Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
Quiere ofrecer reflexiones, opiniones y lecturas a personas atentas a la vida del espíritu y de la cultura.
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martes, 4 de septiembre de 2018

Jugando a dados con Max Jacob.



La mesa del músico,
George Braque (1913)

Con flemática inflexibilidad no desisto de publicar puntualmente cada semana, como si fueran las entradas de un diario imaginado, piezas como ésta que ahora comienzo y que no buscan el aplauso ni la admiración de sus dispersos lectores. Impávidas, les exigen, a fondo perdido, lo más difícil: su atención. Reivindican, medievales, la sola profesión de su artesano.

Siento por ello una extraña y no correspondida afinidad con la obra de Max Jacob (1876-1944). Leo con perseverante estremecimiento, al azar, páginas de El cubilete de dados (1917), casi el signo por alusión de un homenaje deconstruido, como una interjección admirativa, al autor de Un golpe de dados (1897, 1914).

martes, 1 de marzo de 2016

Mn. Manuel Trens, dandi joyceano.



Retrat de Mn. Manuel Trens,
Ignasi Mundó (1972)

Hace un par de semanas mencionaba de pasada a Juan Ramón Masoliver, una de esas figuras incómodas y silenciadas de la cultura catalana del siglo XX. Activista cultural y crítico literario, estuvo muy vinculado a la aventura editorial de Destino en la posguerra. Formaba parte de aquel círculo intelectual falangista impulsado por Dioniso Ridruejo del que, más allá de los círculos académicos, nadie parece querer recordar.

martes, 2 de febrero de 2016

Meditación de la memoria.



Cristo, Varón de Dolores,
Luis de Morales (1566)

Hace un par de meses regresé, como un relámpago, a Madrid. Compruebo que la ciudad de mi infancia y de mi juventud se va alejando cada vez más a medida que comparo sus huellas con las de mi memoria. Estoy cierto que la maravilla urbana es su constitución proteica que replica las metamorfosis del recuerdo. Como en un plano, la arqueología del olvido, física y emocional, excava en una tierra perpetuamente removida.

martes, 26 de enero de 2016

Enrique García-Máiquez, entre palomas y serpientes.



Agnus Dei,
Francisco de Zurbarán (1635-1640)


Como si fuera un náufrago de lecturas recientes, Cavalcanti se precipita a abrir Palomas y serpientes (Granada, 2015), el último libro de Enrique García-Máiquez (1969). Y, goloso, no ansioso, empieza a leer sin descanso sus aforismos. ¿Cómo resistirse a la cándida sagacidad de su escritura, fragmentaria e inquietamente serena, en una edición además rugosa al tacto, espléndida en su sencillez?

martes, 18 de agosto de 2015

José Bergamín, cohetero.



La tertulia del Café del Pombo,
José Gutiérrez Solana (1920)

No se me ocurre otro término que defina el postureo vital de José Bergamín (1895-1983) que el de “torracollons”: persona molesta que a todo le encuentra defectos. Reconozco culpable que en definirlo así, a la catalana, hay ciertas ganas de molestar a los (pocos) bergaminianos que aún deben de quedar y que deberían confesar que el numerito del entierro en Euskal Herría con la ikurriña y rodeado el féretro de batasunos no fue una anécdota senil sino la culminación de una vida. Genio (no tanto) y figura (mucha más) hasta la sepultura.

martes, 11 de marzo de 2014

Eloísa tras el almendro.





De mi época de bachillerato recuerdo la asistencia un viernes por la tarde, a principios de cada primavera, a la representación teatral que el grupo colegial MI.AR.PA había preparado durante el curso. Como indicaba el acrónimo, acostumbraban a poner en escena obras de Miguel Mihura, Carlos Arniches y Alfonso Paso.

Aunque El Padre Pitillo es uno de los traumas culturales de mi adolescencia, me vienen a la memoria estupendos momentos de espectador incipiente gracias al entusiasmo juvenil de Javier Quero o de mi compañero de pupitre Jesús Blanco. Juan Echanove, el pedete lúcido de Turno de oficio, era el arquetipo que se había formado tras aquellas bambalinas.

