adolescencia. Quisiera creer que les admira la capacidad de sacrificio fraterno mediante “el acto de amor verdadero”.

martes, 10 de marzo de 2015

El Pasmo de Triana y Mijaíl Bajtín.



Belmonte en plata,
Ignacio Zuloaga (1924)

No soy aficionado de los toros ni de las biografías. Las mejores biografías suelen esconder novelas frustradas. Las mejores corridas celebran el misterio de una liturgia imprevisible. Como los toros, desde las Vidas de Plutarco las biografías son, antes que nada, una cuestión de estilo. Aún así, saliendo a los medios, me he animado a leer el mejor volumen de un género que, replicando el éxito de Lytton Strachey, se puso de moda en España en los años treinta. Me refiero a Juan Belmonte, matador de toros (1935), del excelente periodista andaluz Manuel Chaves Nogales (1897-1944).

martes, 6 de enero de 2015

Mi héroe Coco.





Una de las grandes lloreras de mi vida ocurrió las Navidades en que un compañero de clase me reveló el secreto de los Reyes Magos. De natural fantasioso, nunca he logrado superarlo del todo. No sólo esperaba el día 6 de enero con una emoción excitada, que desembocaba en preguntas incisivas a mi padre sobre qué le habían dicho los Reyes, sino que me entusiasmaba el horizonte de una vida adulta en que les ofrecería una copita de jerez mientras ponían regalos a quienes –oh sorpresa− serían mis hijos.

martes, 9 de diciembre de 2014

Star Wars, la escatología filial.



El Juicio Final,
Tabla Central (1467-1471),
Hans Memling 

Hace unos meses mis cuatro hijos vieron el Episodio V de La guerra de las galaxias. Estaban pendientes de que se la pusiese desde hacía tiempo, pues querían entender por qué Buzz Lightyear, nuestro héroe favorito de Toy Story (¡Hasta el infinito, y más allá!), se asomaba desde el montacargas echando la mano hacia Zurg. Mientras el juguete villano se precipitaba al vacío, Buzz gritaba “¡papá!”.

martes, 18 de noviembre de 2014

Como una piedra rodante.



Opustena,
Franz Kline (1956)

Apenas adolescentes, escuchábamos los fines de semanas en casa de un amigo discos de sus hermanos mayores, que eran muy progres. Con más o menos empacho, pinchaba las canciones de Cat Stevens (antes de ser, oh, Yusuf Islam), Donovan, John Denver y el resto de la banda cantautora anglonorteamericana, además, claro está, de los “latinoamericanos”: Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Víctor Jara… ¡Qué tiempos, Dios santo! Sobrevivimos, pero cómo…

martes, 27 de noviembre de 2012

Calvin & Hobbes. Contra la escuela. Por el maestro.






Confieso que, entre las actividades diarias, leo siempre una tira de Calvin & Hobbes para poder mirar el mundo con cierta benevolencia escéptica. Los personajes de un niño hiperactivo de seis años, egoísta, liante y metafísico, y de su tigre de peluche, coqueto, estupefacto y astuto, creados por Bill Watterson en 1985, son los héroes ácratas de mi primera juventud.

Reconozco que tal confesión testimonia mi escaso compromiso revolucionario, pero situarse irónicamente bajo el favor del reformador de Ginebra y del atormentado  filósofo inglés protege, sin acritud, de los tópicos políticos al uso. El más pernicioso: el de la bondad educativa de nuestras escuelas.

Recuerdo que, al abandonar el colegio para ir a la universidad, sentí como si hubiese cumplido una condena de trece años y pudiese estrenar la libertad. Era un niño disciplinado y aplicado, pero sospechoso de leer, en lugar de tebeos y revistas porno, a gente tan disparatada como Turgueniev, Dostoievski o Flaubert.

Calvin tiene que vérselas con la Srta. Carcoma, su maestra, y el Sr. Escupitajo, director de la escuela. Nosotros nos las veíamos con el Hno. Sapo, de ruindad canónica, y con el Hno. Jabalí, director tarzánico. Si con un zarpazo no entrabas en razón, con un rugido asumías que en la selva la ley también era natural y positiva. Brutal, sí, pero también muy instructiva. La edad te lo hace entender.

Con los años uno se casa y tiene hijos y los hijos llegan a una escuela nueva, en teoría liberada de los tics franquistas de aquella ansiada pedagogía de la transición. La escuela de ahora educa en valores (como dice un amigo perplejo: los valores en la Bolsa, en el Evangelio Cristo; pero las escuelas cristianas siempre han sabido que no hay que exagerar). Así que (quien lo probó lo sabe), si antes te pasabas de listo, te podía caer una bofetada que te sacase de la mesa. Ahora le explican al niño: “¿No te das cuenta? Todos te queremos”.

