Donna me prega

Este blog se declara católico, tal vez con cierto aire estoico. Defiende la simplicidad, el silencio y la contemplación.
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martes, 1 de marzo de 2016

Mn. Manuel Trens, dandi joyceano.



Retrat de Mn. Manuel Trens,
Ignasi Mundó (1972)

Hace un par de semanas mencionaba de pasada a Juan Ramón Masoliver, una de esas figuras incómodas y silenciadas de la cultura catalana del siglo XX. Activista cultural y crítico literario, estuvo muy vinculado a la aventura editorial de Destino en la posguerra. Formaba parte de aquel círculo intelectual falangista impulsado por Dioniso Ridruejo del que, más allá de los círculos académicos, nadie parece querer recordar.

Masoliver, inquieto y giróvago, que mantuvo amistad con Ezra Pound como se suele destacar en las notas biográficas, tuvo también un encuentro con James Joyce en el París de los años treinta, cuyos avatares relató en sus memorias Perfil de sombras (1994). El motivo fue la entrega del número 9 de la revista vanguardista Hélix (1930) que Masoliver dirigía en Vilafranca del Penedès.

De esta anécdota sobresale que el interés de Joyce se dirigió, no al ensayo que le dedicaba Lluís Montanyà, crítico de arte y uno de los firmantes con Salvador Dalí del Manifest groc, sino a la traducción al catalán de un fragmento breve del Ulysses (1921) firmada con unas iniciales pseudónimas (M. R.). Desconocida la identidad del traductor, fue el propio Masoliver quien la reveló en sus memorias más de sesenta años después, atribuyéndosela al entonces ya fallecido Mn. Manuel Trens, un capellán pintoresco y característico de la burguesa cultura eclesiástica barcelonesa, historiador del arte y liturgista.

Que le despertase curiosidad a Joyce el hecho de ser traducido al catalán lo prueba que en su biblioteca personal, custodiada en la Universidad de Buffalo, donde están catalogados no más de cuatro publicaciones de autores o traducciones españolas, se conserve el ejemplar de Hélix que Masoliver le entregó personalmente.

Manuel Trens no escogió ninguno de los pasajes más famosos de la obra joyceana, como el monólogo de Molly Bloom traducido por Antonio Marichalar para la Revista de Occidente en 1923. Al contrario, hizo una antología personal de seis breves textos del capítulo séptimo, que transcurre en la redacción de un diario. Trens además los dispuso en un orden que no respetaba el del original, con omisión incluso de frases y parágrafos.

Mn. Trens manejó un ejemplar de la edición inglesa de 1927, que mi heterónimo consultó en la Biblioteca Pública Episcopal del Seminario de Barcelona. Sin embargo, no existía ninguna indicación en la revista que explicase las razones de la selección de los fragmentos, más allá del parangón editorial entre la versión catalana y el Portrait of the Artist as a Young Man (1914) vertido al castellano en 1926 por Dámaso Alonso.

Una parte de la crítica ha interpretado la razón última de esta traducción como una reivindicación lingüística y nacional por simpatía con las circunstancias de una Irlanda recién independizada. Por otro lado, se ha preferido ver en la traducción de Mn. Trens una voluntad apologética que querría destacar, por debajo de la “inmoralidad” de la obra, su trasfondo católico.

Mi heterónimo, como corresponde cuando debe realizarse una de esas comunicaciones absolutamente estériles del mundo académico, resaltó que la operación de Trens era la de un ejercicio de oratoria propia de un Seminario. De algún modo respetaba algo de lo que Joyce se había propuesto, pero lo reconvertía en una unidad autónoma arrancada de su suelo original y ejerciendo sobre él toda clase de alteraciones enunciativas.

Como un rapsoda griego del Eixample, Mn. Trens escogió unos pasajes cuya única finalidad consistía en deslumbrar a sus jóvenes admiradores que le habían oído recitar una y otra vez fragmentos de la novela de Joyce. Epatante y urbano, cosmopolita a la manera noucentista, Mn. Trens también habría querido reproducir especularmente las relaciones entre los personajes de la novela, reservándose el papel del periodista MacHugh a la espera de un majestuoso final que le permitiese concluir: “Acabà i els mirà, saborejant silenci”.

Desde hacía tiempo nuestro amigo y seguro nauchel en cualquier singladura intelectual, mosén Manuel Trens, de Vilafranca, nos traía y nos «cantaba» no pocos pasajes de la edición de 1927; la inglesa, por supuesto. Y no sin antes vencer sus escrúpulos, los conseguíamos para nuestra Hélix, aquella revistilla tan deliciosamente vanguardista (desde el viejo patio de Letras y desde Vilafranca). Ni que decir tiene que el doctor Trens no quería firmar aquella primera versión catalana. Las razones son obvias. A lo sumo, transigió con una iniciales, ni siquiera las suyas (y con absoluta ingenuidad la T del apellido tuve que cambiársela por la R de Railways)”.

(Juan Ramón Masoliver, Perfil de sombras)


Y así pasamos una parte del tiempo los críticos literarios, qué pena.


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