Siempre eché de menos que representasen a Enrique Jardiel Poncela (1901-1952), a quien, ay de mí, sólo conocía de oídas. Los fragmentos que leía de él me maravillaban de risa. No entendía por qué no nos lo hacían conocer. Después de todo, Paso siempre me ha parecido un pesao mayúsculo y con Arniches me reconcilié sólo tras leer La señorita de Trevélez gracias a un curso absurdo pero divertidísimo de Andrés Amorós, que, en plan estupendo, decidió que la trinidad canónica del siglo XX español era aquel año el lenguaje chocarrero de Tirano Banderas, la métrica venganza de Don Mendo y el sainete tragicómico de Arniches.

Mihura son palabras mayores, pero la modernidad recalcitrante de Jardiel, esa ferocidad frustrada, tan española, mantiene, pese a sus arrugas, su atractivo teatral y novelístico. De su lectura se sale con una sensación agridulce. Jardiel es un Beckett de Lavapiés, lamentable pero inmarcesible. Si una comedia suya encarna mejor que ninguna otra ese espíritu tan subversivo como resentido es Eloísa está debajo de un almendro (1940).

El Acto I, con esas conversaciones tan cutres y deprimentes de los espectadores en una sala de cine de barrio, es mucho más que un ejercicio paródico. No describe sólo aburrimiento vital, sino que proporciona una poderosa lección de esa cháchara que Heidegger analizó con el término Gerede. Toda la fantasiosa e hiperromántica actitud de Mariana –y de Clotilde- sólo puede alzarse a partir de “ese modo de ser de la comprensión desarraigada del Dasein” que el acomodador, el matrimonio o las fulanas actúan en su lenguaje tautológico, cuando no pleonástico. Sólo ante ellos el deseo de algo misterioso, nuevo, diferente, que Mariana le exige a Fernando cobra su apertura semántica. La locura de los Briones “tiene la posibilidad de ser de semejante desarraigo, que, lejos de constituir un no-ser del Dasein, es, por el contrario, su más cotidiana y obstinada «realidad»”. ¿Quién se lo iba a decir a Jardiel?

Los otros dos Actos, observados con atención, hubieran tenido que dar auténtico susto en la España de la inmediata posguerra. La logorrea de Práxedes (tan estupenda en la película de 1943) refleja la delirante lucidez que desencadena todas sus acciones calculadamente enloquecidas.






Con la excusa de la cháchara y de las excentricidades familiares, Jardiel acumula no pocas perversiones con un fuerte componente fetichista. Organizados bajo el motivo del doble (döppelganger), Fernando y Mariana representan también a sus padres a través de fetiches como el medallón o el vestido ensangrentado que desencadena la anagnórisis final. Fernando se lleva a Mariana a su casa con el cloroformo que le proporciona su tío Ezequiel, un maníaco sexual que rapta, mata y despelleja “gatas”, a las que pone nombres propios, en beneficio de la ciencia. Se entiende, pues, que la loca Micaela le eche los “perros” encima. 

Mariana, pero sobre todo Clotilde, expresan fantasías masoquistas. Además, Clotilde es el objeto de deseos incestuosos de su tío neurótico Briones, con cuyas pulsiones parece insinuarse que ha jugado sádicamente. La desilusión final de Clotilde ante la evidencia de que Ezequiel es sólo, realmente, un científico le lleva a exclamar “¡Pelagatos!”, lo cual debería poner los pelos de punta a cualquier espectador. No es en absoluto un cierre improvisado.

A fin de cuentas, Eloísa está debajo de un almendro es una obra necrófila: su asunto central es recobrar, vicaria si no directamente, a una muerta. Fernando desea con tal intensidad esquizofrénica a Mariana que, mientras cava fuera de escena en busca del cuerpo, ella le está esperando travestida para crear el efecto climático de fusión alucinada de los diversos motivos de toda la obra.

