Una de las grandes lloreras de mi vida ocurrió las Navidades
en que un compañero de clase me reveló el secreto de los Reyes Magos. De
natural fantasioso, nunca he logrado superarlo del todo. No sólo esperaba el
día 6 de enero con una emoción excitada, que desembocaba en preguntas incisivas
a mi padre sobre qué le habían dicho los Reyes, sino que me entusiasmaba el
horizonte de una vida adulta en que les ofrecería una copita de jerez mientras ponían
regalos a quienes –oh sorpresa− serían mis hijos.
A diferencia de Rudolf Bultmann, tan desmitologizador, tan ilustrado, siempre he considerado que pulsar un interruptor
y que haya luz es un milagro formidable, demostrable empíricamente en,
desgraciadamente, muchas partes del mundo. Aunque ya sé que es mezclar churras
con merinas, la explicación de que la Resurrección de Jesús responde a un
sentimiento en el corazón de los primeros creyentes siempre me ha parecido que guarda
repugnantes semejanzas, inversamente evemeristas, con la habitual
interpretación del sentido de la fiesta de los Magos de Oriente y, hasta si se
quiere, de Santa Claus. Científicamente, intentar justificar así tales
creencias es una milonga tirando a patética. Imaginativamente, la otra
posibilidad, realmente cierta, es mucho más rica y madura. Sin fantasía, la percepción de la realidad se estrecha sin cuento. Tener fe es, pues, fantástico, pues permite un conocimiento ensanchado de nuestro obrar.
Cada vez que me levanto un día como hoy y me encuentro
regalos en los zapatos junto a la puerta de casa siento por un instante un
cosquilleo de atónita sorpresa que comparto con mis hijos.
Oro, incienso y mirra son una esperanza escatológica fundada
no en la irracionalidad sino en la constatación sabia de que, como habría dicho
san Juan de la Cruz, no hemos venido para ver sino para no ver. Llegar
realmente a no ver es otro milagro de
sabiduría, de amor humilde. Que Dios haya nacido y que haya resucitado, y que
en un niño unos Sabios hayan adorado ya la
Redención, es todavía milagroso en una época voraz, como la nuestra,
de ilusiones. Sé que no pruebo nada; pero siempre he advertido que no soy ni
apologeta ni escolástico, sino, simplemente, gramaticalmente, monástico.
Debo tal vez esta fe a prueba de carboneros a no pocas de
aquellas inolvidables lecciones de Coco en el Barrio Sésamo de mi infancia. Mi
padre se reía a carcajadas con Statler y Waldorf (“¿Cree usted en la vida
después de la muerte? / Cada vez que salgo de este teatro”), pero yo era aún demasiado
pequeño para disfrutar esa feroz, feraz, ironía. Coco era otra cosa. Sus
conversaciones de camarero con Mr. Johnson me doblaban por la mitad, pero,
sobre todo, con él aprendí claramente dónde –y cuándo- estar cerca o lejos.
En Coco debí pensar cuando, joven, escribí estos dos
versos que procuraban definirme socialmente: “Tengo por ciertas pocas cosas, /
la maneras tal vez, y la distancia”. Encontrar ese punto justo es una cuestión
de buen gusto. Cuesta mucho y deja exhausto. No he logrado adquirir tampoco del
todo esa virtud precisa, gracias a Dios: la madurez desengañada cerca, la infancia
ilusionada lejos; los Reyes Magos lejos, las compras de última hora cerca.
Entre cerca y lejos voy siendo quien corre al encuentro de la verdad.
“Antes de que apareciese la humanidad de nuestro Salvador, su bondad se hallaba también oculta, aunque ésta ya existía, pues la misericordia del Señor es eterna. ¿Pero cómo, a pesar de ser tan inmensa, iba a poder ser reconocida? Estaba prometida, pero no se la alcanzaba a ver; por lo que muchos no creían en ella. Efectivamente, en distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios por los profetas. Y decía: Yo tengo designios de paz y no de aflicción. Pero ¿qué podía responder el hombre que sólo experimentaba la aflicción e ignoraba la paz? ¿Hasta cuándo vais a estar diciendo: «Paz, paz», y no hay paz? A causa de lo cual los mensajeros de paz lloraban amargamente, diciendo: «¿Quién creyó nuestro anuncio?» Pero ahora los hombres tendrán que creer sus propios ojos, ya que los testimonios de Dios se han vuelto absolutamente creíbles. A fin de que ni una vista perturbada pueda dejar de verlo, puso su tienda al sol”.
(San Bernardo de Claraval, Sermo I in Epiphania).
Ah, por cierto, de madrugada nos hemos tomado la copita de
jerez.
Al hablar de "Dios" y de "Fantasía", tema chestertoniano por excelencia, haces que venga a mi mente algo que escribí hace ya muchos años: "Jesús es la irrebasable fantasía de Dios".
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