En una sociedad malcriada e irresponsable, los padres energuménicos no toleran la más mínima contrariedad de sus niños tumefactos afectiva e intelectualmente. La escuela reacciona a la defensiva, con un argumentario victimista más o menos eficaz. Antes, unos padres llamados por la escuela eran informados del comportamiento de sus hijos. Hoy en día, enfrentados a la maestra o el maestro y a una psicopedagoga, nada más que se terminan las presentaciones, son interrogados sobre sus costumbres domésticas.

La palabra clave, en el ámbito educativo, es diálogo. Es el ábrete sésamo que debería resolver todos los problemas. En una ocasión, una maestra me miró con ojos desconfiados cuando quise razonar que el diálogo debe acabar en un acuerdo entre dos partes, pero cuando la relación entre ambas no es equilibrada, no hay diálogo sino una petición que la parte más poderosa puede conceder o no y según qué condiciones. La escuela quiere recuperar la autoridad, pero sin pagar el precio de su autoritaria buena conciencia.

Por todo ello, como en la viñeta que encabeza este post, sigo teniendo la misma sensación –y creo descubrirla en mi hijo también calvinista- que la de Calvin cuando sale a la pizarra para mostrar un objeto y expresar sus sentimientos. Mirando a sus compañeros y a nosotros lectores, nos suelta con candor, con furia, con irritación:

"Para la clase de hoy he traído un avión de juguete. 
Es muy normal, supongo, pero me gusta llevarlo encima.
¡Es para recordarme que, en cuanto ahorre un poco de dinero, compraré un billete y me iré tan lejos de vosotros, estúpidos, que alucinaréis!
(Ante el director). No es una “actitud”. ¡Es un hecho!"

En aquella escuela de sapos, jabalíes, orangutanes y cocodrilos, encontré, sin embargo, al único maestro que Dios me ha concedido en la vida. Le llamaban garbancete, porque no superaba el metro y medio de estatura. Calvo, sin cuello, con las extremidades pegadas al tronco, casi sin poder separarlas, aquel fraile diminuto, que había sido corneta de un tercio requeté durante la Guerra Civil, amaba con pasión las lenguas clásicas y su cultura. 

Flemático, irónico, intransigente, me inoculó la pasión del saber humanista sin una sola prédica, sólo enseñándome a escandir los versos de Virgilio. Su fe, discreta y sin fisuras, la proclamaba con ansiedad a través de una anécdota que repetía constantemente, entre nuestras chanzas malhumoradas: no quería asirse a las sábanas en la agonía como aquel que gritaba: “Señor, ¡estas manos están vacías!”.

Siempre fue consciente de que estaba ahorrando para irme bien lejos de todos ellos, incluso de él. De haber llegado a leer este post, habría vuelto a decir lo que, en una ocasión, le espetó al director enfrente de mí: “¡Deje al chico que se explique!”. ¿Cómo explicar a una escuela lo que, en último término, excede método, enseñanza, aprendizaje? Ser uno mismo es querer ser múltiple.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Cary Grant en calzoncillos.





Es conocida la anécdota en que Cary Grant entra en un hotel y, al registrarse con su nombre, el conserje, irónico y escéptico -según otros, sorprendido-, le espeta: “No se parece usted a Cary Grant”. Como en un diálogo de una screwball comedy, el actor responde de inmediato: “Ya lo sé. Nadie se le parece”.  

Se ha hablado de las dudas que atormentaron al protagonista de Sospecha sobre su identidad, a caballo entre quien había sido, Archibald Leach, y el que llegó a ser como un dios del Hollywood dorado. Prefiero creer que, tras su sonrisa irrepetible, quien rayos fuese Cary Grant sabía que su nombre fijaba un punto de fuga que, como en sus frecuentes viajes lisérgicos, sólo podía entreverse en un haz de luz proyectado sobre una pantalla blanca.

Han corrido ríos de tinta también sobre su posible homosexualidad. La famosa foto con Randolph Scott, ambos en bañador, es antológica. Según una de sus amantes, Grant usaba bragas, sin encajes ni costuras. Probablemente, más que bisexual, era pansexual. Al mirar a sus compañeras de reparto, parecía estar contemplando a jugosas Evas tras comer la manzana del árbol del bien y del mal. Con cierto alegre cansancio, sabía que era tan inevitable como necesario probar el fruto prohibido. Quizás no pudiera amarlas, pero las conocía tan bien que no podía dejar de quererlas.