PRÁXEDES.—¿Se puede? Sí, porque no hay nadie. ¿Que no hay nadie? Bueno, hay alguien, pero como si no hubiera nadie. ¡Hola! ¿Qué hay? ¿Qué haces aquí? Perdiendo el tiempo, ¿no? Tú dirás que no, pero yo digo que sí. ¿Qué? ¡Ah! Bueno, por eso... ¿Que por qué vengo? Porque me lo han mandado. ¿Quién? La señora mayor. ¿Que qué traigo? La cena de la señora, porque es sábado y esta noche tiene que vigilar. ¿Que por qué cena vigilando? Pues porque no va a vigilar sin cenar. ¿Te parece mal que vigile? Y a mí también. Pero ¿podemos nosotros remediarlo? ¡Ah! Bueno, por eso... Y ahora a dejárselo todo dispuesto y a su gusto. ¿Que lo hago demasiado deprisa? Es mi genio. Pero ¿lo hago mal? ¿No? ¡Ah! Bueno, por eso... Y no hablemos más. Ya está: en un voleo. ¿Bebidas? ¡Claro! No iba a comer sin beber. Aunque tú bebes aunque no comas. ¿Lo niegas? Bien. Allá tú. Pero ¿es cierto, sí o no? ¿Sí? ¡Ah! Bueno, por eso. (Yendo hacia Fermín y Leoncio.) ¿Y la señora? ¿Se fue? Lo supongo. Por aquí, ¿verdad? (El primero derecha.) Como si lo viera. ¿Que si voy a llamarla? Sí. (Señalando a Leoncio y mirándole.) Éste va a ser el criado nuevo, ¿no? Pues por la pinta no me parece gran cosa. ¿Que sí lo es? ¡Ah! Bueno, por eso... Aquí lo que nos hace falta es gente lista. Ahí os quedáis. (Inicia el mutis.) ¿Decíais algo? ¿Sí? ¿El qué? ¿Que no decías nada? ¡Ah! Bueno, por eso... (Se va por el primero derecha.).


Bueno. ¡Vale! ¿Sí? No. Pues eso.


martes, 21 de enero de 2014

AnarKeaton.






Entre principios de los 80 y finales de los 90 seguí fielmente en la televisión tres ciclos dedicados a la canónica trinidad cómica del cine mudo: Harold Lloyd, Charles Chaplin y Buster Keaton (1895-1966). El orden es cronológico, pero sus factores también alteran mi producto.

Nunca he acabado de entender, por limitaciones mías, el humor del joven de cara maquillada, con canotier y gafas redondas. Su ingenuidad de buen chico me deja indiferente. Sin embargo, son extraordinarios el concepto de sus gags y su aparente patosidad, genuina y divertida. Con todo, en un personaje tan formalito, tan simpático, las situaciones más difíciles que se le acumulan me dan la impresión de meros obstáculos que, aunque sea por azar de la bondad, está predestinado a superar.

Charlot es tan indignante como increíble. Nunca he podido evitar sentir desagrado físico ante sus caritas de pena, de perro apaleado, pero me rindo ante su genialidad kinésica. La quimera del oro (1925) encadena secuencias gloriosas una tras otra, desde el baile de los panecillos a la casa colgante, con Charlot correteando entre sus paredes como un pollo.

¿Qué decir de Tiempos modernos (1936)? Que es un clásico como Centauros del desierto (1956), de John Ford. Entre el plano final de una y otra película se advierte un punto común. La sentimentalidad indigente, industrial, de Charlot emprende su camino por la carretera inacabable, con la esperanza puesta en la mano de Paulette Goddard. La sobriedad crepuscular, desesperada, de Ethan Edwards-John Wayne sólo puede ser abrasada por un desierto inextinguible. Ambos planos son una declaración de amor al cine. De amor, simplemente.

En cambio, Candilejas (1952) me resulta una película indecente de principio a fin. Detesto su melodía, tan sencilla y tan engañosa. El narcisismo impúdico de Chaplin no se detiene ni ante la falta de respeto a sus colegas cómicos. Nunca los buenos sentimientos han provocado tanta autocomplacencia. En ella, la dignidad estupefacta de Keaton, comparsa disciplinadamente anárquica, me hace más odiosa la despedida del histrión más grande. El más puro sigue siendo, sin duda, el propio Keaton.

Luis Buñuel dijo: “Asepsia, desinfección. Liberadas de la tradición, nuestras miradas se rejuvenecen en el mundo juvenil y temperado de Buster, gran especialista contra toda infección sentimental”. Es posible que en Keaton haya una novedad que obliga a desinfectar de sentimentalidad toda tradición. Ver su agilidad sincopada tiene, ciertamente, efectos farmacológicos.

La imperturbabilidad de Keaton, que no su pasibilidad, es de un lirismo ultrarreal. Más que alcanzar el amor de la chica, Keaton se esfuerza aéreamente por llegar a ser el que le niegan ser. Casarse –el final feliz− es para él ingresar en una realidad tan necesaria como áspera y estéril. La aventura es, por sí misma, la afirmación insaciable del deseo. Con impecable sencillez, el protagonista de El Colegial (1927) transforma irónicamente el acartonado ideal olímpico, insertándolo en la acción resolutiva de la trama cinemática.

Es lugar común insistir en que al personaje de Keaton lo ha definido su economía facial, casi inhumana y lunar. Su supuesta inexpresividad transparenta una conciencia feroz de su identidad imaginaria. Su rostro es la arkhé, el principio de su soledad irreductible y victoriosa. En El maquinista de la General (1926) hay escenas perfectas de este rigor poético. Pero me quedo con una de El héroe del río (1928). Padre e hijo entran en la sombrerería. El hijo no quiere deshacerse de su gorra, pero se ve obligado a tocarse con todo tipo de sombreros. El espejo en el que se mira somos los espectadores que le reflejamos, con una ligera desviación, los cambios de su rostro múltiple y uno. Al final todo parece volver al principio, en un golpe de mala suerte. No, la resilente personalidad de Keaton, fragmentada y atosigada por la autoridad, sale afianzada en su singularidad inaccesible.




A menudo me han preguntado por qué mantengo uniformemente, a lo largo de mis películas, esa cara tan desolada. Creo que es bien sencillo; desde mis comienzos en el music-hall observé que, cuando se hace algo más o menos divertido, se provoca en el auditorio una carcajada mucho mayor si se permanece indiferente y luego asombrado por la hilaridad del público. Por el contrario, hay cómicos que parece que se colocan siempre de parte del público y le hacen participar de sus confidencias. Así procedía Fatty; de esta forma el público se reía con él, mientras que en mi caso el público se reía de mí”.

Riéndonos de Keaton, salimos gozosamente derrotados ante su inteligencia cómica, lección exacta –e íntegra- de moral poética.


martes, 12 de noviembre de 2013

El cosmopolitismo bandarra de Francesc Trabal.





Francesc Trabal (1899-1957) es uno de los escritores más singulares de la literatura catalana del siglo XX. Puede discutirse su calidad literaria y ponerse en cuarentena el alcance de sus “estirabots” (disparates), pero la fertilidad de su imaginación y su capacidad para la acción poética deberían haberlo convertido en un referente canónico de las vanguardias hispánicas. Como ha dicho Quim Monzó, “Francesc Trabal i aquella Colla de Sabadell van ser un dels luxes més cosmopolites que hem tingut en aquest últim segle. Llàstima que el país no hagi estat a l’alçada”. Si Cataluña no ha estado a la altura, a la cultura española en general le ha resultado completamente indiferente la altura a la que se encontraba este tipo de lujos.

Casi una década antes que el trío Lorca, Dalí y Buñuel montasen sus numeritos en la Residencia de Estudiantes, la Colla de Sabadell, formada por unos jovencitos imberbes, organizaban performances casi dadaístas por las calles polvorientas del Vallès. La primera de ellas en 1917, ideada por el propio Trabal, fue una excursión a la Font del Saüc (Matadepera) que comenzó por las calles de la ciudad como una romería a pleno sol con burro, sombrilla y terno impecable. Como colofón de esta primera experiencia lúdica, durante el picnic en la Font, Trabal improvisó unas coplas agitanadas en catañol, jaleado por la juventud sabadellenca.

A principios de los años veinte el mismo Trabal junto con Joan Oliver (después Pere Quart) y Armand Obiols fundaron la editorial La Mirada para dar conocer a los jóvenes narradores catalanes, en un género, como el de la novela, que parecía estar negado al Noucentisme. Pese a sus orígenes vanguardistas, aquel trío prefirió acogerse a la sombra de una gran figura noucentista. Josep Carner prologó el primer libro de Trabal, L’any que ve (1925), un libro paródico de las auques tradicionales, al que calificó como portador de “un Humor Indeliberat, Difós, Secret, dins l’Automatisme Tradicional de les Paraules Òbvies”. Trabal nunca había ocultado el magisterio de Ramón Gómez de la Serna.