Su elegancia brilla secretamente en las situaciones más ridículas de sus películas: vestido con un albornoz de mujer, despeinado, en La fiera de mi niña; disfrazado de mujer en La novia era él; en calzoncillos en Con la muerte en los talones; o duchándose con su impoluta camisa blanca y sus gafas de pasta en Charada. No hubo ningún actor capaz de mantener esa divertida dignidad de quien sabe que la ha perdido muchas veces en su vida.

¿Se imaginan ustedes así a un Spencer Tracy, a un Gregory Peck o a un Charlton Heston? Tracy vestía siempre de impecable terno mesócrata; Peck parecía un profesional liberal del Este; Heston, en sus mejores películas, siempre salía medio en cueros. Cary Grant sabía que la mejor manera de desnudarse emocionalmente era enfundarse un perfecto smoking para ir a un cóctel de media tarde.

Alfred Hitchcock, con su pinta de carnicero inglés, odiaba con admiración rendida el estilo de su actor fetiche, capaz de reflejar las dualidades más oscuras de ambos. El personaje de Devlin (Encadenados) podría haber sido su icono y su fantasía. A las rubias el director las acosaba como un gañán en celo, con refinada crueldad y con patético resultado. A su compatriota, como un vampiro, hubiera deseado succionarle el encanto mientras lo colgaba del monte Rushmore (Con la muerte en los talones), cuando lo hacía pasearse por los tejados de Niza (Atrapa a un ladrón) o al pretender que envenenase a Joan Fontaine (Sospecha). Como venganza, la sonrisa perpleja del ladino Cary Grant ocultaba las arrugas de sus trajes.

Hoy en día puedes encontrarte en cualquier Burger-King a tipos como Bruce Willis (el macarra de buen corazón), Antonio Banderas (el guaperas intelectual) o Jude Law (el andrógino inquietante). A Cary Grant, que era tres y muchos más en uno, sólo se le puede recordar en una silla ausente en Maxim's, que ya no es lo que fue.


P. S. Si tuviera que elaborar la lista de cinco películas suyas, me atrevería a dar los siguientes títulos:

La pícara puritana (The Awful Truth, 1937, dir. Leo McCarey). Por sus conversaciones con Irene Dunne y Ralph Bellamy.



Luna nueva (His Girl Friday, 1940, dir. Howard Hawks). Por sus rifirrafes verbales.




Historia de Filadelfia (A Story of Philadelphia, 1940, dir. George Cukor). Por ser Hermes, el amante de Afrodita Hepburn.




Encadenados (Notorious, 1946, dir. Alfred Hithcock). Por el amor fou que desprende en la escena final.




Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959, dir. Alfred Hithcock). Por la escena de la comisaría.





viernes, 5 de octubre de 2012

Blancanieves enamorada. Apología de Mudito.




Blancanieves (2012), Pablo Berger



El director Pablo Berger acaba de cuajar faena en el ruedo cinematográfico con el reciente estreno de su versión de Blancanieves. La afición ha respondido a su entrega con ovación y petición de oreja, que la Academia de Cine le ha concedido preseleccionando su film como posible candidata al Oscar a la mejor película extranjera de habla no inglesa.

Humilde aficionado de tendido alto, reconozco el mérito de la faena, técnicamente impecable, pero, como purista del arte, me asaltan las dudas. Me da la impresión de que la estocada está desprendida. ¿Cómo lo diría? Berger es a Luis Buñuel lo que Enrique Ponce a Curro Romero. El Faraón de Camas podía tener tardes aciagas, pero cuando toreaba hondo, cortaba la respiración. Ponce lo hacía muy bien, pero era un torero ya posmoderno, de posturas, de estilización. Berger no es, desde luego, José Tomás; no se juega la vida de la manera más seria en la música callada del toreo, como quería José Bergamín.

Su Blancanieves está llena de aciertos deslumbrantes. Película muda, ambientada en los años veinte, en un ambiente andaluz y taurino, con destellos surrealistas y góticos, las comparaciones con Lorca y Buñuel resultan inevitables. Antonio Villalta y Carmen de Triana, los padres de Carmencita-Blancanieves, están sacados del molde de Ignacio Sánchez Mejías y su amante La Argentinita. Por otro lado, los siete enanitos del cuento de los Grimm se ven reducidos  a seis, incluyendo una mujer. En lugar de la casita del bosque, viven en un carromato ambulante como artistas de variedades, hasta con ecos finales de los personajes de Tod Browning. Blancanieves, así bautizada por sus salvadores, sufre amnesia hasta la tarde de su alternativa en El Colosal-La Maestranza. La madrastra, una enfermera trepa, y el cazador, un chófer gigoló, completan el elenco protagonista.