Trabal sentía la extraña vocación de ejercer de surrealista con aires menestrales. Pocos escritores peninsulares se han tomado más en serio el “amor fou”. Sus personajes femeninos son inalcanzables objetos de deseo, de un deseo feroz y esquizofrénico. En L’home que es va perdre (1929) el protagonista pierde a posta objetos para encontrarlos. Llega a perder a su amada, cuyo rastro empezará a perseguir, enloquecido, hasta encontrarla y comérsela en un acto de canibalismo literario, metapoético, en la veta más vanguardista de las literaturas ibéricas.

A Trabal lo han calificado de escritor “integrado” y, en efecto, buscó la pequeña parcela de gloria literaria que las letras catalanas concedían durante la República. Vals (1936), la más modernista de sus novelas, la más europea, fue Premi Creixells. Su protagonista, Zeni, posee la superficialidad aérea de sus mejores creaciones, esa aura de punzante erotismo romántico que envuelve, incestuosamente, hasta los besos fantasmales. Pero a la novela le falta la alocada incoherencia y la redacción atropellada que habían articulado el universo más personal de su autor.

Mucho se ha reprochado a Trabal las disparatadas ocurrencias con que hace avanzar a salto de mata sus narraciones. Por ejemplo, las críticas al final de Judita (1930) son casi unánimes. Aunque sea lamentable que el personaje femenino estalle como una bellota en el aire, no puedo evitar sentirme inquieto por su cazurra semejanza con el final de La mort amoreuse de Gautier. Algo parecido me ocurre con una escena de Temperatura (1949), su novela de exilio, a mi juicio injustamente preterida. 

En ella el protagonista masculino, un voyeur, se introduce en la casa de una anciana para espiar lo que hace junto con su enamorada en la sala de música. Pasan las horas sin sentirse más que el ruido de un reloj. La resistencia del hombre se rompe, mientras las mujeres continúan mudas.  En manos de Trabal, la explicación del enigma parece un chiste dudoso. Explicado por Maurice Blanchot, seguro que habría dado pie a todo un análisis deconstructivo de la tradición poética simbolista, de Verlaine a Debussy.

“René Le Sueur de la Pomme seguía en el suelo, sobre la alfombra, hecho un nudo, durmiendo el sueño de los justos.
Una vocecita lejana, tenue, insinuaba:
-¿La Golden Sonata, de Purcell? ¿La Pavana, de Byrd?
Y dos siluetas, en el piano de nácar, arrancaban a cuatro manos el alma de la música, para gozar voluptuosamente de su propia carne, de esta carne eterna, dulce, suave, que tiene la música cuando uno llega a poseerla sólo por el tacto…”
 
La rauxa de Trabal, íntegra, radical, se eclipsó en Chile. Lujo indispensable, ay, su recuerdo parece hoy un homenaje del olvido.


martes, 20 de noviembre de 2012

André Breton, la áspera surrealidad.






De mis lecturas juveniles de Octavio Paz, que había conocido a André Breton en 1946, se me quedó grabada su idea de que el Surrealismo había sido la última revolución moderna. Último vástago, violento y degenerado, del Romanticismo, en él se colapsaba, por un exceso de energías, aquella ruptura de la tradición clásica que inauguró en el siglo XIX una tradición de la ruptura, tal como la definía el mismo Paz. Todos los movimientos vanguardistas posteriores habrían bebido de sus intuiciones; mejor dicho, habrían saqueado su irresistible impulso revolucionario.

Creo recordar por ello que el poeta mexicano juzgaba su importancia, más que por sus logros artísticos, por la actitud vital, libertaria, de su programa estético. Era tan moderno el surrealismo que alumbraba ya los juegos de la posmodernidad. Salvador Dalí -Avida Dollars, como en anagrama lo llamaba Breton−lo entendió enseguida.

Me parece que este planteamiento canonizaba demasiado pronto al movimiento surrealista, incorporándolo al panteón ilustre de las Vanguardias históricas. Su centralidad se halla, más bien, dispersa en los márgenes por los que buscaba escapar de las mentiras lógicas de una sociedad estructurada según los criterios burgueses del capitalismo. El surrealismo bretoniano bulle en el magma nocturno de la tradición hermética, bastarda, romántica.
En términos niezscheanos, el cubismo sería rupturismo apolíneo; el surrealismo, engendrado por el dadaísmo, negación dionisiaca. La escritura automática, fruto del automatismo psíquico, conecta, por las galerías subterráneas de la poesía, con Rimbaud, sí, pero también con Lautréamont y, al final de la subconciencia, con Sade. Nadja es la Justine de Breton.
Pontífice sumo del surrealismo, como lo definiera André Gide, tan dogmático e intransigente con la pureza libertina de su movimiento, del que expulsaba cualquier mínima disidencia, André Breton había proclamado, en efecto, en 1935 que su objetivo era aunar la máxima de Marx: “Transformar el mundo” y la de Rimbaud: “Cambiar la vida”. Como es evidente, de inmediato le hicieron sentirse obligado a abandonar el Partido Comunista.

En el fondo, Breton nunca pudo deshacerse de la bata blanca de psiquiatra que teoriza y teoriza con los locos sobre los locos y desea ser un loco que siga teorizando de los locos y con los locos sobre los cuerdos, y que, en el fondo, no deja de ser un psiquiatra furioso cuya bata se ha convertido en una camisa de fuerza de la que no puede desprenderse.

Robert Desnos soñando
La sintaxis de sus escritos es brutal; ni artística ni científica. Se trata de una escritura que se desenrolla con la precisión alquímica de lo incomprensible. La coherencia alerta y mineral del idioma francés en su mano suelta chispas al contacto del cuchillo de cada frase. De repente, su lenguaje se ilumina por azar imprevisto y, a pesar de las ataques verborreicos que solía padecer, se desencadena la fisión imaginaria de los sueños y la realidad. No me extraña que expulsase a Robert Desnos del grupo. Era su antítesis: Desnos, como un sonámbulo, vivía trabajando y soñaba sin trabajar.

Lo fascinante del surrealismo no consiste en su capacidad de insuflar vida en el arte o viceversa, y mucho menos en la gratuidad subversiva y hasta terrorista de sus primeras acciones (para Breton, un acto surrealista sería bajar a la calle con una pistola y empezar a disparar al azar, como un vulgar asesino en serie). En él sigue atrayendo la percepción de que entre arte y vida hay rendijas que abren el camino de la sobrerrealidad. Es el espacio abierto por un choque que no es lógico sino fruto de una arbitrariedad instantánea, lúcida y críptica, que libera el eros total de la imaginación. Ser surrealista es, en definitiva, entregarse al amor fou que emerge del azar objetivo

Les amants (1928), René Magritte.
Así, L’amor fou (1937), ensaya, parafrasea, cronifica el descubrimiento anterior de Breton en sus andanzas tras Nadja (1928). El amor loco, salvaje, es una experiencia plutónica: está vinculada a la poesía y al Hades, a las fuerzas cósmicas de la creación y del  mal. Lo más terrible, lo más destructor, lo más Real es el cumplimiento del deseo. Objeto y espíritu se abrazan furiosamente en el encuentro casual provocado por la atracción de sus propias energías distantes. Para evitar su inmovilización en el inframundo, es preciso perder la identidad y resistir, a la vez, su pérdida. Como los amantes de Magritte, reconocerse y desconocerse es el movimiento de la búsqueda. La surrealidad es el residuo ignoto de la identidad alterada.

“Es posible que la vida exija ser descifrada como un criptograma. Escaleras secretas, marcos cuyos lienzos se deslizan rápidamente y desaparecen para dejar paso a un arcángel que esgrime su espada, o para ceder su sitio a quienes siempre deben ir hacia adelante, interruptores que, pulsados indirectamente, hace que toda una sala se desplace en altura, en longitud y que cambie la decoración con la mayor rapidez: es lícito concebir la mayor aventura del espíritu como un viaje de esta clase al paraíso de las celadas”.

Con gafas de motorista a través de un papel en blanco, André Breton mira, alucinado, el objetivo instantáneo del deseo: la muerte.