La mirada estética de Berger, ya digo, es técnicamente impoluta. Conoce el arte del cine y lo homenajea sabiamente. Desmitifica el folclorismo no mediante la parodia sino declarando su amor por él. Pero no se arrima al toro. Liga espléndidas tandas de naturales, pero se cuida mucho de que el toro le roce la chaquetilla. Desplantes toreros, sí, mas no pocas veces efectistas. Su sensibilidad, que incurre en sensiblería (las miradas que titilan, las risas francas, la nostalgia visualizada en forma de canción española, la abuelita que se desploma mientras baila desatada…), tratan de endulzar lo que es una mirada terriblemente cruel, tanatológica, más allá de la dureza que ya de por sí presentaba la versión de los hermanos Grimm.

Parece como si Berger sólo sintiese auténtica compasión por el toro. Es el único que se salva en el momento de la suerte suprema. Incluso podría decirse que es el deus ex machina que imparte justicia poética a unos personajes que son o unos canallas o unas víctimas desarmadas. 

Dos ejemplos extremos: la madrastra maltrata y acaba arrojando por la escalera al torero paralítico, antes de romperle la crisma al chófer-amante; este, por su parte, intenta consumar el asesinato de Carmencita con una violación, hasta el punto que, despechado, la persigue hasta casi ahogarla en el estanque del bosque, dándola por muerta. 

Apenas hay lugar para la empatía que sobrepase el ámbito de las emociones a flor de piel. Se insinúan toda clase de fantasías sexuales: zoofílicas, caníbales, sadomasoquistas, menoreras, homosexuales y, sobre todo, necrófilas… , cuyo cumplimiento –y aceptabilidad social- dependen del dinero, sea una fortuna o diez céntimos. 

Como es lógico, la versión de Disney tampoco sale indemne. De ella se toman principalmente las figuras de dos enanos: Gruñón es Jesusín (“Esta mujer nos traerá problemas. Ya lo veréis”) mientras que Mudito es Rafita, dulce enamorado de Blancanieves. En la película de animación, Gruñón se resistía a los encantos de la princesita de “cutis blanco como la nieve, mejillas y labios rojos como la sangre, y cabellos negros como el azabache”, pero acaba liderando la persecución contra la malvada bruja entre las rocas. Jesusín, el jefe de la cuadrilla de enanos, no sólo envidia a Blancanieves, sino que hasta procura asesinarla. Deforme resentido, dirige la cacería contra la madrastra sólo porque ésta lo había ninguneado llamándolo Pulgarcito.



Snow White and the Seven Dwarfs (1937),Walt Disney.

Por más que Berger asegure que la suya es una historia de amor, cuando llega la hora de la verdad, se deja de cuentos y se vuelve realista. La muerte, muerte es; y los enanos no seducen a princesas. A Rafita, un auténtico galán, le corta las alas, aunque recobrase la vida de Blancanieves en el bosque aplicándole un delicadísimo boca a boca. Con su timidez va seduciéndola hasta casi conquistarla, pero el cínico Gruñón se interpone en el último momento. Sin habla ya, tras la muerte-encantamiento de su amada, Rafita mantiene su fidelidad cuidando del ataúd de cristal que, como atracción de feria, explota diabólicamente el siniestro apoderado de Blancanieves. Su consuelo es mantenerla perfectamente maquillada, mientras duerme a su lado.



Coincido en que el príncipe potencial es un botarate, indigno de la muchacha, pero el beso final de Rafita habría de resucitar a un muerto. Lo fácil es la lagrimita, es decir, el efecto sentimental; lo difícil es el impulso lírico que sostiene todo gran arte, creando la ilusión de la verdad y, por ello, siendo verdadero. 

La vida es precaria y el amor fou está condenado a un glorioso fracaso. Aún así, ¿hay algo más transgresor que lograr que el despreciado y marginado venza los límites de la realidad? ¿Por qué no confiar en Rafita (inmenso Sergio Dorado) en lugar de infligirle ese gesto de tristeza humillada, de eunuco resignado? Es evidente que, a estas alturas, los cuentos no están a salvo de profanación. Más aún, parecen exigirla. Viendo el final, sin embargo, recordé las últimas palabras del Manifiesto Surrealista de André Breton: “Vivir y dejar de vivir son soluciones imaginarias. La existencia está en otra parte”. Como en el cuento de los Grimm. 

Por todo ello: “Maestro, ha hecho usted una película excelente, pero quizás se le haya escapado el duende. Por no creer en